Tristán

Se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas, o algo de fierro viejo que vendaaaaaaaan…

— ¿Cómo? —hablo, confundido ante el estridente anuncio callejero.

Mi cuerpo comienza a despertar, sintiendo el calor del sol. Al abrir los ojos, la luz se cuela directamente, forzándome a cerrarlos. El ruido del despertar de la ciudad llena el ambiente: cortinas que se abren, murmullos de los otros pisos. Me encuentro en un mundo surrealista.

La pesadez de mi cuerpo indica el agotamiento. No quiero levantarme del improvisado lecho en el sofá. Tomo una manta hecha de retazos y me arropo, deseando volver al sueño reparador.

Se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas, o algo de fierro viejo que vendaaaaaaaan.

— Joder, ¿qué es eso? —me pregunto, mientras el anuncio se repite, asegurándome de que mi intento de dormir más es inútil. No tengo ni idea de la hora ni dónde estoy, solo sé que cada parte de mi cuerpo duele, la cabeza está a punto de estallar, y esta “aventura” resultó más complicada de lo que imaginé.

— ¡Sí! —oigo a lo lejos, y Ximena aparece saliendo del baño con una prueba de embarazo entre los dedos.

Me levanto rápidamente, sintiendo un leve mareo. Torpemente, pregunto —¿Qué pasa?, ¿qué significa ese sí?

Ella sonríe —¿Qué pasa si te dijera que…? —y se queda en silencio, aumentando mi angustia.

— ¡Joder, qué! —insisto.

— Que tú y yo, querido Tristán, no seremos padres de nadie, nunca, jamás, en nuestras vidas —y me muestra la prueba negativa de embarazo.

De nuevo, me he salvado. Pienso que no es la primera vez que enfrento esta situación. Al menos, el desastre que cometí no trajo consecuencias más graves.

— No hay bebé, entonces —confirmo, y Ximena asiente con la cabeza.

— No hay bebé, ya puedes estar tranquilo —responde. Camina hacia el baño, lo que da pie a que ella continúe —¿Café?—, como si no hubiéramos pasado por el momento más incierto de nuestras vidas hace minutos.

Asiento con la cabeza, y Ximena se dirige a la cocina. Yo me arreglo la ropa, intento peinarme y, como puedo, me pongo de pie para unirme a ella. Mientras camino, noto la excesiva luz que entra por las ventanas y detalles nuevos en el lugar que no pude ver anoche.

La casa de Ximena, llena de color, tiene fotografías y pinturas en las paredes. Muchas plantas cerca del ventanal que da a una pequeña terraza, y pequeños detalles decorativos. La cocina es pequeña pero bien equipada, con una vajilla colorida y macetas de hierbas frescas etiquetadas.

Ximena empieza a preparar el café, y yo, con mi vista más clara y enfocada, noto sus rasgos. Su belleza, que no aprecié anoche debido al caos, me asombra. Su largo cabello negro, sus ojos grandes y oscuros, labios carnosos, y una figura que llama mi atención. Veo pechos bien definidos bajo el camisón negro. Es entonces cuando pienso que su belleza puede haber sido parte de la razón por la que perdí la cabeza y me casé con ella. Una lástima que nos hayamos conocido en estas circunstancias.

—Entonces, ¿vamos al abogado? —me pregunta.

—¡Ah, sí! —respondo de inmediato, regando un poco de azúcar sobre la mesa—. Necesitamos buscar un abogado para que nos divorcie enseguida —hablo.

—Bueno, ¿tienes uno en especial? —inquiere.

Tomo un sorbo de café, delicioso como ningún otro. No sé si será de alguna cosecha especial, pero siento que es glorioso.

—Pues no… —respondo— Podría llamar a mis abogados de España, pero…

—No te preocupes. Tengo uno que cumple con las tres “b”. Aunque no sé si te gustará.

—Las tres “b”? —pregunto confundido.

—Bueno, bonito y barato —contesta.

—¡Ah! Y, ¿por qué crees que no me gustará?

—Porque es mi tío Juan —responde.

—¿Tu tío Juan? —pregunto.

Ximena suspira —¿Me podrías decir por qué tienes esa manía?

—¿Qué manía?

—¡Esa! De siempre hacer pregunta todo lo que digo, o de repetir lo que digo en pregunta.

—Claro que no —respondo sin convicción, sintiendo que me ofende.

—Claro que sí. Todo lo que digo lo repites en la última frase en pregunta. Es como si te lo preguntaras a ti mismo o si no estuvieras seguro de lo que escuchas. Creo que tienes problemas de confianza.

—Claro que no —repito, y no sé por qué me ofende.

—Claro que sí —responde—, si no confías en mí y en lo que te digo, mejor dímelo de frente en lugar de preguntar.

—¿Cómo voy a confiar en ti si todo puede ser broma? —respondo.

Y así, sin darnos cuenta, empezamos una discusión como si fuéramos verdaderamente marido y mujer, ambos luchando por tener la razón. Hemos hecho un tema de una tontería, una discusión seria, y después de unos momentos, la situación me parece cómica.

—Está bien, ya estuvo bueno —comenta, deteniendo todo y, como toda discusión matrimonial, yo cedo.

—Bueno, sí, tengo esa manía, lo admito. Lo que pasa es que estoy acostumbrado a cuestionarme mucho, ¿vale? Mejor dime ¿qué café es este?, porque está delicioso.

Ximena cambia su rostro, supongo que no esperaba que desviara el tema. No sé si ella quiere seguir discutiendo, pero con lo terca que es, puedo apostar mi herencia que sí.

—Lo compré en el centro, en una molienda que se encuentra en la calle López. Allá voy a la panadería; es que vende un pan de muerto que literal es para morirse.

De nuevo pongo mi cara de estúpido, y sí, tengo la pregunta en la punta de la lengua, lista para salir porque mi curiosidad puede más que cualquier cosa. Trato de ignorar el hecho e incluso el momento, pero no puedo más y abro la boca.

—¿Pan de muerto?

Ximena, inmediatamente, comienza a reír a carcajadas. Su risa es tan pegajosa que empieza a contagiarme y, de pronto, ambos estamos riendo sin control en medio de la cocina. Jamás había reído con tanta libertad; creo que no me he reído así en años. La última vez fue con David Canarias en una de las tantas fiestas de nuestra juventud y antes de que la desgracia llegara a su vida.

—¿De qué nos reímos? —pregunto.

—De nada, de nada —contesta ella, tratando de calmarse—. En fin, ¿qué te parece si te vas a tu hotel, te bañas y cambias de ropa y nos vemos en mi local de nuevo a la una de la tarde, ¿te parece? O si quieres, puedo pasar por ti a tu hotel y de ahí nos vamos, da igual.

—Mejor pasa por mí al hotel —contesto—, no quiero que tu jefa de seguridad me muela a golpes.

—¡Qué exagerado!, ni te pegó tan fuerte —responde, para luego tomar un sorbo de café.

Veo los hermosos ojos de Ximena, brillantes debido a las lágrimas de risa, y enfoco mi vista en sus pestañas, que llaman mi atención. Me gusta cómo están enmarcan sus ojos de una forma tan bonita y simple, dándole un aire de coquetería que estoy seguro, ella no tiene ni idea de ello. Sin embargo, es su mirada, tan profunda y sincera, la que me vuelve loco y a la vez, me hace sonreír.

Ella deja el café a un lado y luego toma su móvil —Dame tu número de celular —me pide, y me quedo en silencio porque no quiero repetir la palabra en forma de pregunta; aunque confieso que muero porque ría de nuevo. Parece que mis ojos lo dicen todo por qué ella mueve su móvil, indicándome que “celular” es “móvil”.

—¡Ah, sí! —reacciono—, lo siento, es que todavía tengo jet lag y ando un poco lento —miento.

—Claro, el jet lag —contesta ella.

Entonces, marco mi número en su móvil y ella lo guarda —Listo, todo tuyo, Ximena Caballero.

Ximena sonríe —A la una de la tarde estaré ahí —y deja el móvil al lado.

—Bien —respondo, y cuando veo que ella comienza a guardar las cosas del café, se me ocurre preguntar—, pero, ¿sabes cómo puedo regresarme? Es que no tengo idea de dónde estoy.

En otra situación, lo único que tendría que hacer sería bajar las escaleras, abrir la puerta y el chofer me estaría esperando para llevarme sano y salvo a mi casa. Sin embargo, aquí estoy en una ciudad desconocida donde no soy nadie y mi padre no es dueño de la mitad de Ibiza.

—¿Quieres que te llame un radiotaxi? —pregunta, y yo asiento con la cabeza, porque creo que es lo correcto—. ¿Dónde es que te hospedas?

—En el Gran Hotel de la Ciudad de México —digo.

—¿Qué? —pregunta asombrada.

—Sí, ahí tengo mi habitación, ¿qué?, ¿está mal?

—No, para nada —contesta, y luego va hacia el teléfono que se encuentra colgado sobre el muro de la cocina y marca. Momentos después dice su dirección y termina la llamada—. El taxi llegará en dos minutos, bajemos para que te abra el portón.

—Sí, sí, claro.

—Te veo a la una —me recuerda.

—A la una —repito, y ella esboza una ligera sonrisa—. Bueno, gracias por el café y la prueba de embarazo negativa.

Ximena vuelve a reír, y juro que al lograrlo siento que no tengo nada más que pedirle al día.

—De nada, ahora vamos Tristán, que los taxis aquí no esperan —comenta, para abrir la puerta y dejarme salir.

—Hasta luego, Ximena y gracias por todo.

—No hay de qué, español —responde, para luego dejarme salir de aquel piso colorido, que sé, jamás podré olvidar.

[…]

Después de un despertar diferente, de probar un café delicioso y compartir carcajadas con una desconocida. Llegué a mi hotel sintiéndome diferente, y cuando digo eso, no me refiero, a drogado o ebrio, si no, feliz, extrañamente, feliz.

Así, lo primero que hago es quitarme la ropa, entrar al precioso baño, estilo colonial y darme una ducha larga y caliente, que me quite no solo el cansancio, sino también el sudor y el vómito que siento impregnado en mi piel desde ayer por la noche. No sé cómo Ximena no me dijo nada de mi aspecto y mucho menos de mi aliento. Si Bego estuviera aquí, ya estaría regañado por traer esta pinta horrible y posiblemente, hubiese llorado diciéndome que la pongo en vergüenza.

En cambio, Ximena, me ofreció un café, se rió conmigo y, además, me regaló, sin querer, las imágenes más bonitas que he visto en mi vida. Cierro los ojos y puedo ver los de ella, esa sonrisa tan sincera y el olor a lavanda que impregna su piel, ahora invade este sitio. No comprendo cómo terminé aquí, con ella, pero por alguna razón, lo agradezco infinitamente.

Después de disfrutar el agua caliente. Salgo de la ducha y comienzo a secarme. Mientras peino mi cabello frente al espejo, me río al recordar nuestra discusión.

—Claro que no convierto todo en pregunta —hablo, y esbozo una ligera sonrisa.

Sin embargo, esta se borra cuando el móvil suena, y veo en la pantalla la palabra “madre”. Todo mi cuerpo se congela, mi corazón empieza a latir tan rápido que siento que me dará un infarto, y mi respiración se agita.

Tomo el móvil, respiro profundo y luego acepto la llamada, ya que no le gusta esperar.

—¿Diga? —pregunto.

—¡Al fin contestas, Tristán! —me reclama, en ese típico tono enojado que siempre usa. Odio que mi madre siempre me trate como un crío de catorce años, o más bien, como un hombre inútil.

—Lo siento, me quedé sin batería —me excuso.

—¡Ah! —expresa, en tono nada amigable—, ¿dónde te encuentras?

—En México.

—¿México?, ¿qué haces en México? —pregunta en un tono despectivo y bastante molesto.

—Pues, ¿qué es lo que me has mandado a hacer? —hablo en un tono de obviedad—, vine a buscar a la joven, y para tu información, ya la encontré.

Mi madre suspira—. Bueno, al menos has hecho algo bien —comenta—. ¿Cuándo te vas a divorciar?

—Estoy en eso, madre —respondo, mientras camino hacia el gran ventanal que tengo en mi habitación y me distraigo viendo la hermosa vista del Centro Histórico de la ciudad; automáticamente sonrío.

—Perfecto, entonces en cuanto te divorcies, regresas a Ibiza. Bego y yo ya estamos planeando la fiesta de compromiso, ¿vale?

—Si madre —respondo, sin ganas. La verdad que solo acordarme que debo casarme al regresar me hace desear que el avión se caiga y yo muera en el accidente.

—Bien, entonces, te dejo. Debo ir a la fiesta de los Echeverría. Los invitaré a todos, la crema y nada de Ibiza, deben estar ahí —finaliza, para luego terminar la llamada.

Tan solo desaparece su voz, mi cuerpo se relaja y vuelvo a respirar. No cabe duda que mi madre me altera más allá de lo alterable, y es una piedra cuyo peso me aplasta el pecho. Bego, es otra piedra en mi espalda, una que vengo cargando desde que soy joven y que ahora, quiere que lo haga para siempre.

Así, mientras observo el hermoso paisaje delante de mí, y sonrío al recordar los hermosos ojos de Ximena, a mi mente viene algo que jamás me permití pensar antes.

¿Qué pasaría si me quedo casado con Ximena?, ¿sería una manera de escapar de mi vida y de mi familia?

—No pienses tonterías, Tristán. ¿Cómo prefieres estar casado con una mujer que ni conoces a una que conoces de toda la vida? —digo en voz alta.

Aunque no lo quiera admitir, es así. Prefiero quedarme casado con una desconocida en México que regresar a mi vida aburrida, arreglada y tortuosa en España. Si tan solo pudiera hacer algo… Si tan solo pudiera quedarme.

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