Entonces, una nueva etapa llegó a la vida de Marianela y el doctor: la del enamoramiento. Como si un hechizo hubiese caído sobre la hacienda, todo se volvió color de rosa y el ambiente se aligeró, a pesar de que la guerra acechaba a diario.

Los jardines, que antes solo eran testigos del tiempo que pasaba, se convirtieron en un escenario donde florecían no solo las plantas, sino también los sentimientos entre Marianela y el doctor Rafael Guerra. Las sombras de los árboles bailaban con la luz del sol de una manera diferente, como si estuvieran celebrando el nacimiento de un romance.

Cada rincón de la hacienda parecía impregnado de un aire mágico. Las conversaciones en la mesa se volvieron más animadas, las miradas más significativas y los gestos más cariñosos. Incluso los sonidos de la naturaleza, como el canto de los pájaros y el susurro del viento entre las hojas, parecían orquestar una melodía especial para los dos amantes.

A pesar de la inminente amenaza de la guerra, el amor entre Marianela y el doctor actuaba como un escudo, protegiéndolos del miedo y la incertidumbre. Las noches, antes silenciosas, ahora estaban llenas de risas, susurros y promesas susurradas al oído en la penumbra.

La guerra podía amenazar el mundo exterior, pero en la hacienda, entre los muros que resguardaban el amor naciente, todo parecía inmune al paso del tiempo y las adversidades.

Marianela y el doctor, se amaban. No solo todas las noches en su cama, sino en cualquier parte que podían. Los besos en la bodega comenzaron a hacerse costumbre, al igual que los paseos tomados de la mano mientras revisaban los terrenos de la hacienda. 

Las cabalgatas a los cafetales, ahora se hacían por la mañana y por la tarde, porque el doctor llegaba antes del atardecer para poder pasar tiempo con su esposa. A veces y cuando se les daba la gana hacían el amor a escondidas. La pasión les llegaba y decidían que no había tiempo que perder. Entre besos y palabras bellas, se quitaban la ropa y caían llevados por el deseo. Lo que parecía que jamás prosperaría y que se convertiría en un clásico matrimonio lleno de amargura, ahora, era una bella historia de amor, que calaba hasta los huesos. 

También, aunado a la relación de los patrones, la hacienda comenzó a prosperar. Los cafetales estaban listos para la próxima cosecha, los animales en los corrales lucían saludables y bien cuidados, y la atmósfera laboral entre los peones se volvía más ligera. La productividad parecía aumentar, como si la prosperidad de la relación entre Marianela y el doctor se extendiera a cada rincón de la propiedad.

Los cafetales, que antes eran testigos de la frialdad de los dos, ahora vibraban con la actividad de los trabajadores que se movían entre las hileras de arbustos, cosechando con entusiasmo. El aroma del café recién recolectado flotaba en el aire, mezclándose con el perfume de las flores que adornaban los alrededores.

El nuevo proyecto de la clínica, iba viendo en popa. A pesar de que el doctor tuvo que invertir una fuerte cantidad para recuperarla, era indispensable para la gente de los alrededores. Así que, mientras esta estaba lista, el doctor daba sus consultas en una carpa instalada en el atrio de la iglesia, donde había filas, cómo siempre, para aliviar todo tipo de padecimientos. 

Marianela, a pesar de que se había convertido en el alma de la hacienda, y dirigía con gracia y firmeza las labores domésticas, también le ayudó a su marido a reorganizar y hacer el inventario de los medicamentos y los blancos. Ayudó a remendar las sábanas, cobijas y toallas que se necesitaban. 

El doctor comenzó a disfrutar de la compañía de su mujer en la clínica, por lo que de vez en cuándo le pedía que le acompañase y ella aceptaba con gusto porque eso significaba que iba a disfrutar de las enseñanzas, la práctica y el conocimiento que su marido tenía de la medicina. 

El doctor Guerra demostraba una habilidad excepcional en su oficio. Su destreza médica no solo salvaba vidas, sino que también aliviaba el sufrimiento de aquellos que acudían a él en busca de ayuda. La noticia de sus habilidades se extendía como el eco, y pronto se convirtió en un pilar fundamental para la comunidad.

A pesar de que muchas personas no tenían dinero para pagar sus servicios, el doctor no dudaba en atender a todos. Se aceptaban pagos en especie: un par de pollos, rollos de tela, sacos de arroz. La generosidad de la gente era conmovedora, y aunque eran donaciones modestas, eran entregadas con gratitud y aprecio.

Sin embargo, el doctor Guerra no guardaba estas contribuciones para sí mismo. Marianela observaba con admiración cómo él, con humildad, recopilaba las donaciones y las destinaba a causas benéficas. En particular, él las donaba a la iglesia local, ayudando así a los más necesitados.

Esta generosidad no pasaba desapercibida. La gente, al recibir atención médica y ser tratada con respeto y compasión, sentía una deuda de gratitud hacia el doctor. Las sonrisas de los pacientes y las expresiones de agradecimiento resonaban en la hacienda, creando un aura de aprecio que se extendía por toda la comunidad.

Para Marianela, cada acto de bondad del doctor era la pieza clave para amarlo más. Su atractivo no residía solo en su apariencia física, sino en la belleza de su alma y su compromiso con el bienestar de los demás. Cada día que pasaba, ella se enamoraba más no solo de su esposo, sino de la humanidad que él representaba. Era testigo de cómo la compasión y la solidaridad del doctor tejían un vínculo especial entre él y la comunidad, y su amor por él crecía más profundo, alimentado por la admiración y el respeto que le inspiraba cada día.

Marianela nunca antes había sentido una admiración tan profunda como la que experimentaba por su esposo. Nunca había experimentado el deseo de compartir su vida con alguien, y mucho menos había experimentado un amor tan intenso como el que sentía por el doctor. Sin darse cuenta, él se había ganado su corazón, y ahora, ella no podía imaginar sus días sin él, e incluso, ya no recordaba su vida antes de él. 

Ella ya no quería vivir otra vida, mucho menos cuando se encontraba entre sus brazos y sentía sus labios sobre todo su cuerpo. Posesionándose sobre lugares en los que nunca los había sentido, y susurrándole palabras que por sí solas la hacían excitarse más, llenándola de deseo. 

Había veces que se quedaban despiertos hasta el amanecer, platicando de tantas cosas que parecía que no se les terminaban los temas. A veces, no se despertaban y se quedaban dormidos hasta el mediodía o, lo hacían y el doctor regresaba temprano y se encerraba con ella en la habitación para después caer dormidos. 

El matrimonio iba de lo mejor, iba bien, pero todo cambió, con una noticia que cimbró a todos en la hacienda, sobre todo, a ellos dos. Ambos se encontraban en la hacienda, disfrutando del jardín, cuando dos de los jornaleros entraron alarmados e interrumpieron la dinámica entre los dos. 

⎯¡Doctor! ⎯gritó uno, haciendo que Rafael volteara⎯. Es Aurorita, lleva dos días en trabajo de parto y la criatura no llega. Doña Cleo y Doña Cuca ya han hecho todo lo posible, pero no se ha podido. Es de urgencia que usted vaya. 

Rafael asintió con la cabeza. 

⎯Espérame aquí ⎯ le dijo a Marianela, que se encontraba atenta. 

⎯No, yo voy. Creo que les puedo ayudar. 

⎯Pues vamos ⎯dijo con don de mando el doctor, y ambos se encaminaron hacia la casa grande. 

Rafael, siempre tenía su maletín disponible en la entrada, por cualquier situación, por lo que lo tomó, tan solo pasando a su lado, y se siguió por la puerta hasta llegar a los caballos. 

Con la habilidad de siempre, él jaló a Marianela para que se montara junto con él, y esta vez, galoparon siguiendo a los dos jornaleros que iban como diablos. Los gritos de Aurorita se escuchaban desde lejos. Había personas a fuera de la casa rezando por la criatura que tardaba en llegar al mundo. 

Tan solo el doctor se vislumbró cerca, ellos se apartaron para dejarlo entrar a la humilde casa, hecha completamente de ladrillo y madera. Marianela, que jamás había visto un parto, se sorprendió ante el olor a sangre y los gritos de la mujer. Ganándole por un momento el terror y paralizándola ante la situación. 

⎯He tratado de todo ⎯dijo Doña Cleo, que era la partera de todas en ese lugar⎯, he tratado de mover al bebé, pero no se quiere voltear ⎯explicó. 

El doctor sacó el estetoscopio y lo puso sobre el vientre de la mujer. Después se remangó las mangas y dijo: 

⎯Los latidos del corazón son bajos. 

⎯¿Bajos? ⎯preguntó Aurorita, que se encontraba en un dolor indescriptible. 

⎯Si no saco al bebé, morirá… 

⎯Sáquelo, como sea, hágalo ⎯le rogó. 

⎯Pero, como lo haré, no es de la manera más recomendable. Tendré que hacer un procedimiento que es riesgoso, y la posibilidad de que mueras es alta ⎯habló el doctor, con una firmeza y un respeto que sorprendió a todos⎯. Puede que el bebé viva, o puede que no, al igual que tú. Pero una cosa es seguro, si no lo hago, ser{a peligroso para ambos. 

Aurorita vio a su marido, que se aguantaba las ganas de llorar. Después, él subió la mirada y le dio la señal al doctor. 

⎯Marianela ⎯pronunció su nombre y su esposa salió del trance en el que estaba, necesito tu ayuda. 

Ella asintió con la cabeza y se acercó hacia la pareja. Las puertas, por orden del doctor, se quedaron y solo se quedaron doña y Cata y doña Cuca, quiénes rezarían por la mujer, ya que la última era conocida como la curandera de la comunidad. 

Entonces, el doctor Guerra, con rostro serio y decidido, comenzó a moverse con destreza limitada entre las limitadas herramientas médicas que tenía a su disposición. No había un ambiente esterilizado ni asistentes expertos, solo la urgencia de la situación y la determinación de salvar la vida que estaba en juego.

Marianela, apretando los puños, observaba con ansias de cerca. La mezcla de emociones en su interior era abrumadora: la alegría de saber que un niño iba a nacer, y la angustia de perder a Aurorita, quien yacía pálida sobre su petate. 

El doctor, con las manos hábiles y la mirada concentrada, procedió a realizar la cesárea. Instrumentos simples, algunos esterilizados con las llamas de la vela, fueron utilizados en el proceso. Las ropas blancas, manchadas de rojo, invadieron el lugar, mientras que los rezos no paraban y hacían la banda sonora del momento. 

De pronto, el llanto de un recién nacido llenó la cabaña, alegrando al jornalero al ver que era un niño. 

⎯Jesús, se llamará Jesús ⎯pronunció Aurorita, para después, desvanecerse, sobe la cama. 

El bebé lloraba angustiado en los brazos de su padre, buscando el consuelo de su madre. El doctor, a pesar de estar satisfecho con el procedimiento que había hecho, se concentró como pudo en salvar a la mujer que yacía desangrándose. No lo logró, Aurorita murió después de dar a luz. 

⎯Lo siento ⎯dijo el doctor, cubriendo a Autorita. 

⎯No tiene nada que sentir, salvó al niño, tal como Aurorita lo quería. 

El bebé lloraba desconsoladamente, así que Marianela se acercó al jornalero y le pidió que se lo diera. Tal vez el calor de su cuerpo, el de una mujer, ayudaría a calmarlo. 

Marianela lo tomó entre sus brazos, y lo puso cerca de su regazo, sintiendo millones de sensaciones que la hicieron llorar. El niño se había quedado solo, sin madre, con un padre y, de inmediato, se acordó de su propia infancia, de cuando su madre pasó lo mismo, dejándola sola desde el minuto uno. 

⎯¿Todo bien? ⎯murmuró el doctor, al ver que se ponía cálida. 

⎯Sí, supongo que estoy algo impactada por lo que sucedió ⎯contestó, dándole a Rafael al bebé⎯. Necesito sentarme, no me siento bien. 

Rafael tomó al niño para pasárselo a doña Cleo y momentos después, Marianela se desvaneció, cayendo entre sus brazos. 

El doctor esa noche haría otro diagnóstico, uno increíble de creer… Marianela, estaba embarazada. 

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