VALENTINA
Ibiza
Un avión privado para toda la familia cercana. Risas, sonrisas, miradas cómplices y una emoción palpable recorren cada rincón de la cabina. El ambiente está cargado de alegría, como si todos supieran que lo que está por suceder no es solo una boda, sino un acontecimiento familiar que marcará una época. La agenda es intensa: sesiones de fotos en una isla privada, trajes y vestidos hechos a la medida, cenas previas, comidas íntimas, discursos ensayados y otros que nacerán del corazón.
He escuchado que habrá cantantes famosos como parte del entretenimiento, políticos y empresarios en las mesas principales, y que esta será la boda del año. Incluso Tazarte está aquí, no solo como invitado, sino como pareja oficial de Daniel. Ambos se ven felices, relajados, diferentes. Especialmente Daniel, quien ya no es el hombre rígido y reservado que conocí el primer día.
—Es lindo tener a otra patasalada en la familia —escucho la voz de Moríns, interrumpiendo mis pensamientos.
Volteo y lo encuentro acomodándose en el asiento frente al mío.
—¿Es fácil acostumbrarse a esto, no? —pregunto con media sonrisa.
—¿A las reuniones familiares? Claro, son parte del día a día —responde con naturalidad.
—No. Me refiero a esto —digo, abriendo un poco los brazos—: aviones privados, islas privadas…
Moríns niega con una risa breve.
—No. Esto no es lo mío —confiesa—. Tampoco es lo tuyo. Y lo sabes.
—Bueno, no me molestaría ser rica… —bromeo, bajando un poco la voz.
—Yo no soy rico —me responde con una sinceridad que me desarma—. Mi esposa lo es. Sila. Mi sueldo no alcanzaría para pagar la colegiatura del colegio carísimo, ni la hipoteca de la casa donde vivo. Mucho menos el auto ni mis trajes. Pero tuve suerte. Sila se enamoró de este hombre gracioso que, desde pequeño, convirtió su tragedia en material para reír.
Se acomoda mejor y baja la voz.
—Conocí a Sila cuando tenía dieciséis. Yo era ese chico perdido y triste que no entendía nada de la vida. Ella… la niña genio. La que habían sacado de su escuela no por reprobar, sino por corregir a la maestra. Mi maestro, que ahora es mi padrastro, el gran Minor, le dijo a mi madre que me haría bien compartir tutoría con alguien como ella. Y así terminé en casa de los abuelos de Sila, con el gran Tristán y la luminosa Ximena. Me trataron como si siempre hubiese sido uno de los suyos.
—Es abrumador —le comento, sintiéndolo también mío.
—Mucho.
—¿Y qué pensaste al ver a Sila por primera vez?
—No pensé “quiero su dinero”, porque en ese entonces, los Canarias vivían como cualquier otra familia de Puerto Vallarta, sólo que en una zona más bonita. Cuando la vi, Valentina, pensé “quiero que mis días comiencen y terminen con ella”. No con esas palabras exactas, porque tenía dieciséis, pero algo así. No podía imaginar mis días sin su risa, sin sus preguntas que me dejaban sin respuestas. Lo que ahora hace nuestra hija.
Ambos nos reímos, sabiendo perfectamente a quién se refiere.
—A veces me siento fuera de lugar entre tanto apellido ilustre —continúa—. Soy el que no es “Ruiz de Con”, el que no tiene una fundación a su nombre, ni un doctorado. Pero Sila nunca me lo ha hecho sentir. Me eligió por mis bromas malas, por mis manos que saben cargar a nuestros hijos cuando lloran, y por cómo cocino los domingos. Y eso, Valentina… vale más que todo este lujo.
Sus palabras me tocan una fibra tan profunda que sólo puedo asentir. Entonces me atrevo a decirlo.
—Yo siempre me pregunto… ¿qué fue lo que Tristán vio en mí? Ese hombre es perfecto —murmuro, mirando hacia donde está él, riendo con sus hermanas y cuñados—. Le pregunto a veces, pero…
—Lo que te dice, no te lo crees —interrumpe Moríns, certero.
—Exacto… —susurro.
Moríns entrelaza los dedos sobre su estómago y me observa con esa calma que sólo tienen los que han vivido más de una vida.
—Mira, Valentina. El picaflorcito creció con dos realidades. Por un lado, sí: el apellido, los viajes, la ropa bonita. Pero por otro, en una casa donde si se te caía la leche, tú la limpiabas. Donde la cena especial no venía de un chef con estrella Michelin, sino del corazón de Luz o la sazón de David. Donde las pijamas eran de carritos del Walmart, porque brillaban en la oscuridad y eso le encantaba. Donde los viernes David Canarias preparaba atún con mayonesa para después llevarlos al malecón a andar en bicicleta y los domingos eran de películas con comerciales interminables en la televisión local en casa de los abuelos. Un niño que lloró cuando su equipo “el chivitas” patrocinado por la refaccionaria López y López perdió contra los “Vallartitos”. Les dieron una paliza. 8-0.
Me río sólo de imaginar. Él señala con la barbilla hacia Tristán.
—Ese hombre que ves allá no se formó entre lujos, sino entre valores. En una familia que no enseña a presumir lo que tiene, sino a cuidar lo que ama.
Me llevo la mano al pecho, conmovida.
—Tristán no te ve por lo que traes puesto, ni por los apellidos que no tienes. Te ve porque estás hecha de verdad. Y porque, créeme… si hay algo que ese hombre no es, es superficial. Aunque su guardarropa diga lo contrario, con sus mil cremas y esas pijamas horrorosas que ahora usa…
Suelto una carcajada inevitable.
—Supongo que se vería ridículo ahora con las pijamas de carritos.
—Créeme, se vería mejor —me contesta.
Moríns sonríe con ternura y concluye:
—Lo importante, Valentina, es que tú sí te sientas de alguien. Y créeme, David Tristán… no quiere otra vida que no sea contigo.
—Gracias, Moríns. Ahora entiendo por qué eres el yerno favorito de David Canarias —le bromeo.
—Lo dices en tono de burla, pero sabes que es verdad —responde, con esa sonrisa ladeada suya, entre orgullo y autocompasión graciosa.
Ambos guardamos silencio por un momento. Yo giro hacia la ventana y veo el mar extenderse hasta donde la vista ya no alcanza. Lo extrañaba. Solía ir con mi familia cuando era niña, pasar horas nadando, jugando, soñando. Tenía años que no lo sentía tan cerca… y tan propio.
—Valentina —escucho su voz, más baja, más íntima—. Solo quiero que sepas algo.
Volteo hacia él. Su rostro ya no está en modo de juego. Tiene la expresión de quien está por entregar una verdad importante. De esas que uno no dice todos los días.
—La familia no te va a abandonar. Esta familia no. Nosotros no. Y mucho menos Tristán.
Trago saliva. Algo en su tono me sacude. Me hace doler bonito.
—Yo sé que a veces sientes que no encajas, que esto es demasiado, que podrías perderlo todo de un momento a otro —continúa, sin apartar los ojos de los míos—. Pero aquí no amamos con condiciones. No importa tu pasado, tus heridas, tus dudas. Aquí amamos con todo. Con brazos abiertos, sí. Con cabezas duras también. Pero con el corazón dispuesto a quedarse… incluso cuando tú sientas que ya no lo mereces.
Respiro profundo. El nudo en la garganta me quema.
—Y si alguna vez las cosas se ponen feas —agrega, más bajo aún, como si sólo quisiera que yo lo escuchara—. Si te sientes sola, confundida o rota… recuerda esto: siempre habrá alguien de este lado que sabrá cómo encontrarte. Cómo levantarte. Cómo no soltarte, incluso si tú quieres soltarte a ti misma.
Asiento. No puedo responder. No con palabras. No ahora.
—Gracias, Moríns —susurro al fin, con la voz apenas sostenida.
Él sonríe, cómplice.
—No tienes que agradecerme nada.
—¿Moríns? —se escucha la voz de María Julia, que ha venido platicando con David y su hermano Manuel durante casi todo el vuelo.
—La jefa me llama… —responde, con una sonrisa resignada, y se pone de pie.
Lo observo mientras se aleja. Apenas unos segundos atrás hablaba conmigo como un hermano mayor y ahora, al sentarse junto a los demás, se transforma. Vuelve a ser el abogado de mirada afilada, el negociador de sangre fría del conglomerado. Cambia con la misma facilidad con la que otros se ajustan una corbata.
—Todo lo que te haya dicho Moríns, créete solo la mitad —dice Tristán, acercándose con esa sonrisa suya que me desarma.
Se sienta a mi lado y me besa suavemente en la frente. Ya todos saben lo de Ana Carolina y él. No hay nada que esconder, nada que explicar.
—Me dijo que tu equipo “Las Chivitas” perdió contra los “Vallartitos”.
—Sí… fue una paliza —admite, divertido—. Pero estaban patrocinados por la central de abastos. Tenían mejores uniformes, mejores balones… ¡y hasta entrenador con silbato! Nosotros teníamos a el señor Carmelo gritándonos desde la tribuna y al Berni jugando con zapatos escolares. Me cae bien Berni, todavía sigo en contacto con él.
Suelto una carcajada. Él me mira como si no pudiera decidir qué le gusta más: mi risa o el hecho de haberla provocado.
—¿Qué tienes? —pregunta, ahora con seriedad.
—Nada grave… sólo estoy sentimental, supongo. Y un poco nerviosa. Los aviones no son lo mío.
Tristán me toma de la mano y la aprieta con ternura. Su toque me calma. Es como si su piel supiera encontrar la frecuencia exacta para apaciguar la mía.
—Te vas a divertir, ya lo verás —me asegura—. Relájate, disfruta de la familia. Mis hermanas justo me estaban diciendo que después de la boda podríamos hacer una comida, todos juntos… algo más tranquilo.
—Me encanta… —murmuro, tratando de convencerme a mí misma de que todo está bien.
—Siento que algo te pasa… —insiste Tristán, buscándome los ojos con esa mirada suya que no deja escapar nada.
Lo tomo del rostro con ambas manos, como si al hacerlo pudiera sostener el instante, sellarlo como una fotografía que no quiero que se borre.
—No pasa nada —le digo con una sonrisa suave. No es del todo verdad, pero hoy… hoy quiero creer que sí. Él me cree. Me sonríe también.
—Sólo nervios pre-boda —bromeo, bajando la voz.
—Y eso que no es tu boda —contesta, con una ceja levantada—. Imagínate cuando lo sea.
—¿Ya planeaste nuestra boda? —le digo, entre risas suaves, jugando con la idea.
—Claro que sí —responde él, inclinando su frente hasta que roza la mía—. Tú, yo, una boda… así de sencillo.
Como si fuera tan fácil, pienso.
Y de pronto, el mundo alrededor desaparece. Las voces, las risas, el rugido leve del avión… todo se desvanece. Sólo quedamos él y yo. Suspendidos en ese pequeño universo que hemos construido, en el que su piel toca la mía y sus palabras me envuelven.
—No sé si será hoy, o mañana —susurra, rozando apenas mis labios con los suyos—, pero tú y yo nos vamos a casar, Valentina.
Cierro los ojos. No por miedo. Sino porque, por primera vez en mucho tiempo, quiero recordar este momento para siempre.
Porque si el mundo llega a romperse de nuevo… sabré que alguna vez existió este segundo exacto, en el que alguien me eligió con certeza. Y me prometió quedarse.
***
La casa de los Canarias está llena. Rebosante, en realidad. La familia de Tristán es verdaderamente numerosa, y si le sumamos a todos los agregados culturales —como nosotros, que llegamos casi de colados—, el ambiente se vuelve tan eufórico como caótico. Los Lafuente también están aquí, la familia materna del papá de David. Los padres de Moríns han llegado, siempre encantadores, y los amigos de Alegra, recién aterrizados desde Nueva York, ya están planeando una salida nocturna.
—La última noche de soltera —dice Alegra con una sonrisa traviesa, como si no se hubiese casado ya por el civil con Karl.
—Aprovechemos que las niñeras están aquí y vámonos —concluye Lila, emocionada, con ese brillo en los ojos que solo aparece cuando una pequeña travesura está por suceder.
Incluso Sabina, con su pancita de embarazo, se anima a ir. Y de pronto, todas estamos haciendo planes. Incluso yo. Si voy a morir pronto —como me lo ha hecho creer Tito con su sombra constante—, entonces quiero aprovechar cada segundo. Quiero reírme, bailar, vivir. Dejé el celular con su número en Madrid. Antes de subirme al coche que se suponía me llevaría al aeropuerto, lo tiré en un bote de basura. Al menos tengo un par de días de ventaja antes de que me encuentre.
—Todas deberíamos llevar vestidos de lentejuelas —sugiere Alegra, entusiasta.
—Ale, si yo me pongo uno de esos, voy a parecer una bola de disco —se queja Sabina entre risas.
—Serías el centro de la pista, amor —bromea Cho, haciéndola reír aún más.
—¡Bueno! Que cada quien se vista como quiera. Le voy a decir a papá que nos consiga una limusina —exclama Alegra, y desaparece dando saltitos como una adolescente.
La casa se moviliza. Mañana por la noche será la cena previa a la boda, organizada por el padre de Karl, y al día siguiente… el gran evento. La famosa boda que todos hemos estado esperando. El ambiente es festivo, casi eléctrico, y es imposible no contagiarse. Incluso los niños están eufóricos. El cuarto de juegos que David Canarias construyó especialmente para sus nietos está hecho un caos alegre: muñecos por el suelo, carritos rodando por todas partes y canciones infantiles que no se han detenido ni un segundo en todo el día.
Se espera una celebración de esas que quedan para el recuerdo, y lo confieso: también yo comienzo a emocionarme. Algo se enciende en mí, un pequeño fuego de ilusión que no esperaba sentir.
Para las once de la noche, los niños ya han improvisado una pijamada en su cuarto de juegos y nosotros estamos listos para salir a bailar. Me pongo un top de lentejuelas verdes que no había estrenado y un pantalón negro que le hace juego. Me miro en el espejo y me siento bien. No espectacular, pero viva. Y esta noche, eso basta.
Tristán me espera en la sala. Lleva una polo negra y un pantalón oscuro. Nada ostentoso, pero en él… parece diseñado a medida. Siempre ha tenido esa capacidad de hacer que lo sencillo luzca elegante. La tela se ajusta a su cuerpo atlético, marcando cada músculo trabajado con disciplina. Se ve guapísimo, y por un momento, me olvido de todo lo que pesa en mi cabeza.
Esta noche es para bailar.
***
El auto negro se detiene frente al club, cuya fachada blanca parece una escultura moderna bañada en luz violeta. Un letrero minimalista —solo el nombre del lugar en letras doradas— brilla sobre la entrada. El sonido del bajo se escucha desde afuera, como un latido que se intensifica con cada paso que damos.
Tazarte y Daniel bajan primero. Él lleva una camisa negra abierta hasta el pecho, elegante sin esfuerzo; Tazarte, en cambio, parece salido de una editorial de moda: pantalón entallado y una chaqueta satinada que brilla bajo las luces. Caminan juntos, como si el mundo les perteneciera esta noche.
Jo desciende después, tomada del brazo de Xes, ambos cómplices y divertidos, ella con un vestido rojo corto que destaca entre el resto y él, impecable, con un aire relajado pero magnético. Jon baja solo, pero llamando la atención con lo gallardo que se ve. Ana Carolina llega del brazo de Dante, quien lleva el saco sobre el hombro y esa sonrisa que parece entenderlo todo; ella, en un enterizo blanco que abraza su figura, entra con la seguridad de quien no necesita permiso para brillar.
Alegra y Karl hacen una entrada propia de portada de revista. Ella lleva un mini vestido de lentejuelas doradas que destella como una estrella fugaz, y Karl, de traje sin corbata, le acompaña con una copa de vino en mano. Lila, Antonio, Cho y Sabina siguen tras ellos, los cuatro parecen sacados de una revista de moda. Lila lleva un vestido azul eléctrico, Antonio un pantalón azul y camisa blanca, Cho en un conjunto de seda negra, y Sabina, deslumbrante con su embarazo, en un vestido ajustado color lavanda que la hace ver poderosa y dulce al mismo tiempo.
Sila y Moríns entran tomados de la mano, seguidos por Mar, que gira sobre sus tacones como si probara el eco de la pista antes de pisarla. Héctor avanza con paso seguro, con ese aire entre intelectual y pícaro que siempre lo acompaña.
David y yo entramos tomados de la mano. Tan pronto como el guardia nos abre paso, la música estalla en nuestros oídos como un latido sincronizado con la emoción que nos recorre. Luces de neón danzan sobre nuestras cabezas mientras cruzamos el vestíbulo. El aire huele a euforia, perfume caro y deseo contenido.
El rincón VIP nos espera. Subimos por unas escaleras iluminadas tenuemente, donde un anfitrión nos guía hacia nuestro espacio reservado. Allí, entre sofás aterciopelados y cojines color marfil, las botellas de champán descansan en cubetas de hielo como joyas en exhibición.
Desde el balcón tenemos una vista privilegiada: la pista de baile vibra con cuerpos en movimiento, una coreografía espontánea de desconocidos que se dejan llevar por la música. Es un pequeño teatro de luces, risas y encuentros efímeros, y nosotros estamos justo encima, como si el mundo hubiese decidido regalarnos la mejor butaca.
David me aprieta la mano. Su sonrisa brilla más que las luces del club. Y por un instante, siento que nada malo puede alcanzarnos esta noche.
—¡Valentina! —escucho la voz de Alegra, llamándome desde el sofá—. ¡Ven, queremos brindar contigo!
Me acerco, un poco tímida aún, pero su energía me arrastra. Cuando me siento a su lado, ya me está sirviendo champán en una copa ancha y delicada.
—Por ti —dice, alzando la suya—. Porque ahora eres de la familia.
—¡Y por el amor! —agrega Lila desde el otro extremo, alzando su copa también.
—¡Por el amor! —responden todos al unísono, chocando sus copas con entusiasmo.
Beber entre ellos no se siente forzado. La burbuja fría del champán me sube por la garganta como una carcajada. Me río. Me río de verdad. No de esas risas contenidas, controladas, sino de las que nacen del pecho, porque algo en este instante es perfecto.
La música cambia. Un beat latino con toques electrónicos comienza a llenar el lugar.
—¡Hora de bailar! —grita Alegra, y se levanta, tomándome de las manos.
—Yo no… —empiezo a protestar, pero ya me están arrastrando entre risas.
En medio de la pista, rodeada por ellas, me dejo llevar. Todos comenzamos a bailar como si no existiera el mañana. David se une poco después, con Tazarte y Daniel. Moríns llega bailando, haciendo que todos aplaudan y le griten:
—Solo, solo, solo, solo —haciendo reír a Sila.
En un momento, Mar y Héctor suben a una tarima improvisada y se ponen a bailar juntos, al ritmo del típico “Eh, eh, eh, eh” que los hace reír.
—Cho, Cho, Cho —invitan al primo de David a bailar.
Él entra haciendo los pasos de baile más graciosos que he visto. Sabina lo sigue. Su panza de embarazada hace que se vea muy bonita bailando al ritmo de la música.
—¡Valentina! —grita Jo, invitándome al centro.
—No, no gracias —digo tímida.
—Venga, vamos —me invita, mientras pasamos ambas al centro de la pista.
—Sola, sola, sola, sola —me gritan y yo me muevo torpemente. Nunca había salido así, con amigos, con personas que quisieran estar conmigo.
Me dejó llevar, como si hoy fue mi última noche sobre la tierra. Levanto las manos y muevo mis caderas y riéndo.
De pronto, el DJ anuncia que ha llegado el momento de los “slow beats” y una canción suave y romántica inunda el lugar. David se acerca a mí, me toma de la mano y me jala con dulzura hacia él.
—¿Bailas conmigo?
—¿Siempre? —respondo, dejando que me envuelva en sus brazos.
Nos balanceamos despacio. No hay necesidad de pasos complicados. Sólo sus brazos, mi cabeza sobre su pecho, la música en segundo plano.
—¿Estás feliz? —susurra.
—Sí… —respondo sin dudar.
Y por primera vez en mucho tiempo, es completamente cierto.
Pasan las horas como si fueran minutos. Los brindis se repiten, las canciones también. Se forma un karaoke improvisado, donde Daniel canta una canción de Alejandro Sanz y Moríns se arriesga con una de Luis Miguel, cantando con tanta gracia que provoca una ovación de pie. Después, coreamos las canciones de los demás, bailando al ritmo de cada una de ellas.
—¡Vamos a ver el amanecer! —propone alguien de pronto, y un entusiasmo nuevo se apodera de todos.
Corremos —literalmente— desde el club hasta la playa privada. Algunos se quitan los zapatos, otros simplemente caminan por la arena como si los tacones no existieran.
La brisa del mar me acaricia el rostro, salada, tibia, real. David me envuelve con su saco para protegerme del fresco.Nos sentamos todos en la arena. Algunas botellas de vino han sobrevivido y circulan entre nosotros, pero ahora nadie está ebrio de alcohol, sino de risa, de nostalgia, de amor. Las hermanas gemelas se abrazan, ya con los peinados deshechos. Moríns cuenta chistes malos mientras acaricia el cabello de Sila, y Sabina duerme acurrucada en el regazo de Cho.
Dante y Ana Carolina se sientan a un lado, tomados de la mano. Se les ve tranquilos. Mientras que Tazarte y Daniel charlan con Antonio de manera animada. Jo y Xes, hablan, simplemente hablan, como si tuvieran mucho que decir. Y nosotros, David y yo, estamos al borde de todo. Cerca del agua.
Me abraza por la cintura y yo me recuesto sobre él.
—Es hermoso, ¿no? —me dice.
—Mucho… —respondo.
El sol comienza a asomar lentamente, tiñendo el cielo de un rosa tímido que pronto se convierte en un naranja poderoso.
—Dicen que quien ve un amanecer junto al mar, nunca olvida a quien tuvo a su lado —murmuro, sin saber si lo he leído o sólo lo siento.
—Entonces ya estoy grabado en tu memoria —responde, besando mi sien.
—Y tú en la mía —susurro.
Nos quedamos así. Viendo cómo el cielo cambia. Cómo la noche se rinde ante el día. Cómo todo parece más claro, más verdadero.
Y aunque en mi corazón aún habita el miedo —el miedo a Tito, al pasado, a la verdad que aún no he dicho—, también hay una paz. Porque esta noche, me sentí parte de algo.
Porque esta noche, supe lo que era pertenecer.
Porque esta noche… fue nuestra.
Y pase lo que pase después, este amanecer vivirá en mí.
Como un refugio.
Como un recuerdo sagrado.
Como un final… el final de mi oportunidad de ser libre.
Que bello capitulo 🥰🥰🥰
Morins, Lila, Allegra y por supuesto David gracias por darle amorcito a Valen…
Que real… Sin palabras definitivamente hermosas palabras