Nota de la autora al lector
Esta historia no pretende, en ningún momento, romantizar ni simplificar una realidad tan dura y dolorosa como la que viven miles de personas en México y en toda Latinoamérica. El secuestro, la desaparición forzada y la violencia hacia las mujeres y activistas no son ficción: son heridas abiertas que siguen marcando a nuestro país.
Por motivos narrativos y porque el tono de esta obra se inscribe dentro de una historia de amor y esperanza, este relato tendrá un final feliz. Pero es importante recordar que, en la vida real, la mayoría de estas historias no lo tienen.
Con esta trama busco rendir un homenaje, desde el respeto y la empatía, a las madres buscadoras, a las activistas, a las periodistas y a todas las mujeres que arriesgan su vida cada día por la verdad, la justicia y la memoria.
Valentina es solo un personaje, una voz dentro de una historia. Pero fuera de estas páginas existen muchas valientes que luchan día a día por encontrar respuestas, por tener un cierre, un final a su manera.
Que nunca dejemos de mirarlas, de escucharlas, y de acompañarlas con respeto, esperanza y acción.
VALENTINA
—México—
Había recibido amenazas antes: mensajes anónimos, llamadas que colgaban en cuanto contestaba, el sobresalto de encontrar un papel con palabras torpes clavado en la puerta de la asociación. Eran advertencias que podía ignorar, pequeñas piedras en el camino. Pero hace unas semanas llegó una muy distinta, directa y fría, y entonces todo cambió. Me pidieron —me rogaron— que viajara a Madrid con la excusa del congreso; que diera el discurso desde fuera. Que era por prudencia.
No quería irme. Mi lugar era allí, en el barro y en las fichas, con las madres que no descansan y con las familias que aún no saben dónde enterrar a sus muertos. Me dolía pensar que tendría que “huir” para que mi voz siguiera teniendo efecto; dolía porque implicaba dar por cierto que lo que hago molesta, y eso era admitir que había que apagarnos para sobrevivir. Aun así, cedí: por la gente, por el equipo, por la estrategia. Les dije que si, que volvería en cuanto pudiera.
Cuando colgamos, David y yo, después de reírnos por tonterías, el apartamento volvió a quedarse en silencio. Guardé mi discurso, cerré el cuaderno y pensé en la maleta que aún no hice. Estaba medio acalorada, con sueño, y con esa mezcla de culpa y alivio que te queda cuando te vas por obligación.
Y entonces, sin aviso, la noche cambió de latido: puertas que se azotan, un ruido seco en el pasillo, pasos apresurados, el metal de una cerradura que forcejea. Supe, de forma casi animal, que algo ya no tendría retorno. El presentimiento se convirtió en sonido.
Intenté enviarle un mensaje a David. Mis dedos traicioneros no obedecían; me temblaban tanto las manos que la pantalla del móvil parecía nadar. Quise escribir: Te amo. Lo siento. Lo tuve todo listo y la palabra se quedó atorada en la garganta del pulgar. Guardé el teléfono en la bolsa, en un bolsillo interior, una acción estúpida pero bien intencionada, me llevé el picaflor con la punta de los dedos y lo besé, como siempre hago antes de salir de viaje, como si tuviera la fuerza de un ritual.
Oí voces en el pasillo; eran más de las que esperaba. Después un golpe más seco que todos: la puerta principal voló con una patada. El golpe resonó por la casa y me quebró la respiración.
Vi la sombraHombres contra la puerta. Y luego, sin tiempo para pensar, una mano dentro y el frío del metal. Era un arma; no quiero recordarlo con más detalle del que mi memoria me deje. Cerré los ojos, porque abrirlos significaría mirar la certeza en la cara de otra persona. Tragué el aire hasta que dolió. Por un segundo todo fue luz blanca y el latido de mi pulso en las sienes.
Un golpe me alcanzó en la nuca, seco y traicionero. Sentí que me deshacía en hilos; el mundo se quedó en un solo punto y luego explotó en negro.
Después… ya no sé nada.
***
Es tonto pensarlo, pero ojalá todo hubiera terminado en mi departamento. Al menos así habrían sabido dónde buscarme. No habría preguntas, solo una respuesta. El miedo tendría una forma, una coordenada. Pero no… sigo aquí, con el cuerpo sacudiéndose por el movimiento del auto, sintiendo cada bache de la terracería bajo las llantas. El traqueteo constante me obliga a aceptar lo que ya sé: esto no va a acabar pronto.
Mi cuerpo tiembla. Intento mantener la calma, contar los segundos, respirar… pero la capucha que cubre mi cabeza me asfixia. El aire es denso, y el olor a gasolina y polvo se mezcla con el sudor que me quema la piel. La ansiedad me sube por la garganta como un nudo imposible.
Pienso en mi madre. En mis hermanos. En mi padre. En todo lo que ellos pasaron. Pero, sobre todo, pienso en Tristán. En su voz al otro lado del océano, en la forma en que me miró durante la videollamada, como si el alma pudiera cruzar distancias. Eso es lo que me rompe. Pensar que quizá ya no volveré a verlo. Pensar que no podrá despedirse de mí.
El auto se detiene de golpe. Escucho el motor apagarse, puertas abrirse, pasos en la grava.
—¡Sáquenla! —ordena una voz ronca, áspera.
No hay tiempo de pensar. Siento cómo tiran de mí, cómo la tela de mi blusa se rasga. La puerta se abre y una mano me jala con fuerza. Caigo. Las rodillas chocan contra el suelo seco y pedregoso; el dolor es inmediato, punzante. Un gemido se me escapa sin querer.
—¡Pa’ dentro! —gruñe otro, más cerca, con un acento que no alcanzo a identificar.
Me arrastran. No me cargan. Me arrastran como si no fuera persona. Mis manos están atadas, la piel me arde bajo las cuerdas, y la tierra se mezcla con mis lágrimas. Intento resistirme, empujar, gritar, pero lo único que consigo es que me den un tirón más fuerte.
El olor a humedad me golpea de repente. Piso cemento. Un portón metálico chirría al abrirse.
—Espero que aquí esté cómoda… señorita —dice una voz distinta, más tranquila, casi educada, y eso me da aún más miedo.
Me sientan en una silla. Las manos siguen atadas, las piernas también. La cuerda corta la circulación. Oigo el clic del cerrojo, un paso alejándose, el eco de las botas en el suelo.
Y entonces, solo queda el sonido de mi respiración. Lenta. Rota.
No sé cuánto tiempo pasa. Solo sé que, en medio del silencio, me repito una y otra vez su nombre.
Tristán.
Porque si algo me mantiene cuerda, es creer que él me encontrará. Que en algún rincón de Madrid, Tristán habrá sentido el mismo escalofrío que me recorre ahora, y que, de algún modo, eso bastará para traerlo hasta mí.
Mi cuerpo tiembla. No puedo evitarlo. Cada músculo está tenso, en alerta. Intento respirar despacio, seguir el ritmo que alguna vez me enseñaron para controlar la ansiedad, pero el aire no entra. El silencio pesa demasiado.
No sé si estoy sola o acompañada. El eco de la habitación me confunde; el sonido de mi propia respiración rebota en las paredes, multiplicando el miedo. Quiero hablar, decir algo, aunque sea una palabra que me recuerde que sigo viva, pero no sé qué decir. La garganta me arde. El terror me ha robado hasta la voz.
Entonces, lo siento. Una presencia. No la veo, pero está ahí.
El aire cambia. Es apenas un movimiento, un roce de tela, un crujido de botas sobre el suelo. Me quedo inmóvil.
—¿Hay alguien ahí? —murmuro, con un hilo de voz que apenas se oye.
Nadie responde. Pero sé que no estoy sola.
El miedo se vuelve tangible, se sienta frente a mí como una sombra que respira.
Cierro los ojos, aprieto los labios y rezo. No por costumbre, sino por instinto.
—Protégeme, madre… te lo pido —susurro apenas, con la voz quebrada.
Una carcajada baja, áspera, rompe el silencio.
—Es una tontería pedirle eso a tu madre… si jamás te protegió, ¿no es cierto? —dice una voz grave, tan cerca que siento su aliento filtrarse bajo la capucha—. Creo que debiste hacerle caso y quedarte escondida, Valentina. Estabas mejor así.
Abro los ojos. No puedo verlo, pero lo imagino.
Y de pronto, algo dentro de mí —una chispa que no sé si es coraje o pura supervivencia— se enciende.
—Puede que tengas razón —respondo, con voz temblorosa pero firme—. Tal vez hubiera estado más “segura” escondida. Pero el silencio no protege a nadie. No salvó a mi madre. Ni a las madres que ustedes desaparecen.
El hombre guarda silencio unos segundos, como sorprendido por mi respuesta.
—Así que si viniste por miedo, te equivocaste de persona. —Mi voz tiembla, pero la mantengo—. No tengo miedo de ti. Tengo miedo de lo que representa tu cobardía.
Un golpe seco me lanza al suelo. Caigo de lado, el hombro golpea el cemento con un chasquido que me corta la respiración. Un quejido se me escapa sin poder contenerlo.
—Ten cuidado con lo que dices —gruñe la voz, más cerca, más fría—. Creo que no estás en posición de contestar así.
Trato de no llorar. De no darle el gusto. Pero las lágrimas me arden, tercas, se escapan igual. Aun así, no pienso quedarme callada. Si voy a morir, lo haré hablando. Lo haré siendo yo. Sin volver a apagar mi voz, como intentaron hacerlo hace años.
Una mano fuerte me toma del cabello y me jala hacia arriba. El tirón me obliga a incorporarme; el dolor se me dispara por el cuello, pero me mantengo erguida, con la capucha empapada de sudor pegada a la piel.
—Valentina, Valentina… Salamanca —pronuncia mi apellido despacio, con una mueca que casi puedo imaginar—. Te dijimos que te aplacaras. Que te estuvieras quieta.
Hace una pausa. Puedo oír el sonido de su respiración, tranquila, calculada.
—Pero no hiciste caso —continúa—. Y ahora vas a aprender que hay cosas con las que no se juega. Que los muertos que removiste en la tierra… deberían haberse quedado bajo ella. ¡Por qué insisites en hacerte la valiente!
El silencio que sigue me oprime el pecho. Pero incluso con el cuerpo temblando, me obligo a hablar.
—Si crees que matándome vas a callar lo que ya dijimos, estás más ciego de lo que pareces —digo entre dientes, la voz cargada de rabia y miedo—. Las voces no se entierran, se multiplican.
El golpe llega antes de que pueda terminar de respirar. La mano abierta choca contra mi cara con una fuerza brutal. No caigo, pero el impacto me hace ver luces. El oído me zumba, un pitido agudo que lo invade todo. Me toco instintivamente el costado del rostro y siento la humedad tibia de la sangre.
Vuelven a tomarme del cabello. La capucha me asfixia. Puedo oler el sudor y el aliento del hombre, tan cerca que me revuelve el estómago.
—Te voy a recomendar que te calles —murmura, con un tono tan bajo que me hiela—. Si esperas una muerte rápida.
—¿Y perderme la oportunidad de decirte lo que te mereces? Jamás. —La voz me sale quebrada, pero firme.
Él se ríe. Es una risa lenta, sin emoción.
—Bueno… si así lo quieres.
Escucho el crujido de sus nudillos. Después, el sonido del metal: una herramienta, una barra, algo pesado.
—A ver si sigues hablando tan bonito después de esto —dice, y me toma la mano izquierda con fuerza.
Intento resistirme, tirar del brazo, pero me sujeta con brutalidad. Siento la presión en los dedos, el hueso ceder. Un grito me escapa sin control, una mezcla de dolor y rabia que llena el cuarto.
—Eso —dice él, complacido—. Así te quiero, viva. Gritando.
El dolor me nubla. Cada respiración duele, pero no cedo. No voy a rogarle. No voy a darle el placer de verme vencida.
—¿Ves? —dice, inclinándose hacia mí—. Así de fácil se quiebra todo. —Hace una pausa, su respiración se mezcla con la mía—. Uno más.
El dolor vuelve. No puedo contener el grito que se escapa de mi garganta, un sonido que no reconozco como mío.
—¡Hijo de puta! —logro decir entre lágrimas y jadeos, con la voz desgarrada.
Él ríe, un sonido seco y cruel.
—¿Muy valiente, no? ¡Ahora sí muy valiente! —grita—. ¡Se te dijo! ¡Se te advirtió que dejaras de meterte en lo que no te importa! ¿Pensaste que te íbamos a dejar salirte del país tan tranquila? ¡Otro!
El dolor vuelve a aparecer o más bien, aumenta. Otro dedo truena y yo vomito del dolor. Siento como mi ropa se mancha. Aunque creo que ya estaba manchada por habeme hecho del baño del susto. Trato de no llorar, pero me es imposible. El dolor me rebasa, me atraviesa en oleadas que me dejan sin aliento.
—Si me vas a matar… al menos déjame ver quién eres —murmuro entre dientes, apenas sosteniendo la voz.
Él se ríe. Una risa baja, desagradable, que me eriza la piel.
—Sabes quién soy, Valentinita. —Su tono es burlón, casi familiar—. Y no, no te voy a matar. Eso sería demasiado fácil. No quiere decir que vayas a vivir, pero matar… no. Prefiero divertirme un rato.
Su risa se aleja por un segundo y después vuelve más cerca.
El dolor regresa, más agudo, más insoportable. Me muerdo los labios para no gritar, pero el cuerpo no me obedece. La habitación parece girar, las paredes se difuminan.
—¡Ya basta! —grito entre sollozos—. ¡Haz lo que tengas que hacer!
Él se acerca, me toma del rostro con violencia.
—Eso es justo lo que voy a hacer —susurra.
Siento el eco de su voz, la amenaza suspendida en el aire. Y aun así, en medio del terror, busco una chispa dentro de mí.
—No te voy a dar lo que quieres —le respondo con dificultad—. No vas a verme suplicar.
Su respiración se detiene un instante. Luego se aleja, frustrado.
—Ya veremos —dice al fin, con una calma que duele más que cualquier golpe—. ¿Qué será después? ¿La otra mano? ¿La pierna? Estás muy bonita, tal vez sea algo más —me amenaza.
La insinuación me aterra, me puede más que el dolor.
—Decide tú —le pide al hombre que sé me está torturando—. No le quites la capucha. —Después se acerca a mí. Siento su aliento en mi rostro—. Nos vemos más tarde Valentinita.Disfruta.
Momentos después, escucho como la puerta se cierra y el silencio vuelve. Puedo escuchar sólo mi respiración agitada.
—Dios mío… protégeme —murmuro, aferrándome a esa idea como si fuera lo único que me mantiene con vida.
El cuerpo me tiembla. El miedo y el dolor se mezclan en una sola sensación que me nubla la mente. Trato de mantenerme consciente, de no rendirme al vacío que me llama desde el fondo de la oscuridad.
Siento un impacto, una ráfaga de dolor que me arranca un grito ahogado. La garganta me arde, la voz se rompe. Por un instante creo que me voy a desmayar, pero me niego. No puedo. La pierna se rompe y mi mente se nubla. Me desmayo.
Mi mente en defensa se va a un lugar feliz. Ese paseo en bicicleta que tuvimos hace años, cuando me abrazaba a su cuerpo mientras recorríamos las calles de Madrid. Ya no siento el dolor. Y ano sé qué está pasando. Sólo sé que si muero necesito que alguien me encuentre… no quiero desaparecer. No quiero quedar en el anonimato.

😭😭😭Una realidad tan dolorosa