El doctor Rafael y Marianela cabalgaron a toda prisa hacia el pueblo, ansiosos por llegar a la clínica. Cuando finalmente alcanzaron su destino, lo que encontraron les congeló el corazón. Un inmenso manto de humo oscuro se cernía sobre el horizonte, y las llamas rugían desde la clínica, que había sido devorada por el fuego voraz.

La escena era un caos. Gente corría en todas direcciones, gritando y clamando auxilio. Algunos lugareños intentaban apagar el incendio desesperadamente, llevando cubetas llenas de agua desde el pozo más cercano. Otros arrancaban las sábanas de las camas y las empapaban antes de aventarse hacia el edificio en llamas, en un intento inútil de sofocar el fuego.

El estruendo de las llamas, el crujir de la madera consumida y los gritos angustiados llenaban el aire. El cielo se volvía un manto de sombras mientras la oscuridad de la noche se apoderaba del pueblo.

Los enfermos, en su mayoría mujeres y niños, habían sido evacuados y yacían sobre las empedradas calles, vulnerables y temerosos. Algunos tosían por el humo y las lágrimas corrían por los ojos de otros. Las madres se aferraban a sus hijos, tratando de consolarlos en medio de la confusión.

Marianela y el doctor se abrieron paso entre la multitud, conmocionados por la escena que tenían ante sus ojos. 

⎯¡Agua!, necesitamos más agua aquí ⎯gritaba el padre, desesperado. 

⎯El pozo del pueblo es demasiado chico, si seguimos acarreando agua puede que dejemos a los pobladores sin nada ⎯le dijo otro hombre, que yacía con la piel tiznada por las cenizas.

⎯¿Qué pasó? ⎯preguntó Rafael, mientras llegaba ante el padre. 

⎯Unos malnacidos que llegaron a asaltar para robarse las medicinas de la bodega. No escucharon razones y, en venganza, incendiaron la clínica por completo. 

⎯¿Ya todos han sido evacuados? ⎯Interrumpió Marianela. 

⎯Sí señora, lo malo es que no logramos y algunos ancianos murieron dentro. 

⎯¡NO!⎯ expresó ella llena de terror, al saber que hubo gente que no se salvó. 

⎯¿Se llevaron las medicinas? ⎯preguntó Rafael, bastante enojado. 

⎯Sí, casi todas. Ya fueron unos a darles persecución, esperemos que regresen con buenas noticias. 

“¡Ayuda!”, se escuchaban los gritos de la gente que estaba tendida sobre la calle. Algunos tenían quemaduras visibles y otros unas más profundas. 

⎯Me avisan cuando lleguen, quiero saber dónde ir a perseguir a esos hijos de puta ⎯expresó Rafael, para después darse la vuelta y caminar hacia una estación improvisada que había puesto una de las enfermeras. 

Marianela, aún impactada por todo lo que estaba viendo, lo seguía a pasos agigantados con tal de alcanzarlo. 

⎯Necesito medicina, vendas, gasas. ⎯Comenzó a ordenar con un don de mando, como si fuese general. 

⎯¿En qué ayudo? ⎯preguntó Marianela, mientras el doctor se arremangaba las mangas para comenzar a curar. 

⎯Vete a la casa. 

⎯¡NO! ⎯expresó ella segura⎯. Te dije que te ayudaría y eso haré, dime que hago. 

El doctor miró a su mujer a los ojos, y después suspiró. 

⎯¿Sabes curar? 

⎯Sí. 

Volteó a ver a la enfermera. 

⎯De le a mi señora lo que se necesita para curar. Empieza por todos los que crees que son quemaduras leves y que se pueden terminar de aliviar en casa. Yo tomaré los graves. 

⎯Sí. ⎯Atendió Marianela, sin llevarle la contraria y tomando lo que la enfermera le dio, fue a hacer lo que el doctor le pidió. 

El humo todavía danzaba en el aire mientras el resplandor de las llamas se atenuaba lentamente. La clínica en llamas había dejado un escenario de pesadilla. La gente herida se encontraba esparcida por las calles empedradas del pueblo, algunos gritando, otros llorando en silencio. 

Marianela, con su rostro resplandeciendo por la preocupación, avanzaba entre los heridos. El vestido comenzaba a manchársele de cenizas, sin embargo, con determinación, se acercó a los afectados, buscando a aquellos con quemaduras menos graves. Su mano cálida tocaba las frentes sudorosas y sus ojos compasivos buscaban en sus miradas el nivel de sufrimiento. 

Entre los gemidos y los lamentos, las historias de sufrimiento se desplegaban. Niños asustados, mujeres con lágrimas en los ojos y hombres heridos buscaban alivio, y Marianela les ofrecía una palabra amable y la promesa de que haría lo que estuviera a su alcance para ayudar.

A su lado, el doctor Rafael Guerra, con una serenidad envidiable, se ocupaba de los casos más graves. Su voz firme dirigía a los voluntarios que intentaban llevar a los enfermos más críticos a un lugar seguro, fuera del alcance de las llamas. Con una calma asombrosa, él evaluaba las quemaduras más profundas y atendía a los pacientes con heridas de gravedad, priorizando la vida por encima de todo.

La escena era caótica, pero la habilidad y la compasión del doctor eran evidentes para todos. Su rostro estaba bañado en sudor, pero su temple no flaqueaba. Con manos expertas, realizaba curaciones, administraba analgésicos y tranquilizaba a los afligidos con palabras tranquilizadoras. Ella, por su lado, ayudaba a aliviar el dolor de quienes sufrían quemaduras más leves, cambiando las vendas y aplicando ungüentos. 

Marianela jamás pensó que se enfrentaría a una situación así. Su exmarido le contaba sobre las batallas y la guerra, pero de una manera que parecía estar sacada de una novela romántica, por lo que ella no le daba mucha importancia a lo que sucedía a su alrededor. 

Sin embargo, ahora, que se encontraba en el sitio, supo la terrible realidad que el doctor le contaba, quitándole la venda de los ojos, y dándole un aprendizaje que fue más allá de la burbuja que le rodeaba. Los gritos, los gemidos, las súplicas y el olor a piel quemada, serían recuerdos que jamás se le irían de la mente, y que la perseguirían por el resto de la vida. 

Así pasaron toda la noche, curando, ayudando y apagando las llamas. Al amanecer, el pueblo se sumió en un silencio que contrastaba con la tragedia de la noche anterior. El cielo se pintaba de tonos pálidos de azul y rosa, y los primeros rayos de sol se filtraban tímidamente entre los volcanes. Las huellas del incendio en la clínica eran evidentes; los escombros humeantes y las paredes chamuscadas eran un recordatorio constante de la tragedia.

Marianela y el doctor Rafael Guerra estaban exhaustos. Sus rostros reflejaban la fatiga acumulada por una noche larga y desafiante. Los ojos de Marianela, normalmente brillantes y llenos de vida, ahora mostraban rastros de tristeza y agotamiento. Su cabello, desordenado y lleno de ceniza, caía desaliñado sobre sus hombros. A pesar de su apariencia fatigada, se notaban sus energías de querer seguir.

Rafael, aunque también abrumado por la fatiga, mantenía una expresión de satisfacción mezclada con preocupación. Había pasado toda la noche liderando los esfuerzos para salvar vidas y ayudar a los heridos. Aunque sus ojos mostraban signos de agotamiento, su determinación no había flaqueado.

Ambos se encontraban cerca de lo que quedaba de la clínica, observando los remanentes que el fuego había dejado al haber consumido un sueño que tardó años en realizarse. 

El doctor guerra volteó a ver a Marianela y le sonrió. 

⎯Lo hiciste bien. ⎯La felicitó, aunque su tono no lo expresara por completo. 

⎯Traté… no hice suficiente. 

⎯En estas épocas, nada es suficiente ⎯le dijo su esposo. 

“¡Doctor”, se escuchó un grito. 

Al voltear, el doctor Guerra pudo ver a dos de los voluntarios que se habían ido a perseguir a los bandidos. 

⎯¿Los encontraste? ⎯preguntó Rafael. 

⎯Sí, se escondieron en los cerros del paso del diablo. No nos atrevimos a entrar más porque no tenemos suficientes armas. 

⎯Consigan a cinco más, y vamos tras ellos. 

⎯¡NO! ⎯expresó Marianela. 

El doctor volteó a verla y ese brillo en los ojos apareció de nuevo. 

⎯No puedes ir… son peligrosos y… 

⎯Tengo que ir ⎯le dijo en voz suave y serena⎯, esa medicina costó mucho dinero y es todo lo que tiene el pueblo para sobrevivir. No puedo dejársela a los bandidos, mucho menos en esta época. 

⎯Pero… pero… ⎯titubeó Marianela. Y de pronto se vio envuelta en un miedo terrible, uno que jamás había conocido y eso que ya había despedido muchas veces a un esposo para que se fuera a la guerra. 

⎯Ve a casa. Le diré a Jacinto que te lleve y espérame ahí. Toma uno de los rifles y estate atenta. 

⎯No, ven tú… yo. 

⎯Marianela, ve… ⎯ le pidió, con las manos entrelazadas y los rostros cerca⎯. Hazme caso y ve, te prometo que regresaré… 

Ella asintió con la cabeza, mientras todo el cuerpo le temblaba. No sabía si lo que había pasado con la clínica era un ataque directo hacia su esposo, o solo una coincidencia. Aun así, era peligroso salir a buscarlos, podrían herirlo o peor, matarlo. 

⎯Te lo pido… regresa ⎯le rogó. 

⎯Te lo prometo.

⎯Pero vivo… ⎯Agregó Marianela, por si las dudas. 

⎯Claro que sí. 

En ese momento, el doctor se dio la vuelta y siguió a los hombres. A medida que se alejaban, la figura del doctor se volvía más pequeña en la distancia, y un nudo de temor se formaba en el estómago de Marianela.

El miedo era inminente, palpable. ¿Qué sucedería si el doctor Guerra no regresaba? ¿Qué sería de ella, de la clínica, de la gente que dependía de su atención médica?, ¿de todo lo que habían avanzado?, ¿de esa respuesta que le debía a la pregunta hecha en el prado? A medida que estas preguntas invadían su mente, su mirada se volvía más ansiosa. La realidad de su situación se cernía sobre ella como una nube oscura. Estaban construyendo una vida juntos en medio de la agitación y el caos, y la sola idea de perderlo la llenaba de angustia.

⎯Vamos, señora. ⎯Escuchó la voz de Jacinto. 

Ella simplemente asintió con la cabeza. 

***

Marianela regresó a la hacienda con el corazón aún cargado de preocupación después de los acontecimientos en el pueblo. Las sombras de la noche comenzaban a extenderse sobre la extensa propiedad, y el cansancio de la larga jornada la hacía sentirse agotada. La imagen de la clínica en llamas y la tensión en el pueblo aún le pesaban en el alma.

Sin embargo, en medio de su cansancio, Marianela sabía que debía tomar medidas para proteger la hacienda y a quienes vivían allí. Entró en la casa grande y reunió a los peones y trabajadores, explicándoles la situación y la posibilidad de que los ataques y saqueos fueran una amenaza inminente. La necesidad de mantener a salvo la propiedad, el ganado y las personas se volvió una prioridad urgente.

Con determinación, Marianela ordenó que se cerraran y aseguraran todas las puertas y ventanas de la casa. Los trabajadores se apresuraron a obedecer, clavando tablones y colocando trancas en cada acceso. Mientras el sol se ocultaba en el horizonte, la hacienda se transformaba en una fortaleza resguardada.

El ganado, un valioso recurso de la hacienda, era una preocupación adicional. Marianela instruyó a los vaqueros y peones a conducir al ganado hacia los corrales y establos, asegurándose de que quedara resguardado de posibles ladrones o depredadores nocturnos.

Los peones comenzaron a organizar rondines, patrullas nocturnas para vigilar los alrededores y prevenir cualquier amenaza que se acercara a la propiedad. Portando rifles y antorchas, recorrían el perímetro de la hacienda, manteniendo un ojo vigilante y listos para actuar en caso de cualquier señal de peligro.

 Ella misma, con la misma valentía que había demostrado durante la crisis en el pueblo, se unió a los rondines nocturnos. Con su determinación y coraje, inspiró a todos a mantenerse alerta y proteger lo que era suyo.

Para su fortuna, no hubo represalias y lo que pasó en el pueblo solo se quedó como un acto de terrible que destruyó la única clínica. Así que Marianela, bajó un poco la guardia e hizo que solo continuaran los rondines y que lo demás volviera a la normalidad. 

Sin embargo, ya habían pasado cuatro días desde que el doctor Guerra se había ido hacia el paso del diablo a perseguir a los maleantes que se habían robado la medicina. No lo entendía, ¿por qué tardaba tanto?, o ¿a caso hace días había sido la última vez que lo había visto? 

A Marianela le habían dicho, que El Paso del Diablo se encuentra escondido entre las majestuosas montañas, un rincón perdido en medio de una naturaleza desafiante. Para llegar a este lugar, se debía atravesar un sinuoso camino que serpentea por las escarpadas laderas de las montañas. Las rocas gigantes y los altos acantilados rodeban el camino, dando la sensación de que el mundo se cierra alrededor.

A medida que se avanzaba por este estrecho paso, el sonido del viento silbando a través de las gargantas de las montañas envolvía por completo. Las sombras se alargaban a medida que el sol se oculta tras las cimas, y el paso se llenaba de una penumbra inquietante. 

En pocas palabras, quien entraba y salía del Paso del diablo era porque sabía como hacerlo, y según los trabajadores, el doctor Guerra, tenía el conocimiento, ya que varias veces había ido a rescatar el ganado allá. 

⎯¿Entonces si sabe, por qué tarda tanto? ⎯inquirió Marianela, mientras veía por su balcón. Todos los días se quedaba viendo la puesta del sol desde ahí, con la esperanza de ver entrar al doctor Guerra. 

⎯Pues, todo depende de qué tan metidos estén los bandidos, señora. Solo esperamos que el doctor no se haya caído por un acantilado y esté ahí muerto. 

⎯¡Por Dios!, no digas esas cosas. 

⎯Es que es verdad, señora. 

⎯Solo, limítate a avisarme si llega el doctor. No importa la hora, ¿entendido? 

⎯Entendido, y lo siento. 

El sonido de la puerta se escuchó, y una vez más Marianela se quedó sola en esa gran habitación. Dejó que la cena se enfriara sobre la mesa, ya que no tenía hambre. Ella, simplemente, se limitó a ver al horizonte, esperando por el doctor, rezando para que regresara bien. 

Marianela tenía que admitir que la preocupación por su esposo la embargaba de una manera que, para su sorpresa, la hacía derramar lágrimas, sin poder precisar del todo la causa de su temor. A lo largo de su vida, había sido hija de un general y posteriormente esposa de otro, lo que la había acostumbrado a las prolongadas ausencias de sus seres queridos. Sin embargo, con el doctor Guerra, la situación era diferente. Quizás se debía a que se había acostumbrado a su presencia constante, a su voz reconfortante, a sus charlas compartidas en el comedor y a esas miradas cómplices que él le dirigía cuando pensaba que no estaba prestando atención. 

Lo único que deseaba en ese momento era que Rafael regresara sano y salvo. Quería volver a verlo, a disfrutar de su compañía. No deseaba que se cumpliera lo que él le había mencionado en relación con heredar la hacienda y envejecer en la comodidad del dinero. No deseaba ser viuda otra vez. 

***

“¡Abran la puerta!” 

Se escuchó a lo lejos y Marianela abrió los ojos de inmediato. Eran las dos de la mañana, por lo que tomó su rifle y lo cargó sin dudar. 

“¡Abran la puerta!” 

Envuelta en el albornoz de color blanco y de algodón, ella salió de su habitación con el rifle en mano y recorrió el pasillo, decidida. 

“¡Qué abran la puerta por un carajo!” 

⎯¡No la abran! ⎯ gritó Marianela desde las escaleras. 

⎯Pero señora, al parecer es el patrón ⎯le dijeron, y de pronto, la ilusión regresó. 

⎯¡Ábrelo!, pero con cuidado. 

Así, dos peones abrieron la puerta de la casa grande, que para ese momento se encontraba reforzada, mientras Marianela apuntaba con el rifle en caso de que fuera un engaño. 

Entonces, las puertas se abrieron, y el doctor Guerra entró por el umbral, con un aspecto nuevo, con la ropa sucia y la barba crecida, dándole un aspecto más varonil. 

⎯¡Rafael! ⎯expresó Marianela. Y dejando el rifle al lado, bajó las escaleras corriendo para colgarse entre sus brazos. 

El doctor, a pesar de que traía un hedor a sudor y suciedad, no puso resistencia, cuando los brazos de su esposa lo envolvieron llenos de alegría. 

⎯¡Regresaste! 

⎯Te dije que lo haría, ¿no es cierto? ⎯contestó él, con una sonrisa. 

⎯Te extrañé ⎯confesó Marianela sin querer. 

El doctor Guerra no dijo nada, simplemente se limitó a sonreír. 

⎯Te pido que me preparen agua, necesito un buen baño ⎯dijo.

Marianela se alejó de él. De la emoción no había notado que su mirado en verdad apestadaba y se encontraba completamente sucio. 

⎯Súbanle al doctor agua al baño. 

⎯En seguida ⎯contestaron. 

Ambos se separaron y se vieron a los ojos. Ahí, de nuevo, estaba la mirada intensa de su marido. Ese destello verde que había soñado por tantas noches y que ahora la hacía sentir viva de nuevo. El intercambio de miradas, como siempre, dijo más que las propias palabras, y no se necesitó mucho para entender que ambos se habían extrañado. 

⎯Subiré a bañarme ⎯habló él al fin. 

⎯Sí, yo veré que el agua esté lista. ⎯Concluyó Marianela, para luego alejarse caminando hacia la cocina. 

Marianela recorrió la casa y al llegar a la cocina, con un don de mando, pidió que el agua estuviese lo más rápido posible y que le subieran algo de cenar al doctor. De pronto, a las tres de la madrugada, la casa tenía vida y todos estaban felices de que el doctor hubiese regresado con vida. 

Así, el agua llegó a las habitaciones del doctor Guerra, y él se sumergió en una tina con agua caliente y se quitó la mugre, el sudor y la sangre de días. Después, se rasuró la barba y se lavó el cabello regresando al aspecto de siempre. 

Marianela subió a su habitación y simplemente esperó con paciencia a que el doctor le diera una señal para poder ir a sus aposentos. La señal llegó, cuando escuchó al doctor quejarse al otro lado. 

Ella, se acercó a la puerta del baño que compartían, tocó dos veces y al no escuchar respuesta, abrió con confianza para encontrar el sitio vacío. Después, se acercó a la puerta que daba a la habitación de su marido. Tocó dos veces. 

⎯¿Puedo pasar? ⎯preguntó. 

⎯Adelante. 

Marianela abrió la puerta y la luz de las velas iluminó algo que ella nunca se esperó. Ahí estaba su esposo, con el torso descubierto, tratando de curarse, lo que parecía una herida de bala en la parte lateral del estómago. 

⎯¿Estás bien? ⎯preguntó preocupada. 

⎯Sí, solo rozó la bala, no pasó nada. 

⎯Te ayudo ⎯le dijo ella, para entrar y tomar el ungüento que había sobre la mesa. 

Con cuidado, se acercó a su marido y recogiendo un poco del ungüento con dos dedos, se acercó al cuerpo de su marido. 

⎯¡Ay! ⎯Se quejó levemente el doctor. 

⎯Lo siento… 

El silencio volvió entre los dos. Marianela podía escuchar la respiración de su marido, pausada por el dolor que sentía. 

⎯¿Recuperaste las medicinas? 

⎯Sí ⎯dijo con una voz entre cortada⎯. Los encontramos en lo más rebuscado del cerro y hubo disparos. Uno de mis hombres murió, debo ir mañana a ver a la viuda y darle algo de dinero. 

⎯Y, ¿cómo te hiciste esto? 

⎯Escapando, me alcanzó una bala. 

Ella suspiró. Terminó de untar el ungüento y de pronto, su mirada se fijó en el cuerpo de desnudo de su marido. El doctor Rafael Guerra tenía un físico impresionante. Su cuerpo estaba esculpido por años de trabajo físico, y se notaba que dedicaba tiempo y esfuerzo a mantenerse en forma. 

Sus músculos estaban bien marcados, no de forma exagerada, pero sí lo suficiente para mostrar su fortaleza y resistencia. Los brazos de Rafael eran fuertes y tonificados, con venas que se marcaban ligeramente debido al esfuerzo constante. Sus manos, ásperas por el trabajo en los campos de café y el ejercicio, mostraban fuerza y determinación.

Marianela ya había notado su espalda ancha y fuerte que reflejaba los años de trabajos pesados. Tenía un porte erguido y seguro, como si llevara el peso de la responsabilidad con dignidad.

El pecho de Rafael era amplio y definido, con cicatrices dispersas que contaban historias de situaciones pasadas. Algunas eran de heridas menores en su juventud, mientras que otras eran evidencia de la vida en tiempos difíciles. Estas cicatrices, lejos de disminuir su atractivo, añadían carácter a su figura.

Sus piernas eran musculosas y fuertes, resultado de largas caminatas por los cafetales y los traslados constantes a pie. Su piel tenía un tono bronceado, un testimonio de sus horas bajo el sol.

El doctor Rafael Guerra era, sin lugar a dudas, un hombre de buen ver, y ella lo sabía, y ahora que lo tenía de pie, desnudo del pecho y a solas. La tensión entre los dos había crecido. 

Marianela se levantó y ambos quedaron frente a frente. 

⎯Gracias ⎯murmuró. 

⎯De nada. Espero que te ayude. 

Ella, para desviar la mirada del doctor, bajó la suya y se concentró en las cicatrices de su cuerpo. 

⎯¿Está cicatriz dónde te la hiciste? ⎯preguntó. 

Rafael suspiró. 

⎯No puedo decirte. Es demasiado doloroso. 

⎯Y está ⎯dijo ella, y sus dedos acariciaron levemente la piel. 

⎯Tampoco… ⎯susurró él, con esa voz grave que le resultaba seductora. 

⎯Tampoco me puedes decir nada de esta, supongo ⎯contestó Marianela. 

El doctor rió levemente. 

⎯De esa sí. Me subí a un árbol cuando era pequeño, me caí y me lastíme. Me dieron trece puntadas. 

⎯Entonces, eras bastante travieso. ⎯Concluyó Marianela. 

⎯Algo… ⎯Respondió el doctor. 

La atmósfera estaba cargada de tensión. Ambos estaban cerca, demasiado cerca, pero sin atreverse a cruzar la distancia que los separaba. Sus miradas se encontraban de manera fugaz, chispas de deseo y anhelo que brillaban en sus ojos, pero rápidamente se apartaban, como si temieran que sus emociones se volvieran incontrolables.

Cada uno podía sentir el latido acelerado del corazón del otro, como un eco del suyo propio. La tensión era palpable, un campo magnético que los atraía y los alejaba al mismo tiempo. Cada segundo que pasaba parecía una eternidad.

Finalmente, sin poder resistirse más, Marianela alzó la mirada hacia el doctor Guerra, y en ese momento él preguntó: 

⎯¿Es verdad que me extrañaste? 

Ella se quedó en silencio, pero asintió con la cabeza. La mano de Marianela comenzó a acariciar el pecho de su marido y él se mordió los labios provocándola por completo. 

⎯Yo también. 

⎯Pensé que no regresarías…

⎯Pero, ¿cómo no iba a hacerlo si aún me debes la respuesta a la pregunta que te hice en el valle? 

Marianela pasó saliva, y envuelta en un extraño fuego que le comía el cuerpo, supo que después de esto, ya no había marcha atrás. 

⎯No la recuerdo. ⎯Fingió. 

El doctor sonrió levemente y acercándose a sus rostros, casi tomando su boca, le dijo: 

⎯¿Me deseas, Marianela? 

Entonces, sin más, sus labios se encontraron en un beso apasionado y ardiente que rompió la tensión que los había envuelto. El mundo exterior desapareció y solo existieron ellos, entregándose al deseo que habían estado reprimiendo durante tanto tiempo.

One Response

  1. que fuerte…
    Rafael va a sacar un Marianela que ni ella misma conoce, una mujer capaz, aguerrida y humana, lejos de lo que era mientras vivía con el coronel.
    por lo visto no será fácil que puedan disfrutar de todo eso que están sintiendo!!!
    ambos merecen sanar y vivir un amor de verdad!

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