Marianela cabalgó  con determinación hacia la imponente hacienda de Diego de Jerez, justo cuando el sol ya brillaba en lo alto del cielo. Mientras se acercaba, sus ojos no podían apartarse de la majestuosidad del lugar que llenaba toda su visión. La hacienda se alzaba majestuosa en medio de un vasto terreno verde, como un oasis de elegancia en medio de la naturaleza salvaje que la rodeaba. Desde la distancia, se podía apreciar su imponente estructura, con tejados de tejas rojas que brillaban bajo la luz del sol y paredes de adobe que parecían fundirse con el paisaje circundante.

A medida que Marianela se acercaba a la entrada principal, quedó impresionada por la belleza del lugar. Las paredes de adobe y piedra estaban adornadas con enredaderas de flores vibrantes, que trepaban con gracia por las fachadas y llenaban el aire con su perfume embriagador. Las ventanas altas y estrechas, enmarcadas por marcos de madera oscura, dejaban entrever destellos de la luz del sol que se filtraba en el interior, creando un juego de luces y sombras que confería un aire mágico al lugar.

A lo largo de los jardines que rodeaban la hacienda, se extendían caminos empedrados bordeados por macizos de flores de colores brillantes y árboles frondosos que se mecían suavemente con la brisa. Los pájaros cantaban en los árboles y las mariposas revoloteaban entre las flores, añadiendo vida y movimiento al paisaje sereno.

En el centro de los jardines, se alzaba una fuente de mármol blanco, cuyas aguas cristalinas caían en cascada sobre una pileta de piedra. El sonido suave y constante del agua creaba una atmósfera de paz y tranquilidad, invitando a los visitantes a detenerse y contemplar la belleza que los rodeaba.

Mientras que Marianela se detenía frente a la entrada principal, sintió una sensación de asombro y reverencia ante la magnificencia del lugar. Nunca había visto una hacienda tan lujosa, y eso que ella tenía su propia hacienda. Sin embargo, la suya era hermosa, sencilla y productiva, no parecía una salida de una postal. Era como si Diego de Jerez, hubiese querido traer la ciudad al campo; un palacio en medio del monte. Con un suspiro de admiración, se preparó para cruzar el umbral y descubrir lo que la esperaba en el interior de aquel paraíso terrenal.

—Ya sabes el plan —le recordó Genaro, que aún viajaba a su lado. 

—Sí, no debes repetírmelo, no soy tonta. 

—Pero eres mujer —la interrumpió—, y las mujeres suelen flaquear rápido. 

Ella volteó a verlo. El movimiento del caballo hacía que su cuerpo se balanceara levemente de un lado a otro, haciendo que ella se cogiera con fuerza de las lianas. De pronto, parecía que Genaro la desconocía. Antes él solía admirar su fortaleza e inteligencia, incluso, en la cueva le había dicho que sería una muy buena general; ahora, le decía débil. 

—Tú haz lo que mejor sabes hacer: esconderte —le respondió ella, con un toque —, yo me encargo del resto. 

—Bien. Porque si no lo haces como te lo pido, te mataré con mis propias manos. 

Marianela quizo reírse, pero sabía que si lo hacía, el eco del lugar anunciar antes su llegada, así que simplemente sonrío. 

—Me encanta que pienses que te tengo miedo. 

Genaro sonrió una vez más. 

—Me encanta que des por sentado que me conoces, Nela. Ya no me conoces, ya no sabes quién soy. Así que, repetiré la amenaza para que te quede bien claro con quién te metes. —Genaro se acercó a Marianela, moviendo un poco el caballo hacia la izquierda. El rostro torturado por la mala vida que él llevaba se acercó al hermoso rostro de ella. Él sonrío, Marianela respiró su aliento a alcohol y pudo ver los dos dientes de oro que tenía en la hilera de abajo. 

—Traicionarme, y haré que mis hombres maten a tu hija. 

Marianela se sorprendió ante lo que Genaro le dijo, pero trató de no reaccionar. Si él sabía que había provocado una respuesta en ella, le iría peor. 

—Así es. Mientras hablamos, mis hombres vigilan tu hacienda, y simplemente esperan por mi señal para entrar y matar a… ¿Ana María? 

—No te atreverías —contestó ella, con el coraje corriendo por sus venas. 

—Me atrevo a eso y más. Si no me ayudas a conseguir los papeles, mataré a tu hija, sin que tú puedas hacer nada, ¿entendido? 

Marianela no respondió a la amenaza de Genaro. Con determinación, instó al caballo a avanzar con más rapidez, dejando atrás al hombre que alguna vez creyó conocer. El latido de su corazón resonaba en sus oídos mientras se alejaba de él, preguntándose cómo había llegado a este punto.

El simple hecho de contemplar la posibilidad de que Genaro pudiera llevar a cabo un acto tan cruel la llenaba de sorpresa y desilusión. ¿Dónde había quedado el hombre bueno con el que se había casado? ¿Acaso siempre había sido así y ella se había negado a verlo, enceguecida por el amor?

Marianela recordaba los momentos felices que habían compartido juntos, las risas, los abrazos reconfortantes, las promesas de amor eterno. Pero ahora, todas esas memorias parecían empañadas por la sombra de la traición y el engaño.

A medida que el caballo se acercaba a la entrada de la hacienda, Marianela se obligó a apartar esos pensamientos de su mente. No podía permitirse ser consumida por el dolor y la ira, no cuando tenía una misión importante que cumplir.

La llegada de Marianela no pasó desapercibida. Tan solo cruzó el umbral, dos guardias a caballo se acercaron a ella. 

—¿Quién entra? —preguntó uno, con determinación. 

—Mi nombre es Marianela Martínez de Guerra —pronunció el apellido con orgullo—. Vengo a ver a la señora Catalina. 

Ambos guardias se vieron mutuamente, y con un leve gesto, uno le dijo al otro que la dejara pasar. Escoltada, Marianela entró al amplio espacio que había entre la puerta principal de la casa y la reja. Acto seguido, desmontó el caballo con una facilidad que, incluso, sorprendió a los guardias. 

—Espere aquí —dijo uno. Después entró a la casa y cerró la puerta detrás de ella. 

Marianela, a pesar de venir limpia y con un vestido decente, levantó las sospechas de ambos guardias. Al parecer, ella no se veía como una amiga digna de la señora Catalina, pero todas las dudas se disiparon, cuando la misma Catalina abrió la puerta y con lágrimas en los ojos y una sonrisa cálida la recibió. 

—¡Marianela, querida amiga! —expresó al verla. Ella extendió los brazos y se fundió en un abrazo sincero. 

Marianela se dejó llevar. En realidad estaba feliz de ver a su amiga, la que por años la había acompañado en sus alegrías y pesares. Ella había sido la que le había arreglado el transporte hacia Puebla a la muerte de Genaro – bueno, supuesta muerte. 

—Pasa, pasa —le pidió. 

Marianela entró al recibidor de la hacienda y quedó impactada una vez más por la elegancia que lo caracterizaba. Las paredes estaban decoradas con finos tapices y cuadros de época, mientras que el suelo de mármol brillaba bajo la luz de las lámparas de araña que colgaban del techo alto.

A ambos lados del recibidor, se abrían puertas de madera tallada que conducían a diversas estancias de la casa. El mobiliario era de estilo antiguo, pero impecablemente conservado, con sillones tapizados en terciopelo y mesas de madera maciza adornadas con jarrones de porcelana y floreros de cristal.

El ambiente estaba impregnado de un aroma suave a flores frescas, que provenía de los arreglos florales que adornaban cada rincón de la estancia. Grandes ventanales permitían la entrada de la luz natural, creando un ambiente cálido y acogedor.

A lo lejos, se escuchaban risas y el sonido de los niños jugando, lo que indicaba que la casa estaba llena de vida y alegría. Marianela se sintió reconfortada por el ambiente familiar que reinaba en la hacienda, a pesar de las circunstancias difíciles en las que se encontraba. Ella comenzó a preguntarse, dónde podrían estar esos documentos que, Genaro, tan desesperadamente necesitaba. 

—¿Notas algo en mí? —le preguntó su amiga. 

Marianela regresó su vista hacia ella, y notó su vientre abultado. 

—¿Serás madre de nuevo? —preguntó ella con una sonrisa. 

—Sí. El tercero. Esperamos que sea varón. 

—Muchas felicidades —le dijo Marianela, con una sonrisa. En ese instante recordó su propio vientre. Como lo acariciaba, le hablaba y le cantaba. Ahora, si Ana María se encontraba sola en la hacienda. La extrañaba. 

Catalina la tomó del brazo y ambas caminaron hacia adentro de la casa. 

—Tenemos tantas cosas que contarnos —le dijo—, pero, primero, ¿qué haces aquí? 

Es una larga historia que no te puedo contar, pensó Marianela. 

—Pues, me enteré de que estabas aquí. La fiesta de tu hermano está en boca de todos. 

—¿Te enteraste? —inquiere—. ¿Cómo? 

Entonces, ¿Catalina no sabe nada de mi vida? ¡Claro!, ¿cómo va a saberlo si ni siquiera le envié una carta? Al parecer, mi abuela tampoco deseaba que nadie se enterara sobre mi matrimonio con Rafael. 

—Bueno, mi hacienda está lejos, pero, las noticias llegan rápido. 

—¿Tu hacienda? —preguntó Catalina, bastante sorprendida. 

—Sí, la hacienda “Los dos volcanes”. 

—¿La hacienda cafetalera del hacendado Menéndez?, ¿a caso te casaste con él? —pregunta. 

—No. Me casé con su hijo, Rafael. 

Catalina la vio a los ojos. 

—Pero, todos los hijos de Menéndez murieron en la peste —le afirma. 

Ella comenzó a sospechar. Inmediatamente en sus ojos, se notó la sorpresa de la noticia. No se lo tuvo que decir Marianela, no tenía por qué. 

—Es un buen hombre y juntos tenemos una hija, Ana María. 

Catalina se obligó a sonreír. Al parecer, la noticia de que había podido ser madre no contrarrestaba el hecho de que Rafael era un bastardo, y que Marianela se había casado con él. Supongo que pensó que su amiga había caído bajo con tal de tener de qué vivir; a Marianela no le importó. 

—Me alegro por tu hija, sé que la deseabas mucho. 

—Gracias 

En ese instante, un hombre de porte distinguido y elegante apareció por la escalera principal. Era Eduardo, el esposo de Catalina. Aunque sus cabellos ya mostraban algunas canas, su presencia imponente denotaba una vigorosa madurez. Con unos cuantos años más que Catalina, su rostro aún conservaba la firmeza propia de la juventud, aunque adornado con las líneas de la experiencia.

Eduardo vestía un traje impecablemente cortado, que realzaba su figura esbelta y su porte señorial. Su mirada, penetrante y segura, recorría la estancia con aire de superioridad, como si estuviera acostumbrado a ser el centro de atención.

A pesar de su elegancia y refinamiento, su actitud denotaba una cierta altanería y soberbia, como si estuviera acostumbrado a que todo girara a su alrededor. Sus modales, aunque correctos, dejaban entrever una falta de empatía y calidez hacia los demás, como si estuviera por encima de las preocupaciones mundanas.

Eduardo se acercó a Marianela con una sonrisa condescendiente, como si la presencia de una invitada no fuera más que una molestia pasajera en su rutina diaria. Su saludo fue cortés pero distante, y sus ojos azules la escudriñaron con cierto desdén, como si estuviera evaluando su valía con un simple vistazo.

Marianela siempre había mantenido su distancia. En realidad, la amistad había sido con Genaro, no con ella, aunque Catalina los había presentado 

—Marianela, un gusto verla —le saludó. 

—Igualmente —mintió. 

—¿Qué haces por aquí? —preguntó, viendo su vestido. Lejos estaba de las ropas que Marianela solía vestir en la ciudad. Ahora, lo hacía de forma más sencilla. 

—Marianela se enteró de que estaba en la hacienda —habló Catalina en su lugar—, y vino a visitarme. Resulta que se casó con un… —Se aclaró la garganta—, con el dueño de la hacienda de los Dos Volcanes. Vino desde allá a visitarme. 

—¿Dueño?, no sabía que Menéndez podía contraer matrimonio después de la tumba. 

—Fue con uno de sus hijos —le aclaró Catalina—, con uno de los sobrevivientes. 

Ellos dos intercambian miradas, incomodando a Marianela. 

—Bueno… pues bienvenida. 

—Gracias. 

—¿Cuánto tiempo estarás aquí? —inquirió. Marianela supuso que esa pregunta era para saber cuánto tiempo tendría que fingir que la quería ahí. 

—Solo vine rápido —mintió. 

—¿Cómo? —preguntó su amiga. 

—Sí. Solo vine rápido a saludarte y así regresar a mi hacienda. 

—¡Tonterías! —expresó Catalina. Ella la tomó de la mano y con una sonrisa le dijo—. Mi hermano hará una fiesta, quédate. Puedo prestarte un vestido y haré que acomoden una de las habitaciones para ti. No viajaste tanto solo para quedarte unas horas. 

Eduardo se quedó en silencio, era la forma más mortal de la negación. Sin embargo, después sonrió levemente aprobando la idea. 

—Hágalo, Marianela. Catalina necesita una amiga con quién platicar, antes de que nos vuelva locos. 

Catalina sonrío. 

—Ya sabes. Los hombres no entienden nada. Vamos. —Marianela no pudo negarse, aunque no lo haría, y se dejó llevar por la emoción de su amiga—. Te escogeré un lindo vestido, ya verás. 

Marianela disimuló su incomodidad y siguió a Catalina mientras esta la llevaba a través de los pasillos de la hacienda. Pronto llegaron a la habitación de invitados, un espacio amplio y luminoso con muebles finamente tallados y una cama con dosel cubierta con sábanas de seda.

—Oh, Catalina, esta habitación es demasiado —exclamó Marianela, admirando la elegancia de la habitación.

—Tonterías. Eres mi amiga y mi invitada. Creo que te sentirías cómoda aquí mientras estés de visita —respondió Catalina con una sonrisa.

Marianela se acercó a la ventana y abrió las cortinas, revelando un balcón que ofrecía una vista panorámica del extenso terreno que rodeaba la hacienda.

—¡Y tiene un balcón! —comentó Marianela, ocultando su preocupación bajo una máscara de admiración.

¡Qué conveniente!, pensó. 

Catalina asintió con una sonrisa, sin darse cuenta de los pensamientos que pasaban por la mente de su amiga.

—Espero que te sientas como en casa aquí, Marianela. Si necesitas algo, no dudes en pedírmelo — dijo Catalina con amabilidad.

—Gracias, Catalina. Eres muy amable —respondió Marianela, sintiendo un nudo en la garganta mientras contemplaba la posibilidad de lo que podría suceder esa noche.

—Instálate. Y, cuando estés lista, baja. Daremos un paseo por el jardín. 

Excelente, así podré analizar el terreno y poder crear una estrategia de escape. 

—Claro, no tardaré. 

Catalina salió por la puerta y Marianela de inmediato se acercó al balcón. Con mesura, se asomó y supo que la altura no sería problema para un hombre tan osado como Genaro. Observó el paisaje. Se encontraba justo del lado de la reja principal, y desde ahí se podían contar los guardias. Eran doce en la entrada, pero sospechó que eran rondines, debía haber más. 

En ese mismo momento, un coche jalado por caballos entró, seguido por un séquito de guardias. Marianela observó con atención a Diego de Jeréz mientras descendía del coche. Era evidente que compartía rasgos familiares con su hermana Catalina: el mismo porte aristocrático, la misma elegancia innata. Sin embargo, mientras que Catalina irradiaba calidez y simpatía, Diego parecía estar envuelto en una atmósfera de desagrado y desdén.

Desde lejos, percibió la actitud nada agradable de Diego. Su rostro, aunque de rasgos finos y bien definidos, estaba ensombrecido por una expresión de arrogancia y desprecio. Cada gesto, cada movimiento, parecía transmitir una sensación de superioridad y distanciamiento hacia su entorno.

Diego caminaba con una postura erguida y segura, como si estuviera acostumbrado a ser el centro de atención y a ser obedecido sin cuestionamientos. Su mirada, fría y penetrante, recorría la escena con un aire de indiferencia, como si considerara a todos a su alrededor como simples peones en su juego personal.

A pesar de su evidente atractivo físico, Diego no irradiaba el encanto que caracterizaba a su hermana. Marianela se preguntaba a menudo cómo era posible que Catalina y Diego fueran hermanos. 

Por un instante, Marianela pensó que podría cambiar las reglas del juego. Mencionarle a Diego lo que Genaro quería hacer y obtener su favor. Sin embargo, supo que, entre más se enredara en la situación, peor sería salir de ahí, y ella lo único que deseaba era ver a su hija y a su marido, le daba igual si moría o vivía Genaro. 

Marianela se dirigió al baño y se echó agua en el rostro para refrescarse. Después se arregló frente al espejo de pie que había en la habitación. A pesar de estar ahí para cometer un crimen, le daba alegría ver a su amiga, así que disfrutaría el poco tiempo que tenían juntas, porque, después, ya no sabría si se daría otro momento igual. Finalmente, salió de la habitación. 

***

—Eduardo me ha dicho que viajaremos el próximo mes a la ciudad, antes de que nazca el niño. Aunque mi doctor me ha dicho que el aire del campo sería lo mejor para el parto. Eduardo no quiere que nazca aquí, dice que no es apropiado. ¿Tú qué piensas? —le preguntó a Marianela. 

Ella se encontraba observando una de las tantas salidas del jardín. La puerta del este daba perfectamente a la entrada principal, no se tenía que atravesar la casa y, al parecer, era lo bastante amplia para pasar sin inconvenientes. Incluso un caballo podría pasar por casualidad. Alzó la vista a la casa, ¿cuál de esas ventanas sería el famoso cuarto donde se encontraran los papeles? 

—¿Marianela? —insistió.

—Dime. 

—¿Qué te pasa?, estás bastante distraída. 

—Lo siento. Estoy cansada, es todo… ¿Qué me preguntaste? 

—Que si el nacimiento en el campo es difícil, o, ¿tuviste a tu hija en un hospital? 

—No. La tuve en mi habitación, en la hacienda. Mi esposo es médico, así que él atendió el parto —dijo con orgullo. 

—¿Médico?, ¿el bas…. tu esposo es médico? —corrigió. 

Marianela sabía que la palabra “bastardo”, no se podría quedar escondida mucho tiempo en la boca de su amiga. Para ella y su esposo, el  hecho de que Marianela se hubiese casado con Rafael, un bastardo, era lo más bajo que podía haber hecho. Por eso la veían con lástima. 

—Sí, y de los mejores. Médico militar, como mi padre. Tiene una clínica y la hacienda es nuestra casa. Ana María nació sin problemas, él la recibió. 

El rostro de Catalina lo expresó todo. 

—¡Qué indecencia! 

—¿Indecencia? —inquirió Marianela. 

—Digo. Que tu marido te haya visto en ese estado. No es de una mujer de clase que pase eso.

Marianela suspiró. 

—Créeme, en el campo con clase o no,  da lo mismo. Lo importante es que mi hija nació bien. 

Catalina se mordió ligeramente los labios. 

—Y, ¿él te dio algo para poder tener hijos? 

—¿Darme algo? 

—Sí. Eras estéril, y de pronto, ¿tienes una hija? Te dio algo: ¿un té?, ¿un brebaje?

—No. El estéril era Genaro, yo no —habló Marianela con seguridad—. Simplemente, hicimos lo que una pareja hace y me embaracé. 

Marianela, en ese instante, recordó las noches de pasión con su marido y deseo estar de nuevo entre sus brazos. Sin embargo, el comentario de Catalina interrumpió la fantasía. 

—Dicen que en el campo se hace el amor como los animales. Salvaje, sin consideración, por eso se llenan de tantos hijos. Incluso lo hacen en el campo, en las praderas, en los lagos. 

Marianela volteó a verla. 

—¿Es envidia o coraje? —preguntó directamente. 

—¿Por qué debería de tener envidia? —inquirió—. Yo tengo a mi marido. Es un hombre decente, y sofisticado. No necesito más. 

Marianela sonrío levemente. 

—¿Supongo que me estás insinuando, entonces, que Rafael es un salvaje? 

—No, claro que no. Aunque, bueno. Es que Marianela, es un bastardo. 

—Y, ¿qué tiene que ver eso? 

—Que los bastardos no tienen cabida en nuestra sociedad. ¿Qué hubiera dicho el general, tu padre? Creo que solo de saber que te casaste con un bastardo, se volvería a morir. 

—Tal vez —agregó Marianela—. Pero mi bastardo es joven, fogoso, fuerte, apasionado.  Ysíi, puede que me haga el amor como un salvaje, pero, al menos, no me quedo como pescado inmóvil, mientras un hombre, veinte años mayor que yo, se mueve encima de mí y me gime al oído. 

Catalina se quedó con la boca abierta ante la respuesta tan explícita de su amiga. En otro momento, Marianela no hubiese dicho nada, pero ya no era la misma. Tenía que defender a su esposo, y Marianela recordó las quejas que Catalina tenía sobre su marido. Además, de que era bien sabido, que tenía una amante, levemente menor que ella. 

Su amiga iba a contestar, cuando Diego de Jerez apareció por la puerta. 

—¡Aquí estás! —dijo, al ver a su hermana—. Me comentaron que una amiga está aquí. 

Diego de Jerez, el político de moda, el corrupto de moda. Era dos años mayor que Catalina, pero, aún no se le conocía una esposa. Había muchos rumores a su alrededor, que eran cubiertos con la opulencia y el dinero. No obstante, él estaba orgulloso de todo lo que se dice de él, o más bien, no le daba importancia. Cuando Marianela estuvo soltera, decían que a él le interesaba, más, nunca llegó a cortejarla. 

—Marianela, ¿te acuerdas de ella? —le preguntó Catalina, recuperándose de la conversación anterior. 

—Claro que me acuerdo de ella. Como siempre tan hermosa. 

—Aunque la ropa la hace ver diferente —señaló su amiga. 

Diego, simplemente sonrío 

—¿Por qué no te muestro la casa?, Marianela. 

—Sería un placer —respondió ella. 

—Catalina, ¿por qué no te vas a descansar? Supongo que el embarazo te cansa. Tus otros dos hijos también te buscan. 

—Bueno. Nos vemos en la noche, Marianela. Te enviaré mi mejor vestido. 

—Gracias —agradeció, para luego tomar el brazo que el político le había ofrecido. 

Ambos entraron a la casa con paso coordinado, como si estuvieran acostumbrados a caminar juntos. Diego de Jerez, sin perder un instante, tomó la iniciativa y comenzó a hablar con aire de autoridad sobre la arquitectura y las posesiones que había heredado de sus ancestros.

Con una voz segura y un gesto de superioridad apenas disimulado, describió con detalle los retratos que adornaban las paredes de la casa. Cada cuadro representaba a un antepasado distinguido, cuyos rasgos nobles y mirada altiva parecían transmitir un aura de poder y prestigio.

Para él, aquellos retratos no eran simples obras de arte, sino símbolos de la grandeza y la nobleza de su linaje. Cada imagen era un recordatorio de la posición privilegiada que ocupaba en la sociedad, y él se encargaba de resaltar esa posición con cada palabra que pronunciaba.

Marianela escuchaba con atención las palabras de Diego, tratando de ocultar su desagrado ante su actitud arrogante y presuntuosa. Aunque admiraba la belleza de los retratos y la historia que encerraban, no podía evitar sentirse incómoda ante la actitud altanera de su anfitrión.

—En la parte de arriba, están las habitaciones —agregó Diego, mientras recorrían los pasillos. 

—Vaya —dijo ella. 

—Todas están vacías, menos donde se hospedan ustedes. Mi despacho se encuentra justo al fondo del pasillo. La mayoría de las personas lo prefieren en la parte de abajo, pero yo no. Se me hace más seguro acá arriba. 

Justo lo que buscaba, se dijo Marianela. 

—Abajo, preferí poner el piano de cola. 

Diego abrió la puerta del despacho con un gesto de confianza, invitando a Marianela a entrar. La habitación estaba envuelta en una atmósfera de solemnidad y distinción, con estanterías repletas de libros antiguos y cuadros que adornaban las paredes.

El despacho de Diego de Jerez era una estancia imponente, tan grande como dos habitaciones normales. Las paredes estaban revestidas con paneles de madera oscura, que conferían una sensación de calidez y elegancia al ambiente. A lo largo de las paredes, se distribuían estanterías repletas de libros encuadernados en cuero, que abarcaban una amplia variedad de temas, desde historia y literatura hasta política y filosofía.

En el centro de la habitación, se encontraba un escritorio de madera maciza, pulido hasta el más mínimo detalle. Sobre el escritorio, reposaba una pluma de plata y un tintero de cristal, junto con una pila de documentos ordenados con precisión. Detrás del escritorio, se alzaba una silla de respaldo alto, cubierta con terciopelo rojo, que confería una impresión de autoridad y poder.

Será imposible encontrar esos papeles. 

—¿Te gusta? 

—Es… Impresionante.

—No solo el dinero da poder, también el conocimiento —recitó de Jerez—. Todos estos libros están llenos de conocimientos de otros mundos, Marianela. Mundos que quiero traer a esta tierra. Mundos que nos ayudarán a crecer. 

Mundos que te enriquecerán, pensó Marianela. 

—Eso es muy ambicioso. 

—¿Lo es?, yo creo que es posible. Esta tierra está cambiando, y lo está haciendo de manera favorable. Tan solo aplaquemos a los rebeldes, resurgiremos. Explotaremos esto. Les daremos a los ciudadanos de este lugar lo que se merecen. 

—Y, ¿eso qué es? —inquirió Marianela. 

Diego sonrío. 

—No hablo de política con mujeres, Marianela. Ustedes solo se fijarían en los zapatos y la ropa. 

Ella guardó silencio. No valía la pena contestar. 

—Supongo que no vendrá tu marido a la fiesta, ¿cierto? —inquirió de la nada. 

—¿Cómo? 

—Sé que es nuevo rico, y está bien, pero no es de nuestra sociedad. Espero que se mantenga al margen. 

—¿Conoce a mi marido? —preguntó Marianela. 

—Lo conozco. Coincidí con él una vez, cuando estaba de visita en clínicas. Un hombre testarudo y necio. Un hombre común y corriente, hijo de una india. Aunque buen doctor. Aunque haya heredado la hacienda, sigue siendo un bastardo. Te pido que no lo saques a colación. 

Marianela contuvo con firmeza la rabia que comenzaba a arder en su pecho mientras escuchaba a Diego hablar con desdén sobre su esposo, Rafael. Cerró los puños con fuerza para evitar estallar en un torrente de palabras que defendieran la honorabilidad y la bondad de Rafael. ¿Cómo se atrevía Diego a insultar a su marido, a hablar de él sin conocerlo realmente?

Rafael era mucho más que un hombre con estatus; era un ser excepcional, un esposo amante y dedicado, un padre cariñoso y un ser humano noble hasta la médula. Marianela había conocido cada faceta de su personalidad a lo largo de los años que habían compartido juntos, y cada una de esas facetas la había enamorado aún más de él.

La simple idea de que alguien menospreciara a Rafael encendía la llama de la indignación en Marianela. No podía permitir que nadie hablara mal de él, especialmente alguien como Diego, conocido por corrupto y manipulador. 

Sin embargo, con una determinación férrea, Marianela decidió no dejar que las palabras de Diego la afectaran. Sabía quién era Rafael y lo que significaba para ella y su hija. No necesitaba la aprobación de nadie más para saber que había elegido al hombre adecuado para compartir su vida.

Respiró profundamente, obligando a la calma a inundar su ser, y decidió cambiar de tema antes de que su ira tomara el control. No permitiría que Diego arruinara su visita a la hacienda ni empañara su propósito de encontrar a su esposo y llevarlo de regreso a casa, donde pertenecía.

—Iré a arreglarme. 

—Me parece perfecto —contestó Diego. Marianela se dio la vuelta y caminó hacia la puerta. —Marianela —le llamó. 

—Dime. 

—Siempre hay una opción. 

—¿Disculpa? 

—Solo te lo recuerdo. 

Marianela sonrío. Abrió la puerta del despacho y salió de ahí. Cuando se encontraba sola a mitad del pasillo dijo: 

—Engreído. —Para luego entrar a su habitación. 

***

Marianela se puso el vestido de Catalina  y se arregló para la fiesta. Se guardó el arma que le dio Genaro en la bota. Después, salió de su habitación, volteando instantáneamente al final del pasillo. Tan fácil sería caminar hacia allá, abrir la puerta y buscar lo que necesitaba para, luego, salir de ahí. Las ganas de Marianela de seguir adelante con su plan se acumularon en sus manos, pero la inesperada llegada de una de las criadas interrumpió el momento justo cuando estaba a punto de dar un paso hacia el despacho. Un suspiro frustrado escapó de sus labios, pero no tuvo otra opción que sonreír y seguir el rumbo hacia la fiesta.

Descendiendo por las escaleras, Marianela se encontró inmersa en la magnificencia de la celebración de Diego de Jerez. Las fiestas en su hacienda eran conocidas por su opulencia y despilfarro, y esta ocasión no era una excepción. La hacienda, que más se asemejaba a un palacio, se había transformado en un lugar mágico, donde el brillo y el resplandor se fundían con la elegancia de cada detalle.

Al entrar en el salón principal, Marianela quedó deslumbrada por la decoración exquisita y los arreglos florales que adornaban cada rincón. Las paredes estaban engalanadas con sedas y terciopelos de colores cálidos, mientras que las mesas estaban decoradas con mantelería finamente bordada y centros de mesa exuberantes.

El aire estaba impregnado con el aroma embriagador de las flores y las velas perfumadas, creando una atmósfera de encanto y sofisticación. La música en vivo llenaba el ambiente con melodías suaves y envolventes, invitando a los invitados a dejarse llevar por el ritmo y la alegría de la noche.

Los invitados, elegantemente vestidos y adornados con joyas relucientes, se mezclaban entre sí en una danza constante de conversaciones animadas y risas contagiosas. Marianela reconoció a algunas caras conocidas entre la multitud, pero la mayoría eran desconocidos para ella, personas de la alta sociedad que habían acudido a la fiesta por invitación de Diego.

Marianela se sintió abrumada por la opulencia y el lujo que la rodeaba, pero también cautivada por la belleza y la elegancia de la fiesta. Aunque su propósito en la hacienda era serio y urgente, no pudo evitar sentirse momentáneamente transportada por la magia de la noche, dejándose llevar por el encanto y la majestuosidad del evento.

Demonios, hay guardias mezclados entre la gente, pensó, mientras veía a uno de ellos sospechosamente entre los invitados. Después pensó en Genaro, en dónde estaría y si seguiría con su parte del plan. 

—¡Amiga!, ¡pero qué diferente te ves! —expresó Catalina, acercándose a ella e interrumpiendo sus pensamientos. 

Marianela vio a Catalina, vestida elegantemente. El primer pensamiento que tuvo fue que podría estar muriéndose de calor; ella también se sentía acalorada por las capas de tela. 

—Te ves… 

—¿Hermosa, no? Tela traída desde París. 

—¡Vaya! Pues te queda muy bien. 

—Tú no te ves nada mal, ¿eh? Ese vestido es del año pasado pero nadie lo nota. 

Marianela se preguntó en ese instante si Catalina siempre había sido así… de pedante y tonta. 

—Esta fiesta es maravillosa. 

—Lo sé. Mi hermano lanzará hoy su candidatura para gobernador. Tiene que salir todo perfecto. Si gana, nos beneficiaremos mucho Eduardo y yo. 

—Ya lo veo. 

—Tal vez tu marido nos pueda acercar un poco más al pueblo, ya sabes… 

Ni loco. 

—Tal vez. 

Marianela vio hacia las escaleras, luego vio a Diego de Jerez y a Eduardo. ¿Cuál era la oportunidad de subir?, ¿fingiría un dolor de cabeza? 

—Ven —le dijo su amiga, mientras la tomó del brazo—. Te presentaré con unas amigas. 

Entonces, Catalina no se despegó de Marianela. La traía por todos los rincones del salón, saludando a conocidos y desconocidos. Algunas le hacían plática rápida y otros, los conocidos, la cuestionaban en todo tipo de temas. El nombre de Rafael Guerra surgió entre las bocas de todos, como si él fuese famoso. 

—¡Ah!, sí claro. El doctor que no distingue partidos. Se me hace una tontería —expresó Vicente Castro, un viejo enamorado de la vieja escuela—. Sería mejor que recapacitara, su condición no le beneficiará nada cuando la corona se reinstale. 

—Bueno… él solo cumple con su juramento —defendió Marianela. 

—En épocas de guerra los juramentos no valen. 

Marianela iba a contestar, cuando unos disparos hicieron que la música se detuviera. Los invitados fueron hacia las ventanas y notaron caballos galopando desesperados. 

—¡TRATAN DE ROBAR EL GANADO! —gritó alguien. 

Los guardias, quienes se escondían entre la gente, se pusieron en marcha, otros protegieron a Diego y a su familia. El caos se formó en la habitación. 

—¡QUÉ NADIE SALGA! — ordenó Eduardo. 

Marianela sonrió. Era su momento. Había acordado con Genaro en ocasionar una distracción para alejar a los guardias, pero nunca pensó que fuera tan grande. 

Las mujeres comenzaron a agazaparse entre ellas, protegidas por sus maridos, pero, Marianela, corrió escaleras arriba aprovechando el caos. Nadie notaría que no estaba, Catalina estaba más preocupada por sus hijos. 

Corrió como nunca, hasta llegar al final del pasillo. Sin embargo, se sorprendió cuándo notó la puerta del despacho entreabierta. Alguien más estaba adentro. 

—Mierda —murmuró. 

Determinada a conseguir lo que necesitaba, sacó el arma de la bota y entró con mucho sigilo a la habitación. Cuando estuvo cerca de la persona, que buscaba desesperadamente los papeles en el escritorio, apuntó la pistola en su nuca y la cargó. 

—Deja eso —habló. 

La persona dejó de revolver los papeles por un instante.

—Pon las manos donde pueda verlas. —Le instruyó. 

La persona alejó las manos de los papeles y los puso sobre el escritorio. 

—Camina hacia la ventana. 

—Lo siento —respondió. 

En eso, la persona se volteó mostrando un cuchillo que había desfondado, dispuesto a atacar. Sin embargo, los ojos de ambos se abrieron llenos de sorpresa al reconocerse. 

—Rafael —expresó Marianela, al ver a su esposo frente a ella.  

7 Responses

  1. ah caray! … eso no lo veía venir!! .. porfaaaaa . mas capitulosss!!! … me tienen en una intriga desde hace tiempo 🙁

  2. 😱😱😱 no me esperaba esto

    Como odio la forma de hablar de la gente qe se cree más y por ser de clase alta y disque hijos de matrimonio

  3. Queeee???? Jajajaja ay Dios, risa nerviosa. Bueno al menos sabe q esta vivo, y juepucha lo que dije que cada uno estaba en la misma situacion com el bando diferente. Y ahora q van hacer? Ay Dios mio. Y esta Catalina siempre se le vio q eran asi superficial, solo que Marianela si siempre fue mas sencilla e igual asi fueron criados. Y la politica corrupta jamas dejara de existir. Quede con un grito ahogado por Dios.

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