Rafael abrió los ojos con el sonido de los pasos de alguien entrando a la habitación, después, sintió el peso de una mochila pesada sobre su estómago, seguido de la voz grave de Fantasma: 

—Eres libre —pronunció. 

El doctor se irguió en la cama y se sentó en la orilla. 

—¿Libre?, nunca pensé que era prisionero. 

—Al parecer, a usted le gusta esta vida, porque es el único que he dicho eso —respondió—. También, es el único que ha salido libre. 

Rafael suspiró profundamente mientras contemplaba el horizonte desde el carruaje que lo llevaba de regreso a su hacienda. Después de tanto tiempo, finalmente estaba en camino de reunirse con su esposa, Marianela, y su hija. La emoción y la ansiedad se entrelazaban en su corazón mientras anticipaba el reencuentro con su familia y el regreso a su vida normal, o al menos lo que esperaba que fuera normal después de todo lo que habían pasado.

Sin embargo, en medio de su anhelo, una sombra de duda se instaló en su mente. ¿Habría Marianela sentido su ausencia tanto como él la había extrañado a ella y a su hija? ¿O tal vez el tiempo y la distancia habían erosionado el amor que una vez los unió? Rafael temía haber perdido el afecto y la conexión con su esposa, preocupado por las posibles grietas que el tiempo y la separación podrían haber abierto en su relación.

Rafael no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado ahí, se sentían meses, pero pudieron ser días o años. Aun así, estaba feliz de que El Justiciero había cumplido su promesa, y estaba tranquilo de que su talento como doctor lo había salvado; si su paciente se hubiese muerto, otra historia hubiese sido. Pero era libre, y podía irse en cuánto le dieran el pase de salida. 

—El justiciero quiere verte. Te irás de la misma forma que llegaste. Será por la noche. 

—¿Cuánto falta para la noche? —inquirió él. 

—Unas horas… 

—Bien… —respondió. 

El doctor se puso de pie, estiró los brazos y trató de arreglarse. Apestaba horrible. El olor a sangre, mugre y encierro lo envolvía, y el agua para lavarse era escasa, así que los baños no eran tan seguidos. Lo primero que haría, sería meterse a la tina para darse un baño de horas, y después, le haría el amor a su mujer. Solo necesitaba estar limpio. 

—Vamos… —le urgió Fantasma. 

Rafael tomó sus cosas, y siguió a Fantasma por los caminos de la cueva, unos que él mismo se había aprendido. Cuando llegaron a la hoguera, esa que nunca se apagaba, su acompañante se detuvo y con un gesto de la mano le pidió que esperara… El justiciero estaba en junta. 

Rafael se dejó envolver por el crepitar del fuego, sintiendo su calor reconfortante y observando cómo las llamas danzaban en el aire oscuro de la cueva. Era asombroso cómo una simple hoguera podía tener tanto significado en aquel lugar sombrío. Era mucho más que un simple fuego; era el corazón de la cueva, el centro alrededor del cual giraba toda su existencia en aquel lugar inhóspito.

Sin esa hoguera, la cueva estaría sumida en la oscuridad más absoluta, una oscuridad que lo abrazaría y lo consumiría todo. Pero el fuego era más que luz; era vida, calor, esperanza. Era el símbolo de la resistencia contra la desolación que los rodeaba, el recordatorio de que aún quedaba algo por lo que luchar.

Se perdió por completo en sus pensamientos, hasta que una voz lo hizo volver al fuego de la hoguera. 

—El terreno es demasiado grande para cubrirlo nosotros. Hemos hecho reconocido el terreno, de noche y de día, pero, aun así, es imposible. Jerez tiene guardias en cada esquina y nos superan en número —habla uno. 

—¡Pensé que tenías el plan ideal! —le reclama el justiciero. 

La voz del hombre que él había salvado de la muerte, resuena en la cueva. 

—Lo es… si no hubieses perdido a Cisneros. Él era la clave, y simplemente lo dejaste ir. ¿Sabes cuánto tiempo tarde en convencerlo?, ¡sabes lo importante que era para Jerez! ¡ERA LA CLAVE!, y lo perdiste en una emboscada. 

El Justiciero azota la mano contra la mesa. 

—¿Ahora me echas la culpa por haberte salvado a ti?, ¡porque te debo lealtad! ¡No  me puedes reclamar eso! 

—¡Me hubieses dejado morir!, ¡por la misión! 

—No me puedes decir eso después de haber traído a un doctor… ¿Sabes lo que hice para buscarlo? Y ahora, ¿me reclamas? 

Rafael, sin que se diera cuenta, ya se encontraba espiando detrás de la improvisada puerta que había puedo en la carpa. Sabía que en cualquier momento podrían verlo, pero, tampoco, tenía a dónde ir. 

—Bueno… entonces, ¿la misión se cancela? —inquirió otro. 

El justiciero negó con la cabeza. 

—Si dejamos que Jerez se salga con la suya, muchas personas perderán su hogar. Seguirá explotando las tierras y cuando esta guerra termine, ya no habrá nada. Recuerden que Jerez está utilizando la cortina de humo de la guerra para sus intereses. Si no lo detenemos ahora, no importa si ganamos o no la independencia, estaremos jodidos. 

Un suspiro en conjunto se escuchó. 

—Debemos encontrar una manera de entrar. Una que pase completamente desapercibida. 

—O simplemente entrar y someterlos a todos —contestó otro. 

El Justiciero se rio. 

—¿Ese es tu plan?, ¿qué no has escuchado lo que contamos? ¡Nos aventajan en número!, y perdimos a Cisneros. Jerez se las huele, por eso triplicó la seguridad. No pasará una mosca ahí, y a nosotros nos acribillarán antes de poder pasar las primeras protecciones… ¿Ahora piensas que es inteligente? 

—Necesitan a alguien que ya esté en el interior y del que nadie sospeche. —Se escuchó la voz de Rafael. 

Todos se quedaron en silencio, viendo la silueta del doctor pegado a la puerta. 

—¿Cómo un hacendado o un doctor? —propuso El Justiciero. 

—No, precisamente, solo alguien del que nadie pueda sospechar. 

Todos guardaron silencio. La cueva jamás se había escuchado tan tranquila, básicamente no dormía. Si no había pláticas entre ellos, había música tocada por guitarras, peleas que empezaban por simplices, o pláticas de borrachos. Hoy, se había quedado muda. 

El justiciero le hizo un ademán a Guerra y él entró al lugar de la reunión. 

—¿Dónde dices que conociste a este? —le preguntó al Teniente. 

—En el campo de batalla. Guerra fue uno de los mejores hombres que estuvieron ahí. Quería formación como médico militar y llegó a mi pelotón como aprendiz, aunque ya traía la carrera en medicina. Cuando pasó lo del ataque, él fue el único que se quedó bajo el fuego ayudando. Me jaló de los brazos de una pila de cadáveres y me salvó la vida. 

—Entonces, ¿confiarías tu vida a él? 

—Ya lo hice dos veces. 

—¿Le confiarías ese plan a él? —continuó el Justiciero. 

Rafael abrió los ojos al ver lo que él insinuaba. El justiciero notó su sorpresa. 

—No finja, doctor. Si lo comentó es porque tiene intenciones de ayudarnos. 

—Solo hice una observación… es todo. 

—Pues, fue una observación muy acertada, ahora dígame… ¿Cuál es su plan? 

Todas las miradas se clavaron sobre Rafael, esperando que sacara un maravilloso plan para salvar el que ya era inútil. Se podría pensar que Guerra no tenía ni uno, ni siquiera la noción de qué hacer, pero estaban equivocados. Lo tenía todo planeado. 

***

Rafael se recostó en la cama, todavía sintiendo la frescura del agua que había revitalizado su cuerpo cansado. El aroma del jabón impregnaba la habitación, recordándole el lujo de ese baño reparador. A través de la pequeña ventana, el sol se filtraba suavemente, bañando la habitación con una luz cálida y reconfortante.

Había pasado apenas unas horas desde que llegó a la casa de los conocidos del teniente, pero cada minuto había sido crucial para prepararse para su papel en el plan. A pesar de la urgencia de la situación, se permitió el lujo de tomarse un tiempo para cuidar de sí mismo, para prepararse física y mentalmente para lo que vendría a continuación.

Sin embargo, mientras disfrutaba del confort momentáneo, una sensación de culpa se apoderaba de él. No estaba donde debería estar. Debería estar en camino hacia los dos volcanes, hacia Marianela y su hija. Debería estar abrazándolas, besándolas, protegiéndolas. Pero las circunstancias lo habían llevado por otro camino, uno lleno de peligro y sacrificio.

Se preguntaba si había sido su instinto de aventura el que lo había llevado a aceptar este plan, o si había sido el deseo de marcar la diferencia, de hacer algo más que simplemente observar desde la distancia. Sabía que este plan tenía el potencial de cambiar las cosas, de exponer las intenciones corruptas de Jerez y de ayudar al pueblo que tanto sufría bajo su yugo.

No era suficiente con ser un mero espectador, no era suficiente con ofrecer ayuda a ambos bandos o con donar provisiones. Quería hacer más, quería hacer todo lo posible para detener la injusticia, para proteger a los inocentes, para marcar la diferencia en un mundo que tanto lo necesitaba.

—Perdóname Marianela —murmuró—, pero esto es lo que tengo que hacer. 

—¿Guerra? —Escuchó la voz tan conocida del teniente—, ¿estás listo? 

El doctor no respondió, simplemente se puso de pie, se arregló la ropa y caminó hacia la puerta. Lo único que tenía que hacer era sacar los papeles, después le darían un caballo para cabalgar hacia su hacienda y todos se olvidarían de todo; ese era el plan. 

Rafael Guerra, distinguido doctor y ahora forajido, tomó camino montado en una carreta, la cual venía cargando provisiones que iban directamente para los trabajadores de Jerez. Habían interceptado a un pobre hombre en el camino, lo habían bajado de ella y bajo amenaza le dijeron que la carreta ahora les pertenecía. Sin embargo, para sorpresa de todos, el mismo campesino le dijo a Guerra que lo metería a la hacienda sin problemas, Jerez le daba igual. En ese momento Rafael se preguntó si sus trabajadores le extrañaban, si era buen patrón o si se venderían por cualquier cosa con tal de traicionarlo. 

—Es un patrón déspota y desagradecido. En pocas palabras, un cabrón. Me da igual lo que hagan —le dijo a Guerra, mientras le ofrecía un lugar en la carreta. 

Al parecer, Jerez no era querido por todos, sus propios trabajadores lo odiaban y usarían ese odio para llevar a cabo el plan. A pesar de la disposición del hombre para llevar a Guerra dentro de la hacienda, el Teniente y el Justiciero le propinaron sus respectivas amenazas, y después, tomaron un sendero aledaño para llegar hacia la hacienda de Jerez. 

El camino desde la casa de los conocidos del teniente hasta la hacienda quedaba a un tiro de piedra, a unas dos horas a ritmo constante. El movimiento de la carreta comenzaba a adormecerlo, ese vaivén que iba con las pisadas del caballo lo mantenía tranquilo. No sabía que le esperaba en la noche, o si el plan iba a funcionar, por lo que necesitaba esa tranquilidad para pensar distintas estrategias para escapar. 

No iría a su hacienda, no quería poner a su esposa e hija en peligro, se regresaría a casa de los conocidos del teniente y de ahí esperaría esperanzado de que nadie le encontrara. Cuando pasara el peligro, regresaría a su hacienda, esperando que Marianela le siguiera amando. Sin embargo, lo que más le daba miedo era terminar como el Justiciero: amargado y escondido en una cueva. 

—Ya casi llegamos —le advirtió el trabajador—. Usted baje la cabeza y quédese callado, yo hablo por los dos. 

Rafael contestó con un movimiento de cabeza, después, bajó la cabeza y dejó que el sobrero le cubriera el rostro. A la vuelta de la esquina, Rafael pudo ver la hermosa hacienda de Jerez. Lujosa, algo fuera de lo común para los alrededores. No parecía una hacienda, sino un palacio, uno de los tantos que vio en Europa, cuando era estudiante allá. 

La carreta evita la puerta principal, y se cuela por otro camino que lleva a la puerta trasera. En cuánto entran, dos guardias se acercan para cuestionar al chofer, que tranquilamente hace que el caballo se detenga. 

—Son provisiones para la hacienda, me mandaron hoy por la mañana —habló. 

Los soldados detuvieron su mirada al doctor, pero, él no dijo nada. 

—Este es el nuevo peón. Es mudo. —Y con fuerza, el trabajador le dio un golpe en la nuca fuerte, y el doctor tuvo que aguantarse el reproche—. ¿Ve? 

—Pasen… —Fue lo único que escuchó Rafael, y después, el vaivén siguió. 

—Ese golpe —murmura. 

—Me la debe, por el pinche susto que me metieron en el camino. —Se justifica. 

La carreta sigue su camino hacia la bodega, donde Rafael ayuda al hombre a bajar los sacos llenos de maíz, semillas y entre otras cosas que trajeron del mercado. Después de terminar, el hombre lo lleva a su casa, si no antes pasar por la casa principal y mostrarle de una vez el único camino para entrar pasando desapercibido. 

—La cocina —le dijo—. Las cocineras y sirvientas tienen prohibido entrar a la casa por las puertas donde va Jerez. Así que tienen una escalera en la cocina donde suben directo al segundo piso, donde están las habitaciones y así, pueden entrar sin pasar por la sala. 

—Vaya… —expresó Rafael. 

—Esta es su única oportunidad, es todo lo que le diré. 

La única. La única oportunidad. 

***

La hacienda de Jerez resplandecía bajo la luz de la luna y las estrellas, iluminada por la calidez de las antorchas y las lámparas de aceite que decoraban sus jardines y patios. El sonido de la música y el bullicio de la gente llenaban el aire, creando una atmósfera festiva y animada.

En el interior de la hacienda, los salones estaban decorados con lujo y elegancia, con cortinas de seda, muebles tallados a mano y candelabros de cristal que reflejaban la luz de las velas. Los invitados, elegantemente vestidos con trajes de gala y vestidos deslumbrantes, se mezclaban entre sí, charlando y riendo mientras disfrutaban de la comida y la bebida que se servía en abundancia.

En el patio principal, una gran mesa estaba adornada con manjares exquisitos. Las bebidas fluían libremente, para satisfacer los gustos de todos los invitados, y los músicos tocaban con entusiasmo, llenando el aire con melodías alegres de grandes compositores. 

Mientras tanto, en las sombras, los conspiradores se preparaban para poner en marcha su plan. Los guardias, distraídos por la fiesta y el bullicio, estaban en sus puestos habituales, pero su atención estaba dividida entre su deber y la tentación de unirse a la celebración. Los peones, cansados después de un largo día de trabajo, descansaban en sus casas, ajeno a lo que estaba por suceder.

El doctor, nervioso, pero decidido, aguardaba en un rincón oscuro, pendiente de cualquier señal que indicara que era el momento de actuar. Sabía que el éxito del plan dependía de la coordinación y la precisión, y estaba listo para cumplir su papel en la empresa.

Una luz apareció en el horizonte, moviéndose como si fuese una estrella. 

—Son ellos —murmuró. 

El peón, que ahora era parte del plan, se acercó a la ventana y vio la estrella. 

—¿Cuál es el plan? —inquirió. 

—Robo de ganado. Sería algo que alertaría a todos. Saldremos a ayudar y yo me colaré a la cocina, asegúrate de que esté vacía. 

—Lo haré. 

El hombre asintió con la cabeza, y salió de la casa, dejando a Guerra solo. Mientras esperaba la señal definitiva, sus pensamientos vagaban en un vaivén constante entre la tentación de escapar y el deber que sentía hacia su pueblo y su familia. Se preguntaba si aún había tiempo para desandar el camino, para regresar a los brazos de su amada esposa y su hija, y olvidarse de todo lo que estaba a punto de hacer. 

—Debí irme libre cuando pude —murmuró para sí mismo, con un dejo de amargura en su voz.

Sin embargo, una segunda ola de valor se apoderó de él, como una llama que se encendía en lo más profundo de su ser. Se dio cuenta de que esto no se trataba solo de los justicieros, ni siquiera de él mismo. Era por el pueblo, por aquellos que sufrían en silencio bajo el yugo de la opresión, por los que anhelaban un futuro mejor para sus hijos y nietos.

—Debo hacerlo —se dijo a sí mismo, con una determinación renovada—. Tengo que salir bien de esto, por mí, por mi familia y por todos los que confían en mí. —Se aferró a esa convicción como un faro en la oscuridad, guiándolo en medio de la incertidumbre y el peligro que se avecinaba.

No pasaron ni diez minutos, cuando las campanas comenzaron a sonar, y todos los peones a salir de sus casas. 

—¡Se roban el ganado! —gritaron, y Rafael, salió al mismo tiempo que todos. 

—¡El ganado! —gritó un hombre de unos veinte años, que salió con un machete para defender lo que le pertenecía a Jerez. 

Rafael siguió la corriente. Tomó un palo y corrió hacia donde todos iban. Sin embargo, cuando pasó a la altura de la casa grande, escuchó un silbido que lo hizo reaccionar. El peón la llamaban con la mano. 

—Está despejado —le dijo, en medio del caos. 

Todos habían salido. Los guardias rompieron filas y corrieron hacia donde se encontraba el ganado. Las cocineras salieron a ver qué sucedía, abandonando la cocina. Los invitados veían desde el balcón, y Rafael, subió las escaleras. Lo hizo rápido, decidido, sabiendo dónde ir. El teniente le dio el espacio exacto donde se encontraban los papeles y él, lo iba a lograr. Así, atravesó el pasillo a pasos agigantados, abrió con cuidado la puerta del despacho y se enfrentó a la obscuridad. No podía prender ni una vela, porque podría llamar la atención de afuera. 

Así, se dirigió hacia el lugar del escritorio donde Jerez escondía la llave, la tomó, abrió el cajón y sacó los papeles. Esteban ahí, lo había conseguido, ahora, tenía que salir. 

—Deja eso. —Escuchó una voz detrás de él. 

Sintió una pistola en su nunca. 

—Pon las manos donde pueda verlas. —Le instruyó la voz. 

No puedo fallar, pensó. Acercando la mano con cuidado al cuchillo que tenía escondido en la chaqueta. 

—Camina hacia la ventana.

—Lo siento —dijo, pero no supo por qué, lo sabría al voltear. 

En eso,  Rafel volteó mostrando el cuchillo y dispuesto a atacar. Sin embargo, un grito interno resonó en su mente, y el cuerpo se le tensó al ver a su esposa frente a él. 

—Rafael —expresó Marianela, al ver a su esposo frente a ella.  

—Ma…—Estaba a punto de pronunciar su nombre cuando vio una figura detrás de ella—. ¡Tú! —expresó, al reconocerlo—, ¿qué haces aquí? 

Entonces Genaro, salió hacia la tenue luz de la ventana y con una sonrisa, le contestó: 

—Al parecer, doctor, usted puede matarme y revivirme cuando quiera —sentenció, dejando a Marianela fría. 

7 Responses

  1. ¡QUEEEEE!
    Yo lo sabía, maldito Genaro, es un desgraciado 😡, necesito el siguiente capítulo, estoy de muerte lenta

  2. Osea como estaba ese loco ahí entonces para que mando a Marianela hay no ese Genaro ya me tiene con ganas de darle su merecido…

  3. Queeee??? Ay ese maldito de Genaro. Ay Guerra ese espiritu guerrero te ganó pero bueno sirvio para que sepas de Marianela y viceversa. Ay no me muero

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