Encontrar los papeles era una obsesión para Genaro; representaban su única oportunidad de mantener su poder y control sobre la situación. Desde que Diego lo amenazara, la idea de recuperarlos se convirtió en una obsesión que lo consumía día y noche. No podía permitirse el lujo de fallar en esta misión; su futuro y su reputación de hombre implacable dependían de ello.

Con el corazón lleno de frío cálculo y ambición despiadada, Genaro montó a caballo y partió hacia la hacienda de Diego al anochecer. Las sombras de la noche eran su aliado más cercano, envolviéndolo en un manto de oscuridad que ocultaba sus verdaderas intenciones. Cada golpe de los cascos del caballo resonaba en el silencio de la noche, impulsando a Genaro hacia su destino con una determinación implacable. No había espacio para la duda ni la compasión en su corazón de acero.

Al llegar a la hacienda de Diego, Genaro descendió de su caballo con una confianza arrogante, su mente maquinando estrategias para conseguir lo que deseaba. Los guardias de Diego lo recibieron con desconfianza, pero Genaro no se inmutó. Para él, eran simples peones en un juego mucho más grande, dispuestos a ser sacrificados en el altar de su ambición sin remordimientos.

Decidió intimidar y coaccionar a los trabajadores de la hacienda, junto con sus secuaces, utilizando la violencia y el miedo como sus armas más efectivas. Asaltaron las casas de los empleados, buscando pistas y amenazando a sus familias para obtener la información que deseaban. Para Genaro, la vida de los demás no tenía ningún valor si no servía a sus propios intereses.

Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, los papeles seguían siendo esquivos, como fantasmas que se burlaban de su ambición desenfrenada. La frustración de Genaro crecía con cada intento fallido, alimentando su ira y su sed de venganza contra aquellos que se atrevían a desafiarlo.

Finalmente, exhausto y derrotado, Genaro regresó a su escondite, donde sus hombres lo esperaban en silencio. En sus ojos fríos y calculadores, no había lugar para la compasión ni la misericordia. Solo había espacio para la determinación implacable de un hombre dispuesto a todo para conseguir lo que deseaba. Y aunque los papeles aún no estaban en su poder, Genaro sabía que no descansaría hasta que fueran suyos, sin importar cuánto tuviera que sacrificar en el camino.

La noche fría le dio la bienvenida en la cueva, envolviéndolo en su abrazo gélido mientras Genaro, el Tuerto, se adentraba en la penumbra con paso pesado. La tímida antorcha apenas podía iluminar el camino, pero no era necesario que lo hiciera; él ya conocía cada recodo y cada piedra de aquel lugar inhóspito. Sus piernas cansadas de tanto montar se arrastraban con fatiga, revelando el agotamiento acumulado durante los dos días de incansable búsqueda de los papeles.

El aroma húmedo y terroso de la cueva llenaba sus sentidos, recordándole que esto era ahora lo que él llamaba hogar. Genaro ansiaba recostarse sobre su improvisado catre de paja y dejar que el sueño lo envolviera como un manto protector. Había llegado el momento de descansar, de dejar que el agotamiento y la tensión se disiparan en el éter de la noche.

Tal vez mañana traería consigo nuevas pistas, nuevas esperanzas en su interminable búsqueda de los papeles perdidos. Por ahora, solo deseaba sumergirse en el sueño reparador y olvidar, al menos por unas horas, la implacable persecución que lo consumía día y noche.

Sin embargo, desde el momento en que puso un pie dentro, Genaro supo que algo estaba fuera de lugar. Era algo en el ambiente, un palpitar en la inmensa oscuridad que lo rodeaba, un silencio opresivo que pesaba sobre sus hombros como un manto de plomo. Había enviado a sus hombres a descansar dentro de la cueva, pero no había rastro de su presencia; ningún murmullo, ninguna risa, ningún indicio de vida que rompiera el silencio sepulcral. El fuego que solía arder en el interior, proporcionando calor y luz, brillaba por su ausencia, sumiendo la cueva en una oscuridad aún más profunda.

Una inquietud creciente se apoderó de Genaro mientras avanzaba con cautela, cada fibra de su ser alerta y tensa como un resorte listo para saltar. Sacó su pistola con manos temblorosas, cargándola con la destreza de un hombre acostumbrado al peligro. Decidió apagar la antorcha para no revelar su presencia en el lugar, moviéndose en la oscuridad con la habilidad de un depredador acechando a su presa. Conocía cada rincón de la cueva, cada grieta y cada escondite, y sabía cómo moverse en ella sin ser detectado.

De repente, bajo sus pies, sintió algo inusual. No eran las rocas rugosas ni las ramas secas que solía encontrar en el suelo de la cueva. Era algo suave, como la carne de algún animal, un escalofrío recorrió su espalda al imaginar lo que podía ser. Volvió a poner su pie sobre el mismo lugar, esta vez sintiendo algo más duro, más resistente, como huesos que crujían bajo su peso. Un nudo de temor se formó en su garganta, arrepintiéndose de haber tirado la antorcha en el exterior, privándose así de cualquier indicio que pudiera revelar la horrible verdad que se ocultaba en la cueva.

Y entonces, en un instante que pareció durar una eternidad, una luz se abrió paso a través de la oscuridad, iluminando la cueva con una claridad deslumbrante. La silueta de una persona se recortó contra el resplandor, y Genaro, al verla claramente, no pudo contener una sonrisa retorcida que se curvó en sus labios.

—Lograste escapar —le dijo a Cisneros, que yacía con la antorcha en su mano. 

—Tuve un poco de ayuda 

Genaro sintió en su sien el cañón de una pistola. Se quedó quieto, mientras el aroma de flores llegaba a él. 

—Marianela… 

—Bienvenido. Disculpa si no pudimos limpiar el lugar —habló con determinación la mujer. 

Cisneros arrojó la antorcha a la pila de ramas secas que se encontraba en el medio, y el fuego ardió alumbrando todo. Sin embargo, la imagen no fue agradable. Los cuerpos de todos sus hombres, se encontraban dispersos por el lugar, inertes, sin rastro de vida. Él trató de no sorprenderse, pero su rostro lo evidenció. 

—Genaro, Genaro, Genaro. No tienes idea de lo que has hecho. —Comenzó Marianela su discurso—. ¿Sabes que es peor que un hombre sin patria?, una mujer herida. Y tú, no solo me heriste una vez, si no dos veces. ¿Dónde está mi marido? 

Genaro lanzó una sonrisa fría. Un plan se formuló rápidamente en su mente. Sabía que si llevaba a Marianela ante el paredón, el doctor le diría dónde están los papeles con tal de salvarla. 

—Tu marido… él está donde debe estar. 

—No estoy bromeando… ¡Dime dónde está! —exigió. 

Genaro volteó y notó que Cisneros también le apuntaba. Tal vez Marianela era una mujer herida, pero Cisneros era un hombre torturado y apresado por él, así que su deseo de venganza podría ser mayor. 

—Sabemos que lo sabes, así que no trates de negarlo. 

—Lo tienen en el paredón de Santa Rita, cerca de la frontera. Llegarás a caballo en dos días. Puede que sea demasiado tarde. 

Marianela vio a Cisneros y él le confirmó con un movimento de cabeza que dicho paredón existía. 

—No si salimos de una vez…

—¿Salimos? —dijo Genaro. 

—Así es… salimos. No soy tan tonta para creerte. Así que personalmente me llevarás allá.

—Bueno. —Aceptó Genaro, sin más que decir. 

Marianela bajó el arma y caminó frente a él. 

—Me la debes, y lo sabes. Necesito recuperar a mi marido. 

—No finjas inocencia conmigo, Marianela. No después de haber matado a todos mis hombres con un tiro de gracia. Sé que fuiste tú, conozco la manera como disparas. 

Ella dibujó una sonrisa. 

—Me alegra que ya distingas entre la Marianela ingenua y la que te cortará los huevos y te los metará en la boca si llegas a traicionarme. Vamos. 

Marianela le puso el cañón de la pistola sobre el pecho, y lo empujó. 

Genaro, en un movimiento hábil, le quitó la pistola a Marianela, le puso el brazo por detrás del cuello y la acercó a su cuerpo. Después, con la misma pistola, le apuntó a la sien. 

—Sigues siendo igual de ingenua, mi vida. 

—¿Crees? —Se escuchó la voz de Cisneros, y cuando Genaro lo vio, notó que tenía los papeles que tanto buscaba en sus manos. 

—¿Cómo? —preguntó Genaro. 

Ahora fue ella quien rió. 

Genaro apretó con fuerza a Marianela contra su pecho, su rostro retorcido por la furia y la frustración. Sus dedos se hundieron en la delicada carne de su brazo mientras exigía una respuesta que lo consumiera con la misma intensidad que el fuego que ardía en su interior.

—¡Dime cómo los conseguiste! —rugió, el eco de su voz, resonando en la estancia y envolviéndola en una atmósfera cargada de tensión y peligro.

Marianela mantuvo la calma, enfrentando la ira de Genaro con una serenidad que exacerbaba aún más su rabia. Su voz, firme y segura, cortó el aire como un filo afilado, desafiando al hombre que la sujetaba con violencia.

—Mientras tú estabas ocupado buscando los papeles en la oscuridad, Rafael metió los documentos en mi bota —explicó, su tono impregnado, de un desdén apenas disimulado—. Después, ambos saltamos por la ventana. Así de simple.

El impacto de sus palabras resonó en la mente de Genaro como un golpe contundente. Su descuido había sido monumental, y una mezcla de incredulidad y furia cruzó su rostro, distorsionando sus rasgos con una intensidad que asustaba.

Un grito de frustración escapó de los labios de Genaro, llenando la habitación con su desesperación y su ira. Había subestimado al Doctor, a Marianela, había pasado por alto un detalle crucial que ahora amenazaba con costarle todo lo que había trabajado tan duro para conseguir. El precio de su error era demasiado alto, y la responsabilidad recaía únicamente sobre sus hombros.

Cisneros se acercó a la fogata. 

—¡Quémalos si quieres, ya no me importa! —gritó. 

—Eso es lo que deseas, ¿no? Que los quememos para que no quede evidencia. Pero, eso nos deja sin nada para negociar. 

—¿Negociar?, ¿qué vas a negociar? 

Marianela habló: 

—Tu pase lejos de aquí. Sabemos que tienes menos de tres días para llegar hasta Veracruz y tomar el barco que te lleve a Francia. Sabes que no te alcanzará el tiempo para que Diego te dé lo que quieres. Así que te propongo que yo te propongo pagar esa cantidad con tal de que me lleves al paredón. 

Genaro aflojó el brazo. Marinela había dado en el punto. 

—No puedes hacer eso. 

—Claro que puedo. Rafael tiene muchos conocidos debido a las amistades que ha hecho. Si no me crees, no lo hagas, pero tu oportunidad se pasará y ese barco zarpará. Tengo el dinero suficiente para vivir con comodidades allá. Con otro nombre y otra vida, solo necesito que me digas donde está. 

—No te puedo asegurar que lo encuentres vivo —respondió, Genaro. 

—Solo quiero saber dónde está. Lo que pase después no es tu responsabilidad. 

Genaro pensó. Era una buena oferta, pero, quería más, y no iba a dejar que Diego se quedara con su dinero. Así que pensó que los papeles lo ayudarían a obtener más. La ambición era su pecado más grande. 

—Está bien, pero, también me quedo con los papeles —dijo. 

Cisneros miró a Marianela, que seguía atrapada entre los brazos de Genaro, y ella dijo que sí. 

—Necesito un primer adelanto de ese dinero, si no, no te llevaré. 

—Si me sueltas, te lo daré. —Genaro abrió los brazos y Marianela se desprendió de él. Después, volteó y le pidió el arma—. ¿Qué, no confías en mí? —le preguntó. 

Él cedió el arma. Marianela caminó hacia una de las sillas de madera que había en el lugar y tomó un saco mediano lleno de monedas y se lo mostró. 

—Tráemelo, mi vida —pidió en un tono insinuante. 

Ella se acercó y se lo puso en las manos. 

—Es la mitad, la otra mitad te la daré cuando lleguemos al paredón, ¿te parece? 

—Me parece… —aceptó Genaro. 

—Bien. Entonces, salgamos. 

—Voy a necesitar los papeles, para mi seguridad… 

—No —negó con firmeza, Marianela. 

—No me iré. Quiero el dinero, ya te lo prometí. O qué, ¿no confías en mí? —preguntó, con cinismo—. Por los viejos tiempos. 

Marianela se quedó en silencio, sumergida en una maraña de pensamientos contradictorios. ¿Debería confiar en su exmarido? Una voz interior le susurraba que no, que el dolor y la desilusión habían sellado su traición. Sin embargo, otro fragmento de su mente la llevaba a dudar. Genaro, antes de caer en desgracia, había sido su único apoyo en tiempos difíciles. Habían compartido tantas experiencias, tantos momentos de alegría y tristeza juntos.

Recordó los días en que caminaban tomados de la mano por las calles de la ciudad, los amaneceres compartidos, las noches de risas y complicidad. Había sido él quien la había consolado cuando su padre falleció, y quien la había sostenido cuando la vida les presentaba desafíos insuperables.

Marianela luchaba por reconciliar al Genaro del pasado, el hombre amoroso y comprensivo, con la figura sombría y despiadada que había emergido en los últimos años. El silencio se alargaba mientras Marianela se debatía en su interior. ¿Podía confiar en él nuevamente, darle una oportunidad para redimirse? O, por el contrario, ¿debía escuchar la voz de la prudencia y alejarse de él para siempre?

Finalmente, Marianela reaccionó y con un suspiro le dijo: 

—Dáselos. 

—Pero, Marianela. 

—¡Dáselos, te digo! —le ordenó a Cisneros. 

Y él le dio los papeles a Genaro de mala gana, y este le cerró un ojo para provocarlo. 

—Bien. Tienes una guía hacia el paredón. 

—Perfecto. ¡En marcha! —habló decidida Marianela, mientras le indicaba a Genaro que saliese de la cueva. 

Él desdobló los papeles, y se aseguró de que todo estuviera ahí. Los nombres, las cifras, las locaciones, etc. 

Marianela arqueó una ceja, observando con incredulidad a Genaro. 

—¿Qué no confías en mí? —preguntó, su voz teñida de una mezcla de frustración y decepción—. Al menos deberías hacerlo, después de fingir tu muerte y luego secuestrarme. Ya tienes el oro y a mí no me importan esos papeles.

Las palabras de Marianela resonaron en la mente de Genaro mientras luchaba por contener una marea de emociones tumultuosas. No sabes el valor que tienen, mujer tonta, pensó para sus adentros, pero decidió no expresar sus pensamientos en voz alta. La urgencia del momento exigía cautela y astucia, no confrontación.

Cisneros, el otro acompañante presente en la habitación, permanecía en silencio, observando la interacción entre Genaro y Marianela con una mirada penetrante y calculadora. Su presencia silenciosa agudizó la sensación de incomodidad en la habitación y despertó la desconfianza de Genaro. ¿Qué estaba tramando este hombre? ¿Por qué permanecía en silencio mientras se desarrollaba la conversación?

Decidiendo no bajar la guardia ni un instante, Genaro permitió que Cisneros pasara delante de él, manteniendo una distancia prudente y vigilando cada uno de sus movimientos con una atención aguda. No podía permitirse bajar la guardia, especialmente con tanto en juego y con la gloria ya entre sus manos. 

Mientras bajaban de la montaña, Genaro comenzó a planear algo para deshacerse de ellos dos y así, tener la libertad de llevarle los papeles a Diego, y conseguir lo que deseaba. Sin embargo, también le interesaba el dinero que Marianela le podía dar. Se veía rico, con una nueva vida, dejando atrás los errores que lo habían encasillado en esta. 

Tal vez si los mato a mitad del camino, luego voy a la hacienda del tal Guerra y me llevo el dinero, pensó. Guerra ya estaba a punto de ir al paredón. Si Marianela moría, no habría nadie para cuidar la hacienda. Ni modo que una bebé fuese la que salvara todo. O tal vez, me quede con la hacienda de Guerra como mi trofeo, y tome a la niña como propia.  Pésima idea. 

—Ya veo los caballos —habló Marinela. 

De pronto, sacó la pistola y sin tocarse el corazón, disparó hacia el cabello de Genaro, asustándolo y provocando que se alejara. 

—¡QUÉ HACES! —gritó, furioso. 

—Te conozco. Así que no te daré las herramientas para que te escapes. Montarás con Cisneros. 

—¡QUÉ! 

Marianela le puso la pistola a la altura del rostro. 

—Montarás con Cisneros —repitió—. Ahora, sube. 

A Genaro no le quedó otra más que subirse al mismo caballo que montaba Cisneros. Marianela montó el suyo, y con un golpe ligero le pidió que avanzara; Cisneros hizo lo mismo. El Tuerto, iba de mala gana. 

—Podría ser peor, ¿sabes? —le comentó, el ex prisionero—. Mi idea era que te fueras caminando atado de una cuerda, pero Marianela aún siente algo por ti; pienso que es lástima. 

Genaro permaneció en silencio, su rostro inexpresivo, ocultando cualquier indicio de sus pensamientos. Mientras tanto, Cisneros se adelantó un poco para posicionarse al lado de Marianela, quien mantenía la vista fija en el camino iluminado por la luz de la luna. Sus pensamientos estaban completamente absorbidos por Rafael, por las confesiones que se habían intercambiado en aquel despacho oscuro.

No podía apartar de su mente el hecho de que Rafael le había salvado la vida a Genaro para luego firmar su acta de defunción, declarándolo muerto ante el mundo y, lo que era más doloroso, ante ella misma. ¿Cómo podía haber sido tan ingenua como para confiar en alguien que la traicionaría de esa manera? La sensación de traición y engaño la atenazaba, dejándola con una mezcla de desesperación y resentimiento.

A pesar del dolor y la confusión que la embargaban, Marianela no podía evitar reflexionar sobre las palabras de su marido. ¿Qué le iba a decir? ¿Qué excusa podría ofrecerle sobre Genaro? La verdad era que no tenía respuestas claras para esas preguntas. Genaro había elegido un camino distinto, uno que la dejaba fuera de sus planes y de sus prioridades.

Sin embargo, una parte de ella entendía las motivaciones de Rafael. Él no buscaba nada en ese momento, y tal vez, al estar seguro del destino que le esperaba a ella, quiso recompensarla de alguna manera por la traición que había sufrido anteriormente. Aunque esa suposición no mitigaba el dolor de sentirse engañada por el hombre en quien había depositado su confianza y su amor.

—¿Habrías hecho esto por mí? —le preguntó Genaro, como lo había hecho anteriormente—. El cabalgar toda la noche y parte del día para salvarme del pelotón de fusilamiento. ¿Lo hubieses hecho por mí, si no supieras nada de mi vida delictiva? 

—Claro que lo hubiese hecho —respondió Marianela, con seguridad—. Eras mi esposo, te amaba. Hubiese hecho eso y más. 

—¿Y si te hubieses enterado?

Marinela guardó en silencio; él lo tomó como la respuesta que necesitaba. 

—Lo que no entiendo es que él también te engañó. Sabía que yo estaba vivo y te ocultó el secreto. Y, aun así, haces todo lo posible por ir a salvarlo. 

—Él no es un delincuente. 

—Y, ¿qué hacía robando mis papeles? —refutó Genaro. 

Marianela no dijo nada. 

—Sigo sin entender. 

—¿Qué es lo que quieres entender?, ¿eh? —Volteó Marianela, bastante furiosa—. ¿Quieres compararte con Rafael?, ¿quieres saber el porqué, a pesar de sus mentiras y de haber robado los documentos, me tomo tantas molestias? 

—¡Guarden silencio!, el camino es peligroso —les advirtió Cisneros. 

—Me encantaría —contestó Rafael, ignorándolo. 

—Porque lo amo —habló ella, sin titubear—. Porque estoy consciente de que lo amo y que no dejaré que dos de sus acciones definan todo lo que ha hecho por mí. Él me salvó de la miseria, de que mi abuela me vendiera al mejor postor. Me liberó de todos los complejos que tenía, y me enseñó a defenderme a mí misma, a tener el valor de luchar por lo que quiero y amo. Él está pagando por la decisión que tomó. No fingió su muerte para seguir haciendo de las suyas. 

—¡No sé de qué te quejas! —respondió Genaro, en un grito—. Todo lo que te di, todo lo que tenías era por mi trabajo, querida, y no parecías muy indignada —le reclamó—. Me morí para ahorrarte la molestia de estarle explicando a todos lo que había pasado conmigo—. Marianela lo miró con incredulidad, sus ojos destilando furia contenida. Las palabras de Genaro cortaban como cuchillos afilados, penetrando en lo más profundo de su ser y revelando verdades incómodas que preferiría ignorar—.Tenía que asegurarnos un futuro, uno en el que no tuviéramos que preocuparnos por nada más que por disfrutar de la vida juntos. ¿Acaso no lo entiendes?

—¡Silencio! —les advirtió Cisneros. 

Marianela lo miró con desdén, sus labios curvados en una mueca de desprecio.

—¿Disfrutar de la vida juntos? —replicó ella, su voz llena de sarcasmo—. ¿Cómo podría disfrutar de algo junto a un hombre que ni siquiera estaba presente? Te pasabas más tiempo lejos de mí que a mi lado, envuelto en tus negocios turbios y tus ambiciones desmedidas. ¿Y ahora quieres que crea que todo era por nuestro bien? No me hagas reír.

Genaro apretó los puños con impotencia, sintiendo cómo la ira y la frustración bullían dentro de él. Pero en el fondo, sabía que ella tenía razón. Su ambición lo había consumido, llevándolo por un camino oscuro y solitario del cual no sabía cómo escapar.

—Lo siento, Marianela. Lo siento mucho —murmuró Genaro, su voz temblorosa con emociones encontradas—. No quería lastimarte. Todo lo que hice, lo hice por nosotros, por nuestro futuro. Pero veo que solo logré alejarte más de mí.

—Tus disculpas ya no vienen a lugar, no me ablandarás con eso —le contestó ella. 

El estruendo del disparo rompió el tenso silencio de la noche, provocando que los tres ocupantes del camino se alertaran de inmediato. Genaro y Marianela, sumidos en una acalorada discusión, apenas habían prestado atención a su entorno, y ahora se encontraban repentinamente confrontados por una amenaza invisible.

El estampido de otro disparo resonó en el aire, seguido de un repentino tumulto de ruido y movimiento. El caballo de Genaro, espantado por el sonido, se alzó sobre sus patas delanteras, arrojando a su jinete al suelo con un golpe sordo y contundente. Genaro se estrelló contra la dura terracería, sintiendo cómo el aliento escapaba de sus pulmones con el impacto.

Mientras yacía en el suelo, aturdido y desorientado, Genaro apenas podía distinguir los gritos de Marianela y los sonidos de lucha que resonaban a su alrededor. La realización de que estaban siendo atacados se apoderó de él, pero antes de que pudiera reaccionar, una figura encapuchada se materializó frente a él.

Con un mazo en mano, el enmascarado se abalanzó sobre Genaro con ferocidad despiadada. El golpe cayó con fuerza sobre su cabeza, inundando su visión de estrellas y arrebatándole la conciencia en un instante. Genaro se desplomó en el suelo, envuelto en la oscuridad de la inconsciencia, mientras el caos de la noche lo envolvía por completo.

***

Genaro abrió los ojos, se sentía aturdido y adolorido. La luz de las antorchas le indicaba que se encontraban en un lugar fuera del camino y resguardados de la oscuridad de la noche. Sin embargo, el poco movimiento de sus manos y sus piernas, le hizo saber que estaba amarrado a una silla y que estaba bajo la merced de los asaltantes. El miedo se apoderó de él, cuando el Teniente, su antiguo socio y ahora enemigo, se encontraba frente a él con una sonrisa. 

—¡Vaya!, nos volvemos a encontrar —pronunció con una sonrisa—. Creo que esto nos pertenece. — Y sin que Genaro pudiera hacer nada, vio cómo el Teniente le quitaba los papeles. 

—Fue más fácil de lo que pensamos —le dijo al Justiciero, quien también sonreía.

—Ojalá hubiésemos hecho este plan antes —bromearon, y todos rieron a la par. 

Los ojos de ambos se posicionaron un poco más arriba de la figura de Genaro y sonrieron. Momentos después, el olor a rosas que despedía Marianela se hizo notorio y su figura se ubicó delante de él. Una sonrisa se dibujó en sus labios. 

—Creo que tu peor error, Genaro, fue subestimarme en todos los sentidos. Y también traicionarme y traicionar a mi marido. Así que ahora, me encargaré de que tu cuerpo yazca inerte a diez metros bajo la tierra. Me aseguraré de que quedes muerto, para que no vuelvas a ser una molestia —finalizó, y después, ella misma le pegó con el mazo para volver a desmayarlo.

5 Responses

  1. Dios mío, necesito el otro capítulo.
    Mira nada más la Marianela nos salió bien pero bien astuta, me encanta que ame tanto a mi doctor Guerra 💕

  2. De todos os involucrados en esto la más inteligente sin duda es Marianela 👏🏼👏🏼 sin duda no saben de lo que es capaz una mujer por proteger a los suyos 💪🏼💪🏼

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