AMIRA 

Salgo del hotel con un sombrero de ala ancha y gafas de sol, tratando de no llamar la atención más de lo necesario. Los nervios laten en mi pecho, pero me esfuerzo por mantener una expresión serena.

—Señorita Lafuente —me llama el portero, con su impecable postura recta—, ¿se le ofrece algo?

Me detengo por un segundo y sonrío con calma, intentando no parecer apresurada.

—No, no —contesto con voz ligera—, me dijeron que había una salida a la playa por este lado y solo me estoy aventurando a encontrarla.

El portero me observa de pies a cabeza. Por un momento, temo que descubra mi mentira. Sé que mi atuendo no es precisamente el de alguien que busca explorar senderos ocultos hacia la playa. Mi vestido ligero, mis sandalias elegantes, todo en mí grita que no voy a una simple caminata.

Pero el portero no pregunta nada más. Finalmente, asiente y señala con la mano.

—Es justo para allá. Debe dar vuelta en esa esquina.

—Gracias —respondo con gratitud.

Sin mirar atrás ni tratar de averiguar si me está observando, camino con paso tranquilo, como si realmente estuviera explorando por simple curiosidad. Pero cada paso que doy me acerca más a lo que realmente deseo: a él.

A medida que avanzo, el bullicio del hotel queda atrás y el sonido del mar se vuelve más claro. El viento huele a sal y a promesas que no sé si estoy lista para hacer. Al doblar la esquina, mis ojos se encuentran con el auto de Nadir.

Y ahí está él.

Recargado sobre la cajuela de su auto convertible con los brazos cruzados, su postura es relajada, pero en sus ojos hay algo más. Una tensión apenas contenida, una expectación que me hace sentir que este momento es tan importante para él como lo es para mí.

Cuando me ve, su sonrisa aparece. No es amplia, ni exagerada. Es una mueca leve, pero es solo para mí.

Y eso lo hace perfecto.

Me detengo a unos pasos de él, sintiendo que el aire se llena de algo denso, algo indescriptible.

—¿Lista? —pregunta con esa voz profunda y serena que ya empiezo a reconocer como peligrosa para mi paz.

—Lista —respondo, aunque no estoy segura de si lo digo por este paseo o por lo que empiezo a sentir cada vez que estoy a su lado.

Nadir se aparta de la cajuela, abre la puerta del auto y me hace un gesto elegante con la mano para que suba.

—Vamos antes de que alguien nos vea —dice en un tono bajo, casi cómplice.

Tomó su mano y me subo sin dudar. No sé qué me espera, pero por primera vez en mucho tiempo, quiero descubrirlo.

Él se sube del otro lado. Me encanta cómo camina. Nadir es mucho más alto que yo, su presencia es imponente, pero no agresiva. No sé cuánto mide, pero con ese cuerpo firme y trabajado, su altura y su personalidad sobria y segura, sus pasos parecen tener un propósito definido. Cada movimiento suyo transmite fuerza, determinación, como si nada pudiera desviarlo de su camino.

—Vamos. Tengo el lugar perfecto para pasar el día —dice, con esa voz grave que me provoca escalofríos—. Sin embargo, debemos pasar por algunas cosas.

—Vale, vamos —respondo, sintiendo cómo mis labios esbozan una sonrisa sin que pueda evitarlo.

El motor ruge suavemente cuando arranca el auto, alejándonos del hotel y de todo lo que nos ata a la realidad. Este momento se siente como un escape, un paréntesis en medio del caos.

El silencio entre nosotros no es incómodo. Es un acuerdo tácito. Sabemos que debemos comportarnos, mantenernos bajo control, no levantar sospechas. Pero la radio parece tener otros planes.

Los primeros acordes de la Suite No. 2 de Carmen comienzan a sonar, envolviendo el aire con su intensidad. Y entonces, la voz de la soprano lo llena todo:

“L’amour est un oiseau rebelle que nul ne peut apprivoiser, et c’est bien en vain qu’on l’appelle, s’il lui convient de refuser.”

(El amor es un pájaro rebelde que nadie puede domesticar, y es en vano llamarlo si decide negarse.)

Mis dedos juegan con la tela de mi vestido mientras mi mente procesa la letra. La melodía es apasionada, indomable, y el mensaje… demasiado acertado.

—¿Crees que es una señal? —pregunto en tono ligero, pero sintiendo la carga oculta en mis propias palabras.

Nadir sonríe de lado, esa sonrisa suya que nunca es completamente abierta, pero que tiene el poder de desarmarme.

—¿Que el amor es un pájaro rebelde que no se puede domesticar? —responde, sin despegar la vista de la carretera. Su voz es tranquila, pero hay un matiz en ella que me dice que también está sintiendo el peso de la canción.

Me muerdo el labio, sin saber qué responder. La música sube de intensidad, como si nos retara.

—Tal vez —digo al final.

—Tal vez —repite él, y por un instante, siento que estamos hablando de algo más que una simple canción.

Nadir da la vuelta en una de las esquinas y pronto entramos a la ciudad. Lejos ha quedado el hotel, lejos ha quedado el mar. Ahora, nos perdemos en una selva de asfalto decorada con muros antiguos y elegantes, mezclados con la modernidad.

Llevo meses aquí, atrapada en un mundo de reuniones, cenas y formalidades, y hasta ahora estoy descubriendo el lugar donde, se supone, voy a vivir. Me pregunto si Amir en algún momento sale del hotel o del club. Si tiene sueños, deseos o al menos algo que lo motive en la vida, más allá de las borracheras y las órdenes de su madre.

—No tardo, ya tengo todo preparado —me dice Nadir con su tono sereno, para luego abrir la puerta del auto y salir.

—Claro —respondo con una sonrisa, observándolo mientras se aleja con esa seguridad innata que me tiene hipnotizada.

Lo sigo con la mirada hasta que desaparece entre la gente. No puedo evitar morderme los labios. Es tan varonil, tan caballero, tan galante. Todavía siento que es un sueño que él, de todas las mujeres en las que se pudo fijar, se haya fijado en mí.

Un calor extraño comienza a recorrerme. No sé si es por el sol del verano o por lo que estoy pensando. Tomo mi abanico de mano y me echo un poco de aire.

—Tranquila, Amira. ¿Qué pensamientos son esos?

Cierro los ojos por un segundo, intentando calmarme. Pero la imagen de Nadir sigue en mi mente. La manera en que camina, su mirada intensa cuando me escucha, la firmeza de su voz al decir mi nombre…

Un leve rubor se apodera de mis mejillas. “No es correcto”, me digo, pero ya no puedo negar lo evidente.

Mis pensamientos son interrumpidos cuando Nadir abre la puerta y sube al auto. Abro los ojos y lo veo. Nadir, trae una canasta en la mano y una sonrisa en los labios.

—¿Lista?

Asiento, con el rostro ruborizado por lo que acabo de pensar. 

—¿Quieres que cambie de música? —me pregunta, cuando el Acto II No. 10 del Lago de los Cisnes comienza a sonar en la radio.

—No, está bien. A mí también me gusta. Yo, en un momento de mi vida, quería ser bailarina de ballet.

Nadir voltea ligeramente hacia mí, sorprendido.

—¿En serio? —pregunta, bajándole un poco al volumen para escucharme mejor.

Asiento, con una sonrisa nostálgica.

—Sí. Me encantaba. Pero, bueno, no se pudo.

—¿Por qué no? Pudiste ser una gran bailarina.

Me quedo en silencio por un momento, observando el paisaje que pasa rápidamente por la ventana. Es un tema del que no hablo con nadie, porque siempre ha sido una pequeña herida oculta en mi interior.

—Porque nunca fue una opción real para mí —confieso finalmente, con un suspiro—. Mi familia tenía otros planes. Siempre supe que mi destino estaba ligado a los negocios, a las alianzas… no al arte.

Nadir me mira de reojo, con esa forma suya de analizar cada palabra que digo, como si estuviera descubriendo algo nuevo sobre mí.

—Eso es injusto. Si te gustaba, deberías haberlo intentado.

Me río suavemente, sin apartar la vista del camino.

—Tal vez. Pero a veces la vida no te deja elegir.

El violín en la pieza de El Lago de los Cisnes sube en intensidad, llenando el auto con su dramatismo melancólico. Es irónico, porque la historia del cisne blanco también es una historia de destino, de una mujer atrapada en algo que no eligió.

—¿Y qué hacías cuando bailabas? ¿Te sentías libre? —pregunta Nadir, su tono más suave ahora.

Sonrío con un dejo de tristeza.

—Sí. Mucho. Como si nada más importara.

Él no responde enseguida, pero noto que sus dedos se aferran un poco más al volante.

—Es curioso —dice al cabo de un rato—, porque te ves como alguien que todavía busca esa libertad.

Sus palabras me golpean más de lo que esperaba. Tal vez porque son verdad.

Me quedo en silencio, dejando que la música llene los espacios entre nosotros, como pudiera decir todo lo que yo no me atrevo a decir en voz alta.

—¿Y usted? —pregunto, mirándolo con curiosidad.

Nadir voltea y sonríe levemente, una de esas sonrisas suyas que parecen contener algo más, un secreto que no está seguro de compartir.

—¿Siempre me hablarás de usted? —me pregunta con un tono casi divertido.

—Bueno… ¿y a ti? —corrijo, bajando un poco la formalidad.

Él asiente, como si lo aprobara.

—¿Yo?

—Buscas la libertad —afirmo, con suavidad.

Nadir deja escapar una breve risa, pero no es de burla, sino más bien de resignación.

—Se supone que soy libre —asegura—. Tengo todo para serlo. Heredero, de familia de renombre, hombre.

Me cruzo de brazos y ladeo la cabeza, intrigada por su elección de palabras.

—Entonces, ¿por qué dices “se supone”? —inquiro, mirándolo con atención.

Él mantiene los ojos en la carretera, su expresión sigue siendo serena, pero noto la forma en que su mandíbula se tensa. Como si hubiera algo en sus propias palabras que le pesara admitir.

—Porque mi libertad tiene un precio —responde finalmente—. No soy esclavo de nadie, pero soy prisionero de las expectativas.

Su confesión me toma por sorpresa. Nadir siempre parece tan dueño de sí mismo, tan firme en sus decisiones. Nunca imaginé que él también sintiera que su vida no le pertenece del todo.

—¿Qué expectativas? —pregunto, sin poder evitar querer saber más.

Nadir suspira y, por primera vez en el trayecto, desvía la mirada del camino por un segundo para verme.

—Las que todos tienen sobre mí. Ser el hijo perfecto. El heredero responsable. El hombre que no comete errores.

Me quedo en silencio, sintiendo que cada palabra que dice resuena en mí. Porque de alguna manera, su carga es similar a la mía.

—Y ahora dime, Amira —continúa Nadir, su tono más bajo, casi como si hablara más para sí mismo que para mí—, ¿qué es peor? ¿No tener opciones o tener tantas que todas terminan convirtiéndose en una jaula?

Sus palabras quedan suspendidas entre nosotros, mezclándose con la música tenue y el murmullo de la ciudad. Me doy cuenta de que no es una pregunta retórica. Quiere una respuesta real.

Observo las calles llenas de vida, de personas que caminan sin preocuparse por el peso de los nombres, los deberes o las expectativas. O al menos, eso parece.

—Depende —respondo, girándome hacia él—. Si no tienes opciones, no sabes lo que te estás perdiendo. Solo vives con lo que te toca. Es como un pájaro en una jaula que nunca ha volado. No sabe que hay un cielo afuera.

Nadir asiente levemente, su mirada aún fija en la carretera.

—¿Y si tienes muchas?

—Si tienes muchas opciones, el problema es que siempre sientes que debes elegir la correcta. La presión de no equivocarte puede volverse una jaula en sí misma. Como un pájaro que tiene las alas abiertas, pero teme caer.

Nadir suelta una breve risa, sin humor.

—Entonces, según tú, siempre estamos atrapados de alguna manera.

—No siempre. Hay una tercera opción.

Él frunce ligeramente el ceño, intrigado.

—¿Cuál?

Sonrío, jugueteando con la orilla de mi vestido.

—Dejar de mirar la jaula y empezar a ver el cielo.

Por primera vez en minutos, Nadir aparta la vista de la carretera para mirarme directamente. Su expresión es difícil de leer, pero hay algo en sus ojos, algo intenso, algo que me hace sentir que he tocado una fibra profunda en él.

—Tienes razón —dice en un susurro—. Pero no es tan fácil.

—No, no lo es. Pero tampoco imposible. Unos se las arreglan para escapar de la jaula. Míranos… el cielo es el límite.

Nadir me sonríe. Al parecer, le gustó mi respuesta. Tal vez los dos sabemos que estamos atrapados en una jaula, pero también sabemos cómo escaparnos sin que nuestro carcelero se dé cuenta de que nos fuimos.

Gira a la derecha y, momentos después, entramos bajo un imponente arco de piedra que nos lleva hasta una reja de color negro. La entrada es elegante, discreta, pero lo suficientemente majestuosa como para notar que no estamos en cualquier sitio. Estamos entrando a una mansión.

La reja se abre lentamente y nos permite ingresar.

—¿Dónde estamos? —pregunto, observando el largo camino de piedra que conduce hacia la casa principal.

—Ya verás… —responde Nadir con ese tono misterioso que ya empiezo a reconocer.

En ese instante, un portero me abre la puerta y me ayuda a bajar. Nadir rodea el auto y, con naturalidad, me ofrece su brazo. En la otra mano, sostiene la canasta con una facilidad que me hace sonreír.

Un picnic. Pero, ¿dentro de una mansión?

El interior de la casa me deja sin palabras. La arquitectura y la decoración son una fusión exquisita del estilo marroquí tradicional. Los colores, los detalles en madera tallada, los arcos ornamentales y las lámparas de hierro forjado le dan un aire de opulencia antigua. Pero lo más impresionante es la temperatura. Es fresca, un contraste absoluto con el calor abrasador del exterior.

—Esta es la ex casa de un personaje del gobierno —me explica Nadir mientras avanzamos—. Ahora es un museo.

—Vaya… —susurro, observando los detalles de las paredes y los pasillos llenos de historia. Definitivamente, no esperaba esto.

Nadir sonríe ante mi sorpresa.

—Es considerado de tu parte traerme aquí sabiendo que me gusta el arte —añado, tocando la orilla de un antiguo marco de madera con inscripciones árabes.

—Bueno, en realidad, no hay mucho arte en la casa. Hay retratos, sí, pero nada especialmente interesante. Yo te traje aquí por esto.

En ese momento, uno de los empleados abre una puerta de madera tallada, que rechina ligeramente al ser empujada.

Lo que veo al otro lado me deja sin aliento.

Un enorme jardín se extiende ante mí, como un oasis secreto escondido en medio de la ciudad. Las fuentes de piedra brotan agua cristalina, el sonido es relajante. Las bugambilias trepan por los muros, los rosales florecen en distintos tonos y pequeños senderos serpentean entre zonas de sombra y bancos de hierro forjado.

—¡Dios mío! —expreso emocionada.

Nadir observa mi reacción con satisfacción.

—La casa ahora está en remodelación y no está permitido entrar… pero tengo un conocido del conocido —me dice con una sonrisa de lado—. Y podremos hacer un picnic aquí. Estaremos solos, protegidos y podremos hablar tranquilamente.

No respondo de inmediato. Estoy tan maravillada con el paisaje que apenas puedo procesar sus palabras. Este lugar parece salido de un cuento, un mundo aparte donde por unas horas, todo lo que pesa sobre nosotros puede quedar atrás.

Me giro hacia Nadir, sin ocultar mi emoción.

—Entonces… hagamos un picnic.

Él me ofrece la mano y yo la tomo, sintiendo que acabamos de cruzar un umbral invisible. Uno que nos aleja, aunque sea por unas horas, de la vida que nos espera afuera.

Ambos caminamos hacia el jardín, su brazo entrelazado con el mío. El paisaje es en verdad divino. Parece un lugar sacado de un sueño, con los rayos del sol filtrándose entre las hojas de los árboles y el murmullo del agua de las fuentes creando una sinfonía natural.

“Parece el jardín del Edén.”

—¿Cómo descubriste este lugar? —inquiero, mientras mis ojos recorren cada rincón del jardín con admiración.

—Bueno… —Nadir duda un instante, como si estuviera buscando la mejor manera de responder.

No puedo evitar sonreír con picardía.

—¿No soy la primera, cierto? —pregunto, arqueando una ceja.

Nadir detiene su paso y me mira fijamente.

—Lo eres —afirma con seriedad—. Te iba a decir que lo descubrí porque vine a una junta con un socio. Antes había una cafetería aquí.

Lo observo, intentando descifrar si sus palabras son ciertas. No es que no le crea, pero…

Él nota mi duda y frunce el ceño. Se detiene por completo, obligándome a hacer lo mismo.

—¿No me crees? ¿Dudas de mí? ¿Dudas que eres la primera?

—No, lo siento —digo rápidamente, sintiéndome apenada—. Simplemente, estoy acostumbrada a… bueno… no estar acostumbrada a ser la única opción, ¿me entiendes?

Mis palabras flotan en el aire por un momento. Nadir parpadea, como si lo que acabo de decir le hubiera tomado por sorpresa. Yo misma estoy sorprendida de haberlo admitido en voz alta.

El problema no es él. El problema es que siempre he sido la sombra, la alternativa, el segundo pensamiento.

—Amira… —su voz es suave, pero firme. Suelta un leve suspiro y da un paso hacia mí—. No tengo un pasado limpio, lo sabes. Pero no quiero que dudes ni por un segundo de lo que siento por ti. No eres una opción. Eres la elección. Mi elección.

Sus palabras se sienten como la calma antes de la  tormenta.

Lo miro a los ojos, buscando alguna señal de duda en él, pero no la encuentro. Solo veo sinceridad, una certeza que me aterra y me reconforta al mismo tiempo.

—Espero que puedas creerme —añade Nadir, en un tono más bajo.

Sus palabras flotan entre nosotros como una súplica velada, pero en sus ojos no hay duda. Solo la certeza de un hombre que dice la verdad.

—Te prometo que te creeré, a partir de ahora.

—¿Todo? —pregunta con esa mueca que se ha vuelto solo para mí, esa media sonrisa que juega en el borde de lo serio y lo travieso.

—Todo… —susurro, sintiendo cómo mi corazón late más rápido.

Nadir da un paso más cerca, lo suficiente para que el aroma de su loción me envuelva. No me toca, pero siento su presencia como una caricia en el aire.

—Si te digo que eres la mujer más hermosa del mundo, ¿me crees?

No sé qué responder. Me sonrojo de inmediato. No porque no lo haya escuchado antes, sino porque esta vez se siente diferente. Porque esta vez sé que es verdad. No creo ser la más hermosa del mundo, pero para él… quizás sí lo soy.

—Si te lo digo, Amira, es porque lo pienso —añade con suavidad—. Y créeme cuando te digo que he visto muchas cosas en este mundo… pero nada como tú.

Trago saliva, sintiéndome de repente vulnerable. Nunca nadie me ha mirado de esta manera. Nunca nadie me ha dicho algo tan sincero, sin esperar nada a cambio.

—No sé qué decir… —admito.

Nadir sonríe de lado, con esa confianza tan suya.

—No tienes que decir nada. Solo… créeme.

Y en ese momento, decido que lo haré.

Continuamos caminando por el jardín, sin prisa, disfrutando del aire cálido y del aroma a flores frescas. Nadir, sorprendentemente, sabe mucho sobre plantas y flores. Me habla de los rosales, de los naranjos en flor, del jazmín que trepa por algunas estructuras de piedra. Es como si tuviera un libro de botánica en la mente.

—No sabía que sabías tanto de flores —comento, fascinada.

—No es algo que suela decir en voz alta —responde con una sonrisa—. Siento que es herencia de mi madre. Antes, el jardín del hotel estaba lleno de lavanda, jazmines y rosas. Cuando era niño, solía cuidar de ellas. Ahora no es lo mismo. Lo tienen algo descuidado, a mi gusto. 

Lo observo en silencio por un momento. Esta es la primera vez que Nadir habla de su madre. No quiero presionarlo, pero me gusta conocer esta parte de él.

Poco a poco nos alejamos de la casa principal hasta llegar a una hermosa explanada, rodeada de pasto verde y árboles altos que nos proporcionan sombra. Es un rincón tranquilo, alejado de todo, perfecto para nosotros.

—Aquí está bien —dice Nadir, extendiendo la manta sobre la hierba con precisión.

Nos acomodamos sobre ella, y él empieza a sacar la comida de la canasta con una sonrisa.

—Pensé que sería lindo comer algo diferente a lo que comemos en el hotel.

Lo observo mientras coloca cada platillo con cuidado. No son los típicos platillos de restaurante. Son más íntimos, más caseros, como si los hubiera elegido con especial atención.

Primero, saca un pan de pita fresco, suave y aún con ese aroma a horno de piedra. Lo coloca sobre un plato de cerámica junto con un pequeño recipiente de hummus cremoso, adornado con un chorrito de aceite de oliva y una pizca de pimentón.

—Este hummus lo hace una familia que conozco. Es el mejor que he probado —me dice, guiñándome un ojo.

Después, saca un par de pequeños recipientes con ensalada fattoush, llena de pepino, tomate, rábano, cebolla y hierbas frescas, con trozos de pan tostado crujiente y un aderezo de limón y zumaque.

—Esto me recuerda a casa —comento, sonriendo.

Nadir asiente, complacido.

—Lo sé. Pensé que te gustaría.

Luego, saca un plato cubierto y cuando lo destapa, el aroma especiado del shawarma de cordero nos envuelve. Tiras finas de carne asada con especias, acompañadas de salsa de ajo y yogur, listas para enrollar en el pan de pita.

—¿Tú hiciste esto? —pregunto, sorprendida.

—No, pero di instrucciones específicas. Quería que todo fuera perfecto —responde con un tono desenfadado, pero veo el orgullo en su expresión.

Por último, saca una bandeja de baklavas doradas y crujientes, empapadas en miel y rellenas de pistacho.

—Espero que te guste el postre —dice, ofreciéndome uno.

—Si tiene miel y frutos secos, me encantará —respondo, tomando el pequeño dulce con una sonrisa.

El momento es perfecto. El sol filtra su luz a través de las hojas de los árboles, el aire lleva consigo el aroma de las flores, y frente a mí, está el hombre que poco a poco está convirtiéndose en mi refugio.

—Definitivamente, esto es mejor que cualquier banquete del hotel —murmuro, saboreando el primer bocado de shawarma.

Nadir sonríe satisfecho.

—Ese era el plan.

Nos encontramos sentados sobre la manta, la comida servida frente a nosotros, pero mi atención está completamente en él. En la forma en que me atiende y me trata. Al fin, cuando estamos tranquilos, disfrutando de la bebida, me atrevo a continuar la conversación.

—¿Extrañas a tu madre? —le pregunto en un tono suave, casi temiendo su respuesta.

Nadir no responde de inmediato. Parece pensarlo, como si la pregunta fuera más difícil de lo que aparenta.Finalmente, me mira, su expresión tranquila, pero con un matiz de algo más profundo.

—Uno no puede extrañar lo que no conoció —responde con sinceridad—. Sin embargo, hay tanto sobre ella que me hace extrañar el hecho de no haberla conocido. No sé, es algo raro, difícil de explicar.

Sus palabras quedan suspendidas en el aire, y yo espero, sin interrumpir, dándole espacio para continuar si así lo desea.

—Mi madre murió cuando yo era muy pequeño —prosigue—. No tengo recuerdos de ella, solo los relatos de otras personas, las fotos que mi padre guardó por obligación, y las historias de la gente que la conoció. Pero no tengo recuerdos propios.

Puedo notar que esta es una conversación que no suele tener. No con su familia, no con nadie.

—Dicen que era una mujer increíble —añade—. Hermosa, inteligente, fuerte. Que nunca temió a nada.

Lo miro con atención. Su voz es pausada, pero cada palabra lleva el peso de una ausencia que nunca ha podido llenar.

—¿Y crees que te pareces a ella? —pregunto, con curiosidad.

Él se queda en silencio por un momento, como si no estuviera seguro de la respuesta.

—No lo sé —admite—. Me gustaría pensar que sí, pero en realidad… solo soy una sombra de lo que pudo haber sido su legado.

Frunzo el ceño.

—No digas eso. No eres ninguna sombra, Nadir. Eres… —dudo por un momento antes de continuar— eres alguien que lucha por lo que quiere, alguien que no sigue ciegamente los caminos impuestos.

—Y todo eso me ha metido en problemas —murmura Nadir, con un dejo de ironía en la voz.

Voltea a verme, su mirada atrapándome sin escapatoria. Oscura, intensa, peligrosa.

—Estoy hasta el cuello de problemas —añade en un susurro.

Me sonrojo. Sé a lo que se refiere. Y también sé que yo misma estoy en problemas. Si alguien nos descubre, si alguien nos ve aquí, todo podría venirse abajo. No solo mi compromiso, sino la alianza entre nuestras familias. Mi padre se enteraría, y con él, todo lo que hemos construido caería como un castillo de naipes.

Pero, en este momento, eso es lo de menos. El peligro no es que nos descubran. El peligro es que no quiero detenerme.

El aire entre nosotros cambia. Se vuelve más denso, más eléctrico.

La brisa del jardín ya no es refrescante. Ahora es ardiente, como si todo el universo nos empujara a dar un paso más.

Nadir me observa con intensidad. Mis labios entreabiertos, mi respiración acelerada. Lo noto debatirse internamente, sus ojos viajando de los míos a mi boca, como si estuviera en una lucha silenciosa consigo mismo.

Y yo también lucho.

Mi mente me grita que me aleje, que esto no puede pasar, que no debo dejarlo suceder.

Pero mi cuerpo… mi cuerpo lo anhela.

Siento su mano elevarse con suavidad, sus dedos rozando mi mejilla. El tacto es ligero, pero deja una estela de fuego en mi piel.

Nadir inclina un poco el rostro. El momento es inevitable.

Podría besarme ahora y lo haría.

Pero no lo hace.

Porque es Nadir. Porque es un caballero.

Con una ternura devastadora, desliza sus labios hasta mi frente y deposita ahí un beso suave, pausado, que me hace cerrar los ojos y exhalar temblorosa.

Pero no es suficiente.

No para él. No para mí.

Su respiración roza mi piel cuando se aleja apenas unos centímetros. Y entonces, siento otro beso. Esta vez en mi mejilla, tan cerca de la comisura de mis labios que un suspiro se me escapa sin querer.

Él también lo siente.

Noto cómo su pecho sube y baja de manera más profunda, como si estuviera peleando contra algo que le exige rendirse.

—Amira… —susurra, su voz ronca—. Muero por besarte.

Mi corazón se detiene un segundo.

—Pero sé que debo esperar.

Sus palabras me desarman.

Porque es lo que un hombre como Nadir haría. Un hombre con honor, con paciencia, con respeto.

Pero el deseo entre nosotros es como un incendio contenido en un cuarto cerrado.

Arde. Crece.

Se vuelve insoportable.

Nos miramos. Los dos conscientes de que esto está lejos de terminar. De que, eventualmente, uno de los dos perderá el control.

Pero no será hoy.

No ahora.

Nadir cierra los ojos un instante, como si necesitara recuperar el control, y se aleja unos centímetros, dándome espacio para respirar.

—Cuando llegue el momento —dice en un susurro—, quiero que me beses porque lo deseas. No porque el impulso nos gane.

Sus palabras me estremecen.

Porque no sé cuánto tiempo podremos seguir evitando lo inevitable. Porque yo ya lo deseo, lo deseo como a nadie en la vida.

—Creo que es mejor que… —Las palabras salen de mis labios, arrepintiéndome al instante.

—Creo que sí —responde Nadir, tranquilo. Con un autocontrol que envidio.

Ambos nos tomamos un momento para respirar, para recuperar el equilibrio. Bebemos un poco de vino, enfocamos nuestra atención en la comida, fingimos que el aire no sigue cargado de electricidad.

El resto del día transcurre en un equilibrio frágil entre risas y conversaciones. Nadir me cuenta sobre sus viajes por Europa, la vez que estuvo en Nueva York, la primera vez que probó un vino francés en una bodega secreta de Burdeos. Me río de sus anécdotas, le pregunto todo lo que se me antoja, y él responde con sinceridad, como si no tuviera nada que ocultarme.

Hay momentos en los que nuestras manos se rozan, pequeños gestos que parecen accidentales pero que ambos sabemos que no lo son. Yo le acomodo un mechón de cabello que cae sobre su frente, y a veces el aroma de su colonia me envuelve, más embriagador que el perfume de las flores del jardín.

Paseamos entre los senderos. Le confieso cuál es mi flor favorita y cómo mi madre nos enseñó a cuidarlas.

—Mi casa siempre tiene un ramo en la entrada —comento mientras nos acercamos a la puerta de la casa—. También en la sala, en los corredores, el comedor… bueno, en resumen, solo falta que haya en la cocina.

Nadir sonríe.

—Prometo que te enviaré un ramo de jazmines cada día para que los tengas en tu habitación.

Lo miro con ternura, pero niego con la cabeza.

—No —respondo, subiéndome al auto con su ayuda—. Lo último que quiero es llamar la atención y que me pregunten quién me manda esos ramos. Así está bien.

Nadir se sube del otro lado y antes de arrancar para llevarnos de regreso al hotel, se gira hacia mí.

—Hoy fue un día feliz. Me la pasé muy bien. No puedo esperar al día de mañana.

Y sin que pueda reaccionar, se inclina y deposita un beso sobre mi mejilla. Un beso fugaz, pero que incendia mi piel.

No tengo tiempo de responder. Arranca el auto y nos dirigimos de regreso al hotel, en un silencio cómodo, ambos disfrutando la sensación de un día que había sido… perfecto.

Pero la perfección es efímera.

Y cuando pongo un pie dentro del hotel, lo siento. Algo está mal.

El ambiente es distinto. El personal está más tenso de lo normal, las miradas esquivas, los susurros contenidos.

Nadir nota mi reacción y frunce el ceño.

—¿Qué sucede? —pregunta, con su tono serio, atento a cada detalle.

No le respondo. Un mal presentimiento se instala en mi pecho. Camino apresurada hacia el ascensor, ignorando a los empleados que intentan llamar mi atención.

Mi corazón late con fuerza. Sé que algo ha pasado.

Y cuando llego a mi habitación y abro la puerta…

El aire se me congela en los pulmones.

El lugar está revuelto. Cajones abiertos, ropa desordenada, objetos fuera de su sitio.

Me han robado.

Y lo peor es que tengo la sensación de que no ha sido un simple robo.

Alguien buscaba algo. Alguien sabía lo que yo poseía. Alguien estaba seguro de lo que iba a encontrar. 

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Ana Maros

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Ana

2 Responses

  1. Tan bonito día que había tenido Amira, tan feliz que estaba para encontrar una noticia así 😓… ¿Qué es lo que se habrán llevado? ¿Que tan expuesta e insegura se sentirá a partir de hoy? ¿Qué medidas se tomarán en el hotel ahora? ¿Qué hará Nadir al respecto? ¿Alguien habrá visto lo que ocurrió?

  2. Ojalá logren encontrar al culpable y lo que se llevaron.
    Amira y Nadir solo merecen lindos recuerdos como ese jardín

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