[Puerto Vallarta, México – Meses después de la muerte de David Canarias Donato.] 

El tic tac del reloj me mantiene en una especie de hipnosis mientras Luz me toma de la mano y la acaricia con ternura. Mi sesión iniciará en unos minutos, y yo todavía no puedo creer que esté aquí sentado. Pensé que a esta edad ya tendría todo descifrado, pero, al parecer, no. Aunque recibir una noticia como la que yo recibí hace unos meses, a cualquiera vuelve loco.

El murmullo de los otros pacientes en la sala apenas se filtra por mi conciencia. Mi mente vuelve una y otra vez a ese momento, ese instante decisivo en que todo cambió. Siento el peso de la culpa como una roca en el pecho. Luz, siempre tan comprensiva, me dice que esto es lo mejor, que estoy haciendo lo correcto. Pero no puedo evitar sentirme un fracaso. 

Miro a mi esposa, sus ojos reflejan una intensa preocupación y, no la culpo, llevo mucho tiempo sumido en esta depresión, tocando fondo, y haciendo lo impensable. Incluso, tendría todo el derecho de sentirse enojada, de seguir reclamándome, pero no lo ha hecho. Solo toma mi mano con fuerza y respira. 

—Todo va a estar bien, mi amor —dice, su voz suave como un susurro en medio del ruido. Sus palabras me tranquilizan por unos momentos, pero el temor y la tristeza no desaparecen.

—Lo sé —admito. 

—David Canarias —me llama la secretaria con una voz fuerte pero amable—. La psicóloga lo verá. 

Mi corazón da un vuelco. Es el momento. Me levanto lentamente, soltando la mano de Luz a regañadientes. Ella me da una última mirada de aliento y un apretón de manos que me reconforta.

—Estaré aquí cuando salgas, ¿vale? —me habla con ternura. 

No quiero que me hable así, quiero que esté enojada, que me reclame y me diga que soy un poco hombre y la peor persona del planeta. No quiero que me vea con amor y con esos ojos llenos de brillo. 

Asiento con la cabeza y suspiro. Lo hago tan fuerte que se escucha en toda la sala. Solo es una hora, una sesión a la semana, excepto que ella me diga que necesita más. Si es así, ya no podré llevar a David al fútbol, ni estudiar con Sila, y mucho menos pasar tiempo con las gemelas; en realidad, llevo meses sin hacerlo. 

—¿David? —me pregunta Luz, al notar que no avanzo. 

Camino hacia la puerta, sintiendo cada paso como un eco de mis errores y decisiones. Al cruzar el umbral, me envuelve una mezcla de nerviosismo y resolución. Sé que estas sesiones son necesarias. Sé que lo que hice no estuvo bien. Y sé que tengo que pensar mejor las cosas. Sé que es momento de enfrentar mis propios demonios. Volver a encontrar quién soy y cuál es mi motivo para estar aquí; es momento de reconstruir a David Canarias. 

—¿David Canarias? —pregunta la psicóloga, recibiéndome en la puerta con una sonrisa. 

Noto su cabello rojizo, tan rojo como el de la sirena que la chiquitina amaba de pequeña. 

—Sí. 

—Adelante —me comenta. 

El consultorio es acogedor, con una luz cálida y muebles cómodos. Me siento en el sillón, y el terapeuta me sonríe con una amabilidad que casi me desarma.

—Bienvenido, David. ¿Cómo te sientes hoy? —pregunta con voz serena.

Tomo una respiración profunda, tratando de reunir mis pensamientos. Mis manos tiemblan ligeramente mientras las apoyo en mis rodillas.

—Nervioso… y triste —respondo honestamente. 

La terapeuta asiente, comprendiendo sin juzgar. Quiero pensar que no soy el paciente más grave que tiene. 

—¿Quieres agua, café, algo de beber? —me ofrece. 

¿Tequila? 

—Agua, está bien —acepto. 

Ella, abre el frigobar y me acerca la botella de agua. 

—Hoy estamos como a 32 grados y parece que son 36, ¿no crees? —me pregunta. 

Asiento con la cabeza. 

—Noto que no eres de aquí —comienza—, tu acento es… 

—Soy español —complemento, sin esperar a que ella hable—. Nací en Ibiza y ahora vivo acá. 

—Y, ¿cómo llegaste de Ibiza a Puerto Vallarta? —me pregunta, con una sonrisa. 

Ella se sienta sobre su sofá y me presta atención. No veo que saque nada, ni una libreta o algo en qué apuntar, ¿cómo va a recordar todo lo que le digo para dar seguimiento? 

—¿David? —insiste, al notar que estoy distraído. 

—Por amor —respondo. 

—¿Amor? 

—Mi esposa. Es mitad mexicana, mitad española. Sus padres viven aquí desde hace tiempo y nos venimos a vivir para que ella estuviera cerca de ellos. También estoy aquí por trabajo. Debo viajar mucho en el interior de México y moverme desde Madrid era más caro. 

—Vaya… ¿Qué es lo que haces? —pregunta.

Suspiro.

—¿Es necesario que le cuente todo esto?, no podemos saltarnos a la parte del porqué estoy aquí tomando terapia. 

—Bueno, si quieres dime, ¿qué es lo que te trae aquí, David? 

Las palabras se atoran en mi garganta, no me atrevo a decirlo, no puedo. De repente, me embarga una gran pena, enojo y las ganas de llorar regresan a mí. 

El recuerdo de Luz nadando hacia mí, desesperada por alcanzarme. El mar con sus olas bravas cubriéndola por completo y sus gritos llamando mi nombre. 

—Porque casi provoco que mi esposa se ahogue —contesto, casi en un murmullo. 

—¿Cómo fue eso? —pregunta, prestando completa atención. 

Cierro los ojos y por un breve instante, la imagen de Luz cubierta por las olas aparece en mi mente. Su mano, tratando de tomar algo para no hundirse, me provoca un fuerte dolor en el estómago. 

—Ella trataba de salvarme —contesto. 

—¿Salvarte de qué? —Al notar que no respondo, suspira—. Mira David, no puedo ayudarte si no me dices nada. Te recuerdo que fuiste tú quien quería saltarse a esta parte. 

—Porque traté de quitarme la vida en el mar —hablo, interrumpiéndola de nuevo. 

Ella me ve directo a los ojos y noto una leve mueca que no sé cómo interpretar: ¿lástima?, ¿tristeza?, ¿decepción?, ¿felicidad? 

—¿Es la primera vez que tratas de quitarte la vida, David? —me pregunta, aún atenta. 

—Sí. 

—¿Habías pensado ya en hacerlo? 

—No. 

—Y, ¿qué te llevó a hacerlo ahora? 

Me quedo en silencio. De pronto, las razones por las que traté de quitarme la vida suenan tontas en comparación del sacrificio que Luz iba a hacer para salvarme a mí. 

—Porque me enteré de que… —Las palabras se atoran en mi garganta—. Me enteré de que no soy la persona que pensé que era. 

—Bien, ¿quién eres? —me pregunta. 

—Era… —recalco. 

—Eras —corrige y me da la palabra. 

Niño rico, pediatra reconocido, padre, hijo, picaflor, mujeriego, amigo, hermano, amante, esposo, Canarias… 

—Era muchas cosas, hasta que mi padre murió. Bueno, desde ahí inicia todo, mi padre no era mi padre y la madre que tengo, no es mi madre biológica, mi hermana, no es mi hermana. Así que, desde el inicio, no sé quién soy y cómo demonios he llegado tan lejos, ¿sabe? 

Ella asiente. 

—Dicen que padre y madre son los que crían, no los que dan la vida. 

—Lo sé. Mi primera hija es adoptada y sé lo que esa frase significa… 

—¿Pero? —insiste. 

—Pero esto no es así. Mi historia no se trata de adopciones o de algo bonito. Se trata de una historia de amor que salió mal, de un hombre tratando de probarle al mundo que era digno de llevar su apellido, y de una mujer, inocente, un pez pequeñito nadando en un enorme océano. De una historia que terminó en tragedia y que la razón de esa tragedia, soy yo —confieso. 

Al pronunciar estas palabras, vuelvo a sentir el odio y el coraje corriendo por mis venas. Es un odio dirigido principalmente a mí mismo, una furia que se ha enroscado en mi interior como una serpiente, apretando más y más con cada pensamiento autodestructivo. 

La terapeuta, sentada frente a mí, me observa con atención. Su silencio me invita a continuar, pero también me da la libertad de decidir cuánto quiero revelar. La habitación, con sus paredes de tonos suaves y sus muebles acogedores, parece un contraste cruel con la tormenta que llevo dentro.

—Mi madre biológica se fue por mi culpa, porque yo soy el recuerdo de lo más horrible que le pasó en la vida. Soy producto del acto más atroz y todavía tuve la vida ideal para muchos. 

—¿La vida ideal? 

Me levanto del sofá. 

—Nacido en una familia con renombre, un apellido que abre puertas en casi cualquier lado del mundo. Educado y amado por una madre que me adoptó cuando era apenas un bebé, y que me dio su apellido que, por cierto, también pesa bastante. Tuve todo: ropa, comida, una gran casa, amor, cariño. Fui a las mejores escuelas, y a las actividades que yo quería. Tengo una hermana que me ama como si fuera su hermano biológico, y que me admira… ¡me admira!—hablo con coraje—. Tengo una familia, hermosa, ¿sabe?, con cuatro hijos que me aman, y una mujer que me comprobó que daría la vida por mí para salvarme… ¡ESA VIDA IDEAL! —grito. 

Me deshago en lágrimas. No puedo más con todo esto que cargo. Llevo meses sin llorar, meses sin decir nada, guardándome todo y fingiendo que todo está bien para no alertar a mis hijos. Pero no estoy bien, ni un poco. No pude decirle a mi padre cuánto lo sentía. De todo lo que lo lastimé, de lo que nos lastimamos a lo largo de los años.

La terapeuta me ofrece un pañuelo, pero estoy tan sumido en mi dolor que apenas lo noto. Las lágrimas caen libremente, limpiando un poco de la pesada carga que llevo en el alma. Recuerdo los momentos con mi padre, las discusiones, los silencios cargados de resentimiento. Nunca le dije cuánto lo amaba, cuánto lo admiraba a pesar de nuestras diferencias. Y ahora es demasiado tarde.

—No puedo pedirle perdón a mi madre biológica —digo entre sollozos—. Después de pensar toda mi vida que ella había engañado a mi padre y que esa había sido la razón de su suicidio. 

La verdad, descubierta demasiado tarde, se clava en mi corazón como una espina. Toda mi vida, mi resentimiento hacia mi madre se basaron en una mentira, en una interpretación errónea de eventos que nadie comprendió y que, después, David y Fátima decidieron no modificar para no enterarme de la verdadera razón. La culpé, la juzgué, y en el proceso, me alejé, perdiendo la oportunidad de conocerla realmente.

—Soy un mal hijo —continúo, mi voz quebrándose—. Nunca debí ser esto que soy. Estaba destinado a ser como mi padre biológico: un manipulador, violador, bueno para nada y vividor.

El peso de estas palabras me aplasta, recordándome todas las veces que temí convertirme en alguien despreciable, y cómo esos temores parecían confirmarse con cada error que cometía. La sombra de mi padre biológico siempre estuvo presente, una amenaza constante que no vi nunca.

—Y, aun así, aquí estoy —susurro, mirando a la terapeuta a través de las lágrimas—. He llegado hasta acá, y todo tiene sentido.

La terapeuta se inclina hacia adelante, su mirada llena de comprensión y paciencia.

—David, todos llevamos cargas pesadas y cometemos errores. Lo importante es lo que hacemos con esas experiencias. Es evidente que te has perdido, y que sientes que ya no tienes identidad. 

Sus palabras resuenan profundamente en mi interior. La sensación de estar perdido, de no saber quién soy, ha sido una constante en mi vida. Siempre he luchado por encontrar mi lugar, por definir mi valor a través de los ojos de los demás, pero nunca he sentido que realmente encajara.

—¿Cómo puedo encontrarme a mí mismo de nuevo? —pregunto, mi voz llena de desesperación. 

La terapeuta me observa con una expresión de reflexión antes de responder.

—El primer paso es aceptar y reconocer tus sentimientos, David. Has cargado con esta culpa y este dolor durante demasiado tiempo. Permitirte sentir, permitirte llorar, es el comienzo del proceso de sanación. No es un signo de debilidad, sino de fortaleza.

Asiento lentamente, tratando de internalizar sus palabras. He estado reprimiendo mis emociones, construyendo muros a mi alrededor para protegerme, pero en realidad, solo me he aislado más.

—También es fundamental que te perdones a ti mismo —continúa—. Nadie es perfecto. Todos cometemos errores y hacemos cosas de las que nos arrepentimos. Pero esos errores no te definen. Lo que realmente importa es cómo decides avanzar desde aquí. 

Ella me sonríe. 

—Puedo ayudarte, pero necesito que te abras conmigo. Quiero que me cuentes al antes de querer quitarte la vida en el mar. Quiero que me des un vistazo de ese David que dices que ya no eres, pero que, en realidad, eres tú. Porque, los errores de los demás, ni las decisiones que tomaron tus padres, son tu responsabilidad. Ni tampoco debes reprocharte por la vida que tuviste o que tienes, porque, es TU VIDA y de nadie más; yo haré que recuerdes eso. 

Asiento con la cabeza, no me queda más. Estoy aquí por Luz, por mi madre, mis hijos, estoy aquí por amor, puro y leal amor. 

—Bien… —contesto. 

Regreso al sofá. Me siento de nuevo y tomo uno de los pañuelos y me quito las lágrimas. 

—Entonces, naciste en Ibiza. Ahora sé que tu padre no fue tu padre biológico, ni tampoco tu madre. ¿Cómo era la relación con tu padre adoptivo? 

—Era tensa —confieso—. Muy tensa. Toda mi vida sentí que él me guardaba resentimiento por algo. Siempre pensé que era porque no era el hijo que él esperaba. Porque, bueno, mi padre era perfecto. Un gran hombre que lo podía todo. Ahora sé, que posiblemente le costaba cargar con el desecho de otro.  

—¿Cómo es tu relación con él ahora? 

—Mi padre murió. Se lo llevó el cáncer. Se fue joven para un hombre de su edad. Mala suerte para mí porque, nunca pude compartir esto con él. 

—¿Tu padre sabía lo que pasó con tu madre? 

—Sí. Lo supo. 

—¿Por qué crees que no te lo dijo? 

—Porque… —Se me hace un nudo en la garganta. Encojo los hombros—. Porque era mi padre y quiso protegerme. ¿No es lo que los padres hacen? —pregunto. 

La terapeuta asiente. 

—¿Alguna vez hablaron de tu madre? 

—Jamás. Era una persona prohibida. Mi padre se encargó de borrarla de mi vida. —En ese momento recuerdo, como cada fotografía que encontraba de mi madre o algún tipo de souvenir de ella, lo guardaba como si fuese un tesoro, uno que temía que mi padre me quitara. 

—Y, ¿tu madre?, ¿cómo es tu relación con ella? 

Sonrío levemente. 

—Fátima. Ella, desde el primer momento, me tomó entre sus brazos y me crio como suyo. Es la única madre que conozco y que sé que tengo. La amo. El hombre que soy, es el resultado de su amor desinteresado hacia mí. 

—¿A Fátima le molestaba tu madre? 

—No, al contrario, siempre me alentó a respetarla y quererla. Me decía que mi madre le había dado uno de los regalos más bonitos de su vida… Yo. 

La terapeuta asiente y una leve sonrisa se muestra en su rostro. 

—Veo que amas a Fátima. 

—Lo hago, ¿quién no amaría a una madre como ella? Me enseñó muchas cosas, y me educó con amor. 

—¿Ella sabía de qué eres producto de una violación? 

—Eso suena fuerte… 

—Las cosas en este lugar se dicen cómo son. Aquí nadie nos escucha o nos juzga, es un lugar seguro. 

—Sí. Me lo confesó hace meses, después de la muerte de mi padre. Ella me entregó los diarios donde mi madre confesaba todo, dónde me enteré de la verdad y supe que Pedro me había mentido cuando lo conocí. 

—¿Pedro? 

Me muerdo los labios, reprimiendo mi coraje. 

—Mi padre biológico. Sin querer lo conocí. 

El silencio se hace en la habitación. No sé si ella está sorprendida por lo que dije, o en realidad está esperando a que continúe el relato. 

—¿Cómo lo conociste? —pregunta. 

—Es una larga historia… 

—Pues, todavía tienes tiempo, si gustas, puedes contarme. 

Cierro los ojos, y veo la imagen de Pedro frente a mí. Una rabia me invade el cuerpo, y las ganas de ir a Gran Canaria a matarlo con mis propias manos, se apoderan de mí. 

Recuerdo las mentiras que me dijo cuando lo conocí, cómo me hizo creer que mi madre se moría por él, y que yo era producto de una aventura, una dónde mi madre era culpable de todo. 

—No tengo ni idea de cómo es que llegué a conocerle. Mi suegro me dijo que tal vez fue destino. 

—¿Crees en el destino, David? —me pregunta. 

—Sí. Al conocer a mi esposa me hice fiel creyente del destino, aunque antes era una tontería para mí. Así que, tal vez, el destino me puse en camino a mi padre biológico o, tal vez, era un secreto que era momento de ser descubierto. Mi padre decía que: La verdad tiene una manera peculiar de emerger, sin importar cuán profundamente se haya ocultado —recito, y una leve sonrisa se escapa al acordarme de mi padre. 

—Y, ¿cuál fue la manera peculiar de emerger? 

—Mi hija. 

—¿Tu hija? 

—Sila. Ella es adoptada y me hizo preguntarme sobre mis orígenes. Así que, le dije a Luz que fuésemos a Gran Canaria, de vacaciones, a conocer la tierra de mi madre. Me llamaba la atención esa parte de ella, la que sabía, pero que no me atrevía a descubrir; debí dejarlo así. 

Guardo silencio. Estoy muy cansado para contar todo el episodio. La terapeuta lo sabe y, para mi fortuna, la hora se ha terminado. 

—La sesión de hoy ha terminado. Te veré la próxima semana a la misma hora, ¿te parece? 

—Me parece —acepto. 

Entonces, me pongo de pie y ella me guía hasta la puerta. La abre, y mi corazón late emocionado, al notar a Luz sentada en el sofá. Al verme, ella se pone de pie, toma su bolsa, y camina hacia mí. 

—Nos vemos, David. 

—Hasta luego —respondo educado. 

La psicóloga cierra la puerta y Luz y yo nos quedamos ahí, de pie, sin decir ni una sola palabra. Ella toma mi mano, y viéndome a los ojos, sonríe con preocupación. 

—¿Todo bien? —me pregunta. 

—Sí —respondo. 

Luz, desde el suceso de la playa, todos los días me pregunta si estoy bien, supongo que quiere asegurarse de que pase un día más a su lado. Me siento muy mal por hacerla sentir insegura, por darle esa ansiedad que no se merece, por arrebatarle de tajo la tranquilidad. 

Aprieto su mano y sonrío. 

—Te prometo que todo estará bien, ¿me crees? 

—Te creo —contesta, con la voz entre cortada. 

—Vamos. Los niños nos esperan. 

Luz camina conmigo hacia la salida del consultorio sin decir ni una palabra más. El silencio, las miradas, las caricias y las sonrisas son nuestra comunicación ahora. 

Debes ser el mejor de los hombres, uno mejor que tu padre, escucho las palabras de mi padre en la mente, que ahora tienen otro sentido. Soy mejor que mi padre, por eso estoy aquí, me consuelo. Seré el mejor de los hombres por ella. 

7 Responses

  1. Ohhh por Dios Ana, este enfoque que le has dado a la historia de David, es la verdad brillante, y en parte te agradezco tocar todo este tipo de temas, yo pase por algo similar, y no es facil el proceso.
    No puedo creer el proceso que le toco pasar a Luz y David, pero debia suceder de enfrentar sus fantasmas.
    Felicidades Ana y esperando con ansias esta nueva etapa de nuestro picaflor.

  2. Guau Ana!! Que gran comienzo de esta historia! Ya habia leído parte de lo que ya habias escrito de esta historia y me parece un enfoque muy interesante! Ansiosa por ama capitulos!

  3. Lista para empesar esta historia…Amo a mi Picaflor David….buen comienzo…otro giro…Éxito Ana en tus proyectos y gracias por compartirlos

  4. Wow. Q buen capitulo para iniciar esta historia. Mis respetos para ti siempre. Eres una gran escritora. Gracias x tu tiempo para escribir

  5. Gracias por continuar por aquí, pobre David… cuanto dolor…con respeto a su origen, su madre biológica, y el amor no expresado a su padre David…
    … único el amor de Luz y David…

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