VALENTINA

Todavía no tengo idea de cómo llegué hasta aquí. Lo último que recuerdo con claridad es el golpe que me dio el “Tío”, y luego… sus ojos. Los del hombre que manejaba el yate. Me pareció reconocerlo. Fue como ver un rostro que alguna vez me inspiró confianza en un mar de amenazas. Después, todo se volvió oscuridad.

Cuando volví a abrir los ojos, estaba recostada en el asiento trasero de un coche. Me dolía la cabeza, la boca seca, la piel helada por la brisa que entraba por la rendija de la ventana. Escuché voces adelante. Fue una conversación lo que me sacó del sopor, especialmente cuando escuché un nombre que me resultaba familiar: James Ramblocq.

Me incorporé de golpe. Ahí estaba, en el asiento delantero, conversando con el conductor —que, por su actitud y postura, también parecía ser un agente. James me miró por el retrovisor y, al notar que me había despertado, giró ligeramente para verme.

—Tranquila —me dijo con una voz tan cálida que contrastaba con su porte militar—. Ya estás a salvo.

El conductor también me sonrió por el espejo. No lo conocía, pero su expresión amable me ayudó a relajarme, aunque todavía no entendía nada.

—¿Qué sucedió? —pregunté, aún desorientada.

Ramblocq sonrió, sin dejar de mirar hacia el frente.

—Sucedió que eres una heroína, Valentina. Eso sucedió.

No dijo nada más. Y yo tampoco pregunté. Acepté el silencio, como si al nombrarlo en voz alta pudiera romperse la magia de estar viva.

Me llevaron a una habitación de hotel. Era amplia, luminosa y cálida, lejos del aspecto frío y aséptico de los hoteles de paso. No, este lugar parecía preparado para descansar, para sanar. Sobre la cama, una pequeña maleta me esperaba. Había un pijama suave y ropa cómoda. Reconocí la marca Carter Sport de inmediato: era de la familia Carter. Jon había pensado en mí. Incluso los productos de aseo eran Silvestre, la marca de Jo. Era su forma de decirme, sin palabras, “no estás sola.”

—Ven, déjame curarte —me dijo James, señalando una silla acolchonada junto al ventanal.

—Estoy bien… —murmuré, aún sintiendo el temblor en mis manos.

—Vamos, es parte del servicio —bromeó, intentando aligerar la tensión.

Me senté frente a él. Sus ojos azules me miraban con cuidado mientras examinaba el golpe en mi rostro. Sus manos eran firmes, pero se movían con una delicadeza que no se esperaría de alguien entrenado para el combate.

—¿No es la primera vez que te pegan, verdad? —preguntó, bajando la voz.

Negué. No, no lo era. El Tío me había golpeado muchas veces. De niña, cuando aún tenía fuerzas para rebelarme. Me golpeó hasta que dejó de ver ese fuego en mis ojos. Hasta que me volví silenciosa.

—Sí —contesté en voz baja.

Ramblocq asintió, sin emitir juicio. Continuó limpiando la herida de mi ceja con un algodón empapado en antiséptico, luego aplicó un ungüento.

—Te quedarás aquí unos días, ¿vale? —me explicó con tono suave—. Después irás a declarar. No te preocupes, estás protegida. Nadie va a hacerte daño.

Hizo una pausa, como si lo que venía a continuación le costara decirlo.

—Después quedarás en manos del gobierno mexicano. Te enviarán de regreso a tu país. Nosotros ya no podremos intervenir, pero Jon… Jon se encargará de protegerte. Después, Valentina… serás libre.

Libre.

La palabra me acarició el alma, como una promesa que aún no me atrevía a creer del todo. Sonreí, pero la sonrisa me duró poco. James lo notó.

—Tu amor es correspondido —murmuró, colocando un pequeño curita sobre mi ceja—. David te ama.

Lo miré con sorpresa.

—¿Cómo sabes eso?

—Porque lo vi —respondió—. Salió corriendo a buscarte, pero ya era tarde. Mientras el yate se alejaba, lo vi correr por el muelle, gritándote algo. Estaba demasiado lejos. No pudimos escuchar qué dijo.

Me quedé callada. Lo imaginé ahí, desesperado, mientras yo me alejaba creyendo que me odiaba.

—Supongo que ya no importa —susurré, más para mí que para él.

Pero Ramblocq no estuvo de acuerdo.

—En el amor todo importa —dijo con seriedad—. Uno debe saber cuándo retirarse… incluso cuando siente que el corazón se le está rompiendo.

Sé que no hablaba por mí, sino por él.

Cuando terminó de curarme, se puso de pie y me dio una última indicación:

—Quédate aquí. No eres prisionera, puedes moverte dentro del hotel. Pero no salgas, ni intentes hacer llamadas. No debes contactar a nadie, aún no. Debes permanecer en el anonimato hasta que todo se resuelva.

—¿Qué pasará? —pregunté con voz tranquila.

Ramblocq sonrió, pero no me respondió. Abrió la puerta y se fue. Me quedé sola en esa habitación que no parecía mía, pero que tampoco me parecía extraña. Me senté en la cama y, por primera vez en mucho tiempo, respiré sin miedo.

Dos días después, vinieron a buscarme.

***

-Dos días después- 

—Señorita Valentina, ¿cuántos años estuvo secuestrada? ¿En serio no sabía nada sobre su situación?

Escucho las preguntas, una tras otra, lanzadas como piedras. Los flashes estallan frente a mí como si cada uno fuera una explosión. Me siento abrumada. El aire me cuesta, se vuelve espeso. La multitud se mueve, me rodea. Siento que las paredes del mundo se me cierran encima.

No sé qué responder. Los gritos de los reporteros rebotan dentro de mi pecho.

—¿Sabía que el tío era cómplice del asesinato de Sonia Salamanca?
—¿Está colaborando con la fiscalía?
—¿Usted y “El Tito” tenían una relación?
—¿Puede confirmar que fue cómplice?

Los lentes de las cámaras apuntan directo a mi rostro. Las luces blancas me ciegan. Me cubro con la mano, pero es inútil. Un zumbido se instala en mis oídos. Mi corazón late tan fuerte que me impide pensar. Las palabras se disuelven en mi garganta. Todo gira. Cojo con la mano libre el Picaflor que me regaló David, tratando de encontrar un centro y no caer. 

Estoy teniendo un ataque de pánico.

—¡Retrocedan! ¡Den espacio! ¡Atrás! —la voz firme de Ramblocq irrumpe como un disparo entre la multitud.

Él se interpone entre los micrófonos y yo. Coloca un brazo frente a mí, envolviéndome con su cuerpo como un escudo. No me toca con brusquedad, pero su sola presencia me devuelve algo de estabilidad. Me guía con rapidez, pero sin empujarme.

—Respira, Valentina —me dice en voz baja, sin dejar de vigilar a la prensa—. Estás bien. Yo estoy aquí.

Yo apenas puedo afirmarlo con la cabeza. Me tiemblan las piernas. Un empujón de uno de los camarógrafos desbalancea a otro, que casi tropieza contra nosotros. Ramblocq lo empuja con el antebrazo y le lanza una mirada fulminante.

—¡Dije que se aparten! ¡Esta joven va a declarar, no a dar una rueda de prensa!

Una mujer de traje, con gafas oscuras y un micrófono azul se adelanta, bloqueándonos el paso.

—Valentina, ¿es verdad que usted falsificó documentos? ¿Se arrepiente de lo que hizo? ¿Ama a David Tristán?

Ahí está. El nombre. Como una herida abierta. No respondo. No puedo.

Ramblocq se gira de inmediato hacia un par de policías federales que nos acompañan.

—¡Ahora! ¡Saquen a los medios de aquí o llevaremos esto por otra vía!

Uno de los oficiales empieza a dispersar a la multitud, pero los flashes no cesan. Una cámara se acerca demasiado. Me siento atrapada. No puedo respirar.

Ramblocq lo nota. Me toma suavemente del antebrazo.

—Cierra los ojos —me dice, bajo, firme—. Sólo escucha mi voz. Vamos a caminar. Uno, dos. Uno, dos. Estoy contigo.

Obedezco. Camino con los ojos cerrados, apoyada en su presencia, y aferrándome al picaflor que cuelga de esa larga y hermosa cadena. Nos abren paso. Siento el murmullo de la gente, los chasquidos de los obturadores, las voces distorsionadas como si vinieran desde otro planeta.

Al llegar a las puertas del edificio judicial, las puertas se abren ante nosotros. El aire del vestíbulo me golpea con un frescor distinto, como si ahí dentro existiera otro tiempo. Un tiempo más lento, más seguro. Ya no hay flashes. Sólo pasos, ecos y una calma tensa.

Ramblocq me guía hasta una sala lateral donde esperan los fiscales. Me acomoda en una silla, se agacha a mi altura y me mira a los ojos.

—Ya pasó —me dice—. Ellos no pueden entrar aquí. Sólo habla cuando estés lista. No estás sola.

—Gracias —murmuro, con unas ganas de llorar que contengo. 

—¿Valentina de la Torre? —escucho que pronuncian mi nombre con un acento que no es español, sino mexicano. Levanto la vista y me encuentro con un hombre alto, de cabello negro y barba espesa del mismo tono. Viste traje oscuro, gafas de sol y una expresión impenetrable—. Soy el agente Hernández. A partir de ahora estaré a cargo de usted.

“Me encargaré…” Esa palabra me eriza la piel. No sé por qué, pero suena a orden, a control. A algo que ya viví.

El agente Hernández no inspira la misma confianza que Ramblocq. Su presencia es más dura, más fría. Aun así, asiento con la cabeza. No tengo otra opción.

—Salamanca —lo corrijo con voz firme—. Valentina Salamanca y Casas.

Él asiente sin cambiar el gesto, como si el peso de mi verdadero nombre no le significara nada. Me preparo para seguirlo, pero antes, busco con la mirada a Ramblocq.

Él está unos pasos atrás, observando en silencio. Le sonrío con gratitud.

—Dile a Jon que muchas gracias. Y a ti también… por protegerme —le digo, con la voz cargada de tristeza.

Ramblocq esboza una sonrisa leve, la misma que vi cuando me curaba el golpe en el rostro.

—No hay de qué, Valentina —responde, con una suavidad que me hace temblar el corazón.

Ya estoy por girarme hacia el agente Hernández cuando Ramblocq da un paso adelante y, con voz firme pero cálida, me dice:

—David Tristán te ama, Valentina.

Me detengo en seco. Sus palabras me atraviesan el pecho como un suspiro contenido por demasiado tiempo.

Me quedo quieta, sin saber si correr o llorar.

—No lo parece —susurro al fin, bajando la mirada.

Ramblocq suspira con paciencia, se cruza de brazos y se apoya contra la pared, como si tuviera todo el tiempo del mundo para explicarme lo que mi corazón aún no entiende.

—A veces, las personas que más aman… son las que más arruinan las cosas. No porque quieran, sino porque no saben cómo amar sin miedo. —Me mira con una mezcla de compasión y certeza—. David te ama, pero se asustó. El amor de verdad da vértigo, ¿sabes? Y hay quienes, en lugar de saltar con los ojos cerrados, prefieren echarse atrás y huir.

—¿Y eso justifica que me dejara sola? —pregunto, sin rabia, pero con una herida que todavía sangra.

—No, nada lo justifica. Pero lo explica —responde con calma—. Tú confiaste en él. Él también lo hizo. Pero cuando el miedo entra por la puerta, la confianza se tambalea. Y lo que queda no siempre es suficiente para sostener lo que más importa.

Hace una pausa, su voz baja un poco más.

—El amor no siempre se trata de finales felices. A veces, sólo se trata de haber amado con el alma limpia. Y tú lo hiciste. No te quedaste con nada por dentro. Eso también es valentía.

Suspiro. No le digo nada más. ¿Qué puedo decir? El agente Hernández me hace una señal con la cabeza. Es hora. Tomo aire. Tal vez no se trata de borrar el miedo, sino de caminar con él a cuestas. Tal vez convertir el miedo no es eliminarlo… sino decidir que no me detendrá.

Sigo al agente. Doy un último vistazo a Ramblocq, que asiente con los ojos. Yo también lo hago. Y camino hacia lo desconocido, con el nombre de mi madre sobre los hombros y la esperanza de que, algún día, todo este amor no haya sido en vano.

2 Responses

  1. Sigo pensando que un universo paralelo donde no quisiéramos a Tristan, quisiera que Valentina se quedara con Jon o Ranmblocq jajajajaja ja 🤭🤭🤭

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *