TRISTÁN
No pude dormir en toda la noche. El cansancio me pesaba en los hombros, pero el sueño no llegaba. Así que decidí dejar descansar a Ana Caro y fui por Miguel a la habitación. Le dije a su madre que no se preocupara, que yo me encargaba. Ella sonrió y se volvió a la cama. Dante, en cierta forma también me lo agradeció.
Me quedé con Miguel en brazos, meciéndolo despacio, como si el movimiento pudiera ordenar también lo que llevo dentro. Sus respiraciones suaves, los pequeños ruidos que hace al dormir… todo eso me devuelve la paz que no encuentro de otra forma. Pero ni siquiera él, con toda su inocencia, logra sacarme de la idea que me ronda desde que Valentina cruzó esa puerta.
La tengo grabada en la mente: su perfume, su seguridad, su nueva personalidad, esa decisión, ese camino que quiere tomar que siento la alejará de mí.
Observo a Miguel y pienso que, tal vez, eso sea el amor: quedarse despierto cuando todos duermen, porque el corazón no encuentra cómo calmarse. Pienso en Valentina y me pregunto si estará despierta también, si está pensando en mi.
La casa está en silencio. Dante y Ana Caro duermen. Madrid empieza a despertar allá afuera, pero aquí dentro el tiempo se detuvo. Miguel suspira y yo sonrío sin querer.
—Ojalá nunca tengas que entender esto, hijo —le susurro—. Ojalá el amor, cuando te llegue, no te duela tanto.
Y ahí, entre la oscuridad y el murmullo del amanecer, entiendo que no es sólo Valentina lo que me quita el sueño. Es la idea de perderla otra vez… sabiendo que esta vez será por elección.
—¿Relevo, colega? —escucho la voz de Dante, saliendo de la habitación de Ana Caro. Se ve descansado, con el cabello desordenado y una sonrisa tranquila que contrasta con mis ojeras.
—Todo tuyo —respondo, intentando sonar animado.
Dante sonríe al ver a Miguel en mis brazos.
—Aprovechémoslo así, antes de que empiece a decirnos que no nos metamos en su vida —bromea, con ese tono ligero que siempre logra arrancarme una risa, incluso en los días más difíciles.
Yo sonrío. Se lo entrego con cuidado, y él lo recibe con una ternura que me deja sin palabras. Lo sostiene como si tuviera entre los brazos el milagro más frágil del mundo.
Lo mira unos segundos, acariciándole la mejilla con el dorso de los dedos, y le susurra con una voz suave, en su italiano natal:
—Buongiorno, piccolo principe… sei la luce di questa casa. (“Buenos días, pequeño príncipe… eres la luz de esta casa.”)
Esa frase, dicha con tanto amor, me conmueve más de lo que quisiera admitir. Dante ama a Miguel. Lo ama porque es el hijo de la mujer que él ama, y eso, para mí, es una bendición.
Me observa un momento en silencio, y luego, con esa sinceridad que no sabe disfrazar, pregunta:
—¿Y si Valentina tuviese un hijo… tú lo amarías igual?
No respondo. Me quedo callado, mirando a Miguel dormir entre sus brazos. No sé si no tengo respuesta o si simplemente me da miedo la que tengo.
—Pensé que Valentina se quedaría con nosotros —dice Dante, arrullando a mi hijo con suavidad.
—No… ella se fue a un hotel.
—¿Por qué? Pensé que querías verla.
—Eso quiero… —suspiro, frotándome el rostro—. Pero las cosas no salieron como esperaba.
Dante me mira con ese gesto entre curioso y compasivo que usa cuando intuye que algo anda mal.
—¿Qué pasó? —pregunta con cuidado.
—Es largo de explicar y… —empiezo a decir, pero él no me deja terminar.
—Venga, dimmelo, cuéntame qué pasó. Vamos, Davide, que io voglio solo aiutarti. Siamo famiglia, eh? (“Venga, cuéntame qué pasó. Vamos, Davide, que yo solo quiero ayudarte. Somos familia, ¿eh?”).
—¿Quieres un café? —le pregunto, buscando distraerme de mis propios pensamientos.
—Espresso, per favore —responde Dante con una sonrisa amable.
Me pongo de pie y camino hacia la cocina. Él me sigue, con Miguel todavía dormido en sus brazos, meciéndolo con la naturalidad de quien ha nacido para cuidar.
Mientras preparo el café, las palabras de Valentina siguen dando vueltas en mi cabeza. Dante, con su mirada atenta, lo nota enseguida.
—¿Entonces? —me dice, apoyándose contra el marco de la puerta—. ¿Qué pasó con lei?
Suspiro. Abro la cafetera, coloco el café molido y me quedo un instante mirando el vapor subir, como si pudiera ordenar mis ideas entre ese humo.
—Valentina… —empiezo, con voz baja—. Me dijo que ahora es la voz de los niños en conflicto… los que quedaron atrapados en medio de la guerra contra el narcotráfico. Que ayuda a las madres buscadoras, las que llevan años excavando con las manos la tierra, buscando a sus hijos.
Dante asiente despacio, sin interrumpirme.
—Dice que no puede quedarse callada —continúo—. Que vio demasiado, que no puede fingir que no sabe. Que si vuelve a guardar silencio, es como si siguiera siendo prisionera.
El café empieza a gotear, llenando la cocina con ese aroma que siempre asocio a los amaneceres tranquilos. Pero este no lo es.
—Se ha convertido en activista —digo al fin, como si pronunciándolo pudiera entenderlo—. Habla en foros, da entrevistas, organiza búsquedas… se ha convertido en la voz que las representa. En la voz de todos los que no pueden hablar.
Dante me observa en silencio. Miguel se mueve un poco, y él le acaricia la espalda hasta que vuelve a quedarse quieto.
—È coraggiosa… una donna così non si ferma facilmente. —(“Es valiente… una mujer así no se detiene fácilmente.”)
Asiento, dejando la taza sobre la mesa.
—Lo sé. Pero a veces la valentía también asusta.
Dante me mira con esa calma suya, como si supiera que no busco consejo, sino comprensión.
—Ti capisco, fratello. —me dice finalmente—. (“Te entiendo, hermano.”)
—Pensé que venía para quedarse, ¿sabes? —digo, dejando escapar un suspiro cansado—. A vivir conmigo, a formar una familia, una relación de pareja… y vino a esto. ¿Puedes creerlo?
Le sirvo el café a Dante y él me agradece con una sonrisa leve, tomando la taza entre sus manos. Da un sorbo y asiente despacio, con esa serenidad que parece no perder nunca.
—No se me hace muy descabellado… —dice, con su acento italiano acentuando cada palabra.
—¿Cómo que no? —pregunto, frunciendo el ceño.
Dante apoya la taza sobre la mesa y me mira con calma, como si quisiera asegurarse de que lo escuche de verdad.
—Davide, escúchame. Valentina está tomando su camino, il suo cammino. Es lógico. Después de todo lo que vivió, ¿qué esperabas? —Hace una pausa—. Pero vino a decírtelo a ti. ¿Sabes lo que significa eso?
Lo miro sin responder, esperando que siga.
—Significa que no tiene a nadie más. Que tú eres su familia, su casa, su punto de partida. Si vino hasta aquí, no fue para alejarse de ti, sino porque necesitaba tu apoyo. Quería que lo supieras, que la comprendieras, que no la juzgaras por ser quien ahora es.
Me quedo callado. Dante continúa, con la voz más baja, más cercana.
—Ella sabe a lo que se arriesga. Pero también sabe que tú eres el único que puede entenderla. Igual que tú esperas que ella comprenda que vivas con tu ex, que tengas un hijo, una carrera, una vida aquí… —me mira con intención—. Pues ella también quiere que tú la entiendas. Que aceptes que su forma de amar es libre, y que aún así, sigue siendo amor.
—Dante… —murmuro, pasándome la mano por el cabello.
—Ascolta, fratello, —me interrumpe con suavidad—. El amor no siempre es quedarse, a volte è camminare insieme, anche se in direzioni diverse. (“A veces el amor es caminar juntos, aunque sea en direcciones distintas.”)
Se inclina hacia atrás y toma otro sorbo de café.
—Si la amas, no la frenes. Camina a su lado, aunque no puedas seguirle el paso todo el tiempo. Eso es lo que ella te está pidiendo. No permiso… compañía.
Sus palabras se quedan flotando en el aire, pesadas y sabias.
Lo miro en silencio, con el corazón apretado.
—Ahora entiendo por qué Ana Caro te ama —le digo finalmente—. Y por qué tú amas al hijo de otro hombre como si fuera tuyo.
Dante sonríe apenas, con esa serenidad que siempre parece tener.
—Io sapevo a cosa andavo incontro con Ana Caro, —responde—. Yo sabía a lo que me metía con ella, y ella sabía el riesgo. Ambos los tomamos… y ahora estamos aquí. —Hace una pausa, su voz se suaviza—. Ninguno salió ileso, pero los dos elegimos amar de verdad.
Asiento, sintiendo que algo dentro de mí empieza a ceder.
Dante continúa, con tono tranquilo, casi paternal:
—Si amas a Valentina, amala tutta, —dice, tocándose el pecho—. Ámala en todos sus perfiles: la que llora, la que huye, la que lucha, la que se va y la que vuelve. Llegará un punto en que ya no se separarán, pero cuando eso pase, ambos sabrán que hicieron lo correcto.
Lo escucho en silencio, dejando que sus palabras me calen hondo. Luego, miro a Miguel dormido en su regazo y suspiro.
—Cuídalo por mí, ¿sí? —le pido, con una voz que suena más frágil de lo que esperaba.
Dante asiente sin dudar.
—Sempre, fratello. Siempre.
Le dejo un beso en la frente a mi hijo, respiro hondo y tomo las llaves del coche. Dante no pregunta nada más; sólo me observa mientras me coloco el abrigo.
Camino hacia la puerta. No sé qué voy a decirle a Valentina cuando la vea, pero sí sé que necesito verla. No para convencerla de nada, sino para entenderla.
Cuando cierro la puerta detrás de mí, el silencio de la casa me sigue, mezclado con el eco de las palabras de Dante:
“Amala toda.”
Ahora sé exactamente qué decir.