El doctor Rafael Guerra, con las manos firmemente atadas y los ojos vendados, fue conducido por senderos ocultos en un caballo que no distinguía. Cada paso del animal resonaba en su mente, marcando la incertidumbre de su destino. El sonido de la naturaleza, los susurros del viento y el crujir de las hojas bajo las pezuñas del caballo eran su única conexión con el mundo exterior.
El miedo se apoderaba de él, una sensación nueva y abrumadora que nunca había experimentado. No podía evitar pensar en Marianela y Ana María, abandonadas en la bodega de la hacienda. La preocupación por su seguridad nublaba su mente, y cada latido de su corazón era un recordatorio constante de la vulnerabilidad de su situación.
A medida que avanzaba por los senderos, intentaba discernir pistas auditivas que le indicaran hacia dónde lo llevaban, pero el silencio entre las indicaciones de sus captores solo aumentaba su ansiedad. En ese momento, la vida que había construido con tanto esfuerzo parecía tambalearse, y lo único que deseaba era salir de esa situación con vida.
Los recuerdos pasaron como destellos en su mente: la hacienda, la llegada de su hija, los momentos felices con Marianela. La posibilidad de perderlo todo se volvía inminente, y el temor a lo desconocido lo invadía.
A pesar de su posición, trataba de mantener la compostura, pero el miedo estaba grabado en su rostro, invisible para quienes lo conducían. Ansiaba, más que nunca, la seguridad de su hogar y a su familia. ¿Qué les estaría sucediendo en su ausencia? ¿Cómo enfrentarían esta amenaza?
A medida que se alejaban del pueblo, el frío se intensificaba, penetrando cada capa de ropa de Rafael Guerra. El viento cortante soplaba a través de los senderos estrechos, llevando consigo la amenaza de una noche aún más gélida. Las plantas al borde del camino rozaban su cuerpo, dejando una sensación incómoda y ocasionalmente punzante.
Los amarres apretaban sus muñecas, marcando cada centímetro de piel con una presión constante. Cada tirón y roce recordaba la vulnerabilidad de su situación, mientras luchaba por mantener el equilibrio sobre el caballo que avanzaba a paso lento.
Las conversaciones de los bandidos resonaban en el aire frío. Hablaban de la guerra como si fuera un juego, intercambiando historias de asaltos recientes y desplegando sus planes futuros. Mencionaban un festín en su escondite, donde se regocijarían con el oro y los tesoros robados. La animosidad en sus palabras era palpable, creando un ambiente tenso y amenazador.
Rafael escuchaba atentamente, no solo por su propia seguridad, sino también para obtener cualquier indicio sobre sus intenciones. Las palabras de los bandidos revelaban un código moral distorsionado, donde ciertos botines estaban fuera de límites por órdenes superiores. La mención de que se habían arrepentido de no robarle alguna vaca, pero que esto estaba prohibido, arrojaba luz sobre la complejidad de la situación.
Mientras avanzaban por los caminos silenciosos y fríos, Rafael Guerra se encontraba inmerso en un escenario oscuro, rodeado por amenazas tangibles e intangibles. La incertidumbre de lo que le esperaba en el escondite de los bandidos se mezclaba con la preocupación, creando un nudo de ansiedad en su pecho.
⎯No se preocupe, doctorcito, ya merito llegamos. ⎯Escuchó a uno de los hombres, que se encontraba justo a su lado.
Rafael no respondió nada, simplemente siguió tratado de adivinar el camino para ver si era uno de los tantos senderos que ya había recorrido. Él sabía que no era un experto en reconocer caminos, pero al menos, los años que había servido como médico de combate le habían entrenado para reconocer los senderos y habían afinado sus sentidos.
Sin embargo, esto iba mucho más allá de su aprendizaje militar. Sabía que los bandidos no lo llevarían por cualquier sendero conocido por los militares y mucho menos que fuese común. Si eran buenos bandidos, habrían de encontrar un escondite a prueba de todo, incluso, del que no se pudiese escapar.
Mientras estaba concentrado en los sonidos, los rumores y los aromas, el caballo se detuvo y unas manos le tomaron del brazo, indicándole que desmontara. Él lo hizo con la facilidad de siempre, a pesar de tener las manos atadas y los ojos vendados. Cuando sus pies tocaron la tierra, sintió la terracería y las hojas crujir.
⎯Hemos llegado, doctor.
En ese momento, la capucha se apartó de su cabeza, y la luz se filtró directamente en sus ojos, obligándolos a cerrarse momentáneamente. A pesar de la breve visión, logró distinguir un campamento que se extendía ante él, poblado por varios caballos, ganado y un resplandor proveniente de numerosas antorchas.
Cuando abrió nuevamente los ojos, la escena se reveló con mayor claridad. Se encontraba entre las montañas, camuflado en un campamento que se mimetizaba con la frondosidad de los árboles, ofreciendo un escondite eficaz. Una tienda de campaña, de considerable tamaño y posición central, sugería que era el corazón del campamento. Otras tiendas más pequeñas se distribuían a su alrededor, mientras algunos forajidos descansaban cerca de varias hogueras.
Al fondo se vislumbraban caballos y ganado, y una cocina improvisada se encontraba bajo un techo rústico de palma. Los demás forajidos, ataviados con capas desgastadas y sombreros deteriorados, se ocupaban afilando cuchillos y puliendo armas, mientras aguardaban la hora de la cena.
⎯Bienvenido a nuestro hogar, doctor. El mero, mero quiere verlo ⎯ le dijo el mismo hombre que preguntó por él en la hacienda.
Rafael lo siguió, bajo la mirada escrutadora de los hombres que se mantenían alerta ante la presencia del recién llegado. Aunque ninguno pronunció palabra o tomó una acción directa, cada mirada era una advertencia silenciosa. Se encaminaron hacia la tienda principal, donde tras unos saludos intercambiados entre el hombre y el guardia que la custodiaba, ingresaron.
Dentro de la tienda, se encontraron con un hombre de unos cuarenta y cinco años, con una barba tupida y descuidada, aunque con el cabello corto. Las cicatrices marcaban su rostro, testigos de las luchas, batallas y sufrimientos que había experimentado a lo largo de los años. Era evidente que la vida no le había tratado con delicadeza, y las huellas de esa existencia se reflejaban en cada rasgo. Los forajidos aprovechaban la caótica situación del país, sumida en la guerra, para buscar su fortuna de manera oportunista, aunque en realidad, en tiempos de guerra, todo es válido para sobrevivir.
⎯Doctor Guerra, bienvenido. Espero que mis hombres le hayan dado un viaje placentero ⎯le dijo el hombre.
⎯¿Quién es usted? ⎯preguntó Rafael, sin prestar atención a lo que él había dicho.
⎯Mi nombres es José Sánchez, pero me dicen el justiciero.
⎯¿Justiciero? ⎯preguntó.
⎯Así es. En esta guerra hago justicia por mi propia mano, y hasta ahora, lo he hecho muy bien.
Guerra guardó silencio, esforzándose por analizar los rasgos y la actitud de su captor. Intentaba discernir si estaba siendo tomado como rehén o si era considerado un aliado. La información que pudiera obtener le sería útil para comprender la situación en su hacienda.
⎯No se preocupe, doctrocito, usted viene altamente recomendado, y no le haremos nada. Incluso, es libre de preguntar lo que quiera.
⎯Pero, no de irme. ⎯Asumió, Rafael.
⎯No por ahora. Nos dijeron que es bueno y que, además, usted atiende a todos los pacientes, no importa su estatus, en qué bando se encuentre o su condición.
⎯El deber de un doctor es atender a todo el que necesite ayuda, no debe ver ninguna de esas cosas que menciona.
El justiciero sonrió.
⎯Disculpe si lo tuvimos que traer así, sin avisar y como si fuese nuestro rehén. Pero debe entender que el revelar nuestra ubicación puede traer problemas. Tengo al ejército pisándome los talones, y no deseo que se presenten aquí, ya tengo varios heridos.
⎯Y, ¿a eso me ha traído?, ¿a revisarlos a todos?
⎯No, pero si gusta pude hacerlo. Lo he traído porque necesito que opere a mi mano derecha, fue herido en batalla en una pierna y, al parecer, se tendrá que amputar.
⎯¿Amputarla?, ¿usted hizo el diagnóstico?
⎯Doctor, Guerra, cualquier persona puede reconocer una gangrena, no se necesitan estudios para eso. No me trate de tonto.
⎯Si le amputo la pierna, no le servirá para el combate.
⎯No me interesa que luche, me interesa su mente, sus ideas y estrategias. Estoy dispuesto a llevar a cuestas a ese hombre, si es necesario. Él dijo que usted lo atendió cuando se encontraba de médico en medio de las batallas, y que sabe lo que puede hacer con pocos instrumentos, y en condiciones como estas.
⎯Supongo que fue suerte.
⎯No, doctor Guerra, es talento. Por eso no tema, nadie lo va a matar, y su hacienda estará bien resguardada durante su ausencia. Nadie, se acercará a tocar o robar lo suyo. Tiene mi palabra.
Rafael tragó saliva discretamente. Lo que le habían revelado lo perturbó internamente. ¿Significaba eso que su hacienda estaba bajo vigilancia? ¿Corrían peligro su esposa e hija? ¿Podía confiar en la palabra de un delincuente?
⎯Esto es fácil, doctor. Mi mano derecha debe vivir, y usted hará lo posible porque así suceda. No me importa si debe quedarse un mes o un año, debe sobrevivir. En cuánto cumpla con ese cometido, podrá volver a su hacienda y olvidarse de nosotros, ¿comprende?
⎯Y, ¿qué pasa si muere? Las condiciones en este lugar no son óptimas para una recuperación y, sobre todo, a la hora de operar los instrumentos deben ser estilizados para prevenir.
⎯No sé cómo le vaya a hacer, doctor. ⎯Lo interrumpió el justiciero⎯. Simplemente, haga lo que le pido, y podrá irse de aquí.
El justiciero le dio una mirada al hombre que había traído a Rafael hasta ahí, y se acercó lentamente para tomarlo del brazo.
⎯Lleva al doctor con nuestro paciente, y atiéndelo. Dale y haz todo lo que te pida, te quedarás a su servicio, esas son sus órdenes.
⎯Si, patrón ⎯contestó.
Rafael sintió un jalón en su brazo, y supo que era momento de retirarse. Hizo un gesto de agradecimiento al Justiciero, sin saber por qué, y luego siguió al hombre que, ahora, había quedado a su servicio.
⎯¿Tienes algún nombre? ⎯le preguntó, recién salieron de la tienda.
⎯Me dicen Fantasma.
⎯¿No tienes otro nombre?
⎯Fantasma, y no hay más.
Rafael entendió el punto, así que después ya no dijo nada. Siguió a Fantasma por un sendero, mientras lo alumbraban con una antorcha, y momentos después, llegaron a una tienda que estaba un poco apartada del campamento. Desde el camino se podían escuchar los quejidos del hombre.
Cuando recorrieron la manta que servía como puerta, el olor que despedía la pierna, llegó de inmediato a los nuevos invitados. Rafael no se inmutó, estaba acostumbrado, pero Fantasma tomó un momento fuera de la tienda para tomar aire fresco.
Varios se encontraban con él, dándole hierbas para adormecer el dolor, y una mujer de cabello negro y rizado, se encontraba rezando fervientemente, mientras lloraba al lado de él.
⎯El doctor ha llegado. ⎯Se escuchó la voz de Fantasma, y la mujer guardó silencio.
⎯¿Guerra? ⎯preguntó.
Rafael se acercó y al reconocerlo, abrió los ojos, sorprendido. Al parecer, no solo era talentoso, también obraba milagros. De pronto, supo de quién había venido la recomendación y el porqué de su presencia en este lugar.
⎯¿Guerra?, ¿eres tú?
⎯Soy yo… ⎯ habló con esa voz profunda que tenía.
El hombre con una mano le pidió a la mujer que se pusiera de pie y le dejara el espacio al doctor. Rafael se acercó y comprobó que su vista no le engañaba, era él, el hombre que había salvado hace tiempo en aquel campo de batalla.
⎯¿Supongo que has visto un fantasma? ⎯preguntó el hombre.
⎯Admito que sí. Jamás pensé que hubiese sobrevivido.
⎯Lo hice, y fue gracias a tu intervención.
⎯Pero, cuando me fui, estabas con fiebre y yo…⎯dijo Guerra, en verdad sorprendido.
⎯No sé lo que me hizo, doctor, pero, es necesario que lo vuelva a hacer, ¿entiende?
⎯No sé si pueda… teniente. Por lo que veo, veo y huelo, su gangrena va muy avanzada y tal vez llegué…
El teniente, con una rapidez, tomó a Rafael del cuello y lo jaló con fuerza hacia él.
⎯No me dejarás morir en este lugar. Yo fui testigo de lo que hiciste conmigo, de cómo nos salvaste y de tu talento. Cuando todos nos daban por desahuciados, tú nos ayudaste y por eso lo tendrás que hacer de nuevo. Así que córtame esta pierna y regrésame una vez más la vida.
Después, soltó a Rafael y lo empujó levemente hacia atrás, provocando que casi cayera de la silla.
⎯Esto no será como lo otro que hice…
⎯Le extirpaste un ojo a mi compañero y sobrevivió, creo que puedes hacer lo mismo con la pierna, ¿no? Ahora, eres tú el que debe sobrevivir, así que hazlo, o te juro que jamás regresarás a tu hacienda, te quitarán todo… esa es la orden.
Después de escuchar la frase del teniente, se quedó helado. No era lo que deseaba escuchar, no ahora que era tan feliz. Rafael, tan solo de pensar que podrían hacerle algo a su esposa e hija, asintió con la cabeza y se puso de pie. En este momento, su talento lo salvaría; sus conocimientos como médico le darían el pase de salida y tendría que volver a obrar un milagro porque debía regresar a la hacienda lo más pronto posible. Su felicidad dependía de ello.
Rafael se levantó de la silla, vio los instrumentos que le habían proporcionado dispuestos sobre una mesa, y un balde con agua limpia, para que se aseara.
⎯Fantasma ⎯lo llamó, y el hombre se apareció en su presencia⎯. Trae una cuchara de madera de la cocina.
Él no dijo nada, simplemente salió de la tienda, y Rafael dio por entendida su órden. La mujer, que al parecer era su amada, se acercó a él para comenzar a rezar.
⎯Lo siento, deberá salir.
⎯No…⎯rogó ella, entre llantos.
⎯Debe salir, no hay mucho espacio y entre menos gente haya, mucho mejor.
⎯Salta Concha… ⎯le pidió el teniente⎯. Me volverás a ver, el doctor es bueno en lo que hace.
Concha susurró un no, pero de pronto, fue removida por los otros dos hombres y ya no hubo más que hacer. Rafael se lavó las manos lo mejor que pudo y dio un vistazo a los instrumentos. No se veían mal, pero, la probabilidad de una infección, era bastante alta.
⎯Sé que puedes hacerlo, vi cómo le sacabas el ojo…
⎯Tal vez jamás debí habérselo sacado ⎯murmuró Rafael.
⎯¿Por qué eso te trajo aquí?
⎯Porque eso me puede costar la vida ⎯contestó.
Fantasma regresó con la cuchara de madera y Rafael con un gesto le dijo que hacer. Pronto, el teniente mordía la cuchara, mientras Rafael se acercaba con la sierra de amputación.
⎯¿Cree en Dios, teniente? ⎯preguntó Rafael, con voz firme.
⎯Sí.
⎯Pues veremos si hoy va a su presencia o solo le elevará oraciones de agradecimiento. Esto le va a doler ⎯comentó, para después colocar los dientes de la sierra cerca de la pierna.
Acto seguido, la tienda se llenó de gritos, los cuales resonaron por todo el lugar. Sin embargo, ni eso podía acallar los pensamientos de Rafael. Tenía que salir de aquí, tenía que regresar con Marianela y su hija… la suerte estaba echada.
Ay noooo como le van a poner esa condición? Es muy alto el precio, por algo que ni el mismo peude controlar y mas en ese ambiente. Me muero me muero. 😱