Marianela emergió de la oscura cueva donde había estado prisionera durante días. El aire fresco de la noche acarició su rostro, aliviando la opresión que había sentido en aquel lugar lúgubre. Genaro la esperaba afuera, con una expresión sombría que apenas ocultaba su impaciencia.

—¿Lista para salir de aquí? —preguntó él, con voz áspera.

Marianela asintió con determinación. No tenía tiempo que perder si quería encontrar a su esposo. Se subió al caballo que Genaro había preparado y juntos emprendieron el viaje hacia la hacienda del hermano de Catalina.

El camino era largo y lleno de peligros, pero Marianela no vaciló. Su mente estaba enfocada en una sola cosa: recuperar a su esposo. Con una facilidad que sorprendió a Genaro, Marianela se montó al caballo que uno de sus secuaces le ofrecía. Se acomodó sobre la silla, cogió las riendas con firmeza, y con la punta de la bota desgastada, le dio un leve golpe al caballo para comenzar a galopar.

—Ahora resulta que sabes montar a caballo cuando antes les tenías miedo —dijo Genaro, acercándose a ella en un caballo de color negro, muy bien cuidado.

—¿Qué?, ¿te molesta?

—No, simplemente hago esa observación. Al parecer, este esposo tuyo te ha cambiado por completo.

—Me ha dado lo que siempre he deseado.

—¿Un hijo?

—No, mi lugar como esposa y mujer —respondió con dignidad.

Tanto Genaro como ella se quedaron en silencio, mientras comenzaron a andar por el sendero polvoriento. Marianela, al no ser de la región, no tenía ni idea de dónde se encontraba, sin embargo, observaba todo, cada piedra, camino, árbol y sendero para memorizarlo y en caso de tener que esconderse y escapar, estar segura de por dónde lo haría.

A pesar de que Genaro le había prometido que le ayudaría a encontrar a su esposo, los pensamientos de duda comenzaron a asaltarla. ¿Valía la pena arriesgarlo todo por unos papeles que podrían no significar nada? ¿Y si Genaro la traicionaba una vez más? La incertidumbre se apoderó de ella, pero no podía permitirse dudar ahora.

—¿Qué piensas? —le preguntó él, al notar que se encontraba tan seria.

Marianela no contestó, simplemente continuó con su mirada hacia el camino, y tomando con fuerza las riendas del caballo.

—No estás pensando en escapar, ¿verdad? —insistió—. Porque sabes que si lo haces no me tocaría el corazón para matarte.

—Me mataste el día que te moriste —contestó ella, sin mirarlo a los ojos—. El día que me dejaste en la calle como un perro abandonado, sin dinero, sin respuestas y sin una tumba para llorarte. Ya sé lo que es morir a causa tuya, me daría igual si me matas o no.

Genaro rió bajito.

—¿Qué te da risa?

—Que siempre has sido una mujer bastante dramática, Marianela. Y los años pueden pasar pero tú seguirás igual. Dramática, fiera y guapa. Con sangre de general pero con aspecto de niña mimada.

—¿Eso te causa burla? —preguntó ella, volteando a verlo al rostro. La mirada de Marianela reflejaba furia más que ternura o amor—. ¿Crees que exagero?, ¿qué dramatizo? Pero dime Genaro, ¿qué sabes tú de sentimientos eh? ¿Cómo pudiste dejarme creer durante tanto tiempo que estabas muerto? ¿No te importaba en absoluto lo que me pasara? Cuando me enteré de tu supuesta muerte, mi mundo se vino abajo —continuó Marianela, luchando por contener las lágrimas que amenazaban con escaparse—. La sociedad me trató como si fuera una basura, como si fuese alguien inservible y caducado. Caí en desgracia de un día para el otro, teniendo que irme a casa de mi abuela sin un futuro incierto. Llorando todas las noches tu muerte porque no pude despedirme de ti. Lo peor de todo, casi me venden al mejor postor. Si no hubiese sido por mi esposo, que se interpuso y me salvó de ese destino, no sé qué hubiera sido de mí.

—¿Qué no te has puesto a pensar que todo esto lo hice para protegerte?

Marianela lo interrumpió con un gesto de desdén.

—Protegerme, dices. ¿Cómo pudiste pensar que eso era protegerme? Te convertiste en un criminal, en un contrabandista y mercenario. Te sumergiste en el bajo mundo, llenándote de dinero y poder mientras yo te lloraba y te esperaba. Nunca te importó cómo me sentía, nunca me amaste de verdad, y ahora es muy bajo de tu parte venir a decirme que lo hacías por protegerme. —Marianela en ese instante desfondó la pistola y le apuntó al rostro—. Esto es lo único que me has dado en toda la vida para protegerme, y créeme, también la usaré para protegerme de ti.

Marianela apretó con firmeza las riendas del caballo, instándolo a galopar más rápido por el sendero empedrado. El viento azotaba su rostro, ocultando las lágrimas que amenazaban con escaparse de sus ojos. No quería que Genaro la viera llorar. No merecía su compasión ni su lástima. No sentía nada por él, solo un vacío que se llenaba de decepción al recordar todo lo que había pasado.

Mientras el caballo avanzaba a toda velocidad, Marianela dejó que su mente divagara. Pensó en Rafael, en ese hombre valiente y noble que la había sacado de las sombras y que le había demostrado, con hechos, lo que significaba amar verdaderamente a alguien. No podía permitirse perderlo. Con Genaro, había desperdiciado años de su vida, años que ahora deseaba recuperar junto a Rafael.

Recordó los momentos felices que había compartido con Rafael, las risas compartidas, los abrazos reconfortantes, las miradas cargadas de amor. Había encontrado en él la seguridad y el apoyo que siempre había anhelado. No estaba dispuesta a renunciar a eso, no después de todo lo que habían pasado juntos.

Galoparon durante horas, sorteando los obstáculos del terreno y siguiendo caminos apartados del trazado principal. Marianela se aferraba con determinación a las riendas del caballo, mientras seguían el mapa que solo Genaro conocía de memoria. El sol iba descendiendo lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos rojizos y dorados mientras avanzaban a través de paisajes que parecían sacados de un sueño.

A su alrededor, la naturaleza se desplegaba en toda su magnificencia, con montañas imponentes y campos abiertos que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. El aire fresco y puro llenaba sus pulmones, infundiéndoles energía que desesperadamente necesitaban.

Genaro le hizo una seña de que salieran al camino principal para cabalgar hacia una pequeña casa de ladrillo, piedra y teja que se encontraba del otro lado. Genaro le había prometido a Marianela que tendría la oportunidad de asearse y ponerse un vestido adecuado para la ocasión, antes de llegar a la hacienda, y así lo cumplió.

La casa estaba vacía cuando entraron, pero limpia. Al parecer, Genaro había ordenado que dejaran todo listo y se fueran, así que solo estaban ellos dos.

—Puedes descansar en uno de esos catres. Hay comida y agua para que te bañes; fue traída desde el arroyo —le comunicó con autoridad.

—Bien.

—No trates de escapar. Mis hombres tienen la orden de disparar a matar.

—No te preocupes, Genaro. No gastaré mis fuerzas en escapar de ti, eventualmente tú te irás, eres especialista en eso.

Y sin más que decir, se metió en la única habitación que había.

Marianela se apresuró a quitarse la ropa sucia y lavarse en la pequeña bañera de agua fresca que se encontraba en una esquina. El agua fría le devolvió la sensación de frescura y limpieza que tanto había extrañado en la cueva. Sentía como la tierra, convertida en polvo y luego en mugre, se drenaba en su cuerpo en forma de gotas de agua que arrasaban con todo.

Recargó su cabeza sobre el borde de la silla y cerró los ojos, permitiendo que los recuerdos inundaran su mente. En la oscuridad de sus párpados, surgió la imagen de su esposo, con su mirada penetrante y poderosa que tenía el don de hacerla estremecer. Recordó con nostalgia los largos baños que solían tomar juntos en el lujoso baño de su hacienda, donde el tiempo parecía detenerse y solo existían ellos dos.

La imagen de Rafael, con su sonrisa cálida y sus ojos llenos de amor, la reconfortaba en medio de la incertidumbre y el peligro que ahora la rodeaban. Anhelaba estar de nuevo junto a él, sumergidos en las cálidas aguas del baño, compartiendo confidencias y risas cómplices como solían hacerlo antes de que todo cambiara.

El recuerdo de aquellos momentos felices avivó en Marianela el deseo de volver a su hogar, de reunirse con su esposo y dejar atrás la pesadilla en la que se había convertido su vida desde que fue capturada. Cerró los ojos con más fuerza, como si pudiera invocar la presencia de Rafael con solo desearlo, pero la realidad la devolvió bruscamente al escuchar a Genaro afuera de la puerta. Él la estaba espiando.

Suspiró con resignación, sabiendo que el camino hacia la libertad era largo y lleno de obstáculos, pero también sabía que no podía permitirse rendirse. Con determinación, se prometió a sí misma que haría todo lo posible por volver a los brazos de su esposo, donde verdaderamente pertenecía.

Después de asearse, se puso el fino vestido de algodón que Genaro le había proporcionado. Era evidente que la prenda había sido obtenida de manera poco ortodoxa, probablemente en algún asalto a una mujer rica. A pesar de ello, Marianela se sintió agradecida por tener algo limpio y presentable que ponerse.

Limpió sus botas para que tuvieran mejor aspecto. Se peinó lo mejor que pudo con lo que tenía disponible y se echó un agua de rosas que encontró sobre una mueble de madera.

Una vez lista, salió de la habitación y encontró a Genaro con el mismo aspecto desaliñado y sucio.

—En lugar de estar espiándome podrías haberte dado un baño, o qué, ¿con el contrabando también se te fueron las ganas de asearte? —inquirió ella.

Genaro hizo como si no la hubiese escuchado y continuó tomando a tragos el frío tepache que habían hecho para ambos.

—Come, lo vas a necesitar.

La respuesta que Genaro hubiese esperado es un “no tengo hambre”, pero Marianela no se lo dijo. Tomó un plato, unas tortillas y frijoles y comenzó a hacerse tacos de frijol con queso fresco. Comió cuatro. Le supieron a gloria.

—Quién te viera —se burló Genaro, pero ella no respondió a sus ataques.

Marianela disfrutó del tepache en silencio, mientras recordaba que tenía que guardar fuerzas para lo que viniese.

—¿Ya sabes qué pretexto le darás a Catalina? —preguntó Genaro.

—Para ser un general sabes poco de planes y estrategias. —Hirió Marianela su ego—. Pero sí, ya sé cómo abordaré el asunto.

—Por eso me casé contigo —habló Genaro, poniéndose de pie y caminando hacia la olla de frijoles—. Tengo una pregunta qué hacerte, si yo te hubiera confesado lo del contrabando, ¿te hubieras quedado conmigo?

Marianela se quedó en silencio.

—Lo supuse.

—Si ya sabías la respuesta, ¿para qué me lo preguntas?

Bueno, dices que yo no te amé, y que te abandoné y todo ese drama. Pero tú tampoco me amabas lo suficiente como para decir que sí, que sí te quedarías conmigo. Así que no me des esa imagen de santa, cuando eras una dramática e interesada.

—¡Ah!, a eso vamos… ¿A ver quién amaba más a quién? Bueno, aquí te va la mía. Si tanto me amabas, me hubieses consolado por las noches cuando, después de las fiestas, regresaba llorando por culpa de mis amigas que se burlaban de mí por no poder darte un hijo cuando el estéril siempre fuiste tú y lo sabes, pero decidiste que la culpa cayera sobre mí. Si tanto me amabas, pudiste haber hecho tus fechorías y así como me trajiste joyas, pudiste poner una propiedad, al menos a mi nombre, para no dejarme caer en desgracia, pero no, decidiste dejarme a mi suerte. Si tanto me amabas pudiste al menos dejarme una carta despidiéndote, como todos los soldados lo hacen antes de ir a una batalla, pero no supe nada de ti, ni siquiera tuve una tumba dónde llorarte. Si tanto me amabas, pudiste pensar que tus acciones podrían afectar a largo plazo, no lo hiciste. A ti lo que te gusta es el poder, el dinero fácil y pensar solo en ti, al grado de que aún lo haces y el único valor que me viste desde que nos reencontramos, fue usarme para tu plan de escape del país. Ni siquiera me has pedido perdón. Pero, sabes qué, no lo necesito. Antes sentía que estaba hundida y que había caído en desgracia, sin embargo, ahora que lo veo desde otra perspectiva, me doy cuenta de una cosa: que me dejarás, fue lo mejor que me ha pasado. Porque ahora mírate, estás sucio, tuerto y escondido en una cueva. Tu poder y tus contactos se fueron y la única forma que tienes para rehacer tu vida de nuevo, es chantajeando a otro hombre para que te dé lo que necesitas. —Marianela miró a Genaro a los ojos—. Piensas que soy dramática e interesada, pero te diré una cosa. Cuando te moriste, un hombre que no conocía se acercó a mí. Y así, sin conocerlo, sin cortejo, sin nada, me pidió que me casara con él y lo hice.

—Lo hiciste porque no tenías otra opción.

—Tal vez, pero también lo hice porque pensé que cualquier opción era mejor que tú. Él estaba vivo y tú estabas muerto, sigues muerto.

Genaro se acercó de inmediato a Marianela y la tomó a la cintura. El olor a sudor se mezcló con el agua de rosas de su vestido.

—No estoy muerto, ¿qué no me sientes?, ¡estoy vivo!

—Un hombre sin patria, sin hogar y sin familia, es un hombre muerto. No importa si sus pulmones se inflan de aire. Estás muerto Genaro, y así seguirás aunque vivas en París.

—Tal vez tu esposo también está muerto.

—No, no lo está.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque él encontrará cualquier medio para avisarme que lo está.  Cualquier método por más espiritual o sobrenatural que fuese. Además, lo siento, sé que no lo está. En cambio, tú, apestas a muerto —comentó y lo empujó para que se alejara—. Vámonos, se nos hace tarde y no quiero llegar más apestosa de lo que me siento.

Marianela tomó el último trago de agua de tepache y después llenó una cantimplora de agua fresca para el camino. Salió de la casa y montó el caballo para continuar el camino hacia la hacienda.

El sol comenzaba a elevarse en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados. El paisaje se extendía ante ellos, majestuoso y salvaje, recordándoles la belleza y la brutalidad de la naturaleza.

Mientras cabalgaban, los pensamientos de Marianela regresaron una y otra vez a su esposo. Recordó su sonrisa cálida y su mirada amorosa, y sintió un nudo en la garganta al pensar en lo que podría haberle pasado. ¿Valía la pena arriesgar su vida por alguien que tal vez ya no estuviera vivo?

Pero entonces, recordó la promesa que le había hecho a su hija: traería a su padre de regreso y los tres vivirían felices, por el resto de sus vidas, o hasta que el destino les permitiese. No podía abandonarlo ahora, no cuando más lo necesitaba.

A medida que se acercaban a la hacienda, el corazón de Marianela latía con fuerza en su pecho. Estaba a punto de enfrentarse a una situación peligrosa y desconocida, pero estaba decidida a hacer lo que fuera necesario para encontrar a su esposo.

El sol estaba en su cenit cuando finalmente llegaron a la hacienda. La hacienda se alzaba imponente frente a ellos, rodeada de jardines exuberantes y campos verdes. Marianela bajó del caballo con determinación, lista para enfrentarse a lo que fuera necesario para cumplir su misión.

El destino de su esposo estaba en juego, y no permitiría que nada ni nadie se interpusiera en su camino. Con paso firme y mirada decidida, se adentró en la hacienda, lista para enfrentar lo que fuera necesario para recuperar a su amado.

6 Responses

  1. Marianela tiene carácter. Adoro como defiende sus intereses y sobre todo el amor que le tiene a mi doctor Guerra. 💕💕💕

  2. Esas son mujeres y no fregaderas bravo Marianela =) no más falto darle un buen golpe a ese tuerto para que le quede mas claro la mujer que perdió.

  3. Me encanta qe a pesar de todo lo qe está viviendo se mantiene firme y le dice a Genaro lo que se merece 👏👏

  4. Wow el Dr. Guerra logró sacar la verdadera esencia de Marianela, aguerrida, valiente, decidida, que ya no llora porque la humillen las otras viejas de la sociedad, ahora se enfunda en garras para encontrar a su esposo. 🙏🙏🙏🙏🙏 espero sea asi. Por fis

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