Conocí a Luz Ruíz de Con cuando ella apenas era una preadolescente y yo, un adolescente, recién adentrándome en la vida adulta. Me encontraba en los golpes de las responsabilidades y la limitada libertad que mis padres me otorgaban en Ibiza. Desde el principio, fue evidente que existía un espacio entre nosotros, cuya magnitud desconocía, pero existía.

Luz venía de otro país, con una dinámica familiar diferente, un acento distintivo y, sobre todo, una personalidad que irradiaba seguridad y firmeza. Mientras ella manejaba su vida con determinación, yo era un caos en busca de rumbo.

Siempre fuimos opuestos. Mientras yo dramatizaba, ella encontraba soluciones. Mientras ella tenía metas claras, yo era un desastre. Mientras ella formaba parte de una familia grande, yo me sentía siempre aparte. Luz era mi polo opuesto, como si nos hubieran pegado con cinta adhesiva, siendo mi madre quien no permitía que me despegara.

Desde el primer encuentro, supe que Luz sería algo diferente, algo especial. A lo largo de los años, lo confirmé. Aunque nunca tuvimos problemas, compartimos una buena amistad y momentos que bloqueé de mi memoria. Ahora, emergen desesperadamente en mi mente, momentos que he pasado las últimas 24 horas intentando ordenar. Parece que Luz tiene la llave de mis pensamientos y la usó para abrir la puerta días atrás.

Luz, el recuerdo de la biblioteca, la primera vez que visitó mi casa, esos momentos que me hicieron reflexionar durante semanas. Luz, la niña bonita que ahora es una mujer en todos los sentidos, una amiga discreta que me acompañó en un tramo significativo de mi vida y luego desapareció como si nunca hubiera existido. Luz, la persona que nunca necesité, y, sin embargo, siempre estuvo ahí.

Aún recuerdo ese primer encuentro, en la fiesta de mi hermana Ainhoa. Aburrido de la fiesta infantil, me dirigía a mi habitación cuando la vi en la biblioteca de mi padre, leyendo con interés. La observé por un momento, intentando descifrar qué hacía, hasta que nuestras miradas se cruzaron, y ella sonrió.

—Perdón —murmuró—, no suelo entrar a lugares, pero, en mi defensa, la puerta estaba abierta.

—No te preocupes —respondí—. ¿También te aburriste de la fiesta? —Entré a la biblioteca y abrí las cortinas para que entrara más luz—. Así podrás leer mejor.

—Gracias, no me aburrí, simplemente me perdí —contestó.

—¿Te perdiste? ¿En mi casa?

—O puedes no creerlo y creer lo que quieras. Es lo que hay —respondió. Luz dejó el libro sobre la mesa y se acomodó el cabello—. ¿Quieres preguntarme algo o qué?

—¿Por qué lo dices? —contesté.

—Pues, ¿qué me ves entonces?

—¡Guau! Solo te estoy viendo. Eres la nueva aquí, solo te aviso.

—Y tú eres el tonto aquí, solo te aviso, por si no te habías enterado.

—Adoro tu acento. ¿De dónde es, contestolándea? —le inventé, y ella trató de no reírse.

—Y el tuyo, ¿de dónde es? ¿De tontolándea?

—Qué infantil eres.

—Tú empezaste, así que, si lo dices, es porque lo eres.

Luz y yo nos quedamos en silencio un momento y luego, sin esperarlo, ella empezó a reír mientras veía mi rostro.

—¿Qué? ¿De qué te ríes?

—De tu cara. Cuando te enojas, frunces el ceño así y te ves raro.

—Vale… ya estamos confiados —respondí.

Ella se dio la vuelta y caminó unos pasos lejos de mí—. Vi las fotos familiares en la sala. No te pareces a tu papá.

—Me parezco a mi madre —contesté.

—Tampoco te pareces a Fátima.

—Fátima no es mi madre biológica. La mía murió hace mucho tiempo atrás… —dije, y no recuerdo por qué, nunca hablaba de Alegra a nadie, mucho menos con personas que apenas conocía.

Luz regresó hacia mí y me dio un abrazo que sentí raro pero bien—. Lo siento, perder a una madre debe ser terrible. Yo no sé qué haría sin la mía —habló.

Por un momento nos quedamos así, abrazados. Ella lo hacía con cariño, y yo seguía algo confundido. Nadie me había abrazado solo por el hecho de decirle eso. Luz se alejó y me sonrió.

—Gracias, supongo… —dije confundido.

—De nada.

De nuevo, nuestras miradas se cruzaron, y ella, esta vez, se sonrojó—. ¿Qué se siente mudarte de país? —pregunté para romper el silencio.

—Raro, pero… bien. Se siente más raro saber que tu padre es un rico heredero de una fortuna… parece telenovela.

—¿Tele qué? —pregunté.

—Telenovela. Mi padre las ve… en fin, eso se siente más raro que el país, aunque no tanto. Mi familia sigue igual, y eso es lo que importa. Mis hermanos no han cambiado, mis padres tampoco. Recuerda que la familia no cambia, ni el hogar… tal vez las cosas materiales sí.

—¿Cómo qué? —seguí preguntando interesado.

—Pues, ahora tenemos una casa más grande y con mejores cosas. Mi padre no tiene una hipoteca por pagar, y ya no se le nota preocupado al respecto. Tenemos una piscina más grande, y personalmente, tengo esos cursos de fotografía que tanto deseaba.

—¿Vas a ser fotógrafa?

—Sí —asintió mientras le brillaban los ojos—. Y retrataré algo extraordinario, y todos verán mis fotos como las fotos de ese libro —lo señaló.

Tomé el libro de nuevo, y al ver el título de Ansel Adams, lo abrí y lo hojeé. Jamás lo había notado; los míos eran libros de literatura universal o de medicina, pero jamás sobre este tema.

Luz se acercó a mí y me dijo—. ¿No son hermosos los paisajes? Ansel es uno de los mejores fotógrafos de paisajes de la historia. Un día tendré un libro así, y llevará mi nombre: “Luz Ruíz de Con Caballero”.

Volteé a verla y sonreí—. Eres apasionada —murmuré.

Ella asintió—. Cuando hay pasión, no hay límite —respondió—. Digo, si no lo vas a hacer en serio, ¿para qué lo haces?

Asentí con la cabeza. Ese día, Luz me dijo la frase que guiaría el resto de mis días hasta hoy. Cerré el libro y se lo di—. Ten, te lo doy como regalo de bienvenida.

Los ojos de Luz brillaron—. ¿En serio?

—Sí, seguro que mi padre podrá conseguirlo en otro lado. Solo llévatelo…

Luz lo tomó, y de nuevo me abrazó—. Gracias, yo no tengo nada que regalarte.

—No es necesario. Ya te dije que la nueva aquí eres tú.

—Qué tonto —murmuró.

No recuerdo qué pasó después. Ella salió, yo me quedé. Y luego recuerdo que mi padre comentó que ese libro de Ansel Adams era único y autografiado por él antes de morir. Supongo que, al final, Luz tenía razón; fui un tonto.

—¿Señor? —escucho la voz de la sobrecargo casi en mi oído—. ¿Señor, ya llegamos?

Abro los ojos y siento como todo me da vueltas. Dónde estoy o qué hago ya no es algo que pueda saber a estas alturas del partido. Solo me muevo entre medios de transporte y husos horarios.

—¿Disculpa, cariño? —inquiero.

—Llegamos, aterrizamos en Ibiza.

—¿De verdad?

Me pongo de pie de inmediato y siento un golpe en la cabeza que me hace sentarme de nuevo. Estoy tan mareado de dormir mal que no me acordé que soy algo alto para esto. O un tonto, viene la voz de Luz a mi mente.

—Cuidado, ¿está bien?

—Sí, sí…

—¿Cree que pueda bajar? Ya queremos salir —me invita la sobrecargo, y al voltear veo que soy el único que falta por bajar.

—Lo siento —respondo avergonzado.

Me pongo de pie con cuidado y bajo mi mochila del compartimiento. Salgo por la puerta del avión, y de pronto todo es sumamente familiar de golpe. La gente, el acento

, el lugar… lejos quedé de aquella pérdida en el aeropuerto de México o ese autobús lleno de gente en Colombia. Ahora estoy en mi país, y eso se siente raro pero bien.

Camino hacia el primer baño que veo, y al reflejarme en el espejo, me doy cuenta de que no soy yo quien regresó. No lo digo por mi aspecto físico, cabello largo, barba crecida, más delgado y especialmente hoy con un aspecto de zombie. Si no, porque mi mirada ya refleja otras cosas, es como si todo el tiempo hubiese estado ciego y ahora, veo, veo la luz.

Me echo agua sobre el rostro, me arreglo el cabello, me lavo los dientes y después de ver que mi aspecto está mejorado, salgo de ahí. Tengo unas ganas enormes de abrazar a mi madre, de cargar a mi hermana y apretarla fuerte en señal de que la extrañé a morir. No cabe duda que la distancia siempre es buena para apreciar a nuestros seres queridos.

Así, salgo por la puerta de llegadas y después de dar unos pasos para salir de ahí, escucho un grito que revoluciona todo mi ser.

—¡Hermano! —grita Ainhoa, y la empiezo a buscar con la mirada, hasta que por fin la encuentro casi hasta atrás de todo. Al lado, mi madre, que no deja de sonreír.

—¡Mamá!, ¡Ainhoa! —grito emocionado y sorprendido, para después ir hacia ellas y abrazarlas tan fuerte que siento como el cansancio, el dolor de cuerpo y el cambio de horas desaparece.

—¡Te extrañamos mucho! —me dice mi madre al oído, mientras yo le doy besos sobre la mejilla y abrazo y luego uno fuerte a mi hermana.

—Pensé que no vendrían.

—Claro que sí, siempre esperamos por ti, siempre…

—¡Te ves guapo!, me gustas con el cabello así de largo —habla mi hermana.

—¿Crees? Me gusta a mí también, pero papá me dirá que lo corte. No le gusta el cabello largo.

—Papá no está, así que déjatelo mucho tiempo así… —habla mi hermana.

Volteo a ver a mi madre, y ella me sonríe—. Mi hijo guapo, te cambió la mirada… ¿qué pasó?

—Es una mirada de felicidad… —respondo—. Me alegra estar aquí de nuevo. Tú no has cambiado nada, sigues igualita.

—Manuel dice que la familia nunca cambia —habla Ainhoa, haciéndome que voltee a verla.

—¿Qué dices?

—Eso, que nosotros seguimos siendo lo que tú desees, tu familia, o desconocidos… esa es mi interpretación de esa frase.

Las abrazo una vez más—. Las amo…

Mi madre me toma del rostro y me ve—. Esa felicidad no me corresponde… es de alguien más y tuya… y me siento feliz.

Beso su mejilla—. ¿Nos vamos? Muero de hambre y por una ducha… siento que apesto.

—Siempre apestas —habla Ainhoa, y me río.

Por fin estoy de regreso en casa, una que se siente diferente a pesar de que todo sigue igual. Sin embargo, dentro de mí hay algo que me dice que mi nueva vida ha comenzado y que me gustará. Un nuevo David Canarias ha regresado, uno Picaflor, con la buena suerte de su lado.

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