NADIR
Pero… ¿y qué más? ¿Qué pasará con nosotros? ¿Será esto pasajero? ¿Qué es lo que estamos haciendo, Nadir?
No puedo sacarme esa frase de la cabeza. Su voz, su mirada, la forma en que me exigía una respuesta que no tuve… todo se me repite una y otra vez como un castigo. Desde el encuentro en la cabina, mi día está completamente arruinado. No puedo concentrarme. No puedo pensar con claridad.
Me siento como un idiota. Y lo peor es que tiene razón. No supe qué responderle. Me tomó por sorpresa, me desarmó, y todo lo que pude hacer fue quedarme ahí, mirándola, sin saber si debía hablar con el corazón o con la razón.
Aun así, no tengo tiempo para pensar en lo que debí decir. La boda de mi hermana está a la vuelta de la esquina y hoy llegan los últimos invitados, incluidos los padres de Amira. Todo debe estar impecable, y es mi responsabilidad asegurarme de ello. Cada lámpara, cada mesa, cada habitación revisada una y otra vez.
Es mi única participación en este evento. No quise hacer más. No quise estar en el centro de nada. He asistido a las cenas, he sonreído cuando debía y he soportado las ceremonias sin que se note mi fastidio, pero no he formado parte del resto. No puedo fingir la felicidad que todos llevan puesta como una máscara.
Hoy son las fotos familiares. El desfile de sonrisas falsas, de poses ensayadas, de promesas que se rompen en silencio. Y por desgracia tengo que estar ahí. Mi nombre, mi apellido y mi lugar me lo exigen.
Pero lo único que quisiera… es buscarla. Verla antes de que todo empiece, antes de que el bullicio la devore. Llevarla lejos, aunque solo sea por unos minutos. Decirle que no fue cobardía lo que me hizo callar, sino miedo. Miedo a prometerle algo que no sé si puedo cumplir.
Sin embargo, mientras repaso la lista de tareas y escucho a los empleados dar los últimos toques a las decoraciones del jardín, solo puedo pensar en su voz.
En sus ojos cargados de reproche y ternura.
En el temblor de sus labios cuando me dijo “eso no basta”.
Quizá tiene razón.
Quizá amarla no basta.
Pero, maldita sea, es lo único que puedo hacer.
—Te ves acongojado, Nadir —escucho de pronto la voz que menos quiero oír.
Aida. Siempre observando. Siempre irrumpiendo en los momentos en que más necesito silencio.
Respiro profundo, intentando contener la rabia que me provoca su tono, ese aire de superioridad que lleva como un perfume.
—Tu boda llena de excesos y eventos está pasando factura al hotel —le respondo sin mirarla—. Mientras tú disfrutas de todo, yo soy quien lo mantiene bajo control y funcionando.
—Ese es tu trabajo… ¿no es así? —me dice con cinismo, cruzándose de brazos.
—Mi trabajo —replico, girándome hacia ella— es mantener el hotel en pie, no alimentar el capricho de una mujer que vive de las apariencias.
Sus ojos se entrecierran. Sé que la estoy provocando, pero no puedo parar.
—Aunque, claro… entiendo —añado, con una sonrisa amarga—. Tanta opulencia y ceremonia te sirve para ocultar el desastre que tienes por familia. Un hijo bueno para nada, que apuesta el dinero de los Khalil, y una hija consentida y sin gracia que se casa con un hombre veinte años mayor porque ningún joven quiso tomarla en serio.
El golpe llega antes de que termine de respirar.
Una bofetada seca, certera, que me gira el rostro y deja un ardor inmediato en la mejilla.
Aida no tiembla, ni siquiera parpadea. Su mano baja despacio, como si hubiera hecho algo tan natural como ajustar una joya.
—Cuida tus palabras, Nadir —me dice, su voz apenas un murmullo venenoso—. Eres un huésped en tu propia casa. No lo olvides.
—No —respondo, con la rabia subiéndome por el pecho—. La huésped aquí eres tú.
Su expresión cambia. Por un instante, ese control perfecto que siempre presume se resquebraja.
—¿Qué dijiste? —me pregunta, con un tono que mezcla incredulidad y amenaza.
—Lo que oíste —digo, firme, aunque mi padre esté detrás de mí, observando desde la escalera como un fantasma que no se atreve a intervenir—. ¿O ya no te acuerdas de cuándo llegaste a este hotel? ¿De cuando aún vivía mi madre y tú… simplemente “te hospedabas”? —Hago una pausa, mirándola a los ojos—. Supongo que la habitación no fue lo único que conseguiste.
El silencio que sigue corta el aire. Mi padre se tensa, lo siento detrás de mí, respirando con dificultad. Aida, en cambio, sonríe. Una sonrisa lenta, venenosa, cargada de algo peor que el odio: el triunfo.
—Qué bajo has caído, Nadir —susurra Aida, su voz llena de veneno—. Reescribir el pasado no traerá de vuelta a tu madre.
—Eso lo sé —respondo, dando un paso hacia ella, sin bajar la mirada—. Pero aquí estoy yo para recordarte que nada de esto es tuyo.
Por más joyas que uses, por más opulencia que presumas, o por mucho que te esfuerces en casar a tus hijos con apellidos importantes… nunca tendrás en realidad nada. —Mi voz se vuelve más firme, casi un golpe—. Porque siempre serás la amante que se coló entre las sábanas de mi padre.
El murmullo del personal se apaga. El eco de mis palabras rebota en las paredes.
Aida se queda inmóvil un instante, procesando el golpe, y luego estalla:
—¡Tu padre me escogió a mí! —grita, sin importarle quién la escuche.
—¡Te escogió porque mi madre murió! —le grito de vuelta, la rabia subiéndome por la garganta—. ¡Y me consta que tuviste algo que ver!
—¡Basta, Nadir! —el grito de mi padre retumba en el salón con una autoridad que ya no le pertenece.
El silencio se adueña del lugar. Puedo oír el eco de mi respiración, el latido en mis sienes, la tensión que se espesa en el aire.
Aida me mira con una mezcla de odio y satisfacción. Sabe que ha ganado esta ronda.
Mi hermana solloza, refugiada en los brazos de su prometido, y Amir, siempre el oportunista, se adelanta para “proteger” a su madre.
—¡Vamos, mamá! —le dice, tomándola de los hombros—. No dejes que te provoque. No vale la pena.
—¡No, Amir! —ella lo aparta con un ademán brusco—. Este niño insolente necesita aprender respeto.
Me da risa. Una risa amarga, que se me escapa sin poder evitarla.
—¿Respeto? No me pidas respeto cuando jamás lo has tenido tú. No hacia mi madre, ni hacia mi padre, ni hacia esta casa.
—¡Ya es suficiente! —ruge mi padre, apoyándose en el bastón mientras se acerca. El temblor en su voz no la hace menos severa—. ¡Vas a disculparte ahora mismo con Aida!
—¿Qué? —pregunto, incrédulo.
—¡Me escuchaste! —grita, el rostro encendido, los ojos vidriosos—. ¡Te disculparás!
—¿Por qué? ¿Por decir la verdad? —replico, conteniendo la furia que me arde por dentro.
—No, está bien, querido —interrumpe Aida, con una dulzura tan fingida que casi me da náuseas—. Lo entiendo… se siente cansado y frustrado. Nadircito siempre ha sido así —dice, condescendiente, sin mirarme.
Luego da un paso hacia mí. Sonríe para el público, pero en su mirada hay puro veneno.
—Tranquilo —susurra, fingiendo un abrazo. Sus uñas se clavan discretamente en mi brazo, lo suficiente para dejar marca—. Te vas a arrepentir.
Suelto una breve carcajada, seca.
—No es la primera vez que me amenazas, Aida.
Su sonrisa no se altera; solo susurra, tan bajo que solo yo puedo oírlo:
—Pero esta vez… te arrepentirás de verdad.
El sonido de la puerta interrumpe el momento. La familia del novio entra acompañada de él, con un murmullo de saludos y risas que llenan el aire como si nada hubiese ocurrido.
El cambio en Aida es instantáneo. Su voz recupera el tono amable, su sonrisa el brillo de anfitriona perfecta.
—¡Ahí están! ¡Bienvenidos! —exclama, extendiendo los brazos con la gracia de una actriz en su gran escena.
Y todo… todo pasa por alto. El golpe, la amenaza, el odio. Todo se disuelve bajo el barniz del lujo y las apariencias.
Posamos para las fotografías como si nada hubiera ocurrido. Sonrío frente al lente, mi padre a mi lado, Aida irradiando esa falsa serenidad que tanto domina. Nadie lo notaría, pero bajo esas sonrisas perfectas hay heridas abiertas. El flash ilumina nuestros rostros una y otra vez, congelando una mentira que todos hemos aprendido a interpretar.
Cuando la sesión termina, no puedo más. Apenas escucho que el fotógrafo anuncia la última toma, salgo del grupo sin mirar atrás. Mi respiración es rápida, mis manos tiemblan. Necesito verla. Necesito verla para recordar por qué sigo aquí.
Camino a paso apresurado por el pasillo, esquivando a los empleados que corren con arreglos florales y copas de vino. Busco con la mirada entre el jardín y la terraza, pero no hay rastro de Amira. Tampoco en la biblioteca.
Entro al rincón donde escondemos nuestras notas, y reviso entre las páginas del libro. Nada.
Ni una palabra. El silencio pesa más que cualquier reproche. Me apoyo contra el estante, cerrando los ojos. Tal vez esté enojada. Tal vez me está evitando. Y no puedo culparla. Después de lo de la cabina, de mi silencio, de mi cobardía… yo también me evitaría.
Paso la mano por el lomo de los libros, intentando distraerme, pero lo único que logro es pensar en ella. En su voz, en la forma en que me miró cuando me pidió una respuesta que no tuve. Desde que regresé al hotel, algo dentro de mí cambió. Me siento… distinto. Vulnerable. Expuesto.
No sé si tenga que ver con Amira o con mi padre.O tal vez con el simple hecho de que odio estar aquí.Cada rincón del Hotel Dar Khalil me asfixia: las paredes llenas de retratos que esconden mentiras, los pasillos donde las voces se susurran detrás de las puertas, los recuerdos que huelen a perfume caro y traición.
Solo tengo que aguantar un poco más. Si supiera Amira que yo estoy aquí porque huyo de algo.
Ay Nadir de que huyes!!!!
Nadir…de que huyes, que escondes buuu ,