–Dos meses después, Ibiza–
VALENTINA
La melodía del mar me tranquiliza. Se ha vuelto parte de mi rutina diaria, una especie de terapia natural que no necesita horarios ni mediciones. Cada ola que rompe contra las rocas me ayuda a callar el eco constante de mis pensamientos. El viento frío me golpea el rostro, pero me gusta. Me recuerda que estoy aquí, que sigo viva, que lo logré. Me encontraron. Y sin embargo… la culpa no me deja dormir.
Los recuerdos no se van. Aparecen en sueños, en el silencio, en cada sombra. Los llevo marcados en la piel: las cicatrices en mi pierna, las fracturas que nunca soldaron bien, y mi mano derecha… esa que todavía no responde, como si hubiese decidido rendirse antes que yo.
Me siento rota, inútil… pero sobre todo culpable.
Culpable de haber sobrevivido cuando tantas no lo lograron. Culpable de no poder continuar con la lucha como antes. Culpable de que mi voz —esa que antes gritaba por todas— ahora apenas pueda sostener una conversación sin temblar. Sin romperme en llanto. Sin perderme con la mirada en el horizonte.
Pasé meses en el hospital en Madrid. Entre terapias, medicamentos, cirugías y noches interminables en las que Tristán me hablaba aunque yo no pudiera contestar. Él me dio su paciencia cuando yo solo tenía miedo. Y cuando por fin estuve lo bastante estable, decidió traerme a Ibiza para mi recuperación.
Yo me negué. Quería regresar a México para poder enfrentar a todos. Mirar a mis compañeras de Valientes a los ojos y decirles que no había olvidado. Que seguía siendo una de ellas. Pero mi cuerpo… no estaba listo. Mi mente, tampoco. Y Tristán, mucho menos.
Recuerdo la discusión.
—No puedes volver —me dijo—. No todavía.
—¿Y entonces qué hago aquí? ¿Esperar a que me olvide el mundo? —le grité, llorando.
Él me tomó la mano buena, con cuidado.
—Esperar no es olvidar, Valentina. Es curarse.
No lo entendí entonces, pero lo hago ahora. Así que acepté venir a Ibiza, a la casa de sus padres, David Canarias y Luz Ruiz de Con, a refugiarme, aunque la palabra todavía me pesa. No es una cárcel. Es un puerto. Pero yo no sé estar quieta, no sé existir sin hacer algo.
Antes de partir a este retiro temporal, quise dejar algo claro. Di un comunicado público, el primero desde mi desaparición. Recuerdo la sala de prensa, los flashes, el temblor en mis piernas que apenas podía controlar.
—A quienes me buscaron, gracias. A quienes siguen buscando, no se detengan.
No me considero una sobreviviente. Me considero un recordatorio. No todo el que vuelve está completo. Pero mientras una sola voz siga gritando, ninguna de nosotras habrá desaparecido del todo.
Después de aquello ya no hubo más cámaras. Apagué el teléfono, cerré mis redes y acepté el silencio.
El mismo silencio que ahora llena las tardes en esta isla.
A veces siento que parezco ingrata. Ingrata con la vida, con Tristán, con Luz y David, que me cuidan como si fuera de la familia desde siempre. Ingrata con la oportunidad de estar viva que me fue concedida. Y sin embargo no puedo evitarlo: me asalta la pregunta—¿por qué yo?—, y una responsabilidad pesada se posa en mis hombros como una capa que no sé si merezco.
Se lo conté a mi psicóloga —la contrató Tristán para que me acompañara en la recuperación mental—: le dije que me siento una impostora, que mi rescate mandó un mensaje equivocado y, de alguna manera, me quitó credibilidad. Ella me miró con calma y me devolvió una pregunta que me rompió en silencio:
—¿Me estás diciendo que si hubieses muerto el mensaje hubiera sido más directo?
No supe qué responder. Me dio vergüenza que supiera mis pensamientos intrusivos; me quedó claro que también me rompieron por dentro.
Ahora estoy con medicación: un ansiolítico para las noches en las que la culpa me despierta, analgésicos cuando las cicatrices y las costillas reclaman su pedazo de paz, y antidepresivos leves que me ayudan a poner mis días en fila. Hice terapia física; las sesiones son lentas y dolorosas, pero avanzan. Las comidas de David Canarias han sido otra medicina: caldos, sopas, tortillas hechas a mano —una forma de alimento que trae consuelo—. Luz me ayuda a ducharme, a vestirme; David Tristán trabaja de lunes a jueves en Madrid y vuela a Ibiza los fines de semana para acompañarme. Miguel viene con él a veces, y la risa de ese niño me regala momentos de luz que no sabía que me hacían falta.
No obstante, cuando me quedo sola, lloro. No estoy en paz con mis sentimientos, con mi mente, conmigo misma. Lloro por lo que vi, por lo que no pude evitar, por la fuerza que perdí y por la deuda que siento con quienes no volvieron.
—Valentina —oigo la voz de mi suegro al aparecer en la terraza.
Intento secarme las lágrimas, pero el cuerpo todavía me obedece lento. Él me observa un segundo, sin decir nada, y luego se acerca con esa calma suya que siempre me desarma. Me tiende una taza humeante.
—¿Todo bien? —pregunta con esa voz que suena a hogar, pausada, cálida.
—Sí, sí… —miento, forzando una sonrisa que quiere ser sincera, aunque no lo logra del todo.
David deja su taza sobre la mesa y yo la tomo. El aroma me envuelve, profundo, familiar. No es el té de Luz.
—Este no es el té de Luz —digo, intrigada.
—No —responde con una media sonrisa traviesa—. Es chocolate de Oaxaca. Mi mujer no está y decidí robarle un poco. Aprovéchalo, que si se entera quizá ahora sí me divorcie. Y no estoy para citas a estas alturas.
Río bajito. Una risa pequeña, pero genuina. El padre de Tristán siempre tiene esa habilidad: sacarme del pozo con una broma.
—¿Por qué crees que no encontrarías a alguien como Luz? —pregunto, jugando con la taza entre las manos.
—Eso… —responde, mirándome con humor—. Y porque ya me cae bien. Después de más de veinte años juntos, creo que ya nos gustamos —dice con guasa.
La risa me escapa de nuevo, y el movimiento hace que me duelan las costillas recién recuperadas.
—Perdón —murmura.
—No, está bien —respondo con una sonrisa—. En unas horas llega Tristán y me hará reír a carcajadas. Tomémoslo como práctica.
Nos quedamos mirando el mar. Tomo un sorbo de chocolate y el calor se expande por mi pecho, lento, reconfortante. Sonrío sin pensarlo.
—De pequeños, cuando mis hijos se sentían mal espiritualmente —dice David de pronto—siempre les daba un poco de chocolate.
—¿Espiritualmente? —repito, divertida.
—Del corazón —aclara—. No todo es ciencia, Valentina. A veces un poco de dulce cura más que una receta. Les daba chocolate y, aunque nada cambiara realmente, se sentían mejor. ¿Tú te sientes mejor?
Lo pienso un segundo.
—Sí… un poco —contesto, y no miento.
Él asiente satisfecho, toma otro sorbo y cierra los ojos, disfrutando el aire salado.
Pero cuando Luz está… todo cambia. El silencio se llena de música y de luz, irónicamente. Se oyen los clics de su cámara desde la sala, el arrastre de los muebles porque “la luz entra mejor desde este ángulo”, las risas en videollamadas con sus hermanos. David la sigue con resignación amorosa, moviendo lámparas, plantas o incluso posando como modelo si ella lo pide.
Luz nunca se está quieta. Tiene un impulso casi natural de reacomodar el mundo, de buscar siempre un lugar donde las cosas respiren mejor. Quiero pensar que de ahí Tristán heredó su obsesión por el orden, por el equilibrio que no siempre puede tener dentro, pero que intenta construir fuera.
—¡Mujer! Ya cambiaste esta planta diez veces —le reclama David, riendo mientras la ayuda a cargarla.
—Pues hoy serán once —responde ella con esa sonrisa traviesa que desarma cualquier regaño.
Y cuando se ríen juntos, la casa entera parece reírse con ellos. Una risa que demuestra complicidad, años compartidos, un amor fuerte. Esa también es paz, pienso. Una paz caótica, viva, luminosa. Una paz que no se gana en silencio, sino en compañía. Y, aunque me alegra verla, no puedo evitar envidiarla un poco.
Él respira hondo y, sin apartar la vista del horizonte, habla con voz serena:
—Los Canarias no sabemos estar lejos del mar… ¿sabes? Siempre hemos estado a sus orillas, como la arena. Es como si formara parte de nuestro cuerpo. Es lo que nos conecta.
—¿Conecta? —pregunto, intrigada.
David asiente, con una sonrisa nostálgica.
—Sí. Cuando vivía en Puerto Vallarta, solía mirar el mar y pensar que, de algún modo, me conectaba con mi padre aquí, en Ibiza. Cuando era pequeño, creía que también me conectaba con mi madre. —Hace una pausa y su tono se apaga un poco—. Ahora siento que me conecta con los dos.
Guarda silencio. No lo miro, solo lo escucho. Sé que algo profundo está por salir de su voz.
—Mi madre… —dice finalmente—. Cuando yo era niño, se quitó la vida en el mar.
Sus palabras me golpean como una ola fría. No dice más por unos segundos. Solo mira el horizonte, inmóvil.
—Yo tenía días de nacido. Uno podría pensar que eso no afecta en nada, porque no sabes que pasa a tu alrededor. Sin embargo, a mi corta vida en la tierra, me marcó de por vida. No sólo por el hecho de crecer sin saber sobre ella, a pesar de los esferzo de mi madre Fátima por resolverlo, si no porque siempre pensé que mi madre se había cansado de mí. Que yo no valía la pena… que mi madre se había sacrificado por algo. Eso, hija, años después me hundió. Me hizo sentir culpable por seguir aquí, respirando, comiendo, amando. Por tener una familia cuando ella no pudo quedarse para verla. Yo lo había tenido todo y ella, se fue…
—Lo siento mucho, señor —digo, conmovida, incapaz de mirarlo directamente.
Él niega con la cabeza, con una calma que no nace de la resignación, sino de los años.
—No lo sientas, Valentina. —Su tono es sereno, cálido, humano—. Porque lo que te quiero decir no es para que me tengas lástima, sino para que te escuches a ti misma.
Se toma unos segundos, bebe un sorbo de chocolate, y continúa con una voz que suena como si hablara desde la experiencia y la ternura a la vez:
—Sobrevivir no es una traición. No contradice tus ideales ni borra lo que hiciste. Sobrevivir es otra forma de lucha, una más silenciosa, pero igual de valiente. Es una manera de honrar a los que no pudieron hacerlo, de mantener viva su voz.
Lo escucho en silencio. Cada palabra cae despacio, con cuidado, como si temiera romper algo dentro de mí.
—Que Tristán sea tu pareja… —dice, y me sonríe con suavidad. La palabra me hace sonreír también, casi sin querer—…no te excluía de morir ahí. Pudo haber pasado, Valentina. Y no fue culpa de nadie. No de él, ni tuya. Así que no lo castigues por tener privilegios ni te castigues tú por no haber muerto.
Siento que la garganta se me cierra. Él sigue, mirándome con una comprensión que desarma.
—Pregúntate mejor: ¿por qué sobreviví? ¿Por qué sigo aquí? ¿Para qué? —Hace una pausa, dejando que el viento se lleve sus palabras y las traiga de vuelta—. Los dos sabemos lo que es sentirse intrusos en la vida. Pero no lo somos, hija. Estamos aquí porque aún hay algo que hacer, algo que decir, algo que amar.
Sus ojos, profundos, se llenan de esa mezcla de sabiduría y dolor que solo da el haber estado roto y recomponerse muchas veces.
—Sé que otras personas no lo lograron, y eso duele. Claro que duele. Pero no puedes pasar el resto de tu vida deseando haber muerto para acompañarlas. No se honra a los muertos muriendo con ellos, Valentina. Se les honra viviendo diferente, más justo, más consciente, más humano.
Las lágrimas se me escapan sin pedir permiso.
Él me deja llorar, sin interrumpirme, sin intentar consolarme con palabras vacías. Cuando al fin logro respirar, David sonríe con esa dulzura que tienen los hombres buenos y cansados.
—¿Sabes qué aprendí del mar? —me pregunta, señalando el horizonte—. Que a veces las olas se llevan lo que más queremos. Pero si uno se queda quieto el tiempo suficiente, el mar también devuelve cosas. A veces lo que perdimos vuelve transformado. A veces vuelve en nosotros mismos.
David me abraza, y su abrazo tiene ese calor que sólo da un padre: firme, pausado, lleno de comprensión. Me dejo sostener unos segundos, sintiendo cómo su respiración acompasa la mía. Cuando nos separamos, saca un pañuelo de tela del bolsillo y me lo pasa con delicadeza. En una esquina, las iniciales D.C. están bordadas en hilo dorado.
—Ya entiendo por qué sus hijos lo quieren tanto… —le confieso, limpiándome las lágrimas con una sonrisa.
Él suelta una carcajada leve, de esas que arrugan el alma de alegría.
—Eso, y porque tengo sus fideicomisos —responde con ironía—. Al menos, eso diría Moríns.
La risa nos alcanza a los dos. Reímos con ganas, con ese tipo de risa que despeja el aire, que cura por dentro.
Definitivamente, la risa es la medicina del alma.
—¿David le pidió que hablara conmigo?
—Sí. Está preocupado. Se siente mal por no estar aquí contigo. Tiene miedo a perderte y comprendo ese miedo.
—No, no me perderá.
—Pues te recomiendo que se lo digas. El pobre anda muy angustiado. —David sonríe con ternura, ese tipo de sonrisa que desarma sin esfuerzo—. No me gusta meterme en las relaciones de mis hijos, pero esta vez él me lo pidió.
Hace una pausa, me mira con esos ojos sabios que parecen leer más de lo que uno dice.
—Te queremos, Valentina. Eres de la familia.
Las palabras me golpean con una calidez inesperada. No respondo enseguida; solo asiento, sintiendo un nudo en la garganta.
—Lo sé… —murmuro al fin, con la voz quebrada pero sincera.
David se levanta despacio, toma su taza vacía sobre la mesa y me acaricia el hombro antes de entrar a la casa.
El sonido del mar llena el silencio que deja su presencia, y me quedo mirando las olas, perdiéndome en su vaivén. Por primera vez en mucho tiempo, no siento miedo, sino una necesidad profunda de actuar. David tiene razón. Estoy viva. Estoy aquí. Y estar aquí significa algo. Y aunque todavía me duelen las heridas —las visibles y las que no se ven—, empiezo a entender que amar también puede ser una forma de resistencia.
Porque ahora tengo algo que antes no tenía: una familia que me ama. Y no puedo fallarles. No quiero fallarles. Esta vez, no pienso en lo que perdí. Pienso en lo que todavía puedo ser.

Que manera de movernos las fibras Ana!!! Que hermoso capítulo
Ay nooo!!! Que hermosas palabras de David!!siempre tan sabio!!
Tan bellos,😍 todos con sus propias experiencias ayudando e integrando
Valentina necesita mucho amor, lo que vivo no debe ser fácil 🥺🥺
Esperamos actualices pronto Ana.