Ciudad de México – México
Ximena
— ¡Te ves divina! —grita la madre de mi clienta mientras observa cómo su hija se prueba apresuradamente el vestido de novia que tuve que confeccionar de urgencia debido a su estado— ¿No se ve divina? —me pregunta.
Alzo la vista y la veo a través del espejo.
—Se ve preciosa —respondo, mientras arreglo un poco la longitud del vestido para evitar tropiezos.
—Además, cubre su embarazo por completo, y no se notará —menciona la madre, y el rostro de la joven, de escasos veintitrés años, se tensa—, ¡qué bien te las arreglas, Ximena Caballero!
—Solo es mi trabajo —respondo, para continuar con la costura. Luego, miro a la joven y le pregunto—, ¿a ti te gusta?
—Bueno… —murmura, y sé que no me quiere decir la verdad delante de su madre, así que solo sonrío.
—Nada de “bueno” —habla la madre entre dientes—, después de que tu padre aceptara la boda a pesar de que te comiste la torta antes del recreo, deberías estar agradecida, mijita —y la chica me ve de nuevo.
—Me gusta mucho, gracias —habla, y se acaricia el vientre abultado.
¡Qué difícil ser madre y que te casen a la fuerza!, pienso mientras muevo mis dedos entre la tela. No sé si yo podría vivir casada de esa manera.
—¿Todo bien, Ximena? —me habla la madre; al parecer, mis pensamientos se reflejaron en mi rostro.
—Sí, solo pensaba que este será el último ajuste para la longitud del vestido. El ancho se modifica fácilmente gracias a los lazos que he puesto, así que no tendrás problema con el vientre para cuando llegue el día —le explico, y la joven sonríe.
—Muchas gracias, Ximena, ¡eres la mejor! Socorro, tenía razón, eres increíblemente cuidadosa y detallista en tus diseños —y al decirme esto, sonrío.
—De nada —respondo y me pongo de pie para ayudar a la joven a bajar del pequeño tapanco—, ¿ya sabes qué es? —pregunto.
—Sí, es un niño, le llamaré Francisco —comenta.
—Justo como mi hermano, también se llama igual —le hago saber.
—Mijita, apúrale que tenemos que ir a ver los zapatos —le indica la madre—. Gracias, Ximena, regresaremos pronto por el vestido.
—Claro que sí. Aquí las espero —contesto, con una sonrisa.
Después de que la joven se viste y la madre me deja otro pago, ambas salen del lugar, apuradas, dejándome con Martita, mi asistente, una señora de cuarenta y cinco años, de cuerpo robusto, manos gruesas, tez morena y con un aire coqueto y simpático.
—Y tú, ¿pa’ cuando, Mena? —me pregunta, mientras escribo en mi libreta los últimos pagos.
— ¿Para cuándo qué? —pregunto.
—Te vas a casar. Ya estás lista para el amor —y me río al ver la expresión en su rostro.
— ¿Lista para el amor? No lo sé, Martita, yo de plano creo que estoy más salada que el mar para encontrar eso del amor, tú lo sabes. No entiendo de dónde…
—¿Y ese güero? —me interrumpe. De pronto, al ver hacia afuera, noto a un chico alto, de barba tupida y cabello castaño, viendo hacia dentro del local—, ¿querrá asaltarnos? —pregunta y yo la volteo a ver y me río.
— ¿Ese?, ¿asaltarnos? No creo, Martita, excepto que quiera que le demos las propiedades de la tienda porque finta de ratero no tiene —y diciendo esto, camino hacia la puerta para encontrarme de frente con él. Sin embargo, al verlo a los ojos, las memorias regresan a mi mente y de pronto, lo recuerdo todo— me lleva la chingada —murmuro.
Él, al hacer contacto con mi mirada, abre los ojos de par en par y luego entra al local sumamente enojado — ¡Eres tú! —expresa.
—¿Yo? —comento mientras me hago para atrás.
—Eres tú, Ximena Caballero, ¿cierto? —y me da un poco de risa cómo pronuncia mi nombre con su acento español— ¿Sabes cuántas Ximenas hay en el mundo?
—No sé, ¿muchas? —respondo y él se enoja más.
—¡Muchas! —grita y Martita se interpone entre los dos con un palo de escoba y comienza a pegarle mientras habla en sílabas.
—De-ja- a- Xi-me-ni-ta – en – paz —y él pone las manos defendiéndose.
—¡Espera! ¡Espera! —le grito mientras trato de pararla, ya que el pobre chico se esconde detrás de un maniquí de la tienda.
—¿Cómo qué espera? Este cabrón que se cree, venir a gritarte y luego a arrinconarte, pues no hay derecho —expresa Martita, enojada— unos buenos catorrazos a tiempo y verás cómo se le acaba esa pinta de machito.
El joven, saca la cabeza detrás del maniquí y juro que estoy a punto de morir de risa por su expresión, pero trato de mantener la compostura.
—Yo lo arreglo, Martita.
—¿Segura?, porque atrás tengo un buen cinturón y…
—Sí, sí, segura —afirmo, tratando de que esto no crezca más—. Mira, no tenemos a ningún cliente, así que podemos cerrar temprano el local e irnos antes —comento.
Marta me ve con sospecha, pero no me importa, lo que quiero es quedarme a solas con el joven y averiguar qué es lo que hace aquí—. Pues si eso quieres.
—Sí —contesto, para luego dirigirme a él, quien sigue escondido detrás del maniquí— ¿Me acompañas por un café? —le pregunto.
—Vale —responde, para luego salir de su escondite y salir del local.
En ese momento, camino hacia el mostrador y tomo mi bolso—. Oye, no quieres que le llame a mi sobrino. Él sabe artes marciales y todo eso, podría darle un escarmiento si quieres.
—No, Martita, está bien. Te juro que yo lo voy a arreglar, tú nada más cierra el local y nos vemos mañana, ¿sale?
—Claro, socia, que te vaya bien. —Entonces, volteo a ver al joven y mi rostro cambia por completo a uno de terror.
Juro que cuando me desperté este día no me esperaba esto, la visita de aquel desconocido con el que me había cruzado en Las Vegas. Así que, tomo aire y salgo del local para verlo recargado en la pared, esperando por mí, con una cara de pocos amigos, pero eso sí, perfectamente arreglado y aseado. Tan solo nuestras miradas se cruzan, me río.
— ¿Qué? —pregunta, molesto.
—Espero que ese saco tan fino que traes no sea de los caros, porque creo que la pintura blanca no saldrá tan fácil.
— ¿Cómo? —me dice, y al ver que está recargado sobre pintura fresca, se separa de ahí— ¡Mierda! —expresa—, ahora tendré que comprarme otro y tirar este a la basura.
— ¡Qué!, no, claro que no —contesto de inmediato—, yo te puedo enseñar a sacar la mancha si quieres. Pero tirar un saco así, ¡jamás!
— ¿Cómo que jamás?, ya está completamente arruinado y no tiene remedio. Además, ¿a quién se le ocurre pintar una pared y no avisar?
Al decir esto me acerco a él y le muestro el letrero escrito en una cartulina amarillo brillante que dice: “CUIDADO, PINTURA FRESCA”.
—Supongo que no lo leíste.
—Estoy cansado, ¿sabes?, muy cansado —responde bastante harto—, he viajado desde Ibiza a Madrid, pasando por Arizona, hasta llegar acá, a México, buscándote —confiesa y yo trato de no reírme.
No le respondo nada, simplemente pago la prueba, la guardo en mi bolso y salgo de la farmacia seguida por él—. Esta prueba se hace por las mañanas, para que tenga más precisión, así que lo haré así.
—Hasta mañana —y dice esa frase en un tono de nerviosismo.
—Sí, hasta mañana, así que, ¿aún quieres ir a tomar un café? —pregunto.
El español asiente con la cabeza—. Sí, me gustaría, porque tú y yo tenemos muchas cosas de que hablar —me responde.
—Bueno, entonces vamos a la cafetería, queda a unas cuadras de aquí —le indico y sin más remedio, vamos hacia allá.