Hoy no, así no… 

¡David! 

¡David! 

No, así no… 

¡David!

Sé que la escuchas… David. Hoy no, así no. 

¡David! 

¡David!

¡DAVID! 

—David. 

Abro los ojos y siento mi corazón acelerado. Por un momento me asusto, porque siento que se me saldrá del pecho o me dará un infarto. La mirada de Luz está clavada sobre la mía y tiene una sonrisa amable que me tranquiliza de inmediato. 

—¿Qué hora es? —pregunto. 

—Son las diez de la mañana. 

—¡Los niños! —exclamo, tratando de ponerme de pie, pero me es imposible. 

Luz acaricia mi cabello rizado y enredado. 

—No te preocupes, mi papá ya los llevó. Si quieres podemos ir por ellos al rato. ¿Qué te parece si vamos a desayunar? Debes tener hambre. Ayer llegaste de la terapia y te quedaste dormido y no has comido nada. 

—Lo siento, son estas pastillas —le comento. 

Los frascos de las pastillas que debo tomarme, para controlar la ansiedad y otras afectaciones, yacen sobre el buro. Empecé con un frasco y ahora van tres. Me da miedo que lleguen a más. 

—Vamos… arriba —me pide, con la misma palabra con la que despierto a mis hijos—. Hoy el día está soleado. 

Luz abre las ventanas de nuestra habitación, y un solo fuerte y brillante se cuela. Todo se ilumina de pronto, provocando que cierre los ojos.

—Te espero en diez minutos, ¿vale? Iré a cortar la fruta. 

—Sí, está bien. 

Ella regresa a mí y me da un beso sobre los labios. No es tan pasional, ni complicado como los que solemos darnos. Este es más sencillo, incluso puedo decir que es un poco frío, como si no quisiera lastimarme. 

—Te amo, mi picaflor. 

—Te amo —contesto. 

Luz sale por la puerta dejándola abierta de par en par. Puedo ver el pasillo iluminado por el sol, la foto sobre el muro, esa donde estamos por primera vez en San Gabriel, unos días antes de que naciera Sila. 

Juro que veo al hombre que está ahí y no lo reconozco. Se ve tan joven, tan ingenuo, tan lleno de ilusiones. Nada que ver con el hombre de hoy: viejo, triste y perdido, sobre todo la última, perdido. 

Hago un enorme esfuerzo para sentarme a la orilla de la cama. Mi mirada se clava en el suelo y me quedo un momento así, contando el patrón del diseño. Me voy por un rato. Mis pensamientos vuelven a ese día, al momento que soñaba antes de que Luz me despertara. 

El amar, las olas bravas, la profundidad, Luz gritando mi nombre con desesperación mientras trataba de nadar hacia mí. 

Pudo haber muerto ella y lo sabes, pienso. Pudiste haber dejado a tus hijos sin madre, ¿eso querías? 

Desde hace meses me hablo con mucha rudeza. Me regaño, me reclamo, me maltrato porque me siento culpable de lo que pasó. Me molesta que Luz no me diga o reclame nada. Solo me ve, me abraza y me dice que me ama… ¿Qué no debería estar furiosa? 

—¡David, cielo! —escucho que me llama desde la cocina. 

—Voy —respondo, levantando un poco la voz. 

Me pongo de pie, y camino hacia nuestro baño. Me veo en el espejo y noto mi aspecto desmejorado. Cuando era Picaflor, cuando era ese David Canarias del que se enamoró, no me permitía verme así. Me gustaba verme aseado, atractivo, seguro. Hoy parezco un hombre sin hogar, con la barba desarreglada y el cabello enredado. Mi cuerpo sigue firme y fuerte, pero poco a poco voy perdiendo la musculatura. 

Me echo agua sobre el rostro, me amarro el cabello con una de mis ligas y, cuando siento que estoy del todo decente, salgo del baño para dirigirme hacia la cocina. 

Atravieso el largo pasillo, noto las puertas de mis hijos abiertas, la cama echa y las ventanas abiertas de par en par. Veo que David ha dejado sus tacos del fútbol, así que seguro tendré que llevárselos cuando vaya por él. Reviso que su baño esté ordenado y no haya dejado la llave abierta del agua. 

Alegra y Lila olvidaron apagar la luz del suyo, así que entro para apagarla. Abro la puerta interna del baño, ya que lo comparten con Sila, y entro a su habitación. Está tan ordenada como siempre, tan perfecta y limpia como suele dejarla. No hay nada que corregir. 

Salgo por la puerta principal y me dirijo a la sala. La voz de la conductora de televisión me indica que está escuchando los últimos minutos de las noticias serias, antes de pasar a una barra de programas de espectáculos que nos aburren a ambos. 

—Te hice jugo de naranja. Betty Moríns vino ayer y me las regaló —explica, con alegría. 

—No sabía que Betty tenía un árbol de naranjas. 

—No, fue al mercado y estaban en descuento. Compró dos costales, al parecer a Moríns le gustan mucho. En fin, creo que te caerá bien, un poco de azúcar siempre ayuda. 

Me siento en el comedor y veo el vaso con el jugo recién hecho. Las noticias se han terminado y dando paso al programa con una canción pegajosa que luego traigo todo el día en la mente. La televisión se apaga. 

—Al parecer, todavía no se ha formado un huracán —me comenta, poniendo el plato de huevo revuelto frente a mí. Ella se sienta a mi lado, en su lugar y comienza a comer la fruta—. Tengo que contarte algo. 

—Dime. —Tomo el vaso con jugo de naranja y le doy un sorbo, el sabor dulce me despierta un poco.

—Hablé con mi hermana temprano. Me dijo que la casa que está al lado de Manu y Ainhoa la están vendiendo, que si quieres puede ir a verla. 

—¿Una casa?, ¿en Madrid? —pregunto. 

—Sí. Algún día regresaremos, ¿no? Mi hermana dice que si nos gusta puede comprarla y hacer lo mismo que hizo en su terreno, puede tirar parte del muro y poner una reja que nos conecte con la de Manu y Ainhoa, así las tres casas estarían conectadas. 

—Ah… —expreso, sin ganas. 

—Dice que puede hacer una visita con los de bienes raíces y comprarla. Así podríamos ir arreglándola y modificándola a nuestro gusto. ¿Qué te parece?, ¿le digo que sí? 

—No lo sé, Luz. ¿Cómo voy a querer comprar una casa que no he visto? Además, tengo la casa de mi padre. 

—Julie nos tomará fotos —contesta, comiendo un poco de tortilla con salsa verde—. Puede enviárnoslas. No es obligatorio, pero, creo que sería una magnífica idea, ¿no crees? 

No sé, no lo sé. ¿Por qué quisiera comprar una casa ahora en Madrid?, ¿cuál es el punto? 

—Pues… 

—Sé que no le ves sentido ahora, pero, sería solo para estar seguros. Además, viviríamos cerca de ellos, los niños convivirían con sus primos, creo que sería lindo. 

—No lo sé —expreso, moviendo el huevo con el tenedor. 

—Además, estaríamos protegidos por la misma familia. Julie dice que podríamos poner un solo sistema de seguridad y jamás estaríamos solos, ¿te imaginas? Todo será genial y… 

—¿Eso es lo que quieres? —pregunto, en un tono frío—. ¿Que nunca estemos solos? 

—David… 

—Quieres tenerme vigilado todo el tiempo, ¿eso es lo que quieres? 

Luz guarda silencio. Toma media tortilla y se hace un taco de huevo con salsa. 

—Contéstame, ¿eso es lo que deseas? 

—David, ¿por qué siempre quieres pelear? —me pregunta. 

—Solo quiero que me contestes, es una simple pregunta. 

—No, no deseo que estés vigilado. Solo pensé que era una bonita idea, pero, si no te gusta, lo hacemos de otra manera —contesta en ese tono tranquilo que me desespera. 

—Pues lo haremos de otra manera —hablo. 

Luz suspira. Termina de comer el taco y se queda en silencio. No me confronta, no me dice más. No me da ni un reclamo de mi comportamiento errático. Las pastillas me mantienen sonámbulo, y cuando estoy sin ellas me siento furioso, lleno de rabia. Algunas veces lloro todo el día y cuando llegan los niños debo fingir que nada pasó, aunque sé que ellos saben que no estoy bien. 

Luz se pone de pie. 

—Tengo que hacer unas cosas antes de que regresen los niños. Le diré a mi padre que esté al pendiente, ¿vale? 

—¿Al pendiente? —pregunto. 

—David… 

—¿Al pendiente de qué? —insisto. 

Quiero que Luz me lo diga. Ya no quiero que sea la esposa perfecta que se guarda sus sentimientos. Necesito que me reclame. Sin embargo, ella va a la cocina, echa lo que sobró del huevo en un refractario y lo mete al refrigerador. Una vez más no la dejé terminar el desayuno, una vez más estoy molesto. 

—Te pido que saques la basura, ¿si?, ¿puedes hacer eso? 

—¡Puedo hacer eso, sí, sí puedo! —respondo enojado—. No soy una basura para no poder lograr nada, ¿entiendes? No necesito que me vigilen, ni que estén al pendiente. No necesito que me estén niñereando. He llegado hasta acá a pesar de ser una mierda de persona y puedo continuar así. 

Ahí está de nuevo, el dolor hablando. El recuerdo de esas palabras escritas en el diario de mi madre que me perdieron por completo y que, gracias a ellas no sé quién soy. Lo único que sí sé, es que no debí haber nacido, mi mamá deseaba perder, debió ser así. 

Luz pasa saliva. Noto como los ojos le brilla por las lágrimas, pero; aun así, no me dice nada. 

—Está bien —responde. 

—No, no está bien —digo, levantándome de la silla y caminando hacia ella—. No está bien, nada está bien. Y me encabrona, Luz, que no me lo digas, que no me reclames, que no… 

—David, no te hagas esto, por favor —me ruega, mientras las lágrimas ya han hecho presencia entre nosotros. 

—¿Por qué no me reclamas, eh?, ¿por qué no me dices que está mal todo?, ¿por qué me sigues queriendo a pesar de todo? Casi mueres ahogada, ¡por qué no me dejaste morir!, ¡por qué no me reclamas como esa vez!, ¡eh! 

—Basta —me dice con firmeza. 

Pero no la dejaré ir hasta que me diga que soy un hombre de mierda y así confirme mi teoría. Quiero que me lo diga. 

—Reclámame Luz…—me sale de los labios—. Dime que soy un poco hombre por querer quitarme la vida y dejarte sola con los niños. Que soy la viva imagen de mi padre, que quieres que me vaya de aquí. Estoy harta de que me cuides, de que siembre estés al pendiente de mí. Estoy cansado de que finjas ser feliz conmigo. 

—¡Por qué soy feliz contigo! —Al fin alza la voz con firmeza—. Soy muy feliz contigo. Por eso me casé contigo, porque sé el hombre que eres y todas las maravillosas cosas que puedes hacer. Porque eres cálido, gracioso, sencillo, amable y de gran corazón. Y sí, eres el vivo retrato de tu padre, de DAVID CANARIAS. —Recalca—. Él fue el hombre que te crió. 

—¡JAMÁS LLEGARÉ A SER COMO DAVID CANARIAS!, es más, en lo que me consta, ¡jamás debí ser un Canarias! 

Luz guarda silencio. Una vez más, aquí voy. Siento cómo la ansiedad se acumula en el pecho y las lágrimas me brotan sin que yo pueda hacer nada más. Me hago pequeño, muy pequeño, mientras trato de respirar. 

Ella viene hacia mí y me abraza. 

—Suéltame. 

—Respira, aquí estoy…

—¿Por qué no me dejas?, solo estoy destruyendo a la familia, Luz. 

—Respira… 

—Soy una mierda de hombre, ¿qué no ves? Tus hijos traen en las venas la sangre de un violador, bueno para nada. 

—No. 

—Imagínate qué pasará cuando sepan eso, ¿eh? No querrán que su padre sea su padre y los comprendo. Yo ya no quiero ser yo. 

Luz sabe que digo esas cosas para lastimarme. Que es la parte más oscura de mí la que está hablando y no el David de siempre. Mi esposa me abraza con fuerza, y yo por un momento trato de zafarme. Sin embargo, después de unos minutos, solo quiero que ella continúe haciéndolo, porque me siento sumamente seguro. 

—Reclámame, Luz, solo quiero verte enojada. 

—Sí, si estoy enojada —me dice—, pero por todas esas cosas tan feas que te dices. Por haberle quitado el crédito a tu padre David, y sustituirlo por este hombre mentiroso y cruel. Eso es lo que me enoja. Mis hijos tienen la sangre de un buen hombre, un magnífico hombre. Uno bueno, talentoso, cariñoso, capaz. Ese hombre guapo y tierno que me enamoró hace tiempo. El que dejó todo por seguirme a mí. 

—Ese hombre jamás existió. 

—Sí, si existe. Solo que se escondió porque lo quieres proteger, al igual que ese hombre protegió al pequeño David toda su vida. Sé que estamos pasando por algo fuerte cariño, pero mi amor día con día crece más por ti —habla entre lágrimas—. Te amo en todas tus facetas, mi Picaflor, y ésta que estamos pasando no es la excepción. 

—No te merezco… —confieso. 

—Nunca me has merecido… ¿Recuerdas? —me pregunta, y yo sonrío levemente—. Creí que la maceta en la cabeza te lo había dejado claro. —Ella me aprieta contra su cuerpo—. Es imposible despensarte y desenamorarme de ti, así que no lo intentes. Solo te pido que sigas aquí conmigo, ¿sí? 

Asiento con la cabeza. 

—Aquí, sigue conmigo. No me dejes. No nos dejes. 

—No… —pronuncio, para luego soltarme a llorar. 

—Llora… Limpia tu alma. 

Yo ya no sé por qué lloro. No sé si lloro porque no pude darle las gracias a mi padre, porque no pude defender a mi madre, o por el hecho de que una mujer como Luz me sigue amando a pesar de todo. Este es un ciclo que vivo diario. Me rompo y me construyo todos los días. Ella sabe que después de la siguiente toma estaré de nuevo en mis cabales y seré el padre que recibe a sus hijos con cariño y los abraza. 

Sin embargo, mañana vuelvo a despertar, y los demonios se despiertan conmigo, y las palabras hirientes salen de nuevo. Ya no quiero que esto suceda, pero, no puedo, al menos hoy siento que no puedo.

—Me quedaré… —habla Luz. 

—No… ve a hacer lo que tienes que hacer. 

—Entonces, ¿vienes conmigo? Un poco de sol no te caería mal. 

Lo pienso, en realidad no tengo muchas ganas de salir y de interactuar con nadie. 

—No, me quedaré. Voy a plantar las flores y plantas que compraste. 

—¿Seguro? —pregunta, intentando a que ceda y le diga que sí. 

—Seguro. No me pasará nada. 

Luz suspira. No sé qué miedos pueda tener. Supongo que el principal es que trate de hacer lo impensable. Pero, no lo haré. 

—Bueno, entonces te dejo, mi amor. No se te olvide poner el néctar para los picaflores —me pide. 

Sonrío. A Luz le encanta que en la ventana de la habitación los colibríes se acerquen y coman de la miel. 

—Lo prometo. 

Ella me da un beso sobre los labios y un abrazo. 

—Te amo, te amo mucho… no lo olvides. 

—Te amo más, Alma. 

Luz me da una sonrisa, acaricia mi cabello y suspira. 

—Te compraré un buen acondicionador —habla, para después tomar su bolso y las llaves y salir de la casa. 

El silencio me rodea; de nuevo estoy solo. Veo la puerta de mi oficina cerrada con llave yo mismo lo hice cuando decidí que sería lo mejor para mí ya no dar consulta. Me quedo de pie por un momento, veo la comida sobre la mesa y voy hacia ella. La tomo y la guardo en el refrigerador; el hambre se me ha ido. En ese momento la alarma de mi móvil suena y me avisa que es momento de tomarme las pastillas. 

—¿En qué momento me convertí en esto? —me digo a mí mismo, mientras voy hacia mi habitación para tomar los frascos. 

***

Mi madre me enseñó a plantar flores cuando era pequeño. Era nuestra actividad madre e hijo, y a mí me fascinaba. Podía hablar con ella de lo que quisiera, compartíamos secretos y ella se volvió mi confidente. Tomé esto como algo terapéutico, que me ayuda a concentrarme y enfocarme en lo que tengo que hacer.

Me pongo ropa cómoda, comienzo a sacar todo lo que necesito y acerco las plantas al centro del pequeño jardín. Amo esta casa que hemos comprado en Vallarta. Es pequeña y sencilla, pero muy fresca y colorida. Nunca había vivido en un lugar así. Debo confesar que al principio extrañaba mi antigua casa. Acostumbrado a vivir en lugares enormes, con varias habitaciones, dos niveles, un jardín enorme, una cocina completamente equipada, un comedor para 18 personas y dos salas: una para televisión y otra para visitas.

Cuando nació Ainhoa, un cuarto completo era para sus juguetes y luego para que practicara ballet. Tenía un walk-in closet; ahora tengo un pequeño espacio en el clóset que comparto con Luz. He aprendido a ser sencillo. Se terminó el comprar un traje de cada color, no cabrían. Ahora combino con facilidad, aunque en realidad mi colección de vaqueros, bermudas, playeras y polos ha crecido. Con el calor que hace en Vallarta, el traje está de más.

Ahora, cuando voy a Madrid, la casa de mis padres se me hace enorme y solo de pensar en ir del comedor a la cocina me da pereza. Aquí, el comedor redondo, donde cabemos los seis perfectamente, está al lado de la barra y es fácil acceder.

El jardín es pequeño, pero lo suficientemente grande para que David y yo practiquemos fútbol y para que las niñas jueguen conmigo a “las traes”. Me gusta cuidar el jardín; siento que plantando plantas y flores estoy echando raíces, algo que por mucho tiempo no sentí en ningún lugar.

Plantar una flor es un acto sencillo, pero lleno de significado. Primero, elijo la flor que quiero plantar. Me gusta tomarme mi tiempo en esto, observando cada planta hasta encontrar la que parece llamarme. Hoy he decidido plantar una bugambilia. Sus colores vibrantes siempre me han fascinado.

El primer paso es preparar la tierra. Uso la pala para cavar un hoyo lo suficientemente profundo y ancho como para acomodar las raíces de la planta. Mientras cavo, me aseguro de romper cualquier trozo de tierra grande, dejando el suelo suelto y aireado. Mi madre siempre decía que la tierra bien preparada es como una cama mullida para la planta.

Una vez que el hoyo está listo, saco la flor de su maceta con cuidado. Aprieto ligeramente los lados de la maceta para aflojar la tierra y, con un suave tirón, la planta sale, mostrando sus raíces enredadas. Con los dedos, deshago un poco las raíces para que puedan extenderse con facilidad en su nuevo hogar.

Coloco la flor en el hoyo y comienzo a llenar el espacio alrededor con tierra, asegurándome de que la planta esté derecha. Aprieto suavemente la tierra alrededor de la base para darle soporte. Este paso siempre me recuerda a mi madre, que me enseñó a hablarles a las plantas en este momento, diciéndoles cosas bonitas para darles la bienvenida a su nuevo hogar. No tengo mucho que decir ahora, pero espero que mi tacto sea lo suficientemente bueno para que crezca fuerte y sana.

Una vez plantada, es hora de regarla. Tomo la regadera y vierto el agua despacio, permitiendo que la tierra la absorba sin encharcarse. El agua es vida para la planta, y me aseguro de darle suficiente para que sus raíces se asienten bien en la nueva tierra.

La observo, es todo lo que hago. El color rosa mexicano brilla con el sol y siento un poco de satisfacción. 

—Espero que sobrevivas a cuatro niños —le digo, como si le diera ánimo. 

—¿Puedo pasar? —escucho la voz de mi suegra. 

Me pongo de pie y voy hacia el mosquitero para abrirlo y verla en la entrada, con una cazuela en las manos. 

—Traje caldillo, para el calor —me señala. 

Voy hacia ella y tomo la cazuela para llevarla a la cocina. 

—Gracias, no se hubiese molestado. 

—No es molestia. Sé que a mis nietos les gusta. Además, así Luz no tendrá qué cocinar. 

—Eso sí —contesto. 

Pongo la olla sobre la estufa y al voltear veo a Ximena frente a mí con una sonrisa. 

—¿Qué pasa? 

—Dame un abrazo, hijo —me dice, estirando los brazos. 

Tardo un momento en reaccionar, pero después, me hundo en sus brazos y Ximena me aprieta con fuerza. Mi suegra huela a lavanda, como mi esposa y mis hijos. Si algo me recuerda a los Ruiz de Con es ese aroma, lavanda, el aroma de la tranquilidad. 

—Incluso los navegantes más expertos se pierden de vez en cuando, pero siempre encuentran su rumbo de nuevo —me dice. 

—¿Habló con mi mamá? —pregunto—. ¿Está aquí porque Luz le dijo? 

—No, estoy aquí porque mi hijo está triste. —Supongo que Ximena lee mi pensamiento, porque levanta la mirada y me dice—. Sí, para tu mala suerte tienes tres madres David Canarias, y las tres te amamos. 

Sonrío. 

—¿Cómo voy a tener mala suerte si fui adoptado dos veces? —contesto. 

—Te conozco desde que eras un adolescente y te quiero. Si estoy aquí, es porque quiero que sepas algo que te va a doler. 

—Dígame. 

—Si te vas, si decides irte, a Luz y a los niños no les faltará nada. Tendrán casa, comida, compañía y el seguro de vida que les puede dar para vivir hasta que David se muera. 

El escuchar esas palabras tan directas y fuertes hace que me duela es estómago. 

—Posiblemente, cuando Tristán y yo nos vayamos, ellos regresarán a Madrid. Se refugiarán con Manu y Julie y continuarán. No les quedará de otro más que continuar. Sí me pongo más drástica. Luz puede conocer a otro hombre y rehacer su vida. No hay más. Serás un recuerdo bonito, una fotografía en el muro, una misa dedicada cada año y tendrás tu puesto en el altar cada noviembre. 

Un nudo en la garganta se forma de inmediato. 

—Sin embargo, si te vas, tú te perderás todo lo que está por venir, David. Te perderás sus cumpleaños y logros más importantes, el entregar a tus hijas en el altar, tus nietos, el poder jugar con ellos. Te perderás de David siendo padre, como tú lo fuiste. De Alegra siendo una gran fotógrafa, de los diseños de Lila y posiblemente de que Moríns sea tu yerno. De todo eso y más. Pero, lo más importante, es que en todos esos eventos, siempre nos acordaremos de ti y no queremos acordarnos, queremos que estés. No queremos que seas un recuerdo cuando puedes crear nuevos recuerdos con nosotros cada día.

Los ojos de Ximena brillan, y sé que está a punto de llorar. Su cabello cano, antes negro, peinado en una trenza, cuelga por uno de sus hombros. Ahora que la veo, me percato que es un vistazo de cómo mi Luz va a envejecer, y sé que será igual de bella. 

—Le prometo que estaré aquí mucho rato —finalizo. 

Ximena niega con la cabeza. 

—Soy una Caballero, y las promesas no valen para mí, solo los actos. 

—Estaré aquí mucho rato —digo en forma afirmativa. 

—Y todos estaremos felices, David. Hasta los que no pisan esta tierra ya. 

Suspiro, sé a lo que sé a quienes se refiere. Debo comprender que es un momento oscuro pero no la oscuridad total. 

—¿Me ayuda a plantar las flores? —La invito. 

—Puedo verte plantarlas mientras yo tomo agua de limón, ¿te parece? 

—Me parece. 

Ella sonríe. Al parecer, ahora, tengo tres madres. 

8 Responses

  1. Que bello capítulo! Que dualidades las de David! La sabia Ximena metiendo si mano para orientar a David! Ya quiero leer mas

  2. Muchas veces así nos encontramos, sin rumbo, sin encajar en ningún lugar… Pero la fuerza que nos dan nuestros hijos vale mucho… Gracias Ana por este libro que empieza, espero no tardes.

  3. Me duele el alma de esa alma desorientada que necesita recordarse que somos lo que hacemos de nosotros.

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