—Señorita Lafuente —escucho que llaman mi nombre en la puerta—. Señorita Lafuente, ¿se encuentra despierta? 

Abro los y me percato que me he quedado dormida; jamás me había pasado. Supongo que después del viaje de ayer, entre el sol y el mar, quedé exhausta y he dormido durante la noche y parte de la mañana. 

—¿Señorita Lafuente? —escucho de nuevo. 

—¡Voy! —expreso, poniéndome de pie. 

Son casi las 10 de la mañana y tan solo mi cuerpo se percata de la hora, provoca que mi estómago proteste en señal de hambre. 

¿Estará Nadir todavía en el comedor?, ¿me habrá esperado? 

—Le llegó una carta, de Nueva York. 

—Fátima… —murmuro—¿Podría pasar la carta por debajo de la puerta? 

Momentos después, un sobre con varias estampillas aparece debajo de la puerta. 

—¡Gracias! —expreso, tomándola de inmediato. 

Leo mi nombre escrito en la hermosa letra de mi hermana Fátima y sonrío; no estoy sola. La abro con premura y comienzo a leer. 

Querida Amira,

Espero que al recibir esta carta te encuentres bien. Aquí en Nueva York todo sigue igual, sin grandes novedades. La rutina se mantiene, y la ciudad sigue con su ritmo imparable, pero no hay nada emocionante que contar. Aunque todo parezca normal aquí, no puedo evitar pensar en ti y en lo que estás viviendo.

Siento mucho que te sientas incómoda en el hotel. No debe ser fácil estar lejos de casa y en una situación tan complicada. Quiero que sepas que estoy aquí para ti, siempre. Espero que pronto podamos vernos para platicar y ponernos al día como solíamos hacerlo. Extraño tanto nuestras charlas, Madrid, y sobre todo, a ti.

Mi hermana expresa lo mucho que extraña estar acá, y que a veces, a pesar de vivir en la gran ciudad, se siente atrapada, sin poder moverse. Quiere más, hacer más, pero, a pesar de que tenemos el dinero y los recursos, no puede. 

Por favor, sigue escribiéndome. Contestaré cada una de tus cartas, no importa si me llegan 1000. Eres mi hermana y siempre estaré aquí para apoyarte, en lo que necesites.

Te extraño muchísimo.

Con todo mi cariño,

Fátima 

Termino la carta y la abrazo. Siento como si Fátima estuviera conmigo, aunque no físicamente. 

—Te amo, hermana —murmuro, llena de felicidad y no solo por la carta sino por Nadir. Por todo lo que vivimos el día anterior.  

Sin embargo, no quiero hacerme una perspectiva equivocada sobre él. Tal vez, Nadir, solo me trata bien porque seré su cuñada y quiere mostrarme que no todos son personas sin corazón y que me tratan como un vil fantasma. 

Aunque, debo confesar, la idea de que Nadir sienta algo por mí, me ilusiona. Nunca he tenido tanta atención como la que me da Nadir y, tal vez por eso, estoy entendiendo el mensaje equivocado. 

Dejo la carta en el cajón del escritorio y escojo la ropa que me pondré hoy. Hace demasiado calor en este lugar y, aunque estamos cerca del mar, esto no ayuda a disminuirlo; jamás había sudado tanto. 

—Definitivamente, necesito un nuevo guardarropa de verano si es que este será mi lugar de residencia. 

Digo las palabras apenas pronunciándolas; me cuestan. Porque solo de pensar que pasaré aquí el resto de mi vida con la familia, me duele. 

—Supongo que no todos obtenemos lo que deseamos —murmuro, solo para sacar ese pensamiento negativo y que me deje continuar con mi vida. 

Sin dejar que la melancolía me atrape de nuevo, me meto a la ducha y me doy un baño largo. Ya me desperté tarde, aquí no tengo ninguna prisa de hacer algo y no me espera nadie,  así que no creo que extrañen mi ausencia en el comedor. 

Salgo del baño y pido servicio a la habitación. Les digo que cualquier menú está bien, solo que debe tener zumo de naranja, porque es lo que me da energía. 

Debo confesar que me siento rara, floja e inútil levantándome tarde y solo quedándome en la habitación sin hacer nada; aunque solo dedicarme a pintar, tampoco es tan productivo. 

Necesito hacer algo o me volveré loca. Necesito ocuparme, moverme, sentirme bien. Me niego a ser de esas esposas que se quedarán todo el día sin hacer nada y después ocuparse cuando lleguen los hijos. 

¡Dios, hijos!, voy a tener que darle hijos a Amir. ¿Cómo haré para estar con alguien que no quiero y no me quiere? Estoy condenada a jamás sentir placer. 

El ruido de la puerta interrumpe mi rutina. 

—¡Señorita Lafuente! —anuncian—, le traigo su desayuno. 

Abro la puerta y el hombre entra empujando un carrito de servicio. Este viene decorado, como una flor que seguro fue cortada del jardín y con los platos cubiertos por una campana de plata. 

—Espero que lo disfrute —me dice. 

—Gracias —le contesto. 

El ruido de la puerta me indica que está cerrada. Quito las campanas de los platos y veo los sencillos platillos:fruta, huevos, tostada y jugo de naranja. Un desayuno continental. 

Tomo una tostada y le doy una mordida. Mi hambre es tanta que no le unto la mantequilla que me han dejado al lado. Se me antoja un sorbo de jugo, así que lo tomo. No obstante, veo una nota en la charola y reconozco la letra. 

—Nadir —susurro su nombre, porque me da miedo de que me escuchen detrás de las paredes. 

Con las manos temblando de emoción, abro la nota y la leo con atención: 

Señorita Amira,

Supongo que llegó cansada del viaje de ayer, porque la estuve esperando en el desayunador y no llegó a la hora de siempre. Confieso que la extrañé; me gusta su compañía. La manera en que relata su día a día en este lugar parece algo extraordinario cuando a mí me llena de hartazgo.

Usted tiene una forma única de hacer que este hotel, al que ya estoy tan acostumbrado, parezca nuevo y diferente cada vez que habla de él. Sus palabras traen una frescura que no había sentido en mucho tiempo, y debo admitir que por usted, decido quedarme aquí más tiempo del necesario.

Le pido, por favor, que no vuelva a faltar a un desayuno. Su presencia se ha convertido en parte de mi rutina y, aunque no me gusta admitirlo, se lo estoy empezando a agradecer.

Con aprecio, Nadir. 

Termino de leer la nota y no puedo más que sonreír. Llevo el papel cerca de mi pecho, abrazándolo como si fuese él. Siento la firmeza de su cuerpo trabajado, sus músculos esculpidos y su piel cálida que parecen grabarse en mi memoria. 

Imagino su torso fuerte y definido, la manera en que sus hombros anchos me rodearían, y me pierdo en la sensación de lo que sería tenerlo cerca, con su presencia imponente, su seriedad, y esa fuerza que emana sin esfuerzo.

Un suspiro se escapa de mis labios, es tan bajo que solo yo puedo escucharlo y es lo que quiero. Esto debe ser privado, secreto, solo para mí; nadie debería saber lo que estoy pensando. 

El ruido en la puerta de mi habitación, interrumpe mis pensamientos. 

—¿Sí? —pregunto. 

—Señorita Lafuente, la llama la Señora Khalil —me comunica y siento cómo mi cuerpo se tensa. 

—¿La señora Khalil? —pregunto, tratando de comprobar que escuché mal. 

—Sí. La espera en el jardín, a lado del lago. 

—Gracias —respondo con amabilidad, aunque en realidad no quiero ir. 

Escondo la nota entre las páginas de uno de los libros que él me prestó y corro hacia el armario para tomar un vestido más decente y cambiarme. No quiero que la señora Khalil me critique y mucho menos por mi ropa. 

Para esta ocasión escojo un vestido blanco que realza el tono de mi piel y mis ojos. Recojo mi cabello rizado en un moño alto y dejo caer algunos mechones a la altura de mis orejas y de mi frente. 

Tomo la sombrilla para protegerme del intenso sol de verano y salgo de mi habitación. No estoy segura de si debería haberle respondido a Nadir con una nota o simplemente leerla y presentarme en el desayunador mañana. Sin embargo, sé que a mi futura suegra le gusta la puntualidad, y creo que ya estoy llegando tarde.

Bajo las escaleras, con el corazón latiendo rápidamente, sintiendo los nervios crecer con cada paso. Debo confesar que la presencia de mi suegra siempre me pone así, atrapándome en pensamientos llenos de ansiedad.

¿Qué querrá esta vez? ¿Por qué me llama? ¿Qué tiene que decirme? Al principio, cuando me llamaba, solía soñar con que me diría que debía regresar a la casa de mis padres porque ya no me querían aquí, que la alianza se había roto. Pero hoy, justo hoy, también tengo razones para no querer irme.

—Buenos días —saludo a uno de los empleados que sube las escaleras.

—Buenos días, señorita Lafuente.

—Una pregunta —me atrevo a decir—, ¿el joven Nadir se encuentra en el hotel?

—No, señorita. El joven Nadir salió temprano, mencionó que tenía asuntos que atender.

—Vaya… —respondo en un hilo de voz, viendo cómo mis esperanzas de verlo hoy se desvanecen en mi mente—. Muchas gracias.

—De nada, señorita Lafuente.

Continúo mi camino hacia la puerta que da al jardín y, apresurada, me dirijo al área del lago. No necesito buscar a mi suegra, ella ya está sentada en la mesa de enfrente, estratégicamente posicionada para verme llegar. Apenas si ella distingue mi vestido blanco, y yo el suyo, de un tono arena. Ambas fingimos una sonrisa.

—¡Amira! Acércate por favor —me habla y con la fina mano con dedos largos y llenos de anillos me pide que venga. 

Nerviosa, camino hacia ella, arreglándome cuidadosamente la falda del vestido y tratado de calmarme para que mi voz suene normal y no nerviosa. 

Al llegar, me detengo frente a ella, y mi suegra se pone de pie para saludarme. 

—Otra vez ese vestido —me dice, insinuando que ya me lo he puesto muchas veces. 

Es mi vestido favorito, creo que me queda muy bien y está prácticamente nuevo. No le respondo, solo sonrío y me siento en la silla de en frente. El mesero nos sirve dos vasos con agua fresca y después se aleja. 

—Me da gusto encontrarte, Amira. Siempre que te busco me dicen que saliste o que no has regresado en toda la mañana. 

Tomo un sorbo de agua para aclarar la garganta. 

—Bueno, es que después de desayunar me gusta salir a caminar y, a veces, me tardo más de lo acostumbrado. Pero, nunca falto a la cena. 

—Ayer faltaste… 

—Me encontraba cansada; caminé mucho. Pero prometo que ya no volverá a suceder. 

Mi suegra me ve siempre con desdén. No le agrado, no piensa que soy digna de su hijo y que si estamos en esta alianza, fue porque no hay otra familia tan poderosa que se iguale a la mía, porque Sarahí, mi hermana, es un desastre y Fátima es intocable; mis padres tienen grandes planes para ella. 

La señora Khalil, saluda a uno de los huéspedes y en automático regresa su mirada hacia mí. 

—Me reuní aquí contigo porque quiero saber, ¿qué está pasando con mi hijo? 

—¿Cómo? —pregunto nerviosa. 

—Sí. Llevas casi 2 meses aquí y Amir y tú ni siquiera se ven. Te la pasas como un fantasma por el hotel y no veo que haya algún tipo de contacto, ¿qué es lo que está sucediendo? 

Arqueo las cejas. ¿Qué es lo que está sucediendo?, pienso. Pues lo que sucede es que su estúpido y grosero hijo se ha desaparecido desde el primer día que llegué al hotel y ya no lo he vuelto a ver más que en las cenas familiares. 

—¿Amira? —insiste mi suegra, al notar que simplemente no estoy en la conservación. 

—Bueno, no es que no lo quiera ver, simplemente no hemos coincidido. 

—¿Coincidido? —pregunta mi suegra, bastante interesada. 

—Sí. Khalil y yo somos en extremo diferentes. Yo despierto temprano y él muy tarde; al mediodía. Le gusta ir al club y a mí no. No tenemos nada en común y creo que el desinterés nos aleja. 

—¿Desinterés? —Mi suegra se acomoda en la silla, dejando su pose relajada para adoptar una más tensa. Aunque sabe que tengo razón, hará lo que toda madre hace: defender a su hijo—. ¿Desinterés? 

—Sí, desinterés —confirmo la palabra. 

—¿Cómo va a estar interesado en ti si tú no haces nada para interesarlo?, no lo buscas, no lo procuras, ni siquiera te esfuerzas en gustarle. —Inicia, y siento que el atreverme a contestar con esa palabra, me dolerá—. Este es el hogar de mi hijo y tú llegaste a él, es por completo tu responsabilidad de interesarte por lo que a él le gusta y comportarte cómo se te pido. Hasta ahora, no has hecho nada para seducirlo, para que mi hijo voltee a verte. Sé que estás en desventaja, Amira: no eres bonita, eres sumamente delgada y tu personalidad no es opaca. Tu ropa no seduce, y cuando hablas parece que te sientes superior a todos, solo porque lees y pintas cuadros y estuviste en un internado en Nueva York. Así, avergonzando a Amir, no lograrás acercarte. 

Me quedo en silencio, pero por dentro me estoy aguantando las ganas de llorar. Cierro el puño, escondiéndolo entre mi pierna y la silla. Quisiera ser Sarahí en este momento para contestar. 

—Si Amir no tiene interés, es porque tú no le has dado motivos. Me preocupa, Amira, porque serás la madre de sus hijos, él será tu esposo, y este hotel será tu hogar. Me preocupa porque no haces nada en absoluto. 

—Pero, ¿no cree que también debería haber interés de su parte? Amir se la pasa en el club, bebé hasta muy noche y se la pasa dormido la mayoría del día. Tampoco veo que se interese en saber qué hago —me atrevo a contestar. 

Mi suegra se coge del mango de la silla y lo aprieta; no le gustó mi respuesta. 

—Amir… —respira profundo—. Tiene una rutina y tú debes adaptarte a ella. Si no te gusta despertarte temprano, entonces ve al club y conoce a sus amigos, su ambiente. Trata de interesarte por lo que él le gusta. 

¿Juegos de azar?, ¿alcohol?, ¿pasar todo el día en un lugar sin oficio ni beneficio?, pienso. 

—Ni siquiera conoces a sus amigos —agrega. 

—Es que… —Quiero hablar, defenderme, pero de pronto me doy cuenta de que no vale la pena. Estoy sola aquí, no tengo aliados y, evidentemente, soy una piedra en el zapato de mi suegra. 

—Es que nada… más te vale que empieces a interesarte por Amir, porque mi hijo TIENE que ser feliz en este matrimonio, ¿me entiendes? 

—Lo comprendo —contesto, en un hilo de voz. 

Mi suegra toma un cigarro y lo enciende. Quiere calmarse después de lo que acaba de suceder. Yo sigo con el puño apretado, y el brazo comienza a dolerme. 

Estoy furiosa, pero no con ella, sino con mis padres que me han puesto en esta situación. Me pregunto si a Fátima la pondrán en una situación igual, y comprendo a Sarahí cuando se reveló de su antiguo matrimonio; al menos Canarias la trataba bien y le prestaba atención cuando ella hablaba. Aquí, nadie lo hace, soy un fantasma. 

Bueno, no todos, me traiciona mi mente, acordándome de Nadir. 

—¿Me puedo ir? —pregunto, tratando de tranquilizarme. 

—Sí, puedes. Pero quiero que recuerdes mis palabras, Amira: depende de ti tu felicidad o tu desgracia en esta familia. Recuerda, que al casarte con Amir, este será tu hogar y para siempre; no creemos en los divorcios. 

Me pongo de pie, tomo la sombrilla y finjo una sonrisa. 

—Hasta más tarde —me despido, conteniendo las lágrimas. 

Mi suegra no dice nada, solo se voltea hacia el lago y me ignora por completo. 

—Niña tonta —dice en un murmullo, mientras me alejo de regreso al hotel. 

Camino conteniendo las lágrimas, sintiendo cómo la frustración y el coraje se enredan en mi pecho como espinas afiladas. ¡Estoy enojada!, ¡furiosa! Y la rabia solo crece al darme cuenta de que no me defendí. ¿Qué hice para llegar a esta situación?, ¡qué! Si hubiera sabido que este era mi destino, hubiera preferido morir sola, soltera, y sin herencia. 

Ignorando a todos, atravieso el pasillo, mi mente nublada por una mezcla de pensamientos que no me dejan ver con claridad. Cuando finalmente llego a mi habitación, cierro la puerta de un portazo, como si al hacerlo pudiera cerrar también el dolor que llevo dentro. Pero no es así. En cuanto me encuentro sola, las lágrimas comienzan a caer sin control. 

¡Odio!, ¡odio estar aquí! Este lugar es una tortura, lo peor que me pudo haber pasado en la vida. Esta familia es horrible, y yo no quiero pertenecer a ellos. La idea de tener hijos con Amir, de pasar mis días como un fantasma en este hotel, me resulta insoportable. ¡Me voy!, ¡me largo de aquí!

Con las manos temblorosas, abro el armario y saco una maleta. No pienso, solo actúo, movida por una desesperación que no había sentido antes. Comienzo a tirar ropa dentro de la maleta, sin preocuparme por doblarla. No importa si se arruga, no importa nada. Solo quiero irme, huir de este lugar que me ahoga, que me arrastra a un abismo del que no sé si podré salir.

Me detengo un momento, con una blusa en la mano, y miro alrededor de la habitación. Este lugar elegante y sofisticado se siente como una jaula dorada, una prisión donde he perdido mi libertad y, lo que es peor, me ha hecho saber que jamás encontraré mi felicidad. 

Respiro hondo, tratando de calmarme, pero la sensación de opresión en mi pecho no desaparece. Sé que me regresaré a Madrid, aunque no sé cómo. No sé qué haré cuando me vaya y lo que me dirán mis padres, pero lo único que sé con certeza es que no puedo quedarme aquí. No puedo seguir viviendo esta mentira, pretendiendo que todo está bien cuando en realidad estoy desmoronándome por dentro.

Cierro la maleta con un tirón firme y la dejo caer al suelo. Esto es todo. No necesito nada más de este lugar. Me aparto del equipaje, me seco las lágrimas con la manga del vestido y me miro al espejo. 

—Solo vete… —me digo. 

Los libros de Nadir se reflejan en el espejo. Había olvidado que no me pertenecen y que debo dejarlos aquí. Así que me acerco a ellos, tomo la nota que había dejado entre sus páginas y la guardo en mi bolso. Al menos me llevaré este pequeño recuerdo de esta prisión.

Sin más vacilaciones, agarro mi bolso, tomo la maleta y la arrastro hacia la puerta para salir de la habitación. Empiezo a planear mi huida: iré a la entrada, pediré un taxi, y me dirigiré al aeropuerto. Allí, le llamaré a mi padre y le pediré que me compre un boleto. Estoy segura de que no me impedirá regresar.

—Y si no me compra nada, me iré en tren, en barco… de alguna manera, me las arreglaré para volver.

Abro la puerta y salgo, arrastrando la pesada maleta. Para mi fortuna, el pasillo está vacío, lo que me permitirá bajar por la escalera de emergencia sin problemas.

Cierro la puerta detrás de mí y camino con determinación hacia el final del corredor. Abro la puerta de emergencia y empiezo a bajar las amplias y grises escaleras. La luz me ciega por un momento, pero rápidamente me adapto. Bajo gradualmente, arrastrando la maleta y sintiendo el peso de cada escalón, de cada una de mis pertenencias. Comienzo a quejarme en voz baja, pues, aunque me considero fuerte, mi complexión delgada no es suficiente para cargar una maleta de este tamaño.

—¡Vamos! —me digo a mí misma mientras desciendo un nivel más.

Finalmente, llego al recibidor, abro la puerta y salgo de mi escondite. Sin dudarlo y sin mirar atrás, me dirijo hacia la entrada y pido un taxi.

—¿Un taxi? —pregunta el portero.

—Sí, un taxi… —respondo mientras giro la cabeza para ver si alguien de la familia me sigue.

El portero no tiene razones para cuestionarme. Sé que tan pronto como suba al vehículo, informará a la familia de mi ausencia y todos lo sabrán antes de que llegue al aeropuerto. Pero no me importa, ya no me importa nada, solo quiero salir de aquí.

El taxi llega, y cuando estoy a punto de dar el primer paso hacia él, siento una mano firme que me toma del brazo. Sorprendida, volteo rápidamente y me encuentro con la intensa mirada de Nadir. Sus ojos, tan penetrantes como siempre, se clavan en los míos con una mezcla de urgencia y algo más que no logro descifrar de inmediato.

—¿Qué está haciendo, señorita Amira? —pregunta en un susurro que apenas oculta la preocupación reflejada en su rostro.

Me quedo paralizada, incapaz de apartar la mirada de la suya. El ruido del motor del taxi parece desvanecerse, dejando solo el sonido de mi respiración entrecortada y el latido acelerado de mi corazón.

—Voy a irme, joven Nadir —respondo, aunque mi voz no suena tan firme como quisiera—. No puedo quedarme aquí ni un minuto más.

Nadir frunce el ceño; su expresión se endurece, pero sus ojos permanecen suaves, casi suplicantes.

—No puedes irte así, sin decir nada. No es justo para ti, ni para nosotros.

Su agarre en mi brazo es firme, pero no doloroso, como si temiera que, al soltarme, desaparecería para siempre. Una parte de mí quiere zafarse, correr hacia el taxi y dejar todo atrás, pero otra, quizás más grande, desea quedarse, escuchar lo que tiene que decir.

—No te voy a dejar ir sin antes hablar —dice, su voz baja pero cargada de determinación—. ¿Puedes darme una oportunidad, por favor?

El sonido de la palabra “por favor” en sus labios me desarma. Sé que Nadir no es el tipo de hombre que suplica, es orgulloso, fuerte, siempre en control. Sin embargo, verlo así, vulnerable, hace que mi resolución se tambalee.

—Yo… —empiezo, pero él niega con la cabeza, interrumpiéndome.

—Vamos a otro lugar, ¿le parece?

Es como si me hubiese hechizado; accedo sin pensar demasiado. Sé que tal vez no sea una buena idea irme con él, pero quiero hacerlo, lo deseo. Nadir da órdenes de que suban mi maleta a mi habitación y, segundos después, su auto llega y se detiene frente a nosotros. Nadie me abre la puerta, y yo subo por mi cuenta. Momentos después, nos alejamos del hotel.

5 Responses

  1. Ojalá encuentre en Nadir un aliado, amigo y cómplice. Nadie merece ser parte de un acuerdo ajeno

  2. Ahhhhhh que mujer tan falta de modales, cómo va a decirle eso a Amira sin considerar que la puede lastimar, o es que eso es lo que buscaba??
    Amira no tiene porque aguantar ni un solo maltrato de ningún otro miembro de la familia.
    Por otro lado, qué buena suerte que Nadir haya alcanzado a verla antes de subir al taxi, sino ahora estaría ella muy lejos y el sin conocer su paradero.

    Veamos que tiene para decir este guapo prospecto…

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