Meses después 

Ana María Guerra Martínez. Así quedó registrado y bautizado el nombre de la primogénita de Rafael Guerra y su esposa, Marianela Martínez, quien llegó al mundo en la cálida estación del verano, inundando de felicidad los corazones de sus padres.

El nombre Ana María fue elegido como un hermoso tributo a las madres de Rafael y Marianela, un gesto que conmovió al doctor, añorando en ese momento la presencia de su madre para compartir la alegría de la paternidad. 

La bebé se manifestaba como la síntesis perfecta entre el doctor y Marianela. Sus ojos verdes, resplandecientes y encantadores, reflejaban una sonrisa que iluminaba la vida de sus padres. Su cabello azabache y la tez blanca, heredados de su madre, se combinaban con el temperamento fuerte característico de su padre, quien la amaba como a nadie más en el mundo.

La salud de la pequeña Ana María era impecable, lo que llenaba de alivio y felicidad a sus padres. Cada examen médico confirmaba que no existían señales de enfermedades o padecimientos que pudieran amenazar su bienestar. La vitalidad de la recién nacida se manifestaba en su llanto vigoroso y en sus movimientos curiosos, indicando una fortaleza que auguraba un desarrollo saludable.

El doctor Guerra, además de ser el dichoso padre, asumía con profesionalismo la responsabilidad de asegurar la salud de su hija. Cada chequeo meticuloso confirmaba la bendición de contar con una niña fuerte y robusta, lista para explorar el mundo que la rodeaba. Marianela, por su parte, se regocijaba al ver a su pequeña crecer sin impedimentos, abrazando con gratitud la fortuna de tener a una niña sana y feliz en sus brazos.

La llegada de Ana María supuso una revolución en sus vidas, un acontecimiento que transformó sus perspectivas y les mostró un nuevo sentido en el día a día. Aquello que la guerra había amenazado con opacar, ahora se iluminaba con una luz radiante que emanaba de la pequeña, y les alejaba de los malos acontecimientos. 

Los planes que una vez pudieron haber sido oscurecidos por la sombra de la incertidumbre y el conflicto, ahora se volvían claros y llenos de propósito. Ana María, con su risa y su llanto, con sus pequeñas manos aferradas a sus padres, se convertía en la inspiración para un futuro mejor. En lugar de ser víctimas de las circunstancias, encontraron en su hija la fuerza para superar los desafíos y construir un hogar lleno de amor y alegría, a pesar de los tiempos difíciles que les rodeaban.

Marianela, cada mañana, observaba a su pequeña con ojos llenos de lágrimas de emoción. Aún le costaba creer que había logrado convertirse en madre, desafiando todos los rumores que antes aseguraban su supuesta esterilidad. La presencia de Ana María en su vida no solo desmentía esos murmullos, sino que también le recordaba que su pasado ya no contaba y que solo debía vivir el presente. Cada risa, cada gesto de la niña, era una prueba tangible de que los milagros existen y que la maternidad, que alguna vez pareció un sueño lejano, ahora se manifestaba en la cotidianidad de cuidar, amar y observar el crecimiento de su amada niña.

El doctor, quien nunca se había planteado la posibilidad de ser padre, se encontraba ahora incapaz de imaginar su existencia sin desempeñar ese papel crucial. La llegada de su hija representaba el regalo más precioso que la vida le había brindado, una recompensa que emergía después de períodos de sufrimiento y un recordatorio constante de que la vida tenía la capacidad de sorprendernos de la manera más hermosa. La paternidad, que alguna vez pudo haber parecido un territorio desconocido, se había convertido en un viaje lleno de descubrimientos y amor incondicional. Cada día, al contemplar a su pequeña Ana María, el doctor experimentaba una renovación total de su persona, y un gran deseo de que este sueño durara para siempre. Antes quería sobrevivir el día, hoy, quería vivir cien años para ver a su hija crecer. 

Desde la llegada de la niña a la hacienda, las rutinas tanto de la madre como del padre cambiaron por completo. Las mañanas antes silenciosas se llenaban ahora con el dulce sonido de los balbuceos de la pequeña Ana María. El doctor, acostumbrado a los rigores de su profesión, ahora hacía el tiempo para poder convivir con su hija. Cada día, antes de partir hacia los campos o la clínica, dedicaba unos preciosos instantes a jugar y abrazar a la niña. Le ayudaba a su esposa con la toma de la mañana y después se iba por unas horas a trabajar, para regresar lo más temprano posible. 

Marianela, por su parte, ajustaba sus actividades diarias para atender las necesidades de la pequeña. El cuidado de la casa y los campos ahora se entrelazaba con la ternura de los momentos compartidos con su hija. Las noches, en lugar de ser solitarias, se volvían un vaivén entre el sueño y las atenciones a la pequeña que reclamaba su atención.

Ambos, antes inmersos en las complejidades y desafíos de la vida, encontraban ahora en la cotidianidad con su hija una nueva forma de plenitud y felicidad. El doctor, cuyo corazón antes latía al ritmo de la medicina y los deberes de la hacienda, descubría una nueva melodía en las risas y travesuras de Ana María. Marianela, que había conocido la soledad en medio de la opulencia, hallaba ahora en el lazo materno-filial una conexión que llenaba su corazón de amor y propósito.

En pocas palabras, ambos estaban felices como nunca lo habían estado. La llegada de Ana María había transformado sus vidas y en el lugar donde previamente había habido odio y rencor, ahora, solo se palpaba el amor. No pasaba el día sin que el doctor le dijera a Marianela que la amaba, sin que ella lo besara en los labios y le recordara que era el mejor hombre del mundo, y sin que su amor creciera. Los dos estaban en la etapa de la luna de miel.

A pesar de la luz que Ana María había traído a la vida de Rafael y Marianela, la oscura realidad del país se cernía amenazante sobre la hacienda. Los enfrentamientos bélicos continuaban como un eco lejano, pero persistente, recordándoles que la paz aún no se había establecido.

Rafael, aunque inmensamente feliz como padre, no podía ignorar las tensiones que crecían en el país. La guerra no distinguía entre inocentes y culpables, y la hacienda, con sus tierras fértiles y sus recursos, no pasaba desapercibida en medio de la vorágine de conflictos.

La rutina diaria se veía afectada por la necesidad de mantener la seguridad. Los rondines de seguridad se intensificaron para proteger no solo a la familia, sino también a los trabajadores y a los animales. El ganado, que solía pastar libremente, ahora era resguardado con mayor cuidado para evitar pérdidas ante posibles saqueos o conflictos armados.

La felicidad de la familia Guerra-Martínez estaba marcada por la sombra de la guerra. Aunque compartían momentos de alegría con su pequeña Ana María, la incertidumbre del futuro y la amenaza constante de la violencia eran como un nubarrón oscuro que se cernía sobre sus cabezas. La paz anhelada aún se encontraba fuera de su alcance, y cada día era una lucha por mantener la normalidad en medio del caos que se desataba más allá de los límites de su hogar.

Desgraciadamente, a pesar de todos los esfuerzos por mantener la violencia y la inseguridad lejos de los terrenos de la hacienda, esta llegó, inesperadamente, una noche familiar como cualquier otra. Mientras, Marianela y el doctor cenaban plácidamente en el comedor y platicaban sobre los avances de la clínica, la cual se pretendía que estuviese lista para principios del siguiente año. 

⎯Posiblemente, tengamos que ir a la ciudad para un abasto de medicinas, así que sería una buena oportunidad para que tu abuela conozca a la niña, ¿no crees? ⎯le comentó Rafael⎯ ¿Le has dicho sobre el nacimiento?

⎯No, y tampoco deseo que se entere ⎯habló con firmeza Marianela y con un tono de amargura⎯. No tengo por qué compartirle mi felicidad a una persona que no deseaba que lo fuese. 

⎯Como tú lo desees ⎯dijo el doctor, sin alegar ni un segundo con ella. Porque en realidad a él también le caía mal la abuela de Marianela, sin embargo, la trataba con respeto por muchas razones que solo tenían que ver con los deberes y la educación de la época. 

Ambos regresaron para disfrutar de la comida, concentrándose en la rica sopa que habían preparado para Marianela, diseñada para mantener su producción de leche. Más tarde, antes de dormir, le servirían un atole de arroz con la esperanza de estimular aún más su lactancia. Marianela lo tomaría con determinación antes de caer rendida al lado de su hija, que descansaba en la pequeña cuna de madera junto a la cama.

De pronto, a lo lejos, se escucharon unas detonaciones que alertaron al doctor. 

⎯¿Qué pasa? ⎯preguntó Marianela, en verdad asustada. 

⎯No lo sé. Puede que sea solo en el camino. ⎯La tranquilizó el doctor. 

Sin embargo, estaba seguro de que las detonaciones estaban más cerca de lo previsto. Lo terminó de comprobar cuando pudo ver claramente el brillo de las armas con sus propios ojos. 

⎯Están dentro ⎯habló con firmeza, y sin pedirle permiso a su mujer la tomó del brazo y la levantó de la silla. 

⎯¿Qué sucede? ⎯preguntó Marianela, con el rostro pálido. 

⎯Vamos arriba. 

⎯Pero… 

Las detonaciones se escuchaban cada vez más cerca. El doctor con el corazón agitado y el miedo en la sangre, llevó a su esposa hacia la habitación y le pidió que tomase a la niña. 

⎯Pero…¿por qué? ⎯expresó Marianela, tomando a la pequeña Ana María entre sus brazos y cubriéndola con una manta tejida. 

⎯Cúbrete tú también ⎯no dijo nada más su marido, mientras observaba por la ventana qué tan lejos podrían venir los malhechores. 

Cuando notó que Marianela ya estaba lista, la tomó de la mano y la sacó de la habitación para que ambos caminaran escaleras abajo. Tan solo llegó a las escaleras, notó como los empleados de la hacienda entraban corriendo a la casa grande y cerraban la puerta principal. 

⎯¿Cuántos son? ⎯preguntó. 

⎯Es una comitiva de 20 patrón, vienen hasta acá ⎯le dijo Aurelio, quien había venido a todo galope a decirle a Rafael lo que sucedía. 

⎯Saca las armas…

⎯Sí, patrón ⎯contestó. 

Después del intercambio de información. Rafael jaló a Marianela, quien llevaba aún dormida a su hija, y la llevó al jardín. 

⎯¿Dónde vamos?

⎯Te esconderé. 

⎯No, yo sé disparar, yo puedo pelear. 

⎯No es cuestión de pelear o no Marianela ⎯le corrigió el doctor. 

⎯No te dejaré solo… ⎯Insisitió su mujer. 

Rafael, se hizo oídos sordos y la llevó hasta la bodega. Abrió la puerta con rapidez y sin encender una antorcha, caminó por la obscuridad del lugar hasta llegar al fondo. 

⎯¿Qué hacemos aquí? ⎯preguntó Marianela, haciendo un poco de eco en el lugar. 

La respuesta fue un ruido bastante fuerte, lo que llevó a Marianela a cubrir los oídos de su hija para que no se despertara. Luego, un aire denso se sintió, y en la oscuridad, una pequeña antorcha iluminó un enorme corredor. La puerta, aquella que Marianela no había logrado abrir y que pensaba que era solo un engaño o que se había colocado incorrectamente al construir la bodega, se abrió con un mecanismo especial, revelando un pasadizo secreto, largo y oscuro.

⎯¿Qué es esto? ⎯inquirió ella. 

⎯Mis antepasados no se hicieron millonarios trabajando duro, sino gracias al contrabando ⎯explicó el doctor rápidamente⎯. Necesito que te escondas aquí. 

⎯¡NO! ⎯respondió con firmeza ella. 

⎯Sí, y lo harás. 

⎯Puedo pelear, sé disparar mejor que tú. 

⎯Lo sé ⎯contestó el doctor y le dio un rifle. 

⎯Pero… 

⎯Marianela, no sabemos quiénes son estos rufianes, y no importa que tan bien dispares, si te atrapan o te logran vencer, te harán cosas terribles a ti y a la niña que no quiero ni imaginar, cosas que he visto en la clínica y que no te deseo. Protege a nuestra hija, escóndete aquí. 

⎯Pero… 

⎯Cerraré la puerta, nadie sabrá que estás aquí. Si ves que en unas horas no vengo por ti, caminas hasta el fondo del pasillo. Será un tramo largo, pero te sacará al camino principal. Ahí corre hacia las caballerizas de la hacienda de Al paraíso y escóndete allí. Tengo un acuerdo con el dueño de ese lugar para esconderte y mantenerte a salvo. 

⎯Y, ¿luego? 

⎯Si no voy por ti allá. Quiero que te esperes ahí hasta que escuches noticias mías. Hasta que Jacinto o Aurelio se presente. 

Al escuchar eso, el miedo invadió por completo a Marianela. ¿Qué estaba tratando de insinuar su marido? ¿Podrían estar en peligro de muerte? La oscura revelación del pasadizo secreto desencadenó pensamientos aterradores en la mente de Marianela. Su corazón latía con fuerza mientras intentaba comprender las implicaciones de este descubrimiento. La sensación de seguridad que la presencia de Rafael solía ofrecerle ahora se veía amenazada por la incertidumbre.

⎯Rafael, no… ⎯rogó. 

⎯Quédate aquí, y espérame. Si la puerta no se abre antes del amanecer, haz lo que te pido. 

⎯No. 

⎯Haz lo que te pido ⎯habló firmé⎯. Cuida a la niña y espera. 

Rafael le otorgó una antorcha y le colgó el rifle, pasando la correa por su cabeza y luego recargándola sobre el hombro. 

Marianela se encontró con la mirada de su esposo. En la penumbra iluminada por la antorcha, notó destellos de incertidumbre y miedo en sus ojos intensos. La amenaza era palpable. Aunque se alegraban de que los rumores sobre acontecimientos violentos en otras haciendas no hubieran tocado cerca de su hogar, la cruda realidad los había alcanzado. No podía asimilar que su esposo estuviera en peligro.

Todo lo que habían construido, mejorado y logrado juntos parecía tambalearse. La seguridad que habían cultivado y la felicidad que apenas comenzaban a saborear ahora se veían amenazadas. Marianela no podía aceptar que este amor, que apenas empezaban a disfrutar, pudiera desvanecerse de esta manera. El temor se apoderó de ella al contemplar el futuro incierto que se cernía sobre su familia y su amor recién florecido.

⎯Voy a esperarte… ⎯le aseguró. 

⎯Lo sé. 

⎯Tienes que regresar por mí, Rafael Guerra. 

⎯Lo haré ⎯le aseguró. 

⎯Tienes que regresar por nosotras. 

⎯Lo haré. No importa donde estés, siempre iré por ti, siempre. Espérame. 

Marianela deslizó su mano por detrás de la cabeza del doctor, atrayéndolo hacia adelante para que sus labios se encontraran en un beso urgente y apasionado. En ese efímero encuentro, ambos se sumergieron en la pasión, esquivando la sensación de despedida que podría haberse insinuado. 

⎯Ven por nosotras… ⎯Le pidió de nuevo. 

Rafael le dio un beso a su hija sobre la frente, y le sonrió. 

⎯Si pasa algo, recuerda… todo esto es tuyo y de ella. 

⎯No lo quiero si no es contigo ⎯respondió su mujer. 

Las detonaciones de arma se escucharon dentro de la casa y Rafael supo que habían tardado demasiado. 

⎯Vete… y haz lo que te pido. 

⎯Te esperaré… 

Rafael asintió con la cabeza y sin más, salió hacia la bodega, cerrando la puerta del pasadizo en un instante y dejando a Marianela y a su hija escondidas ahí, sabiendo que nada ni nadie les haría daño. 

El doctor avanzó decidido hacia el jardín, cruzándolo con paso firme hasta llegar a la casa principal. Allí se topó con una escena desgarradora: tres malhechores mantenían a la servidumbre arrodillada, con las manos en alto y los ojos cerrados, presas del temor. Rosario, Prudencia y las demás mujeres se encontraban en un estado de angustia, temblando mientras las lágrimas recorrían sus rostros desconsolados. La tensión en el ambiente era palpable, y Rafael se enfrentaba a la cruda realidad de la violencia que había llegado a su hogar.

En ese instante, Rafael rezó para que nadie lo hubiera visto salir de la bodega y que Marianela no descubriera el mecanismo para abrir la puerta desde adentro. Se estremecía solo de pensar en la posibilidad de que los malhechores encontraran a su esposa e hija y les hicieran daño. 

⎯¿Qué quieren? ⎯preguntó Rafael, con un tono de voz firme y demostrando su posición en la hacienda. 

⎯Buscamos a Rafael Guerra. 

⎯Soy yo. ⎯Y pronunciando esas palabras, sintió como un saco de vacío cubría su cabeza, tapándole la vista por completo. 

De inmediato le ataron las manos y lo despojaron de la única arma que traía fundada en la cintura. 

⎯Nos va a tener que acompañar… doctor Guerra. ⎯Escuchó la voz del malhechor para luego sentir como alguien lo tomaba de la espalda y lo empujaba para que caminara.

Sin decir una palabra, Rafael continuó avanzando, sintiendo la presión del cañón en su nunca. Sabía que esto no era simplemente un robo; lo buscaban a él específicamente. La pregunta que resonaba en su mente era: ¿amigo o enemigo? En ese momento, eso no importaba tanto como la seguridad de su familia y las decisiones que tendría que tomar para protegerlos. 

La incertidumbre llenaba el corazón de Marianela mientras esperaba en el pasadizo oscuro. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, y sus manos temblorosas rezaban por el regreso seguro de su esposo. Rogaba en silencio, anhelando que Rafael regresara para guiarla de nuevo hacia la luz.

Sin embargo, cuando los primeros rayos del sol iluminaron las caballerizas de la hacienda “Al Paraíso”, la angustia se apoderó de Marianela. Algo estaba mal, muy mal. Un presentimiento la envolvió como una sombra, y supo que ahora le correspondía a ella enfrentar lo desconocido y rescatar a su esposo.

One Response

  1. Ya me ganó la ansiedad aca la retomo jejejeje. Pobre Marianela, cuando empezaba a disfrutar el amor y su familia. Y quien mandó a buscar al Dr. ?

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