TRISTÁN

-5 años después, Madrid-

Cinco años. Han pasado cinco años desde aquella mañana en la que Valentina y yo prometimos mantenernos en contacto. Y cumplimos. No de la manera que imaginé, pero lo hicimos.

Después de acordar nuestras reglas —visitas, llamadas, silencio ante los medios—, ella cumplió su propósito con una convicción que me sigue dejando sin aliento. Se convirtió en una de las voces más fuertes de México. La gente la empezó a llamar “la valiente”, y al principio pensé que era solo una coincidencia con su nombre, hasta que entendí que le hacía justicia.

Fundó una asociación llamada “Valientes”, un espacio dedicado a las madres buscadoras y a los niños tocados por la violencia del narcotráfico. Lo que empezó como un grupo pequeño se transformó en una red nacional. Ella no solo dio nombre a la causa, le dio rostro, esperanza, dirección.

La vi hablar en foros, en universidades, en conferencias donde su voz temblaba al principio y luego se volvía firme, como una bandera. Comenzó a salir en noticieros, en entrevistas, y su nombre se volvió sinónimo de lucha y de verdad. Era buena. Tan buena como su madre lo había sido. Y también tan valiente como la mujer que aprendió a sobrevivir al miedo.

Mientras tanto, cada dos meses, cumplía con nuestra promesa. Tomaba un vuelo a Madrid y venía a verme. A nosotros. A la familia que construimos de formas poco convencionales, pero verdaderas.

Yo seguí con mi vida aquí, trabajando con la fundación, levantando proyectos sociales y culturales. Me convertí en un buen padre, o eso intento cada día. Miguel —David Michele— crece fuerte, sano, lleno de vida. Tiene la sonrisa de Ana Caro y los ojos que, a veces, me recuerdan a Valentina. Es un niño curioso, sensible, con una inteligencia que asusta y enternece al mismo tiempo.

Nuestra familia… si así puede llamarse, es peculiar. Cuatro adultos que lo aman: Ana Carolina, Dante, Valentina y yo. Cada uno cumple un papel distinto, pero todos coincidimos en lo esencial: Miguel es el centro de todo. Y él lo sabe.

Al principio me costó aceptar la distancia. No me gustaba mantener nuestra relación en secreto. Me enfurecía pensar que ella debía esconderse, como si amar fuera un delito. Pero con el tiempo lo entendí. Valentina no podía arriesgar lo que había construido. Su nombre debía ser sinónimo de lucha, no de escándalo. Y, aunque me dolió, aprendí a quererla sin ruido, en la intimidad de nuestros reencuentros y en la certeza de que, pese a todo, seguíamos siendo el uno para el otro.

Cada visita era distinta. A veces llegaba agotada, con la mirada cargada de historias duras, pero siempre con esa luz que la hace única. Otras veces, simplemente aparecía, con una sonrisa y un abrazo que borraban los meses de distancia.

Cinco años atrás, el amor era un torbellino. Hoy, es una marea constante, madura, que aprendí a navegar. Valentina sigue siendo mi mar —a veces calma, a veces tempestad—, pero ahora sé nadar.

Y aunque ella esté lejos, cada vez que recibo uno de sus mensajes, cada vez que escucho su voz al otro lado del teléfono, siento lo mismo que el primer día: que todo valió la pena. Porque amar a Valentina, con todas sus versiones, ha sido mi forma más honesta de vivir.

***

—“A las madres que siguen buscando, a los hijos que todavía esperan, a quienes se quedaron sin nombre, sin tumba, sin voz… les prometemos seguir. Porque no se trata de héroes, sino de humanidad. Porque la memoria es la única forma de justicia que no se apaga. Y si algún día el miedo vuelve a visitarnos, lo miraremos de frente, con la certeza de que ya no puede arrebatarnos la esperanza.”

Me quedo en silencio mientras veo el rostro de Valentina en la pantalla. A lo lejos, puedo escuchar la televisión con las caricaturas puestas y a Miguel jugando con sus juguetes. Mi casa es un desastre. Sólo de ver todo me dan ganas de ponerle whisky a mi café para poder sobrellevar el día. 

—¿Qué dices? —me pregunta, mirándome con esos ojos color lila que siempre logran desarmarme.

—Es… hermoso. Y verdadero. No sé cómo lo haces, pero consigues que la gente crea otra vez —le digo, sin apartar la mirada de la pantalla.

—Bueno… he tenido un buen maestro de oratoria —responde con una sonrisa traviesa—. Las clases con tu primo Daniel me han ayudado.

—Creo que superaste a Daniel —bromeo.

El ruido de algo cayéndose al fondo me interrumpe. Un golpe seco, seguido del sonido de algo rodando por el suelo.

—¡No fui yo! —grita una vocecita desde la sala.

Valentina suelta una carcajada desde la pantalla, esa risa suya que ilumina todo.

—¿Los terribles cinco? —pregunta, divertida.

—El terrible Miguel… —respondo, dejando escapar un suspiro resignado mientras me levanto de la silla—. Dame un segundo.

Camino por el pasillo con el teléfono en la mano. Desde la cámara, Valentina alcanza a verme avanzar y se cubre la boca para contener la risa.

En la sala encuentro el desastre: los cojines del sofá por el suelo, un vaso de jugo volcado y mi hijo de pie junto a la mesa, con los ojos muy abiertos y las manos detrás de la espalda, como si eso bastara para borrar las pruebas del crimen.

—¡Michele! —le digo en italiano, intentando sonar firme, aunque me cuesta no reírme—. Comportati bene, sto parlando con Valentina!

(“Pórtate bien, que estoy hablando con Valentina”).

Él me mira con una mezcla de culpa y picardía.

—¿Con Valentina? —pregunta, acercándose a la pantalla.

—Sí —respondo, levantando el teléfono para que la vea.

—¡Ciao, Valentina! —saluda, moviendo la mano con entusiasmo.

—¡Ciao, piccolo terremoto! —responde ella, riendo—. ¿Qué estabas haciendo?

—Nada —dice con total inocencia, mientras le regala una sonrisa que derrite a cualquiera.

—Compórtate, ¿eh? Sé bueno… tu padre está haciendo un gran esfuerzo por cuidarte —le dice Valentina con un tono dulce, pero firme.

—Es que extraño a mi mamá y a Dante… —comenta bajando la mirada—. También te extraño a ti. En la escuela me dicen que no es posible tener dos mamás y dos papás, ¿sabes?

Valentina sonríe, con ternura.

—¿Y qué importa lo que los demás digan? Si tú tienes dos papás y dos mamás, es genial, ¿a que sí?

—Eso sí… —responde mi hijo, más animado.

—Ahora ve a jugar. Y recoge todo, ¿sí? —le pide ella con una sonrisa cómplice.

—Sí… Ciao, Valentina.

—Adiós… te quiero —le responde.

Mi hijo sale corriendo. Puedo ver sus rizos rubios —esos que heredó de mí— brincando mientras vuelve a la sala y comienza a juntar los juguetes.

Valentina ríe desde la pantalla.

—¿Cómo es que a ti te hace caso? —le pregunto, medio en broma, medio intrigado.

—No lo sé… bueno, sí lo sé —dice, arqueando una ceja—. Soy Valentina.

Suspiro. Voy a la cocina y noto la cantidad de trastes por lavar que tengo. 

—¿Cuándo regresan Dante y Ana Caro de su luna de miel? —me pregunta Valentina, mientras acomoda un mechón de cabello detrás de la oreja.

—Mañana… y después… —empiezo a decir.

—Nos iremos a Ibiza —completa ella con una sonrisa—. Recuerda que mi vuelo llega mañana por la mañana, voy a la conferencia y después…

—Vacaciones en Ibiza —repito, dejando escapar una risa suave—. Suena perfecto.

—¿Y qué te parece si llevamos a Miguelito? —pregunta con ese tono dulce que usa cuando sabe que me costará decirle que no—. Sería divertido.

—Ja, ja, ja —me río con sarcasmo, negando con la cabeza—. No, señorita. Usted y yo pasaremos este tiempo solos en Ibiza, en una hermosa casa junto al mar. Sin trabajo, sin interrupciones… solo tú y yo. Donde te comeré toda, cada día, todos los días. 

Valentina se sonroja, llevándose una mano a la mejilla.

—¡David! —exclama, entre risas—. ¡El niño!

—Está ocupado viendo la televisión, no escuchó nada —respondo, intentando contener la risa—. Pero aun así, eso es lo que se hará. Te lo prometo.

Ella sonríe, bajando la mirada, y durante unos segundos no decimos nada. Solo nos quedamos ahí, mirándonos a través de la pantalla, imaginando el mar, la calma, la promesa de un reencuentro que ya se siente cercano. Y por primera vez en semanas, la distancia no duele tanto.

—Me tengo que ir… —dice Valentina, mirando la hora en su reloj—. Tengo que salir temprano hacia la Ciudad de México para tomar el vuelo. Nos vemos en unas horas, guapo.

—Nos vemos en unas horas —respondo, tomando entre los dedos la cruz que ella me regaló y que ahora cuelga de mi cuello.

Ella sonríe al verlo. Luego lleva la mano al dije con forma de picaflor que pende del suyo y lo besa con suavidad.
—Te amo, David Tristán.

—Te amo, Valentina —respondo, con una sonrisa que intenta disimular la melancolía.

La llamada se termina. La pantalla se apaga. Y en el instante en que su rostro desaparece, algo dentro de mí se encoge. Siento un nudo en la garganta que intento soltar con un suspiro, pero no se va. Me repito que en unas horas estará aquí, que no hay razón para inquietarme. Aun así, una parte de mí no logra convencerse.

—Papá… ¿iremos a ver a los abuelos? —escucho la voz de Miguel desde el pasillo.

—Sí —respondo, parpadeando para salir del trance—. Te voy a dejar con tus primos para que yo pueda hacer el aseo.

—¡Sí! Me llevaré mis caballos —grita, corriendo hacia su habitación, con esa alegría que siempre logra arrancarme una sonrisa.

Me río. Pero cuando el sonido de sus pasos se pierde en el pasillo, el silencio vuelve. Y con él, ese vacío.

Camino hasta la ventana. Afuera, el día es claro, sereno… pero algo en el aire me pesa. Una inquietud leve, inexplicable. Como si el cuerpo recordara antes que la mente que algo está por cambiar.

Apoyo la frente contra el cristal y respiro hondo.

—Tranquilo, Tristán —me digo a mí mismo—. Solo es el cansancio.

Pero no lo es. Lo sé.

Y aunque no puedo explicarlo, algo dentro de mí susurra que esta vez, el presentimiento no se equivoca.

***

-Horas después-

El reloj marca las horas con un tic tac que me desespera. Miguel se ha quedado con sus primos. La casa está en silencio, el montón de documentos que tengo que revisar estáns sobre la mesa de la sala y el café que me mantendrá despierto se cuela en la cocina. 

Debería estar tranquilo. Todo parece en orden. Pero no puedo.
Desde que colgué la videollamada con Valentina, algo en mí no se ha aquietado. He intentado distraerme: ordenar papeles, revisar correos, avanzar en los informes de la fundación… pero no logro concentrarme.

Su voz sigue dando vueltas en mi cabeza, como un eco.

“Nos vemos en unas horas, guapo.”

Su risa, tan clara. Su forma de mirar. Todo.

Camino por la sala en silencio. Afuera llueve. Las gotas golpean el ventanal como un tambor lento. No hay motivo para preocuparme, me repito. Ella ha viajado sola muchas veces. Sabe cuidarse.
Pero el presentimiento no me deja. No me abandona. 

Entonces, el ruido del móvil me sorprende. Al ver el nombre de Moríns, sonrío.

—¿Ya no soportas a mi hijo? —pregunto entre risas, sujetando el teléfono entre el hombro y la oreja mientras recojo unos papeles del escritorio.

Pero su voz al otro lado suena diferente.
—Enciende la televisión. Rápido.

—¿Qué pasó? —pregunto, de inmediato alerta.

—¡Solo enciéndela, por un carajo! —me grita con desesperación.

El corazón me da un vuelco. Camino hacia la sala, confundido. El control remoto se me resbala de las manos, casi temblando. Enciendo la televisión. Por un instante, el sonido de los dibujos animados llena la habitación.

—¿Dónde? —pregunto, con la voz quebrada.

—¡Canal cuatro! ¡Ya!

Cambio.

Y entonces la veo.

El rostro de Valentina aparece en pantalla. Una fotografía de prensa, seria, luminosa, con el cabello suelto y los ojos color lila mirando de frente.

Siento que el suelo desaparece bajo mis pies.

Subo el volumen. Pongo el teléfono en altavoz.

La voz de la periodista suena firme, aunque por momentos se le quiebra el tono:

— “En información de última hora, se ha confirmado la desaparición de la reconocida activista Valentina Salamanca fundadora de la organización Valientes. Fuentes oficiales informan que fue secuestrada anoche mientras se encontraba en su domicilio en la Ciudad de México. Vecinos reportaron ruidos y movimientos sospechosos alrededor de la medianoche, pero las autoridades llegaron cuando ya no había rastro de la activista. Se presume que el crimen está relacionado con su labor reciente dentro de casos vinculados al narcotráfico y desapariciones forzadas. Recordemos que hace apenas unos meses, Valentina encabezó un hallazgo importante en el norte del país, donde se localizaron más de treinta cuerpos en una fosa clandestina. Dicho hallazgo habría incomodado a varios grupos criminales y, según expertos en seguridad, podría estar directamente relacionado con su secuestro. Hasta el momento, no hay pistas sobre su paradero. Sin embargo, su organización, Valientes, ha anunciado que iniciará una búsqueda independiente y que no descansarán hasta encontrarla.”

La cámara muestra imágenes de manifestaciones improvisadas frente a las oficinas de la asociación. Mujeres con pancartas, hombres con rostros angustiados. Su nombre gritado una y otra vez. “¡Valentina no está sola!”

Mis piernas ceden. Me dejo caer en el sofá, con la mirada fija en la pantalla.

Moríns sigue al otro lado del teléfono.

—Lo acaban de confirmar —dice Moríns, con la voz apagada al otro lado del móvil.

Pero apenas escucho. Mi respiración se corta en tajos cortos; lo único que pasa por mi cabeza es la última imagen que tengo de ella: su sonrisa en la pantalla, su beso al dije del picaflor, sus manos jugando con Miguel. Hace unas horas hablé con ella. Me dijo que me amaba.

La cruz que cuelga de mi cuello pesa como un plomo. Me la llevo a la boca un segundo, como buscando un amuleto, y luego me pongo de pie sin pensar en nada más.

—Iré —digo, y la palabra me sale clavada, seca.

—¿Qué? —responde Moríns, sorprendido—. ¿Irás a México ahora?

—Iré a buscarla. Dile a mis padres que viajo a México. Ahora. —Mis manos tiemblan cuando lo digo.

—¿A dónde, Tristán? —me implora Moríns—. No sabes dónde está. Es peligroso…

La calma se me rompe en un grito. —¡ME IMPORTA UN CARAJO! —exclamo, más desesperado que airado—. ¡La voy a buscar!

—Tristán… te lo pido. Ven a la casa. Habla con tus padres. No tomes acciones precipitadas. —La voz de Moríns intenta anclarme.

Pero yo ya voy en otra dirección: la rabia, el miedo, el amor me empujan en bloque. —¡Eso es una pérdida de tiempo! —le devuelvo—. ¡Tengo que hacer algo!

—¡Piensa en tu madre! —me grita Moríns—. No vas de vacaciones a Cancún, imbécil. Vas a meterte en algo peligroso. Ve y habla con tu familia. ¡Por favor, no seas impulsivo!

Tiene razón. Mi madre, mi padre, mis hermanas… necesitan saberlo de mí y no por la televisión. Necesitan prepararse, ayudarme a pensar con la cabeza fría.

—Voy para allá —contesto al fin, la voz rota pero firme—. Avísales a todos. Diles que no pierdan tiempo.

—Le diré a Sila… —dice Moríns. 

La línea se corta y me quedo con el móvil pegado al oído, con el alma colgando en un hilo. La noticia en la televisión sigue repitiéndose en loop; las imágenes de Valentina —serena, firme— me taladran el pecho.

Entonces la rabia se hace física: golpeo el borde de la mesa, tiro una silla que choca contra el suelo y se queja la porcelana de un plato que se rompe. —¡Lo sabía! ¡Lo sabía! —grito, sin ser capaz de contener el dolor—. ¡Te voy a encontrar! —murmuro, las palabras son una oración y una amenaza al mismo tiempo—. Te lo juro por Dios, te voy a encontrar…

Me acerco a la tele, a su rostro congelado en la pantalla, a la fotografía donde todavía me parece que está a punto de sonreir. 

Espero que esté viva. Esa esperanza es ahora la lámpara que me guía. La tomo con la misma fuerza con la que en unos minutos tomaré el primer vuelo.

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