Marianela sintió que se elevaba por el aire, mientras el doctor la cargaba entre sus brazos y la llevaba hasta la cama. Los labios no se separaron ni un instante, ambos se besaban con una pasión desmedida, con un deseo que les quemaba las entrañas y que no se apagaba con nada. 

Era innegable que Marianela anhelaba a su esposo, no solo debido a que era un hombre atractivo con un cuerpo bien formado, sino porque su compañía la había seducido por completo. Marianela nunca había convivido de manera tan estrecha con un esposo ni compartido tantas experiencias. Antes, había sido una ama de casa solitaria en una casa grande y monótona, esperando durante meses a su amado.

Ahora, era una mujer que se sentía libre, empoderada, pero, sobre todo, acompañada. A pesar de las diferencias iniciales, el doctor nunca dejó de ser constante, de acompañarla, de cuidarla y, sobre todo, de desearla. Las miradas que él le dirigía eran pura y descaradamente de deseo, algo que ella jamás había experimentado con antelación.

Ambos cayeron sobre la cama, y la frescura de las sábanas de algodón hizo contraste con el cuerpo caliente de Marianela. El cuerpo del doctor se encontraba sobre ella, y la piel de su marido ardía como si se hubiesen quedado las brasas del incendio en él. 

Rafael se separó de ella y con esa mirada tan intensa que tiene, la vio recorrió todo su cuerpo, observándola de la cabeza a los pies para después regresar a su mirada. 

⎯Necesito escucharte ⎯le murmuró⎯, dime que me deseas. 

Marianela sonrió. Con el pecho aún agitado y dejándose llevar por el momento, simplemente contestó: 

⎯Convénceme. 

Una sonrisa se dibujó en el doctor y, como si le hubiesen dado una orden, se puso manos a la obra sin dudarlo ni un segundo. 

Marianela, ya había tenido relaciones antes, no tan frecuente como ella lo habría deseado, pero como viuda ya sabía a lo que se enfrentaba; o al menos eso fue lo que pensaba. Ella se dejó caer sobre la cama, sin moverse, esperando a que el doctor hiciese lo que quisiese con ella. 

Sin embargo, se llevó una sorpresa, cuando el doctor no hizo el típico acto de entrar en ella y satisfacer sus instintos, si no comenzó a besarla en el cuello para después hacerlo por encima de la ropa y llegar hasta su intimidad. Para la buena suerte del doctor, Marianela, yacía desnuda debajo del camisón del algodón, olvidando por completo toda esa ropa de cama que las mujeres se ponían para dormir. Por lo que el acceso a su piel fue más fácil y de cierta manera más rápido. 

Rafael besó entre sus piernas y luego se dirigió a la parte interna de su ingle. En cuanto Marianela sintió el roce de sus labios sobre su intimidad, se irguió de inmediato, con el rostro asustado y con un cosquilleo en esa área que nunca había sentido. 

⎯¿Qué haces? ⎯preguntó asustada, incluso, con un tono de indignación. 

⎯Convenciéndote ⎯respondió el doctor. 

⎯Pero, pero… ¿Así? ⎯inquirió. 

⎯¿Cómo? 

⎯Pues… ⎯Y ya no supo qué decir. 

El doctor comprendió y una sonrisa se dibujó en su rostro. 

⎯¿Jamás habías sentido esto? ⎯preguntó.

⎯No, no son cosas que una señora decente deba sentir. 

⎯¿Quién lo dice?, ¿tu abuela? 

⎯No, pero… 

⎯Estamos en la intimidad de nuestra habitación, Marianela, nadie sabrá lo que hagamos aquí. Olvídate de los prejuicios, de lo que te limita, solo déjate llevar. Déjame demostrarte lo mucho que yo te deseo. Al fin y al cabo, eres mi esposa. 

⎯Pero… los esposos también pueden cometer pecados. 

⎯Entonces, ambos vamos a arder en las llamas del infierno, pero créeme, no nos quedaremos con las ganas. 

Así, sin decir más, el doctor bajó de nuevo entre sus piernas, las besó en detalle, recorriendo cada espacio de ellas y después, se hundió en la intimidad de su esposa, haciendo que ella se dejara llevar por el enorme placer que sentía en esos instantes. 

Marianela no supo qué pasó, ni cómo. Solo se vio envuelta en un huracán de sensaciones que, por más que trató de mantener la compostura, le fue imposible. Los labios, las manos y las frases del doctor la hicieron desistir; placer, puro placer, era todo lo que ella sentía. 

Los gemidos, el sudor y los besos invadieron la habitación. Marianela se sentía en la gloria. El doctor la tocó en lugares que ella jamás pensó que la tocarían, la besó en sitios donde pensó que los labios no llegaban y le dijo frases que le endulzaron el oído y la hicieron sentir amada.  

Sintió el placer en diferentes posiciones, no solo la acostumbrada de ella casi inerte sobre la cama, esperando a que todo terminase. Con el doctor, no fue así. Cargándola entre sus brazos la colocó en posiciones que jamás había hecho, pero que le dieron el placer suficiente como para querer repetirlas una y otra vez hasta quedar exhausta. Terminó a horcajadas sobre él, comiéndolo a besos, con sus labios atados a los de él, y sintiendo las grandes y fuertes manos de su marido, aferrándose a sus caderas. 

Él gimió. Marianela jamás había escuchado a un hombre gemir, pero al escucharlo, había sido la mejor música para acompañar este momento. El delicioso gemido de su marido, que le hacía saber lo mucho que lo disfrutaba y que así como él le daba placer, ella también se lo daba a él. 

⎯Te deseo ⎯confesó Marianela⎯, te deseo como nunca había deseado a nadie en la vida.

El doctor no contestó con palabras, simplemente besó su cuello, sus labios, sus pechos, y terminó dentro de ella gimiendo de placer en su oído. Con los cuerpos exhaustos y temblorosos, llegó el amanecer. Ambos se quedaron recostados sobre la cama, desnudos, vulnerables, sintiendo la brisa de la mañana, entrando por el balcón, así como los gallos cantando al fondo, anunciando la salida del sol. 

Marianela se encontraba entre los brazos del doctor, sintiendo su respiración tranquila y su piel fresca. Ambos veían a través de las cortinas del dosel, como el sol iba entrando a la habitación. Era momento de levantarse, de iniciar el día, pero ninguno de los dos quería hacerlo. Solo deseaban quedarse entre las sábanas, desnudos, disfrutando del primer amanecer juntos. 

⎯¿Estás dormida? ⎯murmuró el doctor, mientras besaba el cabello suelto y largo de Marianela. 

Ella negó con la cabeza. Tomó la sábana con la mano que tenía libre y la subió un poco más para que le cubriera los pechos desnudos. 

⎯¿Qué piensas? ⎯preguntó Rafael. 

⎯Pienso que… creo que arderé en el infierno. 

⎯¿Por qué? ⎯dijo Rafael, para que luego reír levemente ante el comentario de su mujer. 

Marianela se cubrió el rostro. Solo de acordarse de todo lo que había hecho con Rafael, de las caricias, las sensaciones en lugares prohibidos y las posiciones que las señoritas de su clase no hacían, se le subió el color. 

⎯Dime… ⎯Insistió él, mientras trataba de bajar la sábana de algodón para ver el hermoso y renovado rostro de su mujer. 

⎯Pues, por todo lo que hicimos. 

⎯¿Pues qué hicimos? 

⎯¡Dios, no me hagas decirlo en alto! ⎯Le pidió ella. 

El doctor sonrió. Después le dio un beso sobre la frente y acarició su cabello. 

⎯Desde mi perspectiva no hicimos nada malo. Yo solo sé que esta noche le hice el amor a mi mujer de la única forma que lo sé hacer. No vi pecado en ello. 

Marianela mordió ligeramente su labio y de nuevo el color rojo invadió su rostro. 

⎯¿Siempre lo has hecho así? 

⎯Siempre. Una de las ventajas de no dejarse llevar por los estatutos de la sociedad, es que eres libre. Nosotros somos libres en nuestra intimidad. Nadie se enterará. 

⎯¿Y Dios? 

⎯¿Dios? ⎯preguntó él, casi entre risas. 

⎯Sí, él todo lo ve. Posiblemente, no apruebe lo que hicimos. La Biblia dice que… 

⎯¿Qué dice?, ¿qué no puedo disfrutar de una noche de placer con mi mujer? Para mí, todo lo que dice la religión y la Biblia fue creado especialmente para limitarnos y no descubrir el placer. Por eso caemos en la rutina, y lo divertido se vuelve aburrido. ¿Te divertiste, no es cierto? 

⎯Basta ⎯murmuró Marianela, mientras volteaba su cuerpo y se escondía debajo de las sábanas. 

El doctor buscó la forma de meterse debajo de ellas, y poder ver de frente a su hermosa Marianela. 

⎯¿Me quieres, Marianela? ⎯preguntó él, con esa voz grave que la derretía. 

⎯Sí… ⎯expresó de inmediato y sin dudarlo. 

Rafael sonrío. 

Marianela comenzó a acariciar el pecho descubierto de su marido. Rafael, era muy diferente a Genaro en muchos sentidos. Él era fuerte, seguro, con un cuerpo que contaba su historia, pero, sobre todo, era apasionado, tal y como era ella. Se notaban la protección en sus brazos, ese olor a hombre que la volvía loca y sus manos grandes que eran suaves al tacto. 

⎯Jamás me habían hecho el amor así. Nunca había sentido tanto y al mismo tiempo. Ni había terminado tan exhausta, y con la piel sensible de las caricias que me diste. No es por compararte, pero, creo que anteriormente no me habían hecho el amor, solo había sido parte de un placer propio e individual. Tampoco, habían durado tanto. 

Luego de decir eso, ella se río levemente. 

⎯¿Entonces, te divertiste? 

⎯Sí, si me divertí ⎯Admitió. 

El doctor la tomó de la barbilla y le dio un beso sobre los labios. 

⎯Te deseo, Marianela y te quiero. Lo único que quiero es que seas feliz a mi lado.

⎯Lo soy. Al principio admito que me sentía enojada, pero, nunca fue contigo. Era con Genaro por haberse ido así, sin decir nada. Por haberme abandonado por mucho tiempo, porque él me prometió que algún día se terminaría todo, y se quedaría en casa conmigo para poder vivir un matrimonio e iniciar una familia. Sin embargo, debí saber que esto pasaría cuando me dijo que la patria era primero que todo. El casarme contigo me alejó de todo lo que conocía, de mis amigos, de mi casa. Sin embargo, lo que tú me diste fue más valioso, me diste un hogar. Uno que puedo llamar mío, y en el que no estoy sola. 

Rafael acarició sus labios con la yema de su dedo pulgar. Después, acarició su mejilla y le dio un ligero beso en los labios. 

⎯Me tenías muy preocupada. No quería que te murieras. Ya estoy acostumbrada a verte todos los días, a tus miradas, a tu compañía. El solo hecho de pensar que no te volvería a ver me angustiaba. Jamás me había pasado eso. 

⎯Escucharte decir eso me extraña tanto. Yo que llegué a pensar que te daba igual si vivía o moría. 

⎯Claro que no. Jamás te desearía nada malo. Menos ahora. 

⎯¿Qué me quieres? ⎯ preguntó el doctor. 

⎯Que te quiero… ⎯Afirmó, Marianela. 

Ambos sonrieron. Después, se sumieron en un cómplice silencio, donde las miradas se convirtieron en un lenguaje que hablaba por sí mismo. En ese momento, el amor entre ellos se hizo más evidente, un amor que iba más allá de las palabras, impregnado de la anhelante necesidad de estar juntos.

Marianela experimentaba una plenitud que nunca antes había conocido, se sentía acompañada y rebosante de expectativas. El doctor le había contagiado una libertad que la liberó de las ataduras que antes la constreñían, como el apretado corsé que ahora descansaba olvidado en su guardarropa. Rafael, por su parte, ya no anhelaba la monotonía, sino que ansiaba vivir sin conocer de antemano cada paso del camino. Por primera vez, deseaba envejecer al lado de alguien, compartir el trayecto incierto del futuro.

El gallo volvió a cantar, avisándoles que ya era momento de empezar el día. Sin embargo, el doctor hizo caso omiso al llamado. Simplemente, bajó su mano y comenzó a acariciar las piernas desnudas de su mujer. 

⎯¿Qué no irás a los cafetales? ⎯inquirió. 

⎯No, hoy no. Los cafetales seguirán ahí, pero, este momento es efímero. Y se irá pronto. 

“Hmmm” contestó Marianela, al sentir los dedos de su marido acercarse peligrosamente a su intimidad. 

⎯¿Ya compartiremos la habitación? ⎯le preguntó⎯, o ¿aún me dejarás soñando contigo acá solo, mientras tú estás del otro lado de la puerta? 

Marianela sonrió. 

⎯Tengo años que no duermo con nadie a mi lado, ¿roncas? 

⎯No lo sé, no me lo han dicho, pero, tú podrías ser la primera en averiguarlo. Si es lo que deseas. 

La mano curiosa del doctor comenzó a acariciar de nuevo la intimidad de su mujer, provocando que ella sonriera y cerrara los ojos para poder disfrutar del momento. 

Rafael ya era su marido en todas las formas, y ya era momento de que ambos tomaran su rol más en serio y dejar de dormir separados. Además, después de lo que habían hecho esa noche, no había manera de que ella volviese a su cama. 

Marianela se dejó llevar por todas las sensaciones y minutos después lanzó un gemido que supo se había escuchado en toda la casa. Después se cubrió el rostro y el color rojo volvió a él. 

⎯No te preocupes, si duermes conmigo te acostumbrarás a esto ⎯le recitó al oído. 

Marianela simplemente sonrió. 

One Response

  1. “ambos vamos a arder en las llamas del infierno” jajajajajajaja buena esa
    con razón Marianela nunca salió embarazada, nunca disfrutó de verdad la práctica para hacer bebés jajajajaja, ese marido lo poco que hacía era en automático
    ahora sí que Marianela va a andar feliz cantando por toda la casa jajajaja

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