Marianela yacía en la oscura prisión de roca, donde el eco de sus propios gritos parecía ser la única respuesta. Las primeras horas, su voz retumbó en las paredes rugosas, buscando algún rastro de ayuda, pero solo obtuvo el cruel silencio de las cavernas. La preocupación se dibujaba en su rostro mientras su mente danzaba entre imágenes de su hija, su esposo, el doctor Guerra, y la sombra de Genaro, ahora despiadado y desconocido. ¿Qué le habría sucedido para convertirse en ese hombre sin piedad? Las preguntas se amontonaban en su mente, como murmullos incesantes, mientras la claustrofobia amenazaba con envolverla.
Intentó examinar los límites de su prisión, pero solo encontró paredes de piedra que parecían cerrarse sobre ella. En su desesperación, se preguntaba cuánto tiempo pasaría encerrada, si alguna vez vería la luz del día de nuevo. El tiempo, en ese calabozo de sombras, se volvía un enemigo sin rostro.
Gritó nuevamente, esperando que sus hombres acudieran en su rescate, pero el eco de su propia voz era su única respuesta. Se aferró a la esperanza de que alguien la encontrara, que Genaro, a pesar de todo, tuviera un atisbo de humanidad para rescatarla. Sin embargo, el vacío le devolvía sus esperanzas como un eco burlón.
Frustrada y temerosa, volvió a gritar, quizás con más intensidad, como si la fuerza de su voz pudiera abrir una brecha en la piedra que la aprisionaba. Pero esta vez, una voz desconocida, ronca y amortiguada, emergió de la oscuridad.
—Es inútil gritar. Estamos en las entrañas de los cerros. Nadie te escuchará.
La respuesta, como una ráfaga de viento frío, la dejó sin aliento. Su corazón latía con fuerza, y la idea de estar tan profundamente oculta en la tierra le robó la esperanza. Marianela se sumió en un silencio tenso, dejando que la verdad de su situación se asentara. La desolación y la incertidumbre danzaban en la penumbra de la caverna mientras la voz desconocida se perdía nuevamente en la oscuridad.
—Si sigues gritando así, no tendrás voz para defenderte, más adelante —continuó.
Marianela se acercó a los improvisados barrotes y trató de mirar entre las sombras. Podía sentir la mirada del otro prisionero, pero no sabía qué tan cerca se encontraba de ella.
—¿Quién eres? —inquirió—. ¿Dónde estás?
La voz no se escuchó por un momento, pero ella podía oír el ritmo de su respiración. Parecía más un jadeo, el que sucede cuando has corrido kilómetros y aún no se recupera el aire.
—Dime, por favor —insistió.
—Llevo aquí tanto tiempo que no sé ni quién soy —al fin respondió la voz.
Marianela estiró levemente la mano a la oscuridad para ver si lograba hacer contacto, pero solo la nada pasó entre sus dedos.
—¿Dáselo por hecho de que estoy frente a usted? —volvió a hablar.
Marianela, alerta, volteó, pensando que el hombre aparecería a sus espaldas. De nuevo, solo apareció la nada.
—¿Cómo te llamas? —inició Marianela, de nuevo, tratando de entablar una conversación.
—Alfonso Cisneros. Fui capturado hace tiempo…
—¿Por qué razón? —preguntó Marianela, bastante interesada. Tal vez el hombre de las sombras podría serle de utilidad.
—Soy solo un hombre…
—No —negó Marianela, interrumpiendo a Alfonso—. Si estás encarcelado aquí, es porque tu función es vital. No creo que Genaro te haya aprisionado porque sí.
—¿Genaro? —se escuchó el nombre en eco—. Todos le llaman el tuerto, pero tú le dices por su nombre de pila. Tienen pasado.
—Algo así —prefirió Marianela limitarse a dar más información. Porque no sabía qué tanto beneficio podría traerle o, todo lo contrario.
“Hmmm”, expresó Alfonso. No era un hombre que le gustara que le omitieran información. Aun así, decidió que no insistiría con Marianela.
—¿Cómo te llamas tú?
—Marianela.
—Bonito nombre. No tan usual por estos lugares.
—Mi madre, ella me lo puso.
Ella notó cómo el hombre se movió de un lado a otro. Escuchaba el eco de sus pasos en la caverna. No había notado el frío, ese que, mezclado con la humedad, hace que cale los huesos.
—Entonces, ¿no me dirás por qué estás aquí? —preguntó Alfonso.
—Mejor, ¿por qué no me lo dices tú primero? Tú no pareces forajido o delincuente. Al contrario, traes buena ropa y tu rostro aún está intacto de cicatrices.
—Yo estoy buscando a mi marido. Un doctor que secuestraron hace unos días y al que vengo a rescatar. Sin embargo, me encontré a los hombres de “El tuerto” y aquí estoy.
El hombre no dijo nada. Por un momento, la oscuridad del lugar fue la única respuesta. Así que esperó paciente a recibir una respuesta. Llegó segundos después.
—¿Pero, la razón?
—¿Razón?
—Los hombres de “El tuerto” no invitan a nadie a este lugar, excepto que les sirva para algo.
—Bueno… puede ser que yo haya hecho una promesa.
—¿Promesa?
—Sí, que le ayudaría a lo que él quisiera para que me ayudara a buscar a mi marido. No sabía quién era antes de hacer la promesa. Aunque, ahora que ya sé su identidad, tampoco es él.
—La guerra cambia a la gente, así como las alianzas físicas o emocionales.
—En mi caso no. Yo busco a mi marido y no me iré hasta encontrarlo.
—¿Cómo lo vas a encontrar si estás encerrada aquí? —
le preguntó.
Marianela supo que había utilizado las palabras incorrectas, sin embargo, lo que quería decir era eso. Aunque la liberaran, no regresaría a la hacienda hasta que Rafael estuviese con ella.
Un pequeño destello de luz apareció por el lugar. Al parecer, la luna brillaba tan fuerte que, cuando la nube se movió, pudo dar luz a la caverna.
—El tuerto, él antes no era así.
—¿No?
—No… —aseguró Marianela—. Era un hombre bueno, leal, con mejor higiene y alguien de mucho valor.
—¿Eso le dijo?
—Lo sé de primera mano.
Entonces, Alfonso comenzó a reír a carcajadas, lo hacía tan fuerte que el eco que rebotaba en las paredes de la caverna provocó que a Marianela le dolieran los oídos. Esperó pacientemente a que el hombre terminara de reír, y luego, preguntó:
—¿Qué le causa tanta risa?
Alfonso cortó la carcajada de tajo:
—Porque parece que usted no lo conoce.
—Creo que lo conozco mejor que nadie —dijo ella firme.
El hombre volvió a reírse para, luego, toser tan fuerte que parecía que la garganta se le rasgaría.
—Señora, por favor —habló, apenas logró pasar saliva sin ahogarse—. El tuerto o Genaro, es uno de los más famosos contrabandistas que hay en el país. Es una lacra de persona, como cualquier forajido.
—¡Por supuesto que no! —alegó Marianela.
—¡CLARO QUE SÍ! —gritó el hombre, y ella entrecerró los ojos de la fuerza con la que había hablado—. Ese hombre es el peor de todos, y después de las calenturas y de perder un ojo, ha perdido la cabeza.
—Lo que dices no tiene fundamento, además, ¿cómo le voy a creer a un hombre que se encuentra entre las sombras?
—Si estoy entre las sombras, es porque no quiero que me veas. ¡Porque si no verías que El Tuerto me hizo!
Entonces, el hombre salió a la poca luz que había en la caverna, mostrando su rostro y haciendo que Marianela se impactara. La piel de su cara estaba quemada, como si le hubiesen echado algún ácido, y la parte afectada bajaba hasta el cuello y un poco más. Uno de sus ojos estaba completamente cerrado, mientras que el otro se encontraba abierto, con la pupila fija en Marianela y dándole una mirada llena de frialdad.
—¿El tuerto le hizo esto?
—Sí. Y esta fue una tortura leve, ha habido peores…
—Pero, ¿cómo? —Trató de entender Marianela.
Alfonso pasó saliva, se sentó cerca de la reja que los separaba y dijo:
—El general Genaro, como usted le dice, al principio no le iba tan mal. Las batallas y la guerra le sentaban bien, ganaba dinero y podía mantener a su bonita esposa que, según se sabía, vivía en una casa en la ciudad de México. Se decía que era de mano firme, que no cedía ante nada, sin embargo, él quería más.
—¿Más?
—Así es, más. Genaro, ansiaba más de lo que la vida militar le ofrecía y conocía el camino para obtenerlo: el contrabando. Con múltiples conexiones cultivadas a lo largo de su carrera, no solo en el ámbito militar, sino también en los bajos fondos, empezó a tejer una red clandestina. El general aprovechó su posición para realizar discretos movimientos a favor de los contrabandistas. Su habilidad para el sigilo y la clandestinidad, perfeccionadas durante sus años en la guerra, lo convertían en un actor impredecible pero astuto en este nuevo campo de batalla. Utilizando su influencia y conocimientos estratégicos, Genaro comenzó a facilitar operaciones de contrabando sin levantar sospechas.
—¿Cuánto tiempo llevaba en el contrabando? —preguntó Marianela, en verdad interesada.
—Años.
—¿Años?
En ese instante, las piezas del rompecabezas en la mente de Marianela encajaron perfectamente. Las ausencias persistentes de su marido, los largos periodos en los que la dejaba sola, los regalos extravagantes que parecían provenir de fuentes misteriosas; todo cobraba sentido ahora. Incluso la amarga idea de que la pérdida de su hogar en la ciudad no era resultado de un testamento legítimo, sino posiblemente consecuencia de las acciones ilícitas de Genaro, le provocaba un dolor profundo.
—Y esa es la razón por la que ahora vive escondido en las sombras. Porque el tuerto, como le pusieron de nombre ahora, después de lo que le pasó, ya no puede regresar a su hogar. Debe permanecer en las sombras.
—No, no lo puedo creer —expresó Marianela, mientras se cubría el rostro, tratando de no llorar.
—Así que, señora, le recomiendo que no presuma que lo conoce, porque, ahora, con la guerra ha perdido la cabeza y el poder sin estatus, no es nada.
—¿Perdió su poder?
—Sí. Su error le restó poder, así como el tiempo que estuvo escondido por las heridas. Ahora quiere recuperarlo, y hará todo por hacerlo.
A Marianela no le gustó cómo pronunció la última frase, porque sentía que la manera de hacerlo era de una forma terrible.
—Sin embargo, primero necesita a su aliado, a su amigo… quién está con el enemigo. Sin él, el tuerto no es nada, ni nadie.
Marianela se sumió en una reflexión profunda mientras consideraba la red de relaciones y amistades de su exmarido. Todos los amigos cercanos que recordaba parecían tener vidas aparentemente normales, lejos del mundo del contrabando o de la ilegalidad. Ninguno de ellos mostraba señales de estar involucrado en actividades delictivas; sus vidas parecían estar en orden y en consonancia con la legalidad.
La idea de que Genaro hubiera mantenido su nueva vida en las sombras, incluso ocultándola de sus amigos cercanos, intrigaba a Marianela. La sospecha de que su esposo había forjado alianzas con individuos desconocidos, completamente ajenos a su círculo social, empezó a tomar forma en su mente.
—Entonces, ¿me quiere para eso? —preguntó, en voz baja.
—Siempre has sido una mujer maravillosa. —Escuchó Marianela, la voz de Genaro.
—¡Cómo te atreves! —expresó ella, enojada— ¡engañarme por tanto tiempo!
—¿Ahora te quejas, Nela?, ¡EH! No te quejabas cuando te daba esos costosos collares, la hermosa casa en la ciudad, esos vestidos finos y costosos. Así que no me vengas con ese tipo de reclamos, cuando vivías bien, yo te daba lo que querías.
—¡Pero era mal dinero!
—Dinero es dinero… o qué, ¿ahora me dirás que el dinero de tu nuevo marido es legítimo? Así, averigüé quién es tu marido y su hacienda no fue forjada de dinero tan legítimo y él, tampoco lo es. Hijo bastardo usurpando el puesto.
—¡ES UN HOMBRE BUENO Y TRABAJADOR! —defendió Marianela.
—Y yo también lo soy… soy muy bueno. Al grado de que no te torturaré, ni echaré en tu hermoso rostro nada. Simplemente, te daré la oportunidad de que estés a mi lado, como mi esposa porque, oficialmente, sigues conmigo.
—Tu acta de defunción dice lo contrario.
—Veremos.
Con violencia, Genaro entró a la celda improvisada de Marianela y la tomó del brazo, jalándola hacia él. Sus manos, rasposas y duras, comenzaron a tocarla.
—¡Suéltame! —gritó Marianela, y dándole un pisotón sobre el pie, subió la pierna para después patear su íngle.
—¡MALDICIÓN! —exclamó Genaro.
Marianela corrió fuera de la celda, sin embargo, no dio ni siquiera dos pasos, cuando otros hombres la tomaron y la detuvieron.
—¡SUÉLTENME!
—¡La única forma de escapar de aquí es a través de mi orden, Marianela!, y te juro, que no lo harás. No hasta que yo lo diga.
Marianela luchó un instante, pero, después de notar que era imposible escapar, simplemente se quedó quieta.
Debes ser más inteligente, le vino a la mente.
—Nela, nela, nela… por eso me gustaste, ¿sabes?, por esa garra que siempre tienes, lástima que en la cama parecías un pez muerto.
—Tal vez, porque alguien más tenía algo muerto debajo de sus pantalones —exclamó.
Genaro sonrió.
—¡Qué educación!, te hace mal quedarte en el campo. Pero, en fin. Tienes mucha suerte porque no puedo matarte, no solo porque fuiste, o eres, mi esposa, sino por tu valor.
—¿Mi valor?
—Tu valor… y lo vas a descubrir… ahora, si me permites. —Pasó al lado de ella—. Dénle de comer y te recomiendo que comas todo, te necesito fuerte.
Marianela quiso contestar, pero Genaro, conociéndola, le quitó la palabra de los labios.
—No seas caprichuda, porque si no, te meteré la comida, a fuerza, por la boca, ¿entendido?
Marianela se quedó en silencio. Volvió a la oscuridad de su celda y escuchó cómo la puerta se cerraba. Después, escuchó cómo sacaban a Alfonso y se lo llevaban. No sabía si volvería a verlo.
Solo espero que Ana María esté bien, solo espero que Rafael siga vivo.
4 Responses
😳😳😳😳
Qué maldito ese Genaro!
Yo veré Marianela practicando tu puntería con ese desgraciado masmeludo.
No dudo que el mismo hizo que Alfonso le dijera todo eso a Marianela que sera lo que tiene en mente este loco?
Sin Palabras con lo de Genaro. Ese tipo siempre estuvo demente y ahora peor. Ay no que suerte la de este par, cada uno anda en cada extremo. Ojala no le de por violarla. Me muero, pobrecita. Y su hija. Ay noooooo. No se que pensar. Genaro escucho todo lo que le conto el otro? Lo dejo ahi para eso? 🤯🤯🤯🤯🤯🤯