La noticia del embarazo de la señora fue recibida con una mezcla de alegría y esperanza que se extendió por toda la hacienda, desarrollándose, así, un ambiente de celebración. Desde los primeros indicios, la señora comenzó a recibir felicitaciones y buenos deseos de parte de los sirvientes y trabajadores, propagando la noticia rápidamente por todo el terreno, como un viento fresco que traía la promesa de tiempos nuevos y una renovación. 

Las mujeres de la hacienda, especialmente aquellas con experiencia en maternidad, se acercaron a la señora ofreciendo consejos y compartiendo sus propias experiencias. Sin que Marianela lo supiera, se formó una red de apoyo femenino, donde se intercambiaban consejos sobre remedios caseros para aliviar los malestares, las tradiciones de la región y los cuidados especiales para que ella tuviese una gestación saludable. 

En la casa principal, se formó, también, un ambiente de cuidado especial hacia la señora. Los trabajadores se esforzaron para asegurarse de que no tuviera que realizar tareas agotadoras, y los cocineros prepararon platos nutritivos siguiendo indicaciones tanto del doctor como de doña Cleo, la partera del lugar, que, tan solo, se enteró de que la señora estaba de encargo, le pidió al doctor cuidarla para que todo saliese bien.

Por otra parte, el anuncio del embarazo avivó el amor entre doctor Guerra y Marianela, llenando sus días de alegría y expectación. Cada amanecer se convertía en una nueva oportunidad para celebrar la vida que se gestaba en su vientre, llenando así la habitación de amor.

Marianela, consciente de la maravilla que crecía dentro de ella, se encontraba a menudo frente al espejo. Allí, sus ojos se encontraban con su reflejo, y sus manos se posaban con ternura sobre el abultado vientre que se convertía en un símbolo tangible de la nueva vida que florecía. Cada día, la maternidad se revelaba en cambios sutiles, pero notables: la suavidad de la piel, el brillo en sus ojos y la radiante sonrisa que adornaba su rostro.

El doctor Guerra, por su parte, compartía con Marianela la fascinación por el milagro de la vida. Cada noche, después de atender sus responsabilidades en la hacienda, se acercaba a su esposa para sentir la suavidad de su vientre creciente. 

También, más allá de sus habilidades médicas, Rafael demostró ser un artista hábil con la madera y las herramientas. Con entusiasmo, después de su trabajo en la clínica, se sumergió en el proyecto de construir la cuna que acogería a su próximo hijo o hija. Así, el sonido constante de los martillos y la dulce fragancia de la madera, recién cortada, llenó los rincones de la casa.

 El taller improvisado, ubicado en un rincón tranquilo, se podían ver las hermosas creaciones que el doctor Guerra le construía al bebé, todas llenas de detalles que los hacían ver como una obra de arte y que superaban las cunas más finas que ella había visto en la ciudad. 

Por su parte, Marianela, ansiosa por preparar el ajuar de su futuro bebé, tomó las agujas y se sumergió en la creación de pequeñas prendas tejidas con amor. Ella, tomó una de las habitaciones vacías de la casa grande, y la convirtió en un taller de costura donde comenzó a crear. Pidió que le trajeran del pueblo telas de distintas materiales, listones y lanas de colores suaves que adornaron durante semanas el lugar. 

El tic tac constante de las agujas resonaba por toda la casa. Los días se deslizaban mientras la ropa tomaba forma. Pequeños suéteres, patucos, y mantas se acumulaban, cada uno contando una historia de dedicación maternal. Cada elección de color y diseño era cuidadosamente considerado, reflejando el deseo de Marianela de crear algo especial y único para su bebé. A medida que avanzaba en su tarea, Marianela compartía sus avances con el doctor Guerra. Juntos, admiraban las pequeñas prendas, sonreían, y se imaginaban cuándo sería el momento que se las verían puestas. 

Los sueños de Marianela y el doctor Guerra también se tejían con el paso de las semanas. Cada noche, mientras se encontraban descansando en su habitación. Marianela, con ojos brillantes, imaginaba momentos acogedores en los que enseñaría a su pequeño o pequeña a descifrar las letras y las palabras. Veía noches compartidas leyendo historias y libros que le llevarían a conocer más a allá del ambiente donde viviría. Le enseñaría a tocar el piano, una práctica que Marianela había comenzado a hacer desde que se enteró de que estaba en cinta. Por último, también, deseaba inculcarle la independencia, asegurándose de que su hijo o hija, tuviera las herramientas para enfrentar el mundo con confianza.

Por otro lado, el doctor Guerra visualizaba días soleados montando a caballo con su descendencia. Quería llevar a su hijo o hija a explorar los cafetales, enseñarle sobre la tierra y la naturaleza que les rodeaba. Soñaba con paseos a caballo por los senderos que él mismo había recorrido desde joven, compartiendo momentos de complicidad y aprendizaje.

Sin embargo, ambos estaban de acuerdo en un aspecto crucial: su hijo o hija tendría una vida sencilla pero rica en experiencias. Querían que disfrutara de la libertad, que aprendiera de la naturaleza y, al mismo tiempo, recibiera una educación sólida, creando así un equilibrio armonioso entre la academia y las lecciones de la vida, entre la tranquilidad del campo y el caos del mundo exterior. 

Todo estaba listo para el recibimiento del nuevo miembro de la familia, todo. Los detalles estaban concluidos, la habitación contigua lista y el doctor Guerra, incluso, le había pedido a un colega que se quedara en la clínica improvisada en el atrio, para poder estar todo el tiempo en la hacienda con su mujer. 

El momento se acercaba, y Marianela contaba las semanas para recibir al bebé que yacía en su vientre, pero también disfrutaba los movimientos fetales dentro de ella, perceptibles como delicadas caricias que recordaban la vida que crecía en su interior. Cada patadita y vuelta parecían pequeños mensajes de alegría, consolidando el vínculo especial entre madre e hijo antes incluso de ver su rostro.

***

El día que Marianela entró en parto, una fuerte tormenta se desató. Los caminos se llenaron de lodo, era imposible para los caballos cabalgar por los senderos y el viento movía los árboles violentamente, como si la naturaleza misma estuviera expresando la intensidad del momento que se avecinaba. En la hacienda, las luces parpadeaban debido a los relámpagos que iluminaban el cielo oscuro y nublado.

Marianela, con valentía y una mezcla de emociones, se preparaba para dar a luz en medio de la tormenta. La luz de las velas parpadeaba, creando sombras en la habitación. Ella se sujetaba de las sábanas mientras la contracción invadía todo su cuerpo. 

⎯Respira, respira, respira ⎯repitió doña Cleo, quien había sido llamada para ayudar al doctor Guerra en el proceso. 

⎯No puedo, no puedo… ⎯dijo Marianela, mientras quedaba de rodillas sobre el suelo. El viento azotaba las ventanas y las puertas, y el sonido de la lluvia golpeando el techo se mezclaba con los truenos que resonaban en la lejanía. 

Los dolores de parto, le habían agarrado a Marianela en una de las tantas caminatas que hacía con su marido para estimular el parto, justo a las cinco de la tarde. Cuando la tormenta empezó, dieron las ocho de la noche y ahora, a las cuatro de la mañana, Marianela sudaba y lloraba del dolor. Llevaba doce horas de proceso de parto y sentía que el cuerpo se le iba a partir en dos. 

⎯¿Dónde está mi marido? ⎯preguntó, una vez más, al notar que el doctor Guerra no se encontraba ahí. 

⎯Está abajo, dando las últimas indicaciones a los sirvientes ⎯contestó confiada doña Cleo⎯, recuerda que los sirventes están acarreando los cubos de agua caliente, las toallas y todo lo que haga falta para el momento. 

⎯Dile que venga, quiero que sienta al bebé, quiero que me diga que todo está bien. 

⎯Lo llamaré. 

“Ahhhhhh”, se escuchó el grito de Marianela. Sentía como las piernas le temblaban, y como sus manos estaban cansadas de sujetarse de las sábanas. Las mujeres de la hacienda, le habían dicho que la mejor forma de dar a luz era en cuclillas y no acostada, por lo que permanecía así lo más posible. Cuando fuese el momento, ella caminaría a una cuerda que le habían instalado en la habitación. 

Marianela no supo cuánto tiempo pasó, pero, al abrir los ojos, pudo ver a su marido entrar, con las mangas de la camisa remangadas, y las manos listas para lo que sucediera. 

⎯No puedo hacerlo, no puedo… ⎯le comentó. 

El doctor Guerra, con las manos ya limpias, continuó con la revisión de su esposa. La preocupación se reflejaba en su rostro mientras evaluaba la situación. Recordó claramente, el difícil momento que habían vivido con Aurorita, y no quería que se repitiera.

⎯¿Qué pasa? ⎯preguntó, tan solo él terminó. 

⎯Aún te falta un poco. No debes preocuparte, el proceso seguirá, todo estará bien. 

⎯¿Seguro?, ¿no me estás mintiendo? ⎯preguntó Marianela, mientras se cogía de una silla y comenzaba otra contracción. 

El doctor Guerra, se puso en frente del rostro de su esposa y la vio a los ojos. Marianela sintió esa intensidad de su mirada y sabía que lo que le dijera era cierto, el doctor no mentía. 

⎯Todo estará bien. Aquí estoy, no te dejaré sola. Verás que en unas horas tendremos a nuestro bebé en brazos. 

⎯¿Me lo prometes? ⎯Le pidió, con el rostro empapado en sudor. 

⎯Te lo juro. Haré todo lo que esté en mis manos para que todo salga bien. 

Ella sonrío. Sin embargo, al caer un rayo fuerte, que cimbró las paredes de la habitación, Marianela comenzó con otra contracción, como si estas se sincronizaran con los estruendos de la tormenta.  

⎯Iré a decirle… 

⎯¡NO! ⎯gritó Marianela, tomándolo de la camisa y evitando que saliera de la habitación⎯, ya no te vayas. Te quiero aquí, tengo mucho miedo. 

Rafael la tomó de las manos. 

⎯Solo iré a decir que suban todo y que estén al pendiente. Te prometo que en mi regreso no volveré a irme hasta que ese bebé llegue. 

Marianela asintió, para volver a cogerse de la silla. Doña Cleo se acercó a ella y le ayudó a sobrellevar la siguiente contracción. El doctor Guerra, bajó las escaleras y se encontró con todo el personal de la hacienda al pie de estas. 

⎯La señora, dará a luz en cualquier momento, les pido que mantengan el agua caliente y todas las ventanas y puertas cerradas para que las velas no se apaguen, no me gustaría quedarme en total obscuridad. 

⎯Sí, doctor ⎯contestaron todos al unísono, ante las órdenes del doctor. 

Después, el doctor Guerra, subió las escaleras y se regresó a la habitación, donde se refugió con Marianela, quien ya se encontraba cogida con fuerza de la cuerda y tratando de mantener el control de su cuerpo. 

Para Rafael, ese momento era una encrucijada, un cruce entre su papel como médico y su rol inminente como padre. Mientras asistía a Marianela en el parto, sus emociones oscilaban entre la responsabilidad profesional y la anticipación nerviosa de convertirse en padre. Sabía que cada decisión que tomaba como médico repercutía no solo en la salud de Marianela, sino también en la de su propio hijo, por lo que la expectación y preocupación, estaban presentes. 

⎯¡Rafael! ⎯gritó Marianela, al sentir una contracción más fuerte. 

El grito se confundió con el trueno que resonó en el aire. El doctor se acercó a su mujer y con una entereza, la abrazó por atrás sosteniendo su cuerpo y ayudándola a descansar. 

⎯Vamos, sé que puedes. Eres una mujer fuerte, sé que tú puedes ⎯ le murmuraba al oído. 

⎯No, ya no, ya no… no quiero morir ⎯le confesó ella, al acordarse de lo que había vivido. 

⎯No vas a morir, ¿sí? Tu destino va más allá que morir en el parto. Serás grande Marianela, grande, y nuestros hijos también. 

⎯¿Hijos? ⎯ preguntó ella, al sentir el dolor. 

⎯Bueno, nuestro hijo o hija. Lo que quiero decirte es que no has llegado hasta este punto para que tu vida se termine aquí. Serás madre, seremos padres, y seremos felices, muy felices. Recuerda por qué te escogí, recuerda por qué me enamoré de ti. 

Marianela dio un grito tan fuerte que ensordeció los oídos de todos los presentes.

⎯Siento la cabeza ⎯ habló Cleo, al meter las manos. 

⎯Bien, entonces, me prepararé…

⎯¡NO!, no me sueltes, no me sueltes… ⎯ le pidió Marianela entre llantos, mientras con fuerza se colgaba de la cuerda. 

⎯Debo atender el parto. 

⎯Ella puede, no te vayas, ella puede… ⎯Confió Marianela en la partera, sabiendo que su esposo la salvaría si algo pasaba. 

⎯Está bien, ¡traigan el agua y las toallas! ⎯gritó el doctor, y dos mujeres del personal entraron de inmediato, cerrando la puerta. 

⎯¡PUJA! ⎯Le pidió doña Cleo a Marianela y ella lo hizo, cimbrando por completo su cuerpo. 

El doctor a penas pudo sostenerla. Los músculos de sus brazos se definieron por completo y luego se relajaron cuando Marianela dejó de pujar. 

⎯Vamos, uno más, uno más. 

Se podía escuchar a las dos mujeres, que esperaban pacientes, como elevaban unas Aves Marías al cielo, pidiendo por la patrona y el bebé. 

⎯Estoy cansada ⎯gritó Marianela, con las piernas temblando. 

⎯Lo sé, te entiendo ⎯murmuró el doctor en su oído⎯, pero debes pujar, recuerda que pronto llegará tu bebé y lo tendrás entre tus brazos. ⎯Le animó⎯. Puja con fuerza por las veces que te dijeron que no podías ser madre, puja por todas esas frases que la gente te decía insinuando que era tu culpa, puja, Marianela, para traer al mundo a la prueba de nuestro amor, al bebé que se formó en tu vientre y que es momento de que llegue a este mundo. Puja…. ¡Venga, mi vida, puja! 

Entonces, se escuchó un rugido y no precisamente de la tormenta, sino de Marianela, quien lo sacó directamente desde su pecho. Momentos después, el llanto del recién nacido rompió el silencio. 

⎯¡Está aquí!, ¡mire, señora! ⎯Le pidió Cleo. 

Marianela cayó rendida sobre el cuerpo de su marido, quien la cargo de inmediato y ambos cayeron sobre la silla que ya estaba preparada para después del parto. 

⎯¿Está bien? ⎯preguntó Marianela, apenas con un hilo de voz. 

⎯Es una niña ⎯pronunció con orgullo el doctor, cuando Doña Cleo le enseñó al bebé, sano y salvo. 

⎯Hola, Ana María ⎯recitó Marianela llena de emoción, mientras le ponían a su hija entre los brazos⎯. Mire, doctor Guerra, le presento a su primogénita. 

Él sonrío emocionado, y tomó entre sus brazos a la pequeña y no pudo más que llorar de alegría. 

⎯Ana María Guerra, jamás pensé que una persona tan bella, llevaría mi apellido. 

Y así, aunque la tormenta continuaba afuera, en la habitación reinaba una calma especial, llena de esperanza y nuevos comienzos, que solo crecieron con los primeros rayos de sol. 

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