Rafael se encontraba entre las cuatro paredes de la sucia celda, esperando al paredón. Debido a la luz que entraba por la pequeña ventana, sabía cuántos días llevaba ahí: cuatro. Su cuerpo estaba débil, golpeado y marcado. Su mente comenzaba a decaer.
El frío se había infiltrado en cada rincón de aquel lugar, como un recordatorio constante de su desgracia. No había comido nada en días, sobreviviendo apenas con el agua que le lanzaban de vez en cuando. Cada gota era un alivio momentáneo para su garganta reseca, pero también una cruel muestra de su miserable existencia.
La incertidumbre lo consumía desde el momento en que fue capturado. ¿Qué pasaría ahora? ¿Cuál sería su destino final? La respuesta parecía estar escrita en las paredes de aquella prisión: la muerte. El paredón aguardaba impaciente, como un monstruo hambriento esperando su próxima víctima.
Sin embargo, entre la desesperación y el dolor, un poco de esperanza se filtraba en su mente atormentada. No había recibido noticias de Marianela. Eso significaba que había cumplido con su última petición: escapar con su hija. Aunque su propio destino estuviera sellado, al menos había logrado proteger a su familia. Trataba de pensar que todo le había salido bien, y que su amada se encontraba lejos, protegiendo a la única hija de ambos.
Cómo me hubiese gustado tener más hijos con Marianela, o al menos usar eso como pretexto para hacerle el amor las veces que quiera, pensó.
Pero incluso en medio de ese pequeño consuelo, la amenaza de Jerez acechaba como una sombra oscura. No descartaba la posibilidad de que el siniestro hombre regresara, decidido a arrancarle una confesión de algo que no había hecho. Rafael sabía que resistiría hasta el final, aferrándose a su dignidad y a la promesa de que, aunque su cuerpo pereciera, su espíritu permanecería intacto.
Así, en la fría oscuridad de su celda, Rafael aguardaba su destino con resignación y valentía, enfrentando la incertidumbre y la brutalidad de un mundo que había perdido toda compasión. Sentía tanto dolor, que ansioso esperaba la muerte. Aunque la tristeza lo invadía, no vería a su hija crecer.
La vieja reja oxidada resonó en el lugar, Rafael volteó con lentitud, solo para ver a Diego de Jerez entrando a la celda. Esta vez, no venía con nada en las manos, ningún instrumento o herramientas para hacerlo confesar. Rafael se sintió invadido por un sentimiento de coraje que no pudo expresar; se encontraba demasiado cansado.
—Doctor —pronunció, con esa voz que causaba escalofríos.
Rafael no respondió nada, simplemente bajó la mirada y se dedicó a ver la sangre seca en el suelo. Después, las botas elegantes y boleadas aparecieron debajo de su mirada.
—Sé que puede hablar. Pedí que no le cortaran la lengua, la necesita para confesar sus crímenes.
—O los suyos, dirá —agregó.
Diego jaló a Rafael del cabello con ferocidad, obligándolo a encontrarse con sus ojos llenos de odio y desprecio.
—Dime, indio, ¿qué es lo que piensas en este momento? —espetó con voz cargada de veneno.
En la mente de Rafael resonaba el nombre de Marianela, una promesa no pronunciada pero ardiente en su corazón. Sin embargo, las palabras no salieron de sus labios, retenidas por la determinación de proteger a quienes amaba.
—Pienso que en el futuro debería buscar un socio más competente para sus tratos. Uno que pueda cumplir con su trabajo sin traer problemas —respondió Rafael, su tono lleno de ironía, desafiante ante la violencia que lo rodeaba.
La burla de Rafael provocó la furia de Diego, quien no toleraba ser desafiado, especialmente en un momento como este.
—¡CÁLLATE, INDIO! —rugió Diego, sus puños apretados de ira impactando brutalmente en el abdomen de Rafael, quien se dobló por el dolor, tosiendo y luchando por recuperar el aliento.
Cuando finalmente pudo hablar, Rafael lanzó su contraataque con la astucia que lo caracterizaba.
—¿Los papeles? Los papeles que detallan tus visitas a los prostíbulos y tus tratos ilícitos, Diego. ¿Dónde están?
Las palabras de Rafael resonaron en la celda, cortantes como dagas, apuntando directamente a los ojos oscuros de Diego, a pesar de ser claros. El político se estremeció ante la acusación, su rostro contorsionándose en una mezcla de rabia y desconcierto.
—¡CÁLLATE! —gritó Diego, pero las palabras del doctor seguían brotando, cada una más incisiva que la anterior.
—¿O acaso están los documentos que detallan la explotación de la mina clandestina de plata, que financia las armas de los Españoles en la guerra? ¡Eres un vende patrias, Diego!
—¡CALLÁTE!
—O ya sé, ¿la lista de los nombres de todos las personas involucradas en sus negocios? Esa que le confiaron a usted, y solamente a usted, y que sabe que si no la recupera o la destruye y cae en las manos equivocadas, todos le echarán la culpa. Sus negocios se vendrán abajo y usted terminará olvidado en una celda, esperando el paredón, y que nadie, absolutamente nadie de sus poderosísimos amigos, le echará una mano. Recordará que la muerte de su hermana habrá sido en vano, que todo su dinero será confiscado y pasará a ser un don nadie… ¿esos papeles?
La verdad que Rafael revelaba cortaba como un cuchillo afilado, exponiendo los oscuros secretos de Diego ante la luz cruda de la verdad. Diego, consumido por la furia y la impotencia, perdió el control por completo.
—¡Me importa un carajo si no me dices dónde están los papeles! —rugió Diego, su voz resonando con una violencia desenfrenada mientras agarraba a Rafael por el cuello, la ira encendiendo sus ojos con un fuego infernal—. Vas a morir hoy porque te culparé de todo lo que se me antoje. Morirás solo y olvidado, sin nadie que te llore. Pero antes, pagarás por tus insolencias. Tu familia, tu hacienda, todo será mío. Y Marianela… Marianela será mi recompensa final, antes de que yo mismo acabe con su vida. ¡Prepárate para el infierno, indio maldito!
Diego soltó a Rafael con un gesto brusco, liberando su agarre como si el contacto con el indomable prisionero lo quemara. Rafael cayó de golpe sobre la silla, su cuerpo tambaleándose por el impacto repentino, pero se mantuvo en pie con una determinación feroz. La tos convulsa resonó en la celda, un eco áspero que cortaba el aire pesado.
Con paso lento y decidido, Diego se acercó a Rafael, sus ojos fijos en los del prisionero, con una intensidad que traspasaba la piel. Se agachó, sus manos apoyadas en sus rodillas, y sostuvo la mirada de Rafael con una mezcla de desprecio y curiosidad, como si estuviera contemplando a una bestia enjaulada.
En ese momento, en medio de la penumbra de la celda, una chispa de desafío brillaba en la mirada de Rafael, lo que provocó duda e inquietud en los rincones oscuros de la mente atormentada de Diego.
—Este es tu fin, indio, pero el mío no. Yo seré recordado como los grandes. Cuando me muera, me harán homenajes, me alabarán, y sobre todo, verás lo que es ser un hombre como yo.
—No creo que pueda verlo… ¿Voy a estar muerto, qué no?
¡Ahhhhhhh!, se escuchó en la celda.
—¡Guardias!, ¡al paredón! —gritó Diego.
Dos guardias entraron a la celda y, siguiendo las órdenes de Diego, levantaron a Rafael y lo desataron de la silla. A pesar del dolor y la debilidad, Rafael logró mantenerse de pie con determinación. Si iba a enfrentar su destino en el paredón, sería con la dignidad intacta, saliendo por su propio pie de esa celda lúgubre y fría, y no arrastrado como muchos habrían deseado.
—Yo mismo te llevaré al paredón para asegurarme de que mueras, Rafael Guerra —sentenció Diego con frialdad, su voz resonando en la pequeña estancia, cargada de un odio profundo y despiadado.
Con la mirada fija en el horizonte, Rafael siguió a los guardias mientras salían de la celda y avanzaban por el estrecho pasillo iluminado por antorchas parpadeantes. El sonido de sus propios pasos resonaba en sus oídos, acompasado por el repiqueteo de las botas de los guardias que lo rodeaban.
El camino hacia el paredón era un laberinto de pasillos oscuros y escaleras angostas, cada paso parecía acercarlo más al abismo de la muerte. La atmósfera estaba cargada de tensión y silencio, solo interrumpida por el eco de sus respiraciones entrecortadas y el murmullo lejano de voces y pasos en la distancia.
Finalmente, emergieron a la brumosa luz del patio interior, donde el aire helado parecía cortar como cuchillas afiladas. El paredón se alzaba imponente al otro extremo, una estructura ominosa de piedra grisácea que parecía absorber la luz del sol, dejando un aura de desolación a su alrededor.
Rafael se detuvo por un momento, observando el camino que lo llevaba hacia su destino final. Sabía que no había vuelta atrás, que cada paso lo acercaba más al fin de su vida.
A pesar del frío, la mañana estaba soleada. Rafael moriría en una mañana llena de luz, algo que jamás pensó que pasaría. Era irónico, hace años no le importaba morir. Se había metido como voluntario en la guerra para salvar vidas sin importarle que él perdiera la vida en ella. Y ahora, que estaba frente a ella, solo rogaba que fuera lo suficientemente rápida, porque no quería sufrir con el hecho de dejar a la mujer que amaba, a su hija, a la que le hubiese gustado verla crecer y regresar a su Hacienda, a la que le había tomado tanto aprecio.
El aire cortante de la mañana le devolvía a la realidad, recordándole que no había vuelta atrás. Sus pensamientos vagaban entre los recuerdos de su vida, una vida que ahora parecía tan distante y efímera. Recordaba los momentos de felicidad en su hacienda, el aroma de las flores en el jardín y las risas de su hija jugando en los patios.
Rafael, lo tenía todo y estaba a punto de perderlo. Se arrepentía de las decisiones que había tomado, de su instinto de aventura y su amor por la justicia. Se arrepentía del año que pasó dudoso de acercarse a Marianela, y sobre todo, se arrepintió de haber dejado a Genaro vivo.
La sombra del arrepentimiento se cernía sobre él, pesada y oscura como una losa. Había sacrificado tanto en nombre de sus ideales, y ahora se enfrentaba a la realidad de que esos ideales no podían salvarlo de su destino. La guerra, que una vez lo había llenado de propósito y valor, ahora lo dejaba despojado y desamparado, enfrentando la cruel verdad de su propia mortalidad.
Con un nudo en la garganta, Rafael avanzó hacia el paredón, decidido a enfrentar su destino con la frente en alto y el corazón lleno de amor por aquellos a quienes dejaría atrás. En la distancia, el sol brillaba con una intensidad cruel, como si se burlara de su tragedia, recordándole que incluso en la luz más brillante, la sombra de la muerte siempre acechaba.
Rafael fue posicionado por los guardias frente al pelotón de fusilamiento, que estaba dispuesto a darle muerte sin nisiquiera conocerlo. Ellos solo acatan órdenes, pensó, al ver los rostros de algunos que eran tan jóvenes que parecían niños.
—¿Últimas palabras, doctor? —dijo Diego.
Él sonrió, vio hacia la hermosa cordillera de montañas que se desplegaba frente a él y luego vio al sol.
—El acero puede atravesar mi carne y desgarrar mis músculos, pero mi espíritu seguirá inquebrantable y mi amor intacto, porque mi corazón, lo tiene ella.
El sonido de la bala resonó en el patio con la fuerza de un trueno, dejando a Rafael momentáneamente aturdido. El eco retumbó en el aire denso, envuelto en un silencio tenso que cortaba como un cuchillo afilado. El pelotón completo se vio sorprendido, sus rostros mostraban confusión y temor mientras sus ojos escrutaron el entorno en busca del origen de aquel disparo inesperado.
Rafael, con el corazón latiendo desbocado en su pecho, se llevó una mano al cuerpo, sintiendo un alivio momentáneo al no encontrar ninguna herida sangrante. La bala había pasado rozándolo, pero no lo había alcanzado. Sin embargo, su atención se desvió hacia Diego, cuya expresión de horror y sorpresa era evidente en sus rasgos tensos. Los ojos del político estaban desmesuradamente abiertos, como si estuviera presenciando una pesadilla.
Antes de que pudiera procesar completamente lo que estaba sucediendo, otro estruendo rompió el aire, y Rafael vio con claridad cómo una segunda bala, certera como un rayo, impactaba entre los ojos de Diego. Un destello fugaz de horror cruzó el rostro del político antes de que su cuerpo cayera pesadamente al suelo, inerte y sin vida.
El silencio se hizo aún más profundo, más opresivo, mientras el humo del arma se disipaba lentamente en el aire. El asombro se reflejaba en los rostros de los soldados, que miraban atónitos la escena que se desarrollaba ante ellos. Rafael se quedó paralizado por un instante, asimilando la surrealista cadena de eventos que acababa de presenciar. En medio del caos y la confusión, una certeza se afianzó en su mente: había sido salvado por un acto de justicia divina, un giro del destino que había cambiado el curso de su vida en el último momento. Solo había una persona que podía disparar de esa manera, con tanta precisión, confiabilidad y audacia: era Marianela.
😱😱😱😱 con muchas ansias por leer el capítulo siguiente 🤞🏻🤞🏻🤞🏻
😱😱😱😱
Después de la llorada leyendo el capítulo, hay un rayito de esperanza 😶🌫️
Me tienes en un subí baja de emociones Dios mío 😳😳😨😨
Tambien pienso q es Marianela, no lo va a dejar morir nooooo ni por el putas. 😱😱😱😱😱😱 ahora me preocupa Genaro, esta loco. Esperemos sea Marianela para salvarlo y termine metido en otro lio 😭😭😭😭