VALENTINA

La declaración fue larga. Excesivamente larga. Me drenó por completo.

Fueron tantas preguntas, en tantos tonos distintos, que al final lo único que sentía era un zumbido constante en la cabeza. El clásico juego del agente bueno y el agente malo. Uno me hablaba con calma, como si quisiera consolarme, y el otro me presionaba, subía la voz, me acusaba sin decirlo directamente. Me sentí acorralada. Atacada. Como si en lugar de ayudarme, quisieran arrancarme hasta el último pedazo de dignidad.

Me preguntaron por mi madre, por mi infancia, por todo lo que había vivido. Por el tío. Por Tito. Me dijeron que Tito se había dado a la fuga y que, si sabía algo de su paradero, debía decirlo. Me invadió el miedo.Si Tito estaba libre… eso significaba que yo seguía en peligro. Que nadie podía protegerme realmente. Que el gobierno, a pesar de toda su maquinaria, tampoco podía detenerlo.

Por un instante absurdo —o quizás no tanto— deseé estar en la cárcel. Encerrada. Al menos allí sabría que nadie podría encontrarme fácilmente. Allá afuera, en la libertad, yo era un blanco fácil. Y la ciudad… la ciudad era una selva para mí. Porque después de tantos años encerrada, no sé moverme por sus calles, no entiendo su ruido, no reconozco sus códigos. Y ese es el lugar al que me enviarán.

A las seis de la mañana me subirán a un vuelo. Iré sola. Sin custodia visible. Sin instrucciones claras. Solo con un papel, un nombre de contacto, y una promesa vaga de que alguien me esperará en el aeropuerto.

Estaré a mi suerte. Después de años encerrada… estaré a mi suerte.

Aun así, me recuesto en la camilla incómoda de la habitación gris donde me asignaron descansar. No hay ventanas. Solo una lámpara fría que zumba como un insecto. Pero me han dado ropa cómoda, una botella de agua, y la promesa de que podré darme un baño antes de partir. Aunque dudo que ese baño me devuelva la sensación de paz que sentí en la tina del hotel. Tomo la pastilla que me ofrecieron para el dolor de cabeza. Me recuesto de lado, en posición fetal, como cuando era niña. Me abrazo a mí misma.

Y entonces, acaricio el picaflor, consolándome, como si ese simple dije me llevara a los momentos bonitos que tuve con Tristán. Cierro los ojos.No sé qué pasará mañana. Pero al menos, esta noche, tengo un nombre. Tengo una historia. Y tengo un corazón que, aunque herido, todavía late. 

Apenas han pasado unos minutos desde que logro cerrar los ojos, cuando la puerta se abre de golpe.

Me incorporo de un sobresalto, el corazón me late con fuerza en el pecho. El miedo, ese viejo enemigo, regresa al instante. Pero entonces lo veo.

Tristán.

Sin pensarlo, corro hacia él como una niña que por fin encuentra refugio. Como si todo mi cuerpo supiera que ya no tiene que pelear más. Que puede rendirse. Que ya estoy a salvo.

Él me recibe entre sus brazos con fuerza. Me aprieta contra su pecho como si no quisiera dejarme ir jamás. Hundido en mi cabello, besa mi frente, mi sien, y luego mis labios con una urgencia dolida.

—Perdón, perdón, perdón —susurra una y otra vez, con la voz rota, como si al repetirlo pudiera borrar lo que fue.

Sus manos recorren mi espalda, mi rostro, mi cuello. Me abraza como si necesitara convencerse de que estoy aquí, de que no soy una alucinación. Lo siento temblar. Lo siento llorar. Lo siento arrepentido.

—Perdóname, Valentina. Por favor, perdóname —insiste, acariciándome el cabello una y otra vez, como si con eso pudiera curar todo.

Lo aparto apenas, para poder mirarlo bien. Está demacrado. Los ojos rojos, ojeras marcadas, la barba más crecida de lo habitual. Parece haber envejecido en solo dos días.

—Tristán…

—No me digas nada todavía —me interrumpe, tomando mi rostro entre sus manos, con esa desesperación de quien sabe que estuvo a punto de perderlo todo—. Soy un imbécil. Un idiota. No hay palabra que me haga justicia. Lo que te hice… lo que no hice… no creerte, darte la espalda… —traga saliva, con dificultad—. Me odio por eso.

—Tristán… yo también me equivoqué.

—No —dice de inmediato, negando con la cabeza—. No te atrevas a cargar con una culpa que no te pertenece. Tú fuiste valiente. Tú confiaste. Yo fui el cobarde.

Lo veo quebrarse. No ante el mundo, sino ante mí. Y quizá, justo en ese momento, entiendo lo que es amar de verdad: ver al otro roto y aun así elegir quedarse. Incluso si duele. Incluso si da miedo.

Lo abrazo de nuevo. Apoyo la frente en su pecho y escucho su respiración agitada.

—Ya estás aquí —susurro.

—Sí —responde, con la voz ahogada—. Y esta vez… no pienso soltarte.

Su promesa me da esperanza. Por un momento, creo que todo podría ser distinto. Que podríamos quedarnos así para siempre. Pero entonces recuerdo lo que me espera. Lo que viene después. Y me alejo un poco de su abrazo, lo suficiente para mirarlo a los ojos.

Él me sonríe, apenas. Acaricia mi rostro con ternura, como si intuyera lo que voy a decir.

—¿Me amas? —le pregunto, sin rodeos.

Tristán asiente, sin dudarlo.

—Como jamás he amado a nadie —responde con firmeza.

—Entonces… déjame ir —murmuro, casi en un suspiro.

Su rostro cambia de inmediato. La sorpresa lo congela por un segundo.

—¿Qué? —pregunta, desconcertado.

Cierro los ojos, busco las palabras dentro de mí. No quiero herirlo, pero sé que lo que viene dolerá.

—Te amo —empiezo, con voz temblorosa—. Pero en este instante… no soy la mujer para ti.

—Valen…

—Escúchame, por favor —lo interrumpo suavemente—. Me enviarán a México. Y no hay nada que tú puedas hacer. No puedes seguirme.

—Sí puedo —insiste—. Si me dejas, yo iré contigo. Donde sea.

—No —digo con firmeza—. Tristán, tú tienes algo más importante aquí. Ana Carolina espera un bebé tuyo. Debes cuidarla. Tienes que estar presente, verla convertirse en madre. Estar para ese bebé. Vivir ese momento único.

—Pero tú puedes vivirlo conmigo —replica, con una mezcla de dolor y esperanza.

—No. No ahora. ¿No ves dónde estamos? ¿No viste todo lo que pasó?

Él guarda silencio.

—También leí lo que escribiste —dice al fin—. Y no mereces una vida así. Yo puedo darte una vida bonita. Una vida en paz. A tu ritmo.

—Tristán… —suspiro—. Soy una mujer rota. He vivido con miedo, encerrada, fingiendo ser alguien más. Llevo un nombre que ni siquiera me pertenece. No terminé la escuela. Apenas sé moverme por este mundo. No puedo cargar con la expectativa de ser tu amor ideal cuando ni siquiera sé quién soy.

Baja la mirada, dolido.

—Si me quedo contigo, te arrastraré a mi caos. Te distraería de lo que ahora necesitas vivir. No puedes criar a un hijo mientras intentas salvarme. Eso no es justo para ti… ni para mí. Yo necesito encontrarme. Sanarme. Reconocerme. Volver a empezar desde cero.

Me toma de la mano, pero no dice nada.

—Amo la idea de lo que podríamos ser —susurro—, pero no ahora. No así. No rota.

Lo miro una última vez, tratando de guardar ese momento. Su rostro, su aroma, su calor. Y aunque me parte el alma, me obligo a soltar su mano.

—Por favor… déjame ir.

Tristán niega con la cabeza, mientras las lágrimas le corren por las mejillas. 

—No, no me hagas esto… Yo te amo. Sé que fui un imbécil, sé que te traicioné, sé… 

Lo beso sobre los labios para consolarlo. 

—No pasa nada… —susurro, con una calma que apenas logro sostener—. Alguien me dijo que a veces las personas que más aman… son las que más arruinan las cosas. Y tenía razón. Pero también me dijo que el amor da vértigo. Y que hay personas que, en lugar de saltar con los ojos cerrados, prefieren echarse atrás y huir.

—Porque soy un cobarde —admite él, con voz rota—. Porque me da miedo equivocarme… como ya lo he hecho antes.

—No —le digo, tomando su mano entre las mías—. No eres un cobarde. Estás aprendiendo. Este… este es el momento. —Lo miro a los ojos—. Cierra los ojos y salta conmigo. Confía en que, si esto es de verdad, si lo que sentimos es real, volveremos a encontrarnos. Y esa vida bonita que me prometiste… la viviremos cuando sea el momento.

Acaricio su rostro con ternura, como si pudiera grabarlo en mi memoria.

—Eres la casualidad más bonita que me ha sucedido —le digo, con una sonrisa entre lágrimas—. Y confío en Dios… confío en que esta historia aún no termina. Que volveremos a estar juntos. En paz. Sin miedo. En amor.

Tomo la cruz que lleva al cuello, la misma que un día le regalé con la esperanza de protegerlo, y la beso con devoción. Luego la coloco sobre su pecho y digo en un susurro:

—Que esta cruz te guíe cuando me extrañes… y te acerque a mí cuando sientas que me pierdes. Porque aunque estemos lejos, el amor no se rompe… sólo espera.

Él me besa.

No es un beso cualquiera. No es apresurado, ni torpe, ni desesperado. Es un beso lento, profundo, lleno de recuerdos y promesas que aún no han podido cumplirse. Sus labios tiemblan sobre los míos, como si quisieran memorizar cada curva, cada temblor, cada rincón de mi tristeza.

Me toma el rostro con ambas manos, como si sujetarlo fuera su única forma de no derrumbarse, y entonces lo siento: ese beso no busca retenerme, busca honrarme. Es un beso de despedida que lleva dentro todas las veces que no supimos decirnos adiós, todas las palabras que no se atrevieron a salir. Sus labios me tocan con una mezcla de reverencia y desesperación, como si besarme fuera una forma de rezar, de pedir perdón, de bendecirme antes de dejarme ir. Cuando se separa, sus ojos están cerrados… como si aún no estuviera listo para ver el mundo sin mí.

—Te esperaré, siempre. Hasta el último día de mi vida. Pero te pido algo… —su voz es apenas un murmullo, tembloroso, como si cada palabra le costara—. No te desaparezcas. No me hagas vivir en la incertidumbre de no saber dónde estás, qué haces, si estás bien.

En ese momento veo en sus ojos el recuerdo de Lía, la chica que se fue sin despedirse, la herida vieja que aún le duele. Le sonrío con ternura y niego con la cabeza.

—Te juro que seguiré aquí —le digo, llevando su mano a mi pecho—. Solo te pido que no me pidas regresar… hasta que esté lista.

—Te lo juro… —responde, con los ojos clavados en los míos.

Tristán vuelve a besarme. Un beso más suave, más triste, más resignado. Yo hubiese deseado en este instante hacerle el amor, recorrer su piel con mis manos, guardar cada milímetro de su cuerpo en mi memoria, sacarle una sonrisa para llevármela como escudo. Pero ya no hay tiempo. El golpe seco en la puerta nos arranca del instante perfecto. El final se ha presentado.

—Te amo… —susurra, rozando mis labios. Luego toma el picaflor que me regaló y lo besa con devoción—. Aquí estoy. Cada vez que te sientas perdida o sola… aquí estoy.

Sonrío, con los ojos vidriosos.

—Conserva mis diarios… —le pido.

—Lo haré —promete.

Otro golpe. Esta vez más fuerte. Ambos nos separamos. La puerta se abre y el oficial le pide que salga. Tristán me besa por última vez, suave, eterno, y me sonríe con dolor.

—Te amo. No desaparezcas…

—No lo haré —le aseguro, con la voz quebrada—. Te lo juro.

Y así, sin más, lo veo alejarse. Al único hombre que he amado. Se va con mi promesa en los labios, con mis palabras en el corazón, y con la esperanza de que un día… volveremos a encontrarnos. Cuando yo sea la Valentina que merezca el amor que ahora, con el alma rota, no sé sostener.

3 Responses

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *