TRISTÁN
Nunca imaginé que las primeras semanas con David Michele fueran a cambiarme de esa manera. Me gusta pensar que en ese tiempo he aprendido lo que realmente significa el amor, pero sería simplificarlo demasiado. Lo que siento va más allá: es ternura, asombro, miedo… y un respeto profundo por la vida que acabábamos de traer al mundo.
David Michele, o Miguelito, como lo llamamos de cariño, es la mezcla perfecta entre Ana Carolina y yo. Perfecto. Tiene su boca, la misma forma dulce de los labios cuando duerme, y mis ojos, esa mirada que a veces parece contener más pensamientos de los que su pequeño cuerpo podría sostener. Cuando lo cargo, siento que todo encaja; que cada error, cada tropiezo, cada historia anterior, tenía que ocurrir para que existiera él.
Las noches son largas, y no voy a mentir: hay momentos en que el cansancio me vence. Pero basta con escucharlo respirar sobre mi pecho para que todo se calme. He aprendido a preparar biberones a oscuras, a caminar con él dormido sobre el hombro mientras murmuro canciones que ni sabía que recordaba. Ana Carolina ríe cuando me ve hacerlo. Dice que parezco otro hombre. Tal vez tenga razón.
Dante pasa de vez en cuando. Siempre con esa calma suya, ayudando sin estorbar. Lo respeto por eso. Lo veo y pienso que, si la vida fuera justa, él también habría merecido un pedazo de este milagro. Pero nunca traspasa el límite. Me ofrece ayuda cuando la necesito y espacio cuando no la pido. A veces, cuando Ana Carolina está agotada, se queda con Miguelito un rato y lo mece con una ternura que me desarma. No hay rivalidad. Sólo amor, del puro, del que no compite.
Por primera vez, siento que todos —Ana Caro, mis padres, yo— somos parte de algo que funciona, de un equilibrio nuevo. Este niño ha traído luz, incluso a los rincones donde antes solo había silencio.
De los padres de Ana Caro no hemos sabido nada. Tampoco de sus hermanas. Ha sido un silencio que a ella le duele más de lo que quiere admitir, pero contra el que no puede hacer nada. Al principio lloraba mucho, y no sólo por el cansancio o las hormonas —como dicen que suele pasar—, sino por esa mezcla de vacío y nostalgia que deja sentirse abandonada justo cuando más se necesita compañía.
Ahora la veo más tranquila. Ya no se encoge tanto cuando suena el teléfono y no es nadie de su familia. Ya sonríe más cuando ve a Miguelito. Se le ha ido llenando la voz de fuerza otra vez. Y aunque sé que el silencio de los suyos sigue pesándole, también sé que poco a poco está aprendiendo que hay amores que no nacen de la sangre, sino del cuidado.
Por mi parte, también estoy preocupado. Han pasado semanas desde la última vez que hablé con Valentina, y su silencio me tiene intranquilo. No sé exactamente por qué —tal vez por la costumbre de cuidarla, de saber siempre algo de ella—, pero me cuesta no pensar en lo peor.
Sé que está bien, o al menos quiero creerlo. Hay algo dentro de mí que lo presiente, una calma extraña que me impide caer en la desesperación. Aun así, me duele no saber nada. La distancia entre nosotros siempre ha sido un terreno difícil: a veces llena de afecto, otras de incomodidad, y ahora, de pura incertidumbre.
Pienso mucho en ella. A veces, en las noches, cuando todo duerme, imagino que me escribe o que aparece por la puerta con una sonrisa, como si nada hubiera pasado. Pero sólo es eso: una imagen que se disuelve con la luz del amanecer.
Le he escrito, le he dejado mensajes de voz, incluso algún mensaje de texto que probablemente nunca llegará. No hay respuesta. Ni una señal.
—Tal vez cambió de móvil —me dice Ana Caro, mientras bajamos del auto para subir al piso.
Nuestro hijo viene dormido, rendido del cansancio. Hoy fuimos a casa de mi hermana Alegra para convivir con la familia, y mis sobrinos no pararon un segundo de jugar con él. Lo cargaban, lo arrullban, y le hablaban con ternura. Para un niño recién nacido, fue demasiado.
Mañana es un día importante. Iremos a firmar los papeles de la patria potestad. A partir de ese momento, quedaré como el único cuidador legal de Miguel. Ana Carolina lo ha decidido así. Dice que es lo mejor, que le da tranquilidad saber que, ante cualquier problema con su familia, nadie podrá reclamar nada.
Sin embargo, ella seguirá al cuidado de nuestro hijo, como siempre. Nadie podría hacerlo mejor. Ella y Dante seguirán viviendo conmigo en el piso. Es el plan que funciona por ahora; un equilibrio frágil, pero nuestro.
—Espero… lo único que no comprendo es por qué no me marca, ¿por qué no me lo dice? —digo, mientras subimos al elevador.
—Seguro tiene una buena razón. Valentina tiene una vida complicada, Tristán —me consuela Ana Caro, con esa calma que sólo ella tiene—. Apenas hace unos meses descubrió quién es… su libertad. Es difícil adaptarse al mundo. Es como Michele, pero con unos años de más.
Suspiro. Las puertas del elevador se abren con un sonido metálico. Ana Caro sale con Miguel en brazos, y yo me quedo un segundo atrás, recogiendo la pañalera y el portabebé.
—Tienes razón —murmuro—. Pero no puedo evitar preocuparme. Sólo espero que esté bien.
—Lo está —responde ella, sonriendo con una seguridad que no comprendo del todo.
—¿Cómo sabes? —pregunto, desconcertado.
—Porque nos está esperando en la puerta.
Alzo la vista. Y ahí está.
Sentada frente a la entrada de nuestro piso, con el cabello alborotado y los ojos brillantes, como si no hubiera pasado el tiempo. Cuando nuestras miradas se cruzan, se levanta de un salto. El corazón me da un vuelco. Siento cómo todo el aire del pasillo se vuelve liviano, cómo el ruido del mundo desaparece.
Corro hacia ella, sin pensarlo. Y ella también.
El golpe del reencuentro nos corta la respiración. La atrapo entre mis brazos, la levanto apenas del suelo, y antes de que pueda decir nada, la beso. Un beso urgente, lleno de alivio, de preguntas, de lo que no se dijo.
—¡Estás aquí! ¡Estás aquí! —le murmuro entre risas y lágrimas, apretándola contra mi pecho.
—Aquí estoy… —murmura.
Valentina está completamente diferente. Atrás quedó la mujer tímida, la que dudaba de cada palabra que decía, la que escondía su mirada como si el mundo pesara demasiado sobre sus hombros. Ahora es otra. Y me gusta. Me enamora en todas sus versiones: la frágil, la valiente, la que huye, la que vuelve.
—¿Cuándo llegaste? —pregunto, aún sin soltarla del todo, bajándola despacio al suelo.
—Hoy… hace unas horas —responde, con esa voz suya que siempre logra calmarme y desordenarme al mismo tiempo.
—Y, ¿cómo…? —empiezo a decir, pero la respuesta nos llega a ambos al instante.
—Jon —decimos los dos, casi al unísono.
—Él me dijo dónde vivías —añade, con una sonrisa cómplice.
Valentina gira entonces hacia Ana Caro, que la observa con una mezcla de sorpresa y ternura. Sus ojos se detienen en Miguelito, que duerme plácido en los brazos de su madre.
—Felicidades por su bebé —dice, y hay sinceridad en su voz, no sombra de envidia ni distancia.
—¿Quieres cargarlo? —le ofrece Ana Caro, con esa generosidad que siempre me conmueve.
Valentina duda apenas un segundo, pero asiente. Ana Caro le entrega a Miguel con cuidado, y él se acomoda en sus brazos con una naturalidad que me deja sin aire. Como si reconociera el amor, como si supiera que ella también forma parte de su historia.
—¡Dios! Es tan hermoso —susurra Valentina, acariciándole la mejilla con el dorso de los dedos—. Se parece tanto a ti.
—¡Gracias a Dios! —bromeo, soltando una carcajada nerviosa.
Ella me mira y ríe también, y ese sonido es como un regreso.
—Tú también eres guapo —añade, levantando la vista hacia mí—. Estoy segura de que Miguelito será guapísimo.
—Yo también estoy segura… —responde Ana Caro, y sus ojos, lejos de tensarse, se suavizan.
Ana Caro siente que debe retirarse. Hay algo en el aire, una tensión sutil que flota entre Valentina y yo. Así que, con la serenidad que la caracteriza, nos dice:
—Los espero adentro… —Valentina le regresa a Miguel y ella lo carga.
La puerta se cierra despacio, dejando tras de sí un silencio espeso.
Valentina se queda de pie frente a mí, con las manos aún tibias por el calor del bebé. Sus ojos me buscan, y por un segundo, no hay pasado ni presente, sólo esa conexión vieja, imposible de borrar.
—Te ves diferente —le digo, intentando romper el aire inmóvil entre nosotros.
—Lo estoy —responde. No hay duda en su voz.
La observo. Hay algo en su postura, en la manera en que sostiene la mirada, que me deja claro que no es la misma mujer que se fue. Ha cambiado. Y, sin embargo, todo en mí sigue respondiendo igual a su presencia.
Valentina da un paso hacia mí.—Tristán… —dice, y su tono me atraviesa—. Tenemos que hablar.