El campo de batalla se cimbraba con el ruido ensordecedor de los cañones y los gritos desesperados de los soldados que pedían auxilio. El olor acre del humo de la pólvora se mezclaba con el aroma metálico de la sangre derramada sobre la tierra. Era un escenario dantesco, donde la muerte danzaba entre las filas de combatientes, reclamando su cuota de víctimas con voracidad insaciable.

Los hombres se enfrentaban con coraje y determinación, con la mirada fija en el enemigo y el corazón lleno de valor. Cada paso que daban sobre el campo de batalla era una prueba de su entereza y su compromiso con la causa por la que luchaban. Sabían que estaban poniendo en juego sus vidas, pero también eran conscientes de que estaban defendiendo algo más grande que ellos mismos: su patria, su libertad, su dignidad.

Entre las filas de los combatientes, había hombres de todas las edades y condiciones, algunos apenas adolescentes que apenas habían dejado atrás la infancia, otros veteranos curtidos por años de servicio militar. Pero todos compartían un mismo propósito: resistir hasta el último aliento, luchar con todas sus fuerzas contra el invasor que amenazaba con arrebatarles su tierra y su independencia.

En medio del caos y la confusión, un joven soldado se destacaba por su valentía y su arrojo: Rafael Guerra, el doctor que había regresado de Francia para defender lo que era suyo, para cumplir su destino. Él avanzaba por el campo de batalla a paso decidido, esquivando los proyectiles que le silbaban alrededor con tal de llegar al herido.

El ruido ensordecedor de los cañones y el grito de los soldados heridos llenaba el aire, pero Rafael se mantenía enfocado en su objetivo. Con su uniforme manchado de sangre y sus manos expertas, se abría paso entre los cuerpos caídos y las trincheras, buscando a aquellos que necesitaban su ayuda desesperadamente.

Sus ojos oscuros brillaban con determinación mientras escudriñaba el campo de batalla en busca de heridos. Cada grito de dolor lo impulsaba a seguir adelante, a no detenerse hasta que hubiera hecho todo lo posible por salvar vidas. Para él, la guerra no era solo una lucha por la independencia de su país, sino también una oportunidad para demostrar su valía como médico y como hombre.

Finalmente, divisó a un hombre tendido en el suelo, con una herida grave en el ojo. Sin dudarlo un instante, Rafael se arrodilló a su lado y comenzó a evaluar su estado. La sangre brotaba de la herida con fuerza, pero él no se dejaba intimidar por la gravedad de la situación. Con manos firmes, comenzó a aplicar presión sobre la herida mientras buscaba en su maletín los instrumentos necesarios para detener la hemorragia.

—¡Sálvame, debo vivir! —gimió el hombre, aferrándose a los brazos del doctor. 

—Yo también quiero que vivas —le murmuró. 

—Debo sobrevivir… mi esposa.

—Irás con tu esposa. Esto te va a doler. 

—No… — Fueron las últimas palabras que dijo, antes de lanzar un grito y caer desmayado. 

—¡Ayúdenme a llevarlo a la carpa! —gritó Rafael, mientras se ponía de pie y buscaba a otros heridos que necesitaran su ayuda. 

Dos hombres, voluntarios del doctor Guerra, se acercaron para recogerlo, cargándolo entre sus brazos. 

—Cuidado en el camino. —Les deseó, para después continuar su camino hacia otro herido que pedía su ayuda. 

La escena a su alrededor era caótica, con el estruendo de la batalla resonando en el aire y los gemidos de los heridos llenando el espacio entre los disparos. A pesar del peligro que lo rodeaba, él se aferraba a su propósito de salvar todas las vidas posibles. 

Cada mirada desesperada, cada súplica de auxilio, alimentaba su determinación. Se arrodilló junto a un soldado joven cuya pierna había sido destrozada por una bala de cañón. El joven luchaba por contener los gritos de dolor mientras Rafael examinaba la herida con manos expertas.

—Tranquilo, amigo —le dijo Rafael en un tono suave pero firme—. Voy a darte algo que te ayudará a calmar el dolor.

Sacó un pequeño frasco de opio de su bolsillo y vertió una dosis en un vaso de agua. Con cuidado, ayudó al soldado a beberlo, observando con gratitud cómo el opio comenzaba a surtir efecto. Los músculos tensos del soldado se relajaron, su respiración se volvió más regular y su expresión de angustia se desvaneció lentamente.

Rafael permaneció a su lado durante un momento más, asegurándose de que estuviera lo más cómodo posible. Sabía que no había mucho más que pudiera hacer por él, excepto ofrecerle un poco de consuelo en sus últimos momentos. Con un suspiro, se levantó y continuó su camino entre los heridos.

Uno a uno, fue atendiendo a los soldados caídos, administrándoles el opio para aliviar su dolor y calmar sus temores. Aunque sabía que muchos de ellos no sobrevivirían a sus heridas, se esforzaba por ofrecerles un poco de paz en sus últimos momentos. Para algunos, la muerte llegaba rápidamente, llevándolos hacia la oscuridad con una suavidad que solo el opio podía proporcionar. Para otros, la lucha era más larga y dolorosa, pero Rafael permanecía a su lado, ofreciéndoles todo el consuelo que podía.

Después de cada intervención, regresaba al improvisado hospital para revisar a los heridos que había logrado estabilizar. Aunque estaba agotado física y emocionalmente, sabía que su trabajo aún no había terminado. Había más vidas por salvar, más sufrimiento por aliviar. Y mientras el campo de batalla seguía resonando con el estruendo de la guerra, él permanecía firme en su misión, aunque a veces tanta muerte le sobrepasaba. 

La carpa se extendía ante Rafael como un sombrío escenario de la tragedia humana. Al ingresar, se encontró con una dolorosa división entre los heridos que aún tenían esperanza de sobrevivir y aquellos cuyas heridas eran demasiado graves como para salvarlos. La escena lo golpeó con una fuerza abrumadora, recordándole la crueldad y la arbitrariedad de su profesión. 

A un lado de la carpa, los heridos menos graves y los que tenían posibilidades de recuperación recibían atención médica urgente. Los médicos y enfermeras se movían frenéticamente entre ellos, aplicando vendajes, administrando medicamentos y realizando intervenciones quirúrgicas improvisadas en un intento desesperado por salvar vidas.

Sin embargo, al otro lado de la carpa, la escena era mucho más sombría. Allí se encontraban los heridos que estaban más allá de toda ayuda, cuyas heridas eran tan graves que la muerte era solo cuestión de tiempo. Algunos yacían en camillas, con expresiones de dolor y resignación en sus rostros, mientras que otros estaban simplemente tirados en el suelo, esperando el inevitable final. Ahí estaba su soldado herido. 

—Benito —pronunció el nombre de uno de sus voluntarios—, ¿qué hace el soldado ahí? 

—Lo enviaron pa’ allá. —Y señaló el lado de los desahuciados. 

Rafael se quitó la sangre de las manos, limpiándose con un trapo que había tomado, y caminó hacia allá. 

—Todavía tiene esperanza, no está desahuciado. Se tiene que extirpar el ojo y evitar que la infección se expanda —habló como el experto que era—. Hice esto en la universidad, y sé que… 

—Un letrado —interrumpió el herido—. Un indio letrado. 

Rafael sonrió. 

—Le recomiendo que no ofenda al hombre que le salvará la vida. Puede que algún día se arrepienta. 

***

La operación fue rápida, improvisada y con dolor. A pesar de que se administró una dosis alta de valeriana, el herido gritó de dolor cuándo Rafael en unos cuantos movimientos le extrajo el ojo y le limpió la herida. Muchos de los médicos de ahí dudaban de la intervención, sin embargo, cuando notaron que el hombre había sobrevivido, ya no dijeron nada. Lo único que quedó vigente, fue la alta fiebre que no cedía. 

—Si se le muere, doctor, será una camilla desperdiciada y también vendajes y opio —le comentó Benito, mientras Rafael seguía administrando compresas de agua. 

—No se va a morir. Este hombre está fuerte, la única herida es el ojo. 

—Además, muchos sospechan que hay algo raro en él. No se ve como un soldado en la batalla o campesino. 

Rafael le echó un vistazo, y notó que llevaba una ropa bastante elegante pero maltratada. 

—Una vida es una vida —recitó la frase que siempre justificaba todo. 

—¿Pero vale la pena la vida? 

Rafael suspiró. 

—Veremos… 

—Marianela… —pronunció el hombre en un quejido. 

Rafael se acercó para que lo viera con el ojo que aún le quedaba y le habló: 

—Soy el doctor Guerra… La operación fue todo un éxito. Pero la temperatura aún no cede, así que esperemos a que lo haga. 

—Mi mujer… 

—Su mujer… —repitió Rafael. 

—Marianela… pobre Marianela. 

—¿Vive cerca de aquí?, ¿sabe que está aquí? —cuestionó el doctor. 

—El dinero, la mercancía —balbuceó. 

El doctor volteó a ver a Benito. 

—Necesitamos que este hombre baje la fiebre, si no se complicará. Trae agua fría para empaparle la ropa. 

—Sí, doctor. 

—¡Marianela! —repitió el hombre. 

Rafael suspiró. 

—Estás delirando por la fiebre. Aquí no hay ninguna Marianela. 

—Ella no me perdonará, prefiero morir, déjame morir… 

—¿No le perdonará el haber luchado por la patria? —preguntó Rafael. 

—No me perdonará, no la merezco… no la merezco… 

El hombre cayó rendido por la fiebre, y en ese estado alterado de conciencia, su voz se alzaba en murmullos, invocando el nombre de Marianela con una intensidad que traspasaba las barreras de la realidad.

Entre sueños, el hombre profería palabras cargadas de arrepentimiento y angustia, como si llevara sobre sus hombros el peso de un pecado irredimible. Gritaba que no merecía el perdón de Marianela, que sus acciones habían manchado irremediablemente su alma. Cada vez que pronunciaba su nombre, era como si el eco de su voz resonara en el aire, impregnando la carpa con la fuerza de su dolor.

Pero en medio de su confesión de culpas, el hombre también se perdía en el éxtasis de recordar las cualidades de Marianela. En un arrebato de admiración, elogió su belleza, describiendo cada rasgo de su rostro como si fuera una obra maestra esculpida por los dioses. Hablaba de su inteligencia con reverencia, destacando su agudeza mental y su sabiduría como virtudes dignas de admiración.

El doctor, que observaba la escena con atención, se sintió intrigado por la intensidad de las emociones que embargaban al hombre. Era evidente que Marianela ocupaba un lugar central en su mente y en su corazón, incluso en medio de la fiebre y el delirio. ¿Qué habría ocurrido para que su nombre le pidiese tanto perdón?

Rafael, conmovido por el amor que tenía por su esposa, le dijo al oído antes de darle otra dosis de opio para el dolor. 

—No te preocupes, Marianela estará a salvo, yo te lo prometo. —Finalmente, el hombre se desmayó. 

***

El doctor Rafael Guerra había dejado atrás el campo de batalla, donde la violencia y la muerte acechaban en cada esquina, para dirigirse hacia la ciudad y luego a su hacienda. A medida que se alejaba del frente de batalla, los ecos de los enfrentamientos y los rostros de los heridos y caídos quedaban atrás, pero el nombre de Marianela seguía resonando en su mente como un eco persistente.

Para Rafael, Marianela era mucho más que una simple mujer; era un símbolo de valentía, belleza y amor. Había sido testigo del profundo afecto que el hombre herido sentía por su esposa, y había hecho todo lo posible por salvar su vida en medio del caos y la desesperación.

Sin embargo, el destino tenía preparada una sorpresa inesperada para el doctor Guerra, una que cambiaría por completo su perspectiva y le daría la oportunidad de su vida. Porque meses después de haber dejado el campo de batalla, su camino se volvería a cruzar con el de aquel hombre herido que tanto amaba a su esposa.

 En la ciudad, en una posada donde Rafael se hospedaba temporalmente, el encuentro se produjo de manera abrupta y violenta. El hombre herido, ahora convertido en el tuerto, irrumpió en la habitación del doctor Guerra, empuñando un cuchillo y con el rostro marcado por la guerra. El encuentro repentino dejó a Rafael sin aliento, enfrentándose a la amenaza inminente de un ataque. 

—No sabe lo mucho que le he buscado —comentó, mientras Rafael aguantaba el aliento.

Se encontraba completamente desprevenido, sin un arma que empuñar y mucho menos con amigos que pudiesen defenderle—. Usted es una persona que se esconde muy bien. 

—Yo nunca me he escondido, simplemente no estoy por sus rumbos —se defendió. 

El tuerto rio—. ¿Qué es lo que quiere?, ¿opio?

Habló como si fuese evidente, ya que muchos pacientes acababan un tanto adictos al opio después de los dolores fuertes. 

—¿Me cree que soy un maldito adicto? —inquirió. 

—No lo sé. Aunque sus ropas me dicen que sí. Usted es un hombre que ha caído en desgracia. Si no es opio, ¿dinero? 

—¡TENGO DINERO! —le gritó. 

—¿Entonces a qué vienes? —preguntó, tranquilo. 

El tuerto sonrío, su dentadura, que ya comenzaba a deteriorarse, se hizo presente. 

—Vengo a que me mate —pronunció con una voz grave. 

¿Matarlo?, y Marianela, pensó. 

Guerra, abrió los ojos, bastante sorprendido por la situación. ¿Cómo que lo matara?, si apenas acababa de salvarle la vida. 

—¿Es una broma? 

—¿Mi cuchillo le dice que es una broma? —contestó, en tono de ironía, el tuerto. 

El doctor le hizo un ademán, para que este retirara el cuchillo de su garganta. El Tuerto lo hizo sin oponerse. 

—¿Por qué quiere que lo mate?, no me ha hecho nada y yo no tengo deseos de convertirme en un asesino. 

—¿Quién dijo que va a asesinarme? —respondió. 

El tuerto se bajó de la cama, caminó hacia una de las esquinas de la habitación y se sirvió un vaso con agua. Rafael aprovechó para levantarse y ponerse la camisa. Hacía un calor infernal, y la ventana abierta no era suficiente. 

—Fíjese doctor, que cuando me salvó en el campo de batalla, me dio la única señal que necesitaba para asegurarme de que iba por el buen camino. 

Rafael puso los ojos en blanco por un momento. 

—No me diga que tuvo una epifanía. Era el opio, eso se lo aseguro. 

El Tuerto se rió. 

—Sí que tiene humor, Doctor. 

—Mire, tengo unos días muy largos. En dos días debo salir para Puebla, y no tengo mucho humor para estar conversando en plena madrugada. Dígame qué quiere y cómo lo quiere. 

—Calma y nos amanecemos, doctor. 

Guerra suspiró. El Tuerto se acercó y lo vio a los ojos. 

—Oficialmente, estoy perdido en batalla. Sin embargo, eso significa que sigo vivo en algún lado, y no quiero alentar las ilusiones de ciertas personas.

—¿Alentar ilusiones? 

—Así es… Mire, tengo varios enemigos que me he ganado a lo largo de mi carrera. Así que deseo que oficialmente salga una lista donde mi nombre esté escrito como parte de los muertos en batalla. Quiero que se piense que mi cuerpo ha sido enterrado junto con los otros. 

—Siento decirle, señor, que yo no poseo la lista de los muertos… 

—Lo sé, pero si tiene el poder para hacer un acta de defunción y llevarla a la oficina, ¿cierto? 

La mirada penetrante de Guerra, le caló dentro. Entendía perfectamente lo que el Tuerto le quería decir, pero no comprendía por qué. ¿Qué razones tendría para hacerse pasar por muerto?, ¿qué pasaría con Marianela?, ¿a caso no quería ir a su hogar, dormir en su lecho? 

—Sé lo que piensa, doctor. Pero no tengo por qué darle explicaciones. 

—No lo haré —dijo él, en tono grave. 

—¿No lo hará? —inquirió el Tuerto. 

—No. Uno, porque no tengo razones para hacerlo. Dos, porque usted no puede obligarme y no tiene nada que yo quiera y tres, porque no estoy interesado en echar mi carrera por la borda falsificando documentos. 

—Es la guerra, doctor. Cualquiera puede morir en la guerra. 

—Y, ¿por eso es que quiere morir? Dígame los verdaderos motivos por los que quiere hacerlo, y lo consideraré. 

Rafael, iba a dejar que el Tuerto le diera los motivos exactos para hacer lo que él deseaba. Tal vez, quería escapar de la vida que llevaba, tomar a su esposa e irse lejos a otro lugar donde nadie los conociera. Sin embargo, la respuesta le decepcionó. 

—Porque le he cogido cariño a la vida delictiva, y la muerte me salvará de la horca, irónicamente. Si muero, seré como un fantasma. Mis enemigos pensarán que ya no estoy, pero, por mi cuenta, podré seguir haciendo de las mías. Usted es el único testigo que tengo de que estuve y de que estoy con vida. Y si no hace lo que yo le pido, lo mataré. 

Rafael sonrío levemente. 

—Si me mata, ¿quién le firmará el acta? Si todos piensan que está desaparecido, creo que será imposible encontrar a otro doctor que la firme. Así que su amenaza, no tiene validez. 

—¿Quiere hacerse el gracioso conmigo, indio?, ¿qué no ve quién tiene el cuchillo? 

—Sí, lo veo. Pero, ¿qué no ves quién tiene el poder de desaparecerte para siempre o enviarte al paredón por una confesión dada? 

Y, ¿Marianela?, vino a su mente. 

—Parece que tenemos un trato. 

—Yo no he cerrado nada. Como le dije, usted no tiene nada que yo tenga para que acepte lo que me está ofreciendo. Así que… —Los ojos del doctor insinuaron que era el turno del Tuerto para hablar. 

—¿Estamos negociando? 

—No sé… 

—Bueno, ¿qué es lo que quisiera?, ¿dinero? 

—¿Tiene dinero? —cuestionó sorprendido el doctor. 

—Lo tengo —habló en un tono de presunción el Tuerto.

—No, tengo mucho.

—¿Entonces? 

—No lo sé. Yo dormía, no pretendía negociar esta noche.

—¿No se le ocurre nada, entonces? 

—Mire. Si pensó que solo con una amenaza podía convencerme, se equivocó. Así que le sugiero que me diga qué es lo que me puede ofrecer, antes de que haga algo y lo envíe al paredón, por ser un sinvergüenza y traidor a la patria. 

El Tuerto se quedó pensando por un instante. En realidad, pensó que con la simple amenaza que le diera al doctor, todo se arreglaría. Había resultado más aguzado, sin embargo, tenía una escapatoria. 

—Bueno, doctor, ¿qué le parece si desaparezco de su vida? 

—¿Desaparecer? 

El Tuerto miró fijamente a Rafael, sus palabras cargadas de advertencia resonaban en el aire tenso de la habitación.

—Así es. Aunque no crea, antes de venir a amenazarlo, investigué sobre usted, y sé que es un doctor que tiene muy buena fama, patriota, del pueblo, no tiene partido, ni distingue estatus; usted cura a todos —comenzó el Tuerto, su tono serio revelando que conocía más de lo que había dejado entrever anteriormente—. ¿Eso tiene algo de malo?

Rafael frunció el ceño ante la pregunta del Tuerto, sintiendo la intriga y la preocupación crecer en su interior.

—No veo por qué debería ser un problema —respondió con cautela—. Mi deber como médico es ayudar a quienes lo necesitan, sin importar su posición o afiliación política.

El Tuerto asintió lentamente, sus ojos brillando con una intensidad calculadora.

—Sí, no tiene nada de malo —concedió—. Excepto cuando acaba de salvar de la muerte al hombre más buscado en todo el centro y sur del país.

Las palabras del Tuerto golpearon a Rafael como un puñetazo en el estómago. Se sintió aturdido por un momento, tratando de procesar lo que acababa de escuchar.

—¿Qué estás insinuando? —preguntó Rafael, su voz apenas un susurro lleno de incredulidad.

El Tuerto suspiró, su expresión sombría mientras explicaba la situación.

—El día que me salvó, doctor, decenas de personas me deseaban muerto —continuó el Tuerto, su tono grave y ominoso—. Si acabé en el campo de batalla, es porque deseaba salirme con la mía, y me costó un ojo. Ahora, si usted no firma, me encargaré de propagar el rumor de que el doctor Rafael Guerra, salvó a uno de los hombres más buscados. ¿Sabes lo que provocará?, que vengan a buscarlo, que lo cuestionen y posiblemente pase algo peor. Hundiendo su apenas creciente y conocida carrera y perdiéndolo todo.

Rafael, en lugar de asustarse, sonrió. El Tuerto estaba en una situación tan desesperada, que estaba dispuesto a delatar que estaba vivo con tal de obtener lo que deseaba. Después le dio lástima, mucha lástima. El hombre, al parecer, no tenía remedio. Prefería estar muerto, que cualquier otra cosa. 

—Muy bien… 

El Tuerto, sonrío. 

—¿Lo hará? 

—Lo haré. Solo que necesito que jamás se atraviese en mi vida. Que finja demencia sobre mí, sobre mi nombre, y mi profesión. Yo no lo conozco, usted no me conoce. Si escucha mi nombre, no sabe quién soy. 

—Lo mismo le pido. Cuando firme saldré de la vida de todos, incluso de usted. 

—Y, ¿de la vida de Marianela? —preguntó el doctor. 

El Tuerto se sorprendió levemente al escuchar el nombre de su esposa. No pensó que saldría en la conversación. 

—¿Ella qué?

—Usted la mencionaba mucho en su delirio… ¿También saldrá de su vida?, ¿no se ha puesto a pensar qué pasará con ella después de enterarse de su muerte? 

El Tuerto se rió. 

—Créame, a Marianela le conviene que yo esté más muerto que vivo. No importa lo mal que le vaya. Le conviene que yo desaparezca de su vida —aclaró. 

Al siguiente día, el doctor firmó el acta de defunción de Genaro. Dos semanas después, el destino lo encontró con Marianela. 

6 Responses

  1. Pues ese tuerto no esta cumpliendo su palabra y a como se maneja creo que poco le importa es mas lo disfruta y Marianela cuando sepa esto como reaccionara? =(

  2. Queeee???? No me imaginaba que hubiera pasado eso entre ellos. Con razon guerra le hablaba asi a Marianela. Ahora muchas cosas tienen sentido. Wow. Y ahora que pensara Marianela? Que Guerra sabia la verdad de Genaro y no se lo dijo. 🥺 espero no se enoje cln el. Pora la verdad le hizo fue un favor a Marianela y lo hubiera dejado morir a ese Genaro. Que rabia.

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