El calor me envuelve en Huánuco, Perú, y mi mente está atrapada en un sueño inquietante. El ventilador zumba, pero el sofoco persiste. Despojo la sábana con una patada y yago sobre la cama, buscando alivio inexistente.
—Mañana, consulta a las ocho, David. Trata de dormir —mi voz resuena en la habitación vacía.
Contemplo el techo, contando azulejos, pero la monotonía me aburre. Cambio de posición, mirando hacia la ventana.
—Un día más y esas ventanas tendrán una vista diferente —musito.
Me levanto, empapado en sudor. Los bóxers me resultan incómodos, así que me envuelvo en una toalla y decido darme un baño para escapar del sofoco.
En la ducha, el agua alivia mi cuerpo y mi mente divaga. Pienso en Madrid, en el frío que me espera. Un ruido en la puerta interrumpe mis pensamientos.
—¿Sí? —pregunto, sin respuesta.
La insistencia continúa, y al salir de la ducha, la puerta suena de nuevo.
—¿Cielo? ¿Tengo consulta tan temprano? —pregunto, envuelto en la toalla.
La puerta suena una vez más, obligándome a abrirla, y mi furia se desvanece al ver a la persona frente a mí.
—¿Luz? —exclamo.
Ella sonríe, provocativa, vistiendo un vestido blanco casi traslúcido que despierta mi imaginación.
—Hola, David. ¿Por qué tardaste tanto en abrirme? ¿No quieres verme? —me pregunta, cerrando la puerta tras de sí.
Veo sus ojos recorriéndome, y la tensión me embriaga.
—Lu… Luz, ¿qué haces aquí? —pregunto, nervioso.
Ella ajusta su vestido, moviendo el escote y echándose aire con la palma de la mano.
—Hace calor, ¿verdad? —dice.
—Sí, hace calor…
Luz se acerca, su andar hipnotiza, y sus manos exploran mi camisa, descendiendo por mi torso. Mi piel reacciona.
—Estaba pensando que podríamos ir a la piscina, quitarnos este calor —susurra.
Sonrío, recordándole mi aversión a las piscinas.
—Cariño, sabes que no me gustan las piscinas —le recuerdo.
Ella se muerde los labios.
—¡Qué lástima! Iba a nadar con esto.
Desabrocha su vestido, revelando un bikini amarillo que me fascina. Mi excitación crece.
—¿No te animas? —insiste, acercándose y rozando sus labios con los míos.
—¿O qué? ¿No te gusto? ¿No te excito? ¿No quieres besarme? —pregunta provocadora.
—Bueno… —trato de hablar, pero su cercanía me desconcierta.
—Dígame, Doctor Canarias, ¿me darás una consulta? —pregunta, acercándose más.
—Consulta… —digo, sintiendo sus labios cerca.
—Doctor Canarias, ¿no tienes consulta? —insiste.
—¿Qué? —pregunto.
—Doctor Canarias… Doctor Canarias, ¡Doctor Canarias!
El grito me despierta, con el corazón acelerado. Todo fue un sueño. Abrazo la almohada, el sol ilumina la habitación. La realidad regresa.
—¿Doctor Canarias? —pregunta Cielo desde fuera.
—¿Cielo? —respondo.
—Doctor, ¿está bien? Tiene a muchas personas esperándolo para consulta. ¿No va a venir? ¿No que se iba mañana?
Consulto el reloj, casi las diez de la mañana.
—¡Mierda! —exclamo.
—¿Qué les digo? —insiste Cielo.
—Dame diez minutos —pido, volteándome en la cama.
—Sí, está bien.
La voz de Luz resonando en mi mente, la excitación persistente. Un suspiro y decido enfrentar la realidad.
Escucho cómo Cielo desciende las escaleras y se aleja de mi puerta. Me quedo mirando el techo por unos segundos, y al pasar el susto, recuerdo el sueño con una sonrisa. No puedo creer que me comporte como un adolescente, reviviendo fantasías que pensé habían desaparecido hace años.
—Ese bikini amarillo, Dios, ¡no lo recordaba! —exclamo en voz alta, sin dejar de sonreír.
La presencia de Luz ha revuelto recuerdos que creía olvidados. Son recuerdos que, al parecer, me reconfortan y me llevan a una época hermosa de mi vida, una que desapareció con la indiferencia de Luz Ruíz de Con.
—¿Aún tendrá ese bikini amarillo? —pregunto, levantándome y sintiendo la excitación en mi cuerpo. Después de tanto tiempo sin intimidad, pienso que una ducha fría podría solucionarlo —bien, nada que una ducha fría no arregle —comento antes de empezar a correr.
[…]
El rumor de que solo me quedaba un día de consulta se esparció rápidamente. A mi llegada, me enfrento a una larga fila de personas con sus hijos. Sin rechazar a ninguno, paso todo el día atendiendo. Intento apartar mi mente del sueño y concentrarme en mi vocación.
Cuando el último niño sale, la nostalgia me embarga. Pronto, debo recoger mis cosas en el hostal y tomar el autobús que me llevará lejos. Sin embargo, un pequeño con dolor de cabeza y lágrimas me retiene y agradezco la oportunidad.
—¿Cuánto tiempo lleva llorando? —pregunto a la madre, joven y nerviosa.
—Pues, como dos días. Primero pensé que era falta de sueño, pero ahora se queja y no sé qué tiene.
Coloco al pequeño en la camilla y le pido que me cuente qué sucede.
—Aún no habla mucho… —me dice la mamá —¿o ya debería?
—No, solo es una expresión. Los bebés se comunican de muchas formas —le explico. Veo al niño cubrirse la oreja izquierda y sonrío —cógelo fuerte.
—¿Cómo?
Con unas pinzas, Cielo me ayuda —sujétalo, que no se mueva; esto debe ser lento y preciso.
Aunque el niño llora, empiezo a extraer un pequeño muñeco que parece un minero. Muestro el hallazgo a la madre.
—¡Ay Dios! —exclama —¿Eso era?
—Sí, pero si metiste al minero es porque estabas intentando rescatar a alguien, ¿cierto? —le pregunto. Vuelvo a usar las pinzas y extraigo un pequeño perro —¿era esto? —pregunto al niño, quien ríe aliviado.
—¡Ay, gracias, doctor! —me agradece la madre.
—¿Cómo lo hizo, doctor? —pregunta Cielo.
—Jugaba mucho a ser cirujano cuando era niño —bromeo, recordando los juegos con los Ruíz de Con.
—¿Es todo?
—Sí, solo le daré algo para el dolor. Por favor, que no vuelva a pasar; pudo haber sido peligroso. Pero su bebé no come mineros ni perritos —bromeo, ofreciéndole un chupete de fresa.
—Gracias, de verdad. Se le va a extrañar, doctor —dice la joven.
Los acompaño fuera del consultorio y me doy cuenta de que ya no hay nadie esperando. Ha llegado el momento de cerrar este capítulo. Abro la puerta y los dejo salir.
—Adiós —dice el niño.
—Adiós —respondo, luego levanto la mirada para despedirme de la madre.
Observo cómo se alejan cuando veo a lo lejos a Jorge, el chofer que trajo a Luz. No puedo evitar sonreír.
—¡Ey! —grito para llamar su atención.
Voltea y me saluda.
—¿Cómo está? —pregunto al llegar.
—Bien, doctor —responde. Busco a Luz a mi alrededor, pero al no encontrarla, vuelvo a preguntar.
—¿La señorita de ayer?
—No, ya se fue. Salió temprano, como a las seis de la mañana. Tenía que ir a Lima para tomar el avión mañana.
¿Irá a España? ¿Estaremos en el mismo vuelo? ¿Nos encontraremos allí?
—¿Está seguro?
—Sí, me lo comentó. Solo venía a fotografiar y ya no tenía nada que hacer aquí, nada la detenía.
—Así es Luz, nada la detiene, ni siquiera sus fracasos.
—¿Por qué? ¿Está enferma?
—No, solo quería saber por qué no vino a la consulta. Pero si ya se fue, no pasa nada.
—Bien, me tranquiliza, doctor —dice antes de despedirse y alejarse.
Observo el entorno mientras la luz del sol se desvanece. Este viaje llega a su fin, pero parece que otro está a punto de comenzar. El David Canarias que dejó Madrid ha desaparecido, ahora regresa con una actitud renovada, menos miedos y, sobre todo, diferente, tan diferente que nadie lo reconocerá.
—¿Qué no te gusto?, ¿no me quieres besar?
Escucho la voz de Luz en mi mente y siento cómo mi cuerpo reacciona. No lo sé, no lo había pensado. ¿O sí?, respondo en mi mente, para luego sonreír.
—Estás loco, David —me digo a mí mismo—. Estoy seguro de que esos sueños serán pasajeros. Tú no estás hecho para enamorarte y menos de una Ruíz de Con —concluyo antes de dar media vuelta y regresar al hospital por mis cosas.
Este viaje me cambió, me dio lo que necesitaba sin pedirlo. Amigos, amor por mi vocación, paisajes hermosos, experiencias entrañables, armonía, paz y felicidad. Y al parecer, sueños. Muchos sueños y un nombre que resuena en mi cabeza: Luz, Luz Ruíz de Con.