María fue la primera mujer en mi vida y la que me enseñó que existía una esperanza en este mundo tan solitario al que me estaba acostumbrando a vivir. Por ella, puedo decir que aprendí a amar, a ser una persona de bien y a valorar lo que era la amistad. 

María, era una joven bonita, afrodescendiente, que poseía una apariencia encantadora y única. Su cabello rizado y corto resaltaba su belleza natural, una que se escondía debajo del horrible uniforme que mi madre les hacía llevar a todos sus empleados. Me encantaba cuando salíamos a pasear, ya que si me alejaba o la perdía de vista, solo tenía que buscar su cabello entre la gente. 

A veces parecía que su cabello tenía una personalidad y vida propia, y que María era incapaz de poder controlarlo. Siempre amé su cabello, aunque María era de una belleza radiante, con una tez luminosa y unos ojos que reflejaban un carácter compasivo. Su mirada siempre fue cálida y acogedora. 

Ella poseía una sonrisa muy bonita y una risa contagiosa, que revelaba este espíritu alegre que tantas veces tuvo que guardar debido a las reglas de la casa. Sin embargo, cuando estábamos solos e íbamos a la playa, María se rebelaba, y reía conmigo de todo y nada, lo que aligeraba mi alma de la constante carga emocional que sentía. 

Como siempre fui un niño muy ansioso, debido a las responsabilidades que me cargaban, ella aprendió a tranquilizarme, a abrazarme y decirme que todo estaría bien, aunque sabía que a mi alrededor posiblemente el mundo me estaba exigiendo demás. 

Más allá de su apariencia física, su carácter bueno era una de sus cualidades más destacadas. Era una mujer amable, comprensiva y generosa, con una presencia reconfortante y tranquilizadora, virtudes que eran excelentes para cuidar a un niño solitario como yo. 

Ella me enseñó a perderle el miedo al mar, porque me daba pavor ahogarme, también a empezar a relacionarme y sobre todo, a saber la importancia de la conexión emocional con otra persona, algo que no tenía con nadie porque nadie me enseñó cómo era. 

María me enseñó a ir a mi propio ritmo, a aprender como yo pudiera y sobre todo a no hundirme en el mar de la soledad, uno al que me habían condenado mis padres desde el primero momento en que había llegado a esta tierra. 

Mi niñera estrella, la que nunca podré olvidar, me cuido a la par de su hija, Tita. Una niña parecida a ella en todo, al grado que no se parecía para nada al papá – lo que le gustaba a María porque el padre de Tita las había abandonado. La pequeña Tita fue mi primera amiga, con unas reservas, ya que al ser la hija de la niñera no se me permitía pasar mucho tiempo con ella. 

Aun así, jugué lo que pude y me reí. Después, mi madre, cuando Tita cumplió la edad de los ocho años, la agregó a la casa como parte del personal. No le importó que Servicios Infantiles pudiese demandarla, ella dijo que si comía, dormía y vivía en la casa, de alguna forma tenía que pagar. Así que la puso a trabajar en lo que ella pudiese hacer. 

A mí no me pareció para nada que mi madre me quitara a mi única y primera amiga. Se me hacía cruel e injusto porque sabía qué Tita debería ir a la escuela y aprender como todos los demás. Sin embargo, mi sed de injusticia duró poco, porque mis padres decidieron enviarme, lejos de casa, a un internado que se encontraba en el sur de España, justo en la frontera con Francia. 

Al principio me negué, lo hice con mucho ímpetu, porque yo deseaba quedarme con mi niñera, por temor a que mi madre la despidiera cuando yo estuviera lejos. Recuerdo que, al salir de mi casa, lloré a mares, y no porque me alejaba de mis padres, sino por el miedo de que esa fuese la última vez que viera a María. 

Para mi fortuna, no pasó así, en el verano, cuando tuve que regresar a pasar vacaciones a Ibiza, María y Tita estaban ahí, y por un rato fue así, hasta que perdí de nuevo a María, pero ya estaba lo suficientemente grande para entender por qué. Sin embargo, si no hubiese sido por el cariño de María y las enseñanzas que me dio, posiblemente hubiese crecido peor y más adelante, me hubiera perdido la oportunidad de mi vida. 

Entonces, a mi corta edad, viaje a los Pirineos, Internado Élysée, que se encontraba justamente en la frontera entre España y Francia. Al principio, no podía creer que mis padres me hubiesen mandado a la otra punta del país a estudiar, sin embargo, con el tiempo comprendí, que tanto para ellos como para mí era un descanso, disfrazado en una escuela exclusiva donde personas con dinero enviaban a sus hijos para obtener la mejor educación. 

El sitio, estaba diseñado para satisfacer las necesidades y expectativas de los hijos de millonarios y empresarios, todo esto para brindarles una experiencia educativa sin igual. El internado, estaba rodeado de majestuosos montañas y paisajes que nos ofrecían increíbles amaneceres, así como la baja posibilidad de poder escaparnos de ahí. Sus amplios terrenos albergaban instalaciones de primer nivel, así como residencias exclusivas, extensos jardines, canchas deportivas y una piscina que parecía infinita. 

Además de las clases con contenido especial, teníamos acceso a una amplia variedad de opciones, desde deportes de élite hasta actividades culturales y artísticas. Podíamos tomar clases de equitación, practicar golf en nuestro campo diseñado por renombrados arquitectos, participar en deportes acuáticos o disfrutar del teatro, la danza, y las artes visuales. 

Todo era muy bonito, de una calidad palpable y con un paisaje que te quitaba el aliento, pero, no todo lo que brilla es oro, porque dentro del internado la armonía no era tan bonita como las montañas. Al ser todos hijos de personas de la alta sociedad de todo el mundo, las traiciones, las competencias y el acoso eran parte del día a día. Se hacían grupos de estudiantes que se clasificaban según su objetivo o sus alianzas, y yo… caí en uno de ellos – el de los españoles. 

Nuestro grupo, conformado por Patricio Landaverde, Mauricio Santander y Eduardo Jaz, era uno de los más populares del colegio, porque en pocas palabras éramos los que siempre traíamos el ambiente. Dentro de ese grupo, también se encontraba David Canarias, el que de inmediato se convertiría en mi mejor amigo, no solo porque vivíamos en la misma parte de Ibiza, si no por la conexión y química que teníamos. 

David Canarias sonará un poco romántico, fue el hombre que cambió mi vida de la soledad total, a tener un mejor amigo en qué confiar. David, era un joven decidido, lleno de ánimos por aprender y fanático de las matemáticas y todo lo que tuviese que ver con las finanzas. Se leía los libros con temáticas de negocios y cuestiones de la bolsa, como si no hubiese otro material, y solía decir que su destino era ser el próximo en línea de las Empresas Canarias. 

Sé, que como yo, David no tenía mucha opción para poder escoger otra carrera o destino, pero, al menos, él lo aceptaba con gusto y esperaba deseoso que se le diera la oportunidad de llevar su empresa hacia el futuro. Yo era todo lo opuesto. Nunca me interesó lo que mi padre hacía, por lo mismo de que no tenía un trato con él, así que yo nunca presté atención a las clases que tuviesen que ver con dirección de empresas, o algo que se asemejara a eso. 

Crecí pensando que podría ser algo más. Mi sueño, era ser fotógrafo, y lo demostraba sacando unas hermosas fotos de las montañas y exponiendo mis fotos en la pequeña galería del internado. Soñaba con recorrer el mundo, tomar las fotos más extraordinarias y ser libre. 

Sin embargo, estaba seguro de que mi futuro no sería así. Tarde o temprano caería en la rutina, en tener que aceptar responsabilidades sin ni siquiera considerar mis deseos, y no estaba preparado para esto, incluso, nunca lo estuve. 

La amistad de David, me ayudó al menos a sobrellevar el internado, a encontrar en él un confidente, y él, en mí, un aliado al que le podía contar sus frustraciones y problemas que, al igual que yo, tenía con su padre. Nuestra relación sobrepasó los muros del internado donde crecimos, y nos acompañó hasta Madrid e Ibiza, donde seguimos frecuentándonos todos los días, ya que decidimos ir a la misma universidad, además de que nuestra alianza ayudó a que nuestros padres, algún día pensaran, que nuestras empresas podrían unirse. 

Ambos continuamos con las amistades del “grupo de los españoles”, pero él y yo, fuimos los únicos que continuamos como mejores amigos. Y lo haríamos por el resto de nuestras vidas, solo que, en ese momento, no lo sabíamos. David y yo compartimos todo, mismos gustos de música, fiestas y hasta intimidades. Lo que hizo nuestra amistad más fuerte y duradera. 

David, nunca se enamoró en su adolescencia, él decía que estaba esperando al amor verdadero. Yo, me enamoré tantas veces pude, no porque fuese un mujeriego, si no, porque necesitaba escapar de mi realidad, necesitaba escapar de Begonia, la mujer que mis padres me impusieron y que me dijeron que tenía que amar. 

Bego, era la hija de uno de los acaudalados socios de mi padre. Una mujer rubia, atractiva, pero berrinchuda y de mal genio, la típica niña rica que siempre parece salirse con la suya. No lo voy a negar, cuando la vi, me gustó, ya que su apariencia física era deslumbrante, con un cabello rubio perfecto y unos ojos llamativos que reflejaban esa determinación y seguridad en sí misma.

Sin embargo, detrás de su atractivo exterior, Bego mostraba un temperamento difícil que podía resultar desafiante para quienes la rodean. Su actitud de siempre tener la razón, no solo me sometía sino a los demás, y pronto me vi cumpliendo sus deseos y caprichos. 

Juro que si no hubiese sido por todo lo que me enseño María, hubiese pensado que lo que me ofrecía Bego era amor, y posiblemente, la hubiese tomado como mi novio ya aguantado por el resto de mis días. Sin embargo, no sentía ni una conexión, ni todo eso que David me explicaba que debía sentir al encontrar al amor de mi vida. 

Él me decía: «Cuando la veas a los ojos tienes que sentir que el tiempo se detiene, y que no hay nada que no harías por hacerla feliz». Eso jamás lo sentí con Bego, y jamás lo haría. Pero, nuestros destinos ya estaban atados de mil formas, convirtiendo mi relación con ella en un tormento del que necesitaba escapar de alguna u otra manera. 

Lo hacía ignorándola como pudiese, yéndome de fiesta, y teniendo sexo con mujeres que yo consideraba más guapas que ella. Después, eso no fue suficiente, y acordándome constantemente de la vida miserable que llevaba, a pesar del dinero que poseía, caí en algo más fuerte, algo que me quitó de la cabeza los sueños, las ilusiones y solo me adormeció para así poder vivir sin sentir. 

Bego, se convirtió en mi tortura más grande, en mi martirio, el ancla que no dejaba mi barco zarpar y a la vez, en uno de mis lugares seguros. Ella, sería la única persona que me “amaría”, a pesar de todo, de mis adicciones, mis desastres, mi caos. Ella jamás se iría porque, al igual que yo, no tenía a dónde, convirtiéndonos así en una pareja co-dependiente. Bego necesitaba mi estatus, yo necesitaba su dinero y por eso nuestra alianza era algo que convenía a todos, incluso a mí. 

Tanto David, Bego y yo éramos piezas de ajedrez sobre un tablero, donde nos movían a su antojo para conseguir un bien mayor. La diferencia era que David era el rey y yo, un peón que veía imposible llegar a ser una torre, mientras que Bego, era la reina, y podía hacer y deshacer a su antojo no solo mi vida, sino la voluntad de mi madre, a la cual, años después, le haría una mala jugada que la sacaría del tablero. 

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