-Madrid/ semanas después-
-Lila-
Esperé tanto por esta boda que, ahora que está a punto de suceder, siento que estoy viviendo un sueño. Quiero que alguien me pellizque, pero sé que no es necesario. Solo con verme frente al espejo, con mi hermoso vestido de novia, confeccionado por mí, y sintiendo la suave tela sobre mi piel, sé que es realidad.
Me encuentro aquí, en la habitación del hotel Lafuente del Centro, una que destila elegancia y serenidad. Las paredes, de un tono marfil cálido, están adornadas con molduras doradas que capturan la luz suave de las lámparas de cristal. Los muebles de madera oscura, finamente tallados, aportan un toque clásico que hace que el espacio se sienta atemporal. Un enorme ventanal deja entrar la luz de la tarde madrileña, que se filtra a través de cortinas de encaje, creando delicados patrones en el suelo de mármol claro.
—Mira hacia mí —escucho la voz de mi hermana, quién es la fotografa oficial de este día.
La veo a través del espejo y ella me sonríe. Escucho el clic de la cámara y sale otra foto perfecta, que estará en los álbumes dedicados a las bodas de la familia.
—Perfecta —murmura.
Mi hermana se arregla el vestido beige, ese que he confeccionado para todas las mujeres de la familia. Noto como las hermosas lilas bordadas a mano, caen como cascada por los hombros, pasando por las ligeras y voladas mangas.
Me observo en el espejo de cuerpo entero, antiguo, con detalles de oro en el marco. Me devuelve una imagen perfecta de mí misma. El vestido que he confeccionado con mis propias manos es una obra de arte; de corte recto, sencillo y elegante. El escote en forma de corazón resalta mi figura, mientras que una capa de tul transparente cubre mis hombros y brazos, formando mangas largas y vaporosas decoradas con pequeños destellos de perlas.
La seda blanca cae con suavidad hasta el suelo, y una abertura discreta en la falda permite que me mueva con gracia. Cada detalle, desde los delicados puntos brillantes hasta la fluidez de la tela, está hecho a mi medida, reflejando no solo mi estilo, sino todo lo que he superado para estar aquí hoy.
Mi cabello, recogido en un moño bajo, deja ver los finos detalles del tul. Como accesorios, llevo unos hermosos aretes largos de perlas, que eran de mi abuela Fátima, y que mi madre guardó para quien quisiera usarlos o tenerlos; yo fui la afortunada.
—Cada vez que veo a una de ustedes vestida de novia, recuerdo lo que siempre me decía mi madre —comenta, su voz temblorosa mientras limpia una lágrima con delicadeza—. Me decía que era una dicha estar presente en el día en que sus hijos encontraban su propia felicidad.
Mi madre sigue siendo una mujer que irradia juventud, aunque los años comienzan a mostrar sus primeros signos en ella. Su cabello, aún no completamente cubierto de canas, conserva gran parte de su color natural, un castaño oscuro que solía brillar bajo la luz del sol. Ahora, pequeñas hebras plateadas comienzan a mezclarse entre los mechones, como si el tiempo le diera suaves pinceladas de sabiduría y experiencia sin borrar su esencia vibrante. Aunque no son muchas, esas canas son un recordatorio de que el paso del tiempo no le es indiferente, por más que su rostro aún refleje la juventud que tanto la caracteriza.
Su piel, suave y cuidada, conserva un brillo saludable, pero sé que, en los momentos de calma, mi madre siente el peso del tiempo. Aunque siempre está sonriente, sus ojos, los mismos que solían mirarme con energía y determinación, ahora tienen un brillo más suave, como si el paso de los años hubiera añadido una capa de melancolía y reflexión a su mirada.
Voy hacia ella, abrazándola con fuerza, y en ese momento, siento no solo el amor de hija, sino una profunda admiración por la mujer que siempre ha sido y sigue siendo. Mi madre, aún fuerte y hermosa, aunque más consciente del tiempo que pasa.
—No te disculpes, mamá. Yo también estoy emocionada. Jamás pensé que este día llegaría. Tú sabes la ilusión que me hacía casarme y ahora… lo haré. Y lo mejor, es que esta solo es la primera de dos bodas.
—Dos bodas… —habla mi hermana Sila—. Al parecer, eso de tener dos bodas se está haciendo tradición en nuestra familia. —Ella lo dice porque también tuvo dos bodas y mi hermana Alegra ya tuvo la primera.
—Diría Moríns: “Hay que afianzar los terrenos” —repito las palabras de mi cuñado.
Todas nos reímos. Sila mueve la cabeza negando la situación, su esposo a veces hace unos comentarios que parecen sacados de una comedia.
—Bueno, Sabina tuvo tres —agrega Jo, quien acaba de salir de la otra habitación junto con mi prima Sabina, ambas estaban terminando de arreglarse—. Así que supongo que la tradición de los Carter es tener tres bodas.
—No sabía que estábamos en competencia, hermana —habla mi madre, hacia mi tía Julie, quien ha salido junto con sus hijas.
—Somos Carter… todo es una competencia —bromea.
Todas volvemos a reír.
Las risas son interrumpidas por los ligeros golpes en las puertas. Cuando éstas se abren, mi tía Ainhoa entra, acompañada de la nueva generación de la familia; ahí viene mi hija. Detrás de mi tía, entra Rosa, mi socia, vistiendo uno de los vestidos que he confeccionado para la familia.
—¡Guau!, te ves hermosa, tía —expresa Fátima, quien como siempre es la líder del nuevo clan.
—Muchas gracias —le contesto—. Tú también te ves bellísima.
—Pues claro… es marca Rosa y Lila —presume, dando vueltas. Sus primas, las hijas de Alegra, mi hija, y la otra hija de Sila, Eva, la imitan.
Es tan bonito saber que todos los niños y niñas de mi familia usan ropa de mi marca. Estoy agradecida de que es una marca muy exitosa, pero, creo, que aunque no hubiese tenido éxito, para mí lo sería, al ver que toda mi familia la usa; es tan hermoso ver tus creaciones apreciadas por los demás, pero más que tu familia la lleve con orgullo.
Mi hija se acerca a mí con una sonrisa tímida pero orgullosa. Lleva un vestido diferente al de sus primas, ya que no estará en el cortejo. Ella tiene un rol especial, entrará escoltando a su padre, tanto en esta boda como en la otra.
El vestido que lleva es un encantador vestido corto de color blanco, con un diseño clásico que la hace ver como una pequeña princesa. La parte superior tiene un corte redondeado y sencillo, pero las mangas abullonadas, con pequeños destellos de perlas, le dan un toque especial que resalta su presencia. La falda amplia y con vuelo, formada por capas que se mueven con gracia al caminar, la hace girar ligeramente cuando se acerca hacia mí. La textura satinada del vestido refleja la luz, dándole un brillo suave y delicado, que parece hecho para la importancia del momento.
La miro y sonrío, pensando en lo rápido que ha crecido. Es un recordatorio de todo lo que he vivido para llegar a este día. Ella, con sus pequeñas manos, ajusta un mechón de su cabello detrás de la oreja, con esa inocencia que me conmueve, mientras su vestido se mueve con la ligereza de su juventud y la gracia que ya comienza a mostrar.
—Estás hermosa, mamá —me dice, mirándome con sus grandes ojos brillantes, y no puedo evitar sentir un nudo en la garganta.
—Tú también, mi amor —le respondo, inclinándome para besarla en la frente—. Eres perfecta.
El brillo de su vestido refleja el de mi propio traje, y en ese momento, sé que este día será aún más especial con ella a mi lado.
Mi hermana nos toma una foto, y al enseñársela a mi mamá, sonríe.
—Ahora, todos acomódense con su tía y prima —les indica mi madre.
Entre todas acomodan a los niños, y de pronto nos percatamos que la siguiente generación es grande, mucho más que la que a mí me tocó. Sobre todo porque Sabina está embarazada de nuevo, y sabemos que pronto se unirá un nuevo miembro a la familia; espero yo pronto también dar la sorpresa.
—Acomodar trece niños debería ser un deporte olímpico —comenta Rosa, quien arregla los vestidos de las niñas para que quede la fotografía perfecta.
Después de que mi hermana toma la foto, les pide a mi madre, tías y primas para que se unan. Ella programa la cámara, y se acomoda en el retrato.
—Tres generaciones de Ruiz de Con y Canarias —dice mi Tía Ainhoa—. Creo que ninguno de nuestros padres pensó que llegaríamos tan lejos.
—Y los que faltan —dice Sabina, acariciando su vientre.
El retrato de las mujeres de la familia es interrumpido cuando la puerta suena. Todos los murmullos y risas se apagan al instante. Mi corazón da un vuelco, y sé exactamente quién está detrás de esa puerta. Cuando se abre, allí está él, mi padre, con Moríns siguiéndolo de cerca, su presencia no es discreta y es constante.
Sonrío al verlo, como lo hago cada vez, pero esta vez el sentimiento me gana. Una ola de emociones me invade, y aunque me esfuerzo por mantener la compostura, siento las lágrimas asomándose en el borde de mis ojos. Miro a mi padre, tratando de grabar cada detalle en mi memoria. Aunque todavía parece joven y fuerte, no puedo ignorar los pequeños signos del tiempo que comienzan a mostrarse en su cuerpo. Las canas han comenzado a dominar ese hermoso cabello negro y rizado que tanto admiraba de niña, aquel que en mi mente parecía inmortal. Ahora, los mechones de plata brillan bajo la luz tenue de la habitación, recordándome que, al igual que yo he crecido, él también ha envejecido.
Su cuerpo, aunque sigue siendo atlético, ha perdido un poco de esa robustez imponente que lo caracterizaba cuando era más joven. Aún camina con firmeza, pero sus pasos ya no tienen esa energía desbordante que antes daba la sensación de que siempre estaba listo para una nueva aventura, para cargarme en brazos y girar hasta que ambos riéramos. Mi padre, siempre el pilar de la familia, sigue siendo fuerte, pero en sus ojos veo la dulzura de alguien que ha recorrido un largo camino y que, aunque sigue adelante, ya se permite descansar de vez en cuando.
Me esfuerzo por tragar el nudo en mi garganta mientras lo veo acercarse. Es como si todo el tiempo que ha pasado desde que era una niña hasta hoy, a punto de casarme, se manifestara en este preciso momento. A veces me olvido de que él también es humano, que también se cansa, que también ha visto cómo su vida ha cambiado, al igual que la mía.
—Hija —me dice con su voz siempre cálida, pero ahora con una suavidad que me toca el alma—. Estás preciosa.
Sus palabras, aunque sencillas, cargan con el peso de años de sacrificio, amor y dedicación. Lo miro a los ojos, esos mismos ojos que me han guiado durante toda mi vida, y me lanzo hacia él sin dudarlo, abrazándolo con fuerza. Siento sus brazos envolviéndome, y por un instante, soy de nuevo esa niña pequeña que encontraba refugio en su abrazo.
—Papá —susurro, sin poder decir mucho más.
No hace falta decirlo. Él lo sabe. Sabe lo que significa para mí que esté aquí, en este día, a mi lado.
—No llores, que me harás llorar, y es mi deber como Picaflor salir perfecto en las fotos —bromea, para romper la melancolía del momento.
Me río.
—Tú eres perfecto, papá —contesto.
—Ni le digas, porque puede ser usado en mi contra —comenta mi madre, acercándose a mí.
Nos reímos juntos, y no puedo evitar sentir un nudo en la garganta mientras los observo. Me acerco a ellos, extendiendo los brazos, y los abrazo a ambos con fuerza. Es un momento en el que las palabras sobran, porque el peso de los años, las experiencias compartidas y las dificultades superadas, se reflejan en ese simple gesto.
Cierro los ojos y me dejo envolver por el calor y la seguridad que siempre me han brindado. En ese abrazo siento todo el amor recibido a lo largo de mi vida, la fuerza con la que me han apoyado, incluso cuando no lo merecía. Recuerdo cuando les fallé, me equivoqué, y cómo, sin importar cuán grande fuera el error, siempre han estado aquí para ayudar a levantarme.
Me separo un poco, lo suficiente para mirarlos a los ojos, y aunque sé que ellos intentan ocultarlo, noto la emoción en sus miradas. Mi padre me acaricia el cabello, como cuando era niña, y mi madre, siempre la más fuerte, disimula una lágrima con una sonrisa.
—Vamos, que el novio espera nervioso… —me comenta mi papá.
—Vamos… —Contesto.
—Pero primero una foto —dice mi hermana.
Unos clics de su cámara y guarda un recuerdo para todas nuestras vidas. Sé que sonreiré al ver esta foto en los muros de la casa de mis padres.
***
-Antonio-
El ambiente en el salón del hotel Lafuente del Centro es simplemente mágico. Al entrar, me envuelve una atmósfera de elegancia y calidez que promete una celebración inolvidable. El espacio es amplio, con techos altos adornados por telas suaves que caen delicadamente, creando un efecto etéreo que eleva la sensación de lujo.
Las paredes están adornadas con arreglos florales exuberantes, que llenan el aire con un sutil aroma a frescura y vida. Una variedad de flores en tonos pastel se entrelazan con verdes vibrantes, formando un paisaje encantador que atrae la mirada. Los candelabros, suspendidos en el aire, emiten una luz tenue y cálida, proporcionando un resplandor suave que ilumina cada rincón del salón y crea un ambiente acogedor y romántico.
Las mesas, cubiertas con manteles blancos impolutos, están elegantemente dispuestas, cada una con centros de mesa que complementan la decoración floral del espacio. Pequeñas velas brillan en cada mesa, lanzando suaves destellos de luz y creando un juego de sombras que añade un toque de intimidad a la escena. La disposición de las mesas invita a la conversación y a la celebración, mientras que los colores suaves de las flores y el blanco de los manteles ofrecen una base perfecta para la alegría que se respira en el aire.
El suave murmullo de los invitados y la música de fondo se entrelazan con el ambiente, acentuando la sensación de expectación y felicidad. En este espacio, todo está diseñado para crear recuerdos imborrables, y el amor que llena la habitación es palpable.
Entro al salón sintiendo una mezcla de emoción y nervios. Estoy vistiendo el traje beige que Lila ha confeccionado especialmente para mí, un conjunto hecho a mi medida que me hace sentir especial, aunque ahora mismo lo único en lo que puedo pensar es en no arruinar mi corbata. La camisa blanca contrasta a la perfección con el tono suave del traje, y las lilas bordadas en mi corbata son el detalle que Lila insistió en agregar, un toque personal que, aunque me encanta, ahora se siente como una responsabilidad más.
Mis manos tiemblan mientras trato de hacer el nudo de la corbata. No sé si es por los nervios de lo que está por venir o por el peso de lo que significa este momento, pero no puedo concentrarme. Todo tiene que salir perfecto, no solo hoy, sino en la próxima boda también, y la presión me abruma.
—Ven, yo te ayudo —escucho una voz familiar a mis espaldas.
Es Karl, el hombre rubio de ojos azules que ha sido mi amigo y confidente durante tanto tiempo. Se acerca con su aire despreocupado, y en un movimiento fluido, toma la corbata de mis manos, se la pone él mismo y comienza a hacer el nudo con la destreza de alguien que ha pasado por esto más veces de las que puede contar.
—Lo siento, estoy nervioso —le digo, soltando un suspiro de frustración.
—Lo sé —contesta con una sonrisa mientras ajusta el nudo—. Si así estás hoy, no quiero ni imaginar cómo estarás el día de la boda doble. Sobre todo, con el baile.
¡Ah, el bendito baile! Había casi logrado olvidarme de esa pequeña sorpresa que Lila y yo habíamos planeado para los invitados. Bailar frente a tanta gente no es precisamente mi idea de diversión, pero sé lo mucho que significa para ella, así que lo haré. Aunque, con el temblor en mis manos ahora, ni siquiera quiero pensar en cómo saldrá.
Karl termina de hacer el nudo y lo ajusta con una precisión casi perfecta. Afloja ligeramente la corbata antes de pasarla de nuevo por encima de mi cuello.
—Toma —dice, entregándomela.
—Gracias —le respondo mientras me acomodo la corbata, agradecido por su calma.
Justo cuando estoy a punto de agradecerle nuevamente, Karl me sorprende. Con un movimiento rápido, me voltea y aprieta la corbata ligeramente contra mi cuello, pero lo suficiente como para que sienta el tirón.
—Solo para que te relajes —me dice con una sonrisa traviesa—. No te ahogues antes de la boda.
Nos reímos juntos, y por un momento, el nerviosismo se disipa. Ajusto la corbata una vez más, respirando profundo. Me siento un poco más en control ahora, aunque el cosquilleo en el estómago no desaparece del todo.
—Ahora sí, estás listo —dice Karl, dándome una palmada en la espalda.
—Gracias, amigo —le digo, agradecido no solo por su ayuda, sino por estar aquí en este momento tan importante.
Me miro en el espejo una última vez, ajustando los últimos detalles de mi atuendo. La corbata está perfectamente colocada ahora, gracias a Karl, y el traje beige que Lila confeccionó para mí me hace sentir parte de algo mucho más grande que yo mismo. Respiro profundamente, tratando de calmar los últimos vestigios de nervios que aún danzan en mi estómago. Sé que este es solo el comienzo de un día que lo cambiará todo, y aunque los nervios persisten, hay una emoción creciente que empieza a tomar el control.
Al lado de Karl, volteo a ver a los invitados. Todo el salón está lleno de caras amables, sonrisas y miradas cómplices, pero no puedo evitar notar que todos son cercanos a los Canarias, la familia de Lila. Nadie está aquí por mí. Los invitados llegaron porque Lila los invitó, pues son parte de su vida, de su historia. Yo no tengo a nadie.
Decidí no invitar a mis hermanas. Sé que fue una decisión difícil, pero después de lo que pasó, de los distanciamientos, no sentí que fuera lo correcto. Pensé en Théa y Pablo, los únicos que consideré familia en otro tiempo, y les envié una invitación, pero ahora, viendo que aún no han llegado, me pregunto si fue una buena idea. Quizá debí dejar el pasado donde pertenece, sin intentar traer pedazos de él al presente. El peso de no tener amigos, de no tener a nadie aquí por mí, comienza a apoderarse de mis pensamientos.
No obstante, justo cuando la soledad amenaza con instalarse en mi pecho, veo a Moríns entrar al salón, y con él está Cho. Sonrío, el alivio llenando mis pulmones. Moríns, el esposo de Sila, con su andar seguro, y Cho, el hombre tranquilo y sabio que conquistó a Sabina, ya están aquí.
Los cuatro, los hombres que hemos entrado a esta familia, no por casualidad, sino porque nos enamoramos de una Canarias o de una Carter. Somos los que, de alguna forma, hemos sido aceptados en esta dinastía que, con sus tradiciones, su legado y su fuerza, nos ha marcado para siempre. Nosotros somos los siguientes en tomar el relevo, en mantener vivas esas tradiciones y proteger lo que tanto significa para esta familia. Los que cuidaremos de la siguiente generación.
Veo a Karl, a Moríns y a Cho, y de repente ya no me siento solo. Esta no es solo la boda de Lila, también es la mía. Y aunque mis hermanas no están, y Théa y Pablo no han llegado, tengo algo más importante: pertenezco. Soy parte de esta familia, y lo que viene, lo enfrentaremos juntos.
El peso de lo que significa estar aquí, de ser uno de los hombres de esta familia, me llena de orgullo. Aquí estamos, los cuatro, listos para lo que venga, para cuidar del futuro que nos espera y de aquellos que dependerán de nosotros. Y hoy, más que nunca, me siento afortunado de ser parte de algo tan grande.
—¿Listo? —pregunta Cho, ese ex gimnasta alto y simpático que parece más modelo que nada.
—Claro que sí… —respondo.
—Aún puedes arrepentirte —comenta Moríns.
Nos reímos.
—No lo creo, tengo una hija con Lila, ya estoy tan adentro de este embrollo como ustedes.
—Oye, Moríns, ¿no se supone que tenías tú que traer a tus hijos? —pregunta Karl.
—Mierda… —murmura Moríns, para luego dar la vuelta y salir del salón.
Los tres nos reímos. Vemos cómo los familiares van entrando y en ese momento, sé que esto se torna en serio.
—Dios… —murmuro.
—Cho y yo iremos por nuestras mujeres, ¿te mantendrás tranquilo? —bromea Karl.
—Lo haré… no te preocupes.
—No huyas, ¿eh? Que ya te incluimos en las apuestas familiares —dice Cho.
—Claro que no… Estaría loco si huyo.
En el instante que Karl y Cho se van, escucho la alegra voz de mi hija.
—¡Papá! —Al voltear hacia la puerta, la veo corriendo hacia mí con la energía y la emoción propia de sus pocos años. Mena, mi pequeña, está radiante. Lleva puesto su precioso vestido, el que su madre le confeccionó. Su cabello recogido enmarca sus ojos verdes, idénticos a los míos, llenos de vida y emoción.
Me agacho para recibirla en mis brazos y la levanto, abrazándola con fuerza, dejando que su risa suave y melodiosa llene el espacio que hace un momento parecía vacío.
—¡Te ves hermosa! —le digo, con una sonrisa que no puedo evitar. Ella es mi mundo, mi razón de ser.
—Mamá se ve más bonita… —murmura en mi oído con ese tono cómplice que solo una niña de su edad puede tener—. Me dijo que no te dijera nada sobre su vestido, pero yo sé que se ve muy hermosa.
No puedo evitar reír ante su confesión inocente. Mena es toda ternura, pero también un poco de travesura.
—Lo sé, —le contesto—. Tu mamá siempre es hermosa, no importa lo que se ponga.
Y en ese instante, como un destello, viene a mi mente la imagen de la Lila que más me gusta, la que nadie más ve. No la Lila que está a punto de caminar al altar, perfecta y radiante, sino la mujer real, la que comparto cada día de mi vida. La veo en mi cabeza, esa versión de ella que se despierta por las mañanas, despeinada y medio dormida, usando una playera que le queda cuatro tallas más grandes y que le llega hasta las rodillas. Su cabello rizado, que siempre luce perfecto, está desordenado y recogido en un moño alto improvisado. Las piernas, siempre firmes y torneadas, se descubren bajo la tela, mientras se mueve con esa gracia natural hacia la sala.
Es en esos momentos, cuando la veo a través del ventanal de nuestro departamento en París, con la torre Eiffel de fondo, sentada en su sillón favorito, con un lápiz en la mano y un cuaderno sobre las rodillas, cuando más me enamoro de ella. Su rostro se ilumina con la luz de la mañana, mientras dibuja absorta en su mundo, y el aroma a café recién hecho llena el aire. Para mí, es su momento más sexy, más real, más Lila. La mujer que siempre está creando, siempre soñando.
Ese es el recuerdo que aparece ahora, y no puedo evitar sonreír al pensar en cuán afortunado soy. Mena se aparta un poco, mirándome con curiosidad.
—¿Por qué sonríes, papá? —me pregunta, con esos ojos grandes y curiosos.
—Porque estoy pensando en lo afortunado que soy de tenerlas a las dos en mi vida —respondo, acariciando su cabello.
Y mientras abrazo a Mena, me doy cuenta de que hoy es uno de esos momentos que también guardaré en mi memoria, porque al igual que en nuestras mañanas en París, este instante también está lleno de amor, y no hay nada más hermoso que eso.
—Ya vamos a empezar —interrumpe la voz firme pero amable de la coordinadora de la boda. Mena y yo asentimos al unísono, como si compartiéramos el mismo pensamiento, el mismo pulso de emoción que recorre el ambiente.
—Vamos, hija. ¿Lista para entregar a papá en el altar? —le pregunto con una sonrisa que oculta un poco de nerviosismo.
—¡Lista! —grita Mena con un entusiasmo contagioso, sus ojos verdes brillando como dos esmeraldas llenas de ilusión. Está radiante y emocionada por la tarea que le hemos encomendado, una responsabilidad que para ella es casi como ser la protagonista de una aventura.
Mena está feliz con su rol, y no solo hoy, en la ceremonia civil, sino también en la boda religiosa que tendremos más adelante. Ella será la que me entregará en ambos momentos, porque lo hemos decidido así, ya que no hay nadie más que tenga ese lugar en mi vida. Mena es mi única familia directa, la que lleva mi sangre, mi conexión más profunda y pura. Es lo más importante para Lila y para mí, la pieza que completa nuestra vida y le da sentido a todo.
El murmullo de los invitados disminuye poco a poco a medida que la gente se acomoda en sus lugares. Todos saben que la ceremonia está a punto de empezar. Las flores blancas y los delicados candelabros en el techo, que arrojan una luz tenue, crean un ambiente acogedor, casi mágico. Las mesas con manteles blancos impecables y los centros de mesa de flores y velas flotantes añaden un toque romántico que llena el salón de calidez y elegancia.
Veo cómo los testigos comienzan a tomar su posición. Sila y Moríns, que estarán a mi lado como mis testigos, se acercan con una sonrisa serena y reconfortante. Sila, siempre la hermana protectora de Lila, con su presencia tranquila, y Moríns, con su humor siempre oportuno, hacen que me sienta acompañado en este paso. Son mis amigos también, aunque entré a sus vidas por Lila. Pero hoy me siento más parte de esta familia que nunca.
Del otro lado, veo a Alegra y Karl, quienes serán los testigos de Lila. Alegra, tan elegante como siempre, con esa seguridad que parece heredada de toda la estirpe de las Canarias, y Karl, quien sigue siendo la calma en medio de cualquier tormenta, luciendo impecable. Me sonríen al notar que los miro, y de inmediato siento una conexión más profunda con ellos. Es como si estuviéramos todos en sintonía, alineados para celebrar este momento juntos.
El tiempo parece ralentizarse cuando el salón queda en completo silencio, esperando el inicio de la ceremonia. Y ahí estoy, de pie junto a mi hija, sintiendo el peso de la importancia de este instante, no por el nerviosismo de la boda en sí, sino porque sé que esta será una de esas memorias que atesoraré para siempre.
—Vamos, papá —me dice Mena, dándome un suave tirón de la mano—. No te pongas nervioso, yo estoy aquí contigo.
Sonrío. A veces me sorprende lo sabía que puede ser, incluso con su corta edad. Le aprieto la mano, dejando que esa pequeña, pero poderosa conexión me dé la fuerza que necesito.
—Tienes razón, pequeña. Vamos a hacerlo juntos.
Ambos caminamos hacia el pequeño e improvisado altar, un rincón lleno de flores blancas y velas que parpadean suavemente, creando una atmósfera cálida e íntima. A cada paso, los flashes de las cámaras capturan el momento, destellos que iluminan brevemente el salón como si fueran estrellas fugaces en medio de esta noche tan especial. Mena, camina a mi lado, aferrando mi mano con orgullo, su pequeña sonrisa irradiando una confianza que, por un momento, me calma. Sé que, en cierto modo, ella está tan emocionada como yo, consciente de lo importante que es este día para nosotros.
Nos detenemos al llegar al altar, justo al lado de Sila y Moríns. Sila, siempre la hermana cariñosa, se agacha ligeramente para tomar la mano de Mena, y noto cómo mi hija sonríe al sentir el apoyo de su tía. Miro brevemente a Moríns, quien me devuelve una mirada de complicidad. Los cuatro estamos en sintonía, esperando ese momento crucial.
Entonces, siento una pequeña oleada de nervios al mirar hacia la entrada. En ese instante, todo a mi alrededor parece detenerse. A lo lejos, veo la puerta abrirse lentamente, y allí, como en un sueño, aparece Lila, radiante. Va del brazo de su padre y de su madre, y juntos caminan hacia mí con paso solemne, pero lleno de gracia. La visión me deja sin aliento. Lila está más hermosa de lo que jamás podría haber imaginado, su vestido hecho por ella misma, ajustándose perfectamente a su cuerpo como si hubiera sido creado por las propias manos de un ángel.
Pero mis ojos no solo se enfocan en Lila, sino también en sus padres. Su madre, Luz, con su porte elegante, muestra en sus ojos la misma mezcla de alegría y nostalgia que seguramente sienten mis propios padres. Quiero pensar que el mío se hubiese sentido igual de orgulloso.
Cuando Lila y sus padres llegan al altar, siento que mi corazón late con más fuerza. Luz suelta suavemente el brazo de su hija y se acerca a mí, su mirada llena de ternura y gratitud. Me siento un poco intimidado, no por la formalidad del momento, sino por el peso de lo que esto significa. Estoy a punto de formar parte oficialmente de su familia, de su historia, y es un honor inmenso.
—Antonio… —me dice con voz suave mientras me mira a los ojos, y entonces, sin previo aviso, me abraza.
Es un abrazo cálido, lleno de amor, una especie de bendición silenciosa. Siento el aprecio de Luz, el reconocimiento de que no soy solo el hombre que se casará con su hija, sino alguien que ella acepta completamente en su familia. Mi corazón se llena de una profunda emoción. Este gesto, aunque sencillo, significa el mundo para mí.
—Gracias —le susurro, sorprendido por lo genuino del momento. Luz me aprieta un poco más antes de soltarse, dándome una sonrisa que refleja tanto la alegría de una madre como la satisfacción de saber que su hija está en buenas manos.
—Cuídala —me dice David Canarias, suavemente, y sé que lo haré, con todo lo que soy—. Eres un buen hombre, Antonio de Marruecos, es un honor aceptarte como otro de mis hijos.
Las palabras de David me conmueven. Hace mucho que no escucho la palabra “hijo”, viniendo de los labios de un padre. Siento un nudo en la garganta, pero no quiero arruinar el momento con llanto lleno de nostalgia, yo solo quiero llorar de felicidad.
Finalmente, me giro para ver a Lila, quien sonríe con esa mirada llena de amor, sabiendo que este momento es uno que ambos llevaremos en el corazón para siempre.
—Al fin —me murmura, viéndome con sus hermosos ojos marrones, esos que me enamoraron hace tiempo.
—Al fin… —contesto.
Ambos vemos a nuestra hija y sonreímos.
Al fin, uniremos nuestras vidas, al fin, ya no habrá poder humano que nos separe, al fin, tengo la familia que siempre desee.
Al fin. Son la familia q siempre mereció Antonio y que luego de tantas cosas que pasaron al fin un solo corazón juntos
Al finnnnnn. Siiii que emocion. Por fin. Que bonito todo, y que emotivo, uff ese vacio de Antonio pega, Pablo y Thea espero que si lleguen, no le hagan desplante a Antonio y saber de ellos, y que felicidad Sabi esperando otro chocito. Uff leer como estan Luz y Picaflor con el paso de los años, da un golpe de nostalgia. Que emoción es leerlos a todos. Me encanta esta dinastia, me gusto como la llamo Antonio. 🥰🥰🥰🥰 y ya nunca mas estara solo.
Me emocione mucho al leer sobre Luz David ya mayores, lo sé…la vida pasa…
Felicidad plena por las familias formadas, por las Canarias y las Carter… hermosa y emotiva boda!!!! Eres genial creando Ana Martínez, muchas gracias 👏👏
Acá llorando a moco tendido. Hermoso capítulo
Cuánto amor los rodea en su día 💖 me cubrí de nostalgia