Desde el incidente en la ducha, Martha había evitado a Carlos a toda costa. Si bien continuaba ayudando a su madre con las tareas de la casa, se aseguraba de mantenerse ocupada en los lugares donde sabía que Carlos no estaría. Su rutina se volvió rigurosa: cocina, habitaciones, jardín.
Evitaba hacer la tarea en la biblioteca de la casa; ahora la hacía en la pequeña biblioteca del puerto, donde podía estar tranquila. Regresaba temprano, usando caminos que posiblemente Carlos no recorría y entraba por la parte de atrás a la casa.
En la escuela, irónicamente era más fácil evitarlo, no solo porque ambos iban en diferentes aulas, sino, porque, a pesar de todo, Carlos tenía que mantener una imagen en ese colegio caro, y la ignoraría por completo. Así que Marta era libre de andar por las instalaciones sin tener que esconderse de él.
Cuando las clases terminaban, ella tomaba sus cosas y, antes del segundo timbre, ya se encontraba en dirección para su trabajo, sin darle oportunidad a él de traicionar.
Se había convertido en un juego de “al gato y al ratón”, donde Martha llevaba por ahora la ventaja y esperaba que así pudiese seguir el resto del verano. Este ya estaba a punto de terminar. Pronto los amigos y la novia de Carlos regresarían a su vida y se olvidarían de ella. Martha se concentraría en sobrevivir este último año y después… Libertad; ya no volvería a saber de él.
El beso, ese momento de deseo en la ducha, y la intensidad de lo que había sucedido la habían descolocado. No podía permitirse caer más profundo en lo que sentía, porque sabía que eso significaba perder su camino, perder el control.
Ignorar a Carlos era su táctica, siempre lo había hecho, ¿qué podría ser diferente? Solo era cuestión de evitarlo, mantenerse en terrenos conocidos y hacerse a la idea de que esto era pasajero; con Carlos todo lo era.
Carlos, por su parte, no entendía la reacción de Martha. Estaba acostumbrado a que las jóvenes se rindieran ante él, que trataran de contactarlo, tan solo tenían un encuentro con él; ¿cuántas veces no había engañado a su novia? Ahora resultaba que Martha, no lo quería ver. En su ego eso no tenía cabida.
Quería hablar con ella, estar con ella, besarla de nuevo y pasar un buen rato en el verano. Por desgracia, Martha no tenía móvil, así que no podía enviarle mensajes. La mirada de Jenny se posaba en él cada vez que caminaba por los corredores que daban a las habitaciones de la servidumbre. Él fingía que no la veía, pero le enojaba el no poder continuar.
En la salida del colegio nunca la alcanzaba, y cuando la veía pasar por los pasillos, unas ganas de hablarle le ardían, y se sentía muy cobarde al no hacerlo; tenía una reputación que mantener.
No obstante, a Carlos no le frustraba el hecho de no verla, sino el hecho de que, contra todo pronóstico, se había dado cuenta de que disfrutaba estar con Martha, más allá del deseo. Al principio le divertía molestarla, causarle nervios, perseguirla, pero, ahora, después del beso… la extrañaba.
En este poco tiempo se había percatado de que tenían mucho en común, no solo la música, sino en muchas cosas que pensaban. Martha lo intrigaba, lo desafiaba y lo hacía querer estar cerca de ella, algo que no había sentido con otra chica.
Estaba obsesionado por su atención y ella no se la daba. Tenía que hacer algo, debía volver a estar con ella a solas. No le quedaba de otra que irla a buscar al único lugar donde no podía evitarlo, a su trabajo.
No sabía muy bien el horario de trabajo de Martha, pero era verano, él no tenía nada que hacer y podía esperar hasta que ella saliera. Así que, esta vez, no se apuró a salir del colegio para ir tras ella. Regresó a su casa, se cambió de ropa, comió algo rápido y arrancó la moto. Se dirigió a la librería en el centro comercial, no estaba ahí.
⎯El restaurante ⎯se dijo, y decidido fue hacia allá.
El restaurante donde trabajaba Martha era uno de los más populares de la isla, conocido por su excelente comida y ubicación privilegiada frente al malecón. Durante los veranos, se llenaba de turistas que venían buscando disfrutar de una experiencia gastronómica relajante, con la brisa del mar a un lado. Martha siempre tomaba este trabajo durante las vacaciones, aprovechando que las propinas se duplicaban con la llegada de los extranjeros, quienes apreciaban su habilidad para hablar inglés y francés. Esa era una ventaja que pocos de sus compañeros tenían, y le garantizaba buenas ganancias al final de cada jornada.
Lo que más le gustaba de trabajar ahí era que rara vez se encontraba con algún local. Los lugareños solían preferir lugares más económicos, lo que le brindaba cierta tranquilidad, sabiendo que las posibilidades de toparse con los amigos de Carlos eran mínimas. Sin embargo, para prevenir cualquier tipo de inconveniente, siempre optaba por el contrato de “solo por el verano”, evitando así abrir oportunidades para que la molestaran durante el resto del año.
Además, el restaurante pertenecía a los Martínez Castañeda, una familia reconocida en la isla. Su hijo, Diego Martínez, era compañero suyo en la escuela, además de uno de los mejores amigos de Carlos. Esa era otra razón por la cual Martha prefería mantener un perfil bajo mientras trabajaba ahí. No quería complicaciones.
Sin embargo, a pesar de todo, Martha disfrutaba de su tiempo en el restaurante. Era buena en lo que hacía, se movía con soltura entre las mesas, y sus compañeros la apreciaban. Cada temporada, el gerente intentaba convencerla para que se quedara de planta, ofreciéndole un sueldo base y mejores condiciones, pero ella siempre rechazaba la oferta. Sabía que aceptar un contrato a largo plazo significaba atarse a la isla, y Martha tenía muy claro que su futuro estaba lejos de allí.
“Un contrato significa atarme aquí… y yo me iré pronto”, solía repetirse cada vez que le hacían la oferta.
Este verano sería su tercera y última vez trabajando en el restaurante. Con su plan de irse a estudiar fuera cada vez más cerca, Martha sabía que no volvería. Sin embargo, la relación con sus compañeros y las buenas referencias le aseguraban que, si algún día lo necesitaba, siempre podría regresar.
⎯Martha, ¡tu orden está lista! ⎯gritó el cocinero desde la cocina, tocando la campanilla para avisar que los platos ya estaban servidos.
Martha estaba terminando de hacer las cuentas de la mesa cuatro, que ya estaba a punto de marcharse. Hizo los cálculos rápidamente en su cabeza, anotó el total en la libreta que llevaba en el delantal y guardó el papel en el bolsillo.
⎯Gracias ⎯respondió, cuando el cocinero volvió a llamarla.
Con la misma habilidad que había adquirido después de tantos veranos trabajando ahí, tomó los dos platos y salió de la barra, dirigiéndose a la mesa siete, donde una pareja esperaba su orden. Al llegar, con una sonrisa amable, colocó los platos sobre la mesa con cuidado.
⎯Buen apetito ⎯dijo, educadamente, mientras les entregaba sus platos.
⎯Gracias ⎯respondieron los clientes, devolviéndole la sonrisa.
Fue en ese momento, cuando Martha levantó la mirada para seguir con su recorrido, que su corazón se detuvo por un segundo. Sentado cerca de la ventana, con el casco de su moto descansando sobre la mesa, estaba Carlos. La misma sonrisa de lado que siempre mostraba cuando creía que iba a salirse con la suya, adornaba su rostro, haciéndole sentir una mezcla de irritación y nerviosismo.
⎯Mierda ⎯dijo, maldiciendo su mala suerte.
Carlos no apartaba los ojos de ella. Parecía estar disfrutando del hecho de que la había encontrado en su “refugio”, en ese lugar que Martha había creído a salvo de su presencia. Desde la distancia, él le hizo un gesto con la mano, como si fuera lo más natural del mundo verla allí. Para Martha, la situación era todo lo contrario.
Apretó los labios y se enderezó, intentando mantener la compostura. Sabía que no podía evitarlo; estaba en su lugar de trabajo, y no importaba cuánto quisiera salir corriendo, tenía que seguir con su jornada. Respiró hondo y tomó la decisión de ignorarlo, al menos de un momento. Si se acercaba, ya vería cómo manejar la situación.
Carlos la observaba con una mirada que la inquietaba. No era solo una casualidad que estuviera ahí, eso era seguro. Él había ido a buscarla.
Martha respiró hondo antes de girarse. Sabía que tendría que enfrentarlo tarde o temprano. No había pasado mucho tiempo desde su encuentro en la playa, y desde entonces, había evitado cualquier tipo de contacto con él. Y ahora, allí estaba, sentado, esperando a que se acercara como si no hubiera un trasfondo lleno de complicaciones y emociones reprimidas.
⎯Su cuenta ⎯dijo con amabilidad al entregar la cuenta a la mesa cuatro.
La mujer de la mesa le sonrió y le extendió dos billetes de denominación media, suficiente para cubrir la cuenta con una buena propina.
⎯Te daría más, pero creo que no me alcanzaría para pagar la cuenta ⎯bromeó, riendo ligeramente.
Martha aceptó con una sonrisa educada.
⎯Es muy amable, así está bien. Espero que disfruten del lugar y sobre todo, de las playas ⎯dijo mientras doblaba el recibo y lo guardaba en la libreta de su delantal.
⎯Lo haremos… gracias por las recomendaciones ⎯respondió el hombre, asintiendo mientras se levantaban para irse.
Justo cuando pensaba que podría tomarse un momento antes de acercarse a Carlos, su voz la llamó desde el otro lado del restaurante.
⎯¡Señorita! ⎯escuchó a Carlos decir en un tono algo burlón, provocador.
Martha levantó la vista de inmediato y lo encontró mirándola directamente, con esa sonrisa pícara que solo añadía a su irritación. Él alzó una mano ligeramente, haciendo un gesto para que se acercara a tomar su pedido.
⎯¿Cómo supo que yo tengo que atender esa mesa? ⎯murmuró para sí misma, con el ceño fruncido. No podía creer que Carlos hubiera calculado hasta eso. Sus ojos volvieron a bajar a la mesa mientras recogía los platos vacíos y los cubiertos, tratando de ignorar la mirada insistente que sentía sobre ella.
⎯¿Señorita? ⎯volvió a llamar Carlos, esta vez con un tono más insistente, casi divertido. Sabía que la estaba molestando.
Antes de que pudiera decidir qué hacer, Juan, el garrotero, se acercó con una sonrisa cómplice, inclinándose hacia ella mientras limpiaba una de las mesas cercanas.
⎯Parece que llegó un cliente, Martha ⎯le comentó en voz baja, sabiendo perfectamente a qué se refería.
Martha lo miró de reojo, y suspiró. ⎯Lo sé… ⎯respondió mientras cerraba los puños por un segundo, tratando de mantener la compostura.
⎯¿Si sabes quién es, verdad? ⎯preguntó Juan, sin poder ocultar la curiosidad en su tono.
Martha levantó la vista hacia él y sonrió levemente, aunque con una chispa de ironía en sus ojos.
⎯¡Qué si no! ⎯dijo con un ligero deje de sarcasmo, pero más para sí misma que para Juan.
No podía evitarlo más. Con un paso firme, se dirigió hacia la mesa donde Carlos la esperaba, sabiendo que la situación estaba a punto de ponerse aún más complicada.
Martha se acercó con la cabeza en alto, irradiando esa profesionalidad que había perfeccionado a lo largo de los veranos que llevaba trabajando en La Casona del Mar. Su uniforme impecable, una blusa blanca y un delantal azul marino, resaltaba su esbelta figura mientras se movía con soltura entre las mesas de madera fina que adornaban el elegante comedor. El murmullo de las olas del mar podía escucharse a través de los ventanales, agregando al ambiente una sensación de serenidad y sofisticación.
Cuando llegó a la mesa, la sonrisa de cortesía que siempre ofrecía a los clientes se dibujó en su rostro de forma automática, aunque ella deseaba que él se fuese de ahí.
⎯Bienvenido a La Casona del Mar, ¿gusta ver el menú? ⎯preguntó, manteniendo su postura erguida, su tono profesional y educado, pero con una frialdad que esperaba que él captara.
Carlos levantó la vista hacia ella, su expresión revelando un leve destello de diversión, como si encontrara fascinante que ella mantuviera esa distancia después de lo que había pasado entre ellos.
⎯Claro, Martha, pero ya sabes lo que me gusta. ¿Por qué no me recomiendas tú algo especial? ⎯le respondió con una sonrisa, dejando que su voz sonara un poco más baja, un tanto íntima, intentando romper su profesionalidad.
Martha mantuvo el mismo semblante sereno, resistiéndose a entrar en su juego. Sabía que si lo hacía, podría perder el control de la situación, algo que no estaba dispuesta a permitir. No allí, en su espacio de trabajo, en el lugar donde siempre se había sentido segura y tranquila, alejada del drama que rodeaba su vida en la mansión. Carlos le dedicó una sonrisa torcida, esa que siempre hacía cuando creía tener el control.
⎯Nuestra especialidad del día es la langosta con mantequilla de ajo y finas hierbas. Es muy popular entre nuestros clientes ⎯continuó, sin mostrar ninguna señal de que lo había reconocido de inmediato. Mientras hablaba, sacó una pequeña libreta para anotar su pedido, sus ojos apenas se levantaron lo suficiente para ver su reacción⎯. En seguida lo traigo.
⎯No, no, no… señorita. Quisiera pedirle también otra cosa.
Martha levantó la vista al fin, y se encontró directamente con los ojos de Carlos. La tensión la golpeó como un relámpago.
⎯Dígame… ⎯respondió, intentando mantener la calma.
Carlos, sin perder el tiempo, se inclinó hacia ella con una sonrisa más amplia, esa que ella conocía demasiado bien.
⎯¿A qué hora sales?
Martha sintió un escalofrío de frustración y rabia subiéndole por la espalda, pero mantuvo su expresión controlada.
⎯Eso no le incumbe, señor. ⎯Su voz era cortante, y ya comenzaba a dar media vuelta para alejarse cuando lo escuchó nuevamente.
⎯Martha…
⎯¿Qué haces aquí? ⎯preguntó al fin, enfrentándolo, sin poder contenerse más.
Carlos tomó su vaso de agua y lo llevó a sus labios con la misma despreocupación de siempre, bebiendo como si se tratara de un buen vino en lugar de agua. Después de dejar el vaso en la mesa, su mirada se clavó en la de ella.
⎯¿A qué hora sales?
⎯No te importa ⎯respondió con frialdad, pero Carlos no parecía dispuesto a dejarlo pasar tan fácilmente.
⎯Si no me dices, haré un escándalo. Sabes que conozco al dueño de este restaurante… ¿eso quieres? Podrías perder tu trabajo.
La amenaza la tomó por sorpresa, y por un instante, Martha sintió que el suelo bajo sus pies se tambaleaba. Era típico de Carlos utilizar sus conexiones y poder para salirse con la suya, pero esta vez había ido demasiado lejos. Sin embargo, no podía permitirse perder este trabajo. Necesitaba ese dinero para ayudar a su madre.
⎯¿A eso viniste? ¿A amenazarme? ⎯espetó ella, su tono subiendo ligeramente, pero luego, al notar las miradas de algunos clientes cercanos, bajó la voz⎯. Mira, Carlos, este no es un juego. Es mi trabajo. Con esto ayudo a mi madre… si haces que yo…
⎯¿A qué hora sales? ⎯repitió él, interrumpiéndola⎯. Es todo lo que te pido.
Martha apretó los puños, su libreta aún en la mano, sus nudillos blancos de la tensión. Sabía que Carlos era capaz de crear una situación incómoda si no lo complacía, y no podía darse el lujo de perder su trabajo por uno de sus caprichos.
⎯Está bien ⎯dijo finalmente, su tono amargo. No quería ceder, pero no veía otra salida⎯. Salgo a las seis.
Carlos esbozó una sonrisa triunfante, como si acabara de ganar un juego que solo él entendía.
⎯Perfecto. Te esperaré.
Martha sintió una mezcla de furia y frustración que la atravesaba como una corriente eléctrica. No quería tener que enfrentar a Carlos al final de su turno, no después de todo lo que había pasado entre ellos. Pero, como siempre, parecía que él tenía la última palabra.
⎯Y baja el casco de la mesa… no es un restaurante de comida rápida.
Respiró profundamente y dio media vuelta para alejarse de la mesa, tratando de mantener la compostura mientras se alejaba. En ese momento, Juan, uno de los garroteros, se acercó a ella.
⎯¿Cliente difícil?
⎯No tienes idea… ⎯habló, para después ir hacia la cocina y pedir la langosta.
***
Martha se movía con agilidad entre las mesas del restaurante, llevando las bandejas con una gracia y eficiencia que casi la hacían parecer etérea. Aunque había pasado toda la tarde trabajando, no dejaba que el cansancio se reflejara en su rostro. Sin embargo, sabía perfectamente que no todo estaba en orden; sentía los ojos de Carlos sobre ella, incluso cuando no lo miraba directamente. Era como si pudiera sentir su presencia, su insistente mirada siguiéndola a donde fuera.
Carlos, desde su mesa cerca de la ventana, disfrutaba de su langosta lentamente, saboreando cada bocado. Pero, en realidad, su atención estaba completamente enfocada en Martha. Él la observaba moverse con precisión, cómo sonreía de manera profesional a los clientes, cómo su cabello se movía ligeramente con cada paso que daba. Se preguntaba por qué nunca la había visto de esa manera antes, por qué nunca había notado lo que ella representaba: independencia, seguridad, belleza sin pretensiones.
Había algo en la forma en que ella se desenvolvía que lo mantenía cautivado. Era tan diferente de las chicas con las que solía salir, esas que siempre estaban disponibles para él, que reían a carcajadas de sus bromas y se derretían con sus sonrisas. Martha no era así. Ella no necesitaba la aprobación de nadie, y mucho menos la de él. Si algo había quedado claro entre ellos, es que Martha veía a través de todas sus máscaras.
Cada vez que Carlos la llamaba con ese tono que mezclaba burla y seducción, Martha mantenía su distancia, pero él notaba que no era una distancia forzada. Era como si hubiera aprendido a manejarlo, a ignorarlo de manera estratégica, como si entendiera que darle demasiada importancia le daba a él más poder sobre ella.
Pero Martha no podía negarlo. El hecho de que Carlos estuviera ahí, mirándola con esa insistencia, le hacía sentirse incómoda. Sus manos seguían realizando los mismos movimientos de siempre: tomar los platos, anotar pedidos, sonreír a los clientes. Pero su mente estaba en otro lugar, en la playa, en ese beso que no podía borrar de su memoria por mucho que lo intentara. Carlos era peligroso de una forma que ella no podía definir del todo, y, sin embargo, cada vez que lo miraba de reojo, sentía que una parte de ella le respondía; le reconocía.
Aun así, estaba decidida a mantener las cosas como estaban. Carlos Montenegro no iba a arruinar su verano, ni su trabajo, no iba a cambiar nada. Por años habían seguido una rutina, ¿por qué habría de cambiarla ahora?
Mientras atendía una mesa de cuatro turistas extranjeros, sonrió cuando le dejaron una generosa propina, agradeciendo en un inglés casi perfecto sus recomendaciones sobre los platos del día. Agradeció mentalmente haber aprendido varios idiomas; eso le había abierto muchas puertas en la Isla, especialmente con los turistas.
Sin embargo, cuando giró para tomar el próximo pedido, su mirada se cruzó fugazmente con la de Carlos. Sus ojos, oscuros y penetrantes, seguían fijos en ella, como si intentara leerle el pensamiento, como si estuviera esperando a que ella cediera. Martha sintió una incomodidad extraña, una mezcla de nervios y molestia que no sabía cómo gestionar.
“Esto es ridículo”, pensó, mientras su mente comenzaba a barajar las opciones. Podía evitar a Carlos durante el resto del turno, ignorarlo, fingir que no existía. Pero sabía que eso no funcionaría. Él era del tipo que no se daba por vencido fácilmente. “Saldré por la puerta de atrás”, se dijo a sí misma, convencida de que esa era la mejor solución. Era la única manera de evitar tener que enfrentarse a él, de evitar que la siguiera hasta el final del turno con su mirada cargada de intenciones que no quería descifrar.
Mientras recogía los platos vacíos de una mesa cercana, su mente seguía calculando cómo salir sin que Carlos se diera cuenta. La puerta trasera del restaurante daba a una calle poco transitada. Podría salir por ahí, tomar un atajo y caminar hasta su casa sin que él la siguiera. Ya lo había hecho antes para evitar a algunos clientes incómodos o a turistas demasiado insistentes. Pero entonces, justo cuando estaba a punto de tomar la decisión, la voz de Carlos la alcanzó.
⎯Señorita, ¿puede venir un momento? ⎯dijo él, con una sonrisa que le indicaba que todo esto era un juego para él.
Martha cerró los ojos por un breve segundo, tomando aire antes de volverse hacia él. Mantuvo una expresión serena, profesional, y se acercó a su mesa.
⎯¿Qué se le ofrece? ⎯preguntó, fingiendo no haber notado que la había estado observando durante toda la tarde.
⎯Creo que aún no he terminado mi orden ⎯respondió Carlos, jugueteando con el vaso de agua que tenía delante⎯. Me gustaría pedir algo más… pero, además, tengo una pregunta.
Martha sintió el nudo en la garganta hacerse más grande, pero se mantuvo firme. Años de autocontrol y de mantenerse en pie frente a situaciones incómodas habían hecho que ella perfeccionara su capacidad para ocultar sus emociones. Sin embargo, la situación con Carlos era diferente. No era solo su actitud arrogante, ni las palabras que decía. Era la carga emocional que sentía cada vez que él la miraba, la atracción que se había colado en ese beso en la playa y que ahora estaba allí, creciendo como una sombra incómoda.
Ella abrió su libreta, fingiendo que anotaba algo en su página en blanco. Lo hizo como una distracción, como si eso le diera algo de control sobre la situación.
⎯Dígame ⎯respondió, manteniendo un tono profesional y cortante, sin levantar la vista, obligándose a tratarlo como a cualquier otro cliente.
Carlos, sin embargo, no tenía prisa. Se inclinó hacia ella, acercándose solo lo suficiente como para que su voz se convirtiera en un susurro íntimo.
⎯Creo que ya son las seis de la tarde, ¿no es así?
Martha, confundida por la pregunta, levantó la vista hacia el reloj que estaba justo sobre la puerta de la cocina. El segundero avanzaba lentamente, marcando las seis en punto. Su turno había terminado.
Cerró la libreta de golpe, pero no hizo el más mínimo esfuerzo por ocultar el profundo suspiro que salió de su boca. Sabía hacia dónde iba todo esto, y ya no podía evitarlo. Carlos era persistente, como siempre lo había sido, pero ahora, después de lo que había pasado entre ellos, esa persistencia la ponía más nerviosa de lo normal.
⎯Te veo en la puerta ⎯murmuró finalmente, resignada a que no podría evitar el encuentro.
Pero Carlos no se lo iba a poner tan fácil. Se apoyó en el respaldo de la silla, con esa sonrisa suya de autosuficiencia, y la interrumpió.
⎯No… Nos vemos en la esquina, ¿vale?
Martha lo miró de inmediato, confundida. ¿Qué demonios quería decir con eso? ¿Por qué en la esquina? Algo no cuadraba, y en ese instante, la respuesta se hizo evidente. Claro. Carlos Montenegro no quería que nadie lo viera con ella. Tenía miedo del que dirán, miedo de ser visto con la hija de la sirvienta en público.
⎯¿Cómo? ⎯preguntó ella, aunque ya sabía la respuesta. Necesitaba escucharlo de sus labios. Necesitaba que él lo dijera, que admitiera lo que era evidente para ambos.
Carlos mantuvo la sonrisa, pero esta vez no era tan arrogante como de costumbre. Era casi una sonrisa de disculpa, pero envuelta en una capa de orgullo que no le permitía dar una respuesta directa.
⎯Ya sabes cómo son las cosas, Martha. No podemos… ⎯Se interrumpió un segundo, buscando las palabras correctas para suavizar el golpe⎯. Es mejor que nos veamos en un lugar más… discreto.
Martha sabía que todo esto para él era un juego, una especie de desafío para saciar su curiosidad, pero, aun así, las palabras la golpearon, porque, aunque no quisiera admitirlo, parte de ella había comenzado a desarrollar una relación estrecha con Carlos o al menos, ya no tan distante.
Martha asintió lentamente, sin decir nada. ¿Qué más podía hacer? Estaba atrapada en ese juego de poder, en esa extraña dinámica entre ellos, donde él tenía el control y ella solo podía aceptar las reglas o salir del tablero. Pero sabía que, aunque le molestara, no estaba lista para salir. Aún no.
⎯Nos vemos en la esquina ⎯respondió finalmente, manteniendo la voz firme, sin revelar lo que realmente sentía.
Carlos la observó por un segundo más, como si estuviera intentando descifrar lo que pensaba. Luego, asintió con una sonrisa suave, sabiendo que había ganado. Sin más, se levantó de la mesa, dejando algunos billetes para pagar la comida. La observó por un segundo más antes de salir por la puerta principal, desapareciendo entre la gente que llenaba las calles.
Martha lo vio salir y, por un segundo, pensó en no ir. Podía tomar sus cosas e irse a casa, dejarlo esperando en la esquina, plantarlo. Pero en el fondo sabía que no lo haría. Había algo en Carlos, algo que la atraía, algo que no podía dejar ir tan fácilmente, aunque supiera que terminaría mal. Ella siempre había sido racional, lógica, pero esta vez no sabía cómo controlar lo que sentía. No podía simplemente apagar la intensidad de lo que había entre ellos.
Mientras se quitaba el delantal y recogía sus cosas en el vestuario, su mente giraba en torno a lo que Carlos había dicho. Miedo al qué dirán. Ese era el problema, ¿verdad? La diferencia de estatus, de mundos. Carlos vivía en una burbuja de privilegio, rodeado de gente que lo adoraba por su apellido, por su dinero, por el poder que representaba su familia. Martha, en cambio, era la hija de la servidumbre que siempre estaría en las sombras de su vida. Un cliché bastante sonado. Él no la veía más allá de eso, aunque lo que habían compartido en la playa dijera lo contrario.
Se miró en el espejo antes de salir, se recogió el cabello en una coleta alta y suspiró una vez más. No sabía qué le deparaba la noche, pero algo le decía que no sería fácil. Mientras caminaba hacia la puerta trasera, ya sin el uniforme del restaurante, Martha sentía la mezcla de emociones revoloteando en su estómago.
Cuando llegó a la esquina, ahí estaba Carlos, apoyado en su moto, con esa maldita sonrisa que a veces la sacaba de quicio, pero que también lograba llamar su atención. Él levantó la cabeza al verla llegar, y durante un breve segundo, algo en sus ojos pareció titubear. ¿Nerviosismo? ¿Duda? No estaba segura.
⎯¿Lista? ⎯le preguntó, ofreciéndole el casco.
Martha se quedó un momento en silencio, con la mano extendida, pero sin tomarlo todavía. Sabía que esta era solo una partida más de un juego mucho más grande. Y aunque sabía que estaba entrando en algo peligroso, no pudo evitarlo. Finalmente, tomó el casco.
⎯Sí, lista.
***
Carlos y Martha recorrieron primero las calles del centro de la isla, donde las luces amarillas de las farolas iluminaban las pequeñas tiendas y cafeterías que permanecían abiertas, dándole un toque pintoresco al ambiente. Martha miraba de reojo los escaparates y las parejas que paseaban de la mano, mientras el rugido suave de la moto la llevaba cada vez más lejos de su zona de confort. Sentía el viento acariciar su rostro y despeinar sus cabellos, pero nada importaba más en ese momento que la calidez del cuerpo de Carlos y la emoción de no saber hacia dónde la llevaba.
Poco a poco, las luces del centro fueron quedando atrás y, con ellas, la sensación de que alguien podría reconocerlos o juzgarlos. A medida que avanzaban, se adentraron en una carretera serpenteante rodeada de árboles y una vegetación densa que se alzaba a ambos lados. La oscuridad era rota de vez en cuando por los faros de la moto, iluminando fragmentos del camino y el brillo del océano que se vislumbraba a lo lejos, entre los árboles.
Treinta minutos después, el asfalto dio paso a un pequeño camino de tierra y gravilla que conducía a un muelle escondido entre la vegetación. Carlos redujo la velocidad y, con una destreza inesperada, maniobró la moto hasta detenerla junto a un viejo poste de madera. Martha observó a su alrededor, desconcertada pero intrigada. Delante de ellos, unas cuantas embarcaciones pequeñas estaban atadas a las tablas del muelle, balanceándose suavemente con el movimiento de las olas.
La quietud del lugar le resultaba casi irreal. No había nadie más en el muelle, y el sonido del mar, chocando suavemente contra las embarcaciones, era lo único que rompía el silencio. Carlos se bajó de la moto y le ofreció la mano para ayudarla a bajarse. Martha aceptó su mano, sintiendo el contacto cálido y firme de sus dedos, y al bajarse, se quitó el casco, dejando que la brisa marina acariciara su rostro.
⎯¿A dónde me has traído? ⎯preguntó en voz baja, como si hablar más alto rompiera el encanto del lugar.
Carlos sonrió de lado, esa sonrisa traviesa que tanto la desconcertaba y le hacía temblar por dentro.
⎯A un lugar donde nadie nos molestará ⎯respondió, manteniendo el tono misterioso.
Martha miró alrededor, aún un poco recelosa. No estaba segura de las intenciones de Carlos, pero algo en su actitud la hizo relajarse. Carlos le hizo una señal para que lo siguiera y comenzó a caminar por el muelle de madera, que crujía suavemente bajo sus pasos. La joven lo siguió, sintiendo una mezcla de emoción y curiosidad mientras se adentraban un poco más en él.
Al llegar al final del muelle, Carlos se detuvo junto a una de las pequeñas embarcaciones, un bote pequeño y sencillo pero bien cuidado. De inmediato, él subió a la embarcación y extendió la mano hacia Martha, invitándola a subir.
⎯¿Confías en mí? ⎯preguntó, mirándola directamente a los ojos.
Martha lo observó, sintiendo el latido de su corazón acelerarse. Sabía que esta situación estaba lejos de lo que normalmente haría, pero algo en la intensidad de sus ojos y la calma del lugar la animaron a dar ese paso. Extendió su mano, permitiéndole ayudarla a subir, y pronto ambos se encontraron dentro, balanceándose suavemente con el movimiento del mar.
⎯Toma asiento ⎯le indicó, mientras él se iba tras el timón.
Con una destreza que sorprendió a Martha, encendió el bote, y en cuestión de segundos, la embarcación comenzó a deslizarse suavemente por el agua, alejándose del muelle y adentrándose en las tranquilas aguas del océano.
La noche estaba despejada, y las estrellas brillaban en el cielo como pequeñas luces titilantes que parecían guiar su camino. La brisa marina era fresca y suave, y Martha no pudo evitar sentir una paz que rara vez experimentaba. A medida que se alejaban de la orilla, se dio cuenta de que Carlos realmente la había llevado a un lugar donde no habría miradas curiosas, donde solo estaban ellos dos y el mar infinito.
Carlos se detuvo en un punto del océano donde el muelle apenas era una sombra a lo lejos y apagó el motor, dejando que el bote se moviera con suavidad sobre las olas. El silencio se adueñó de la escena, y la luna, alta en el cielo, proyectaba un brillo plateado sobre el agua, creando reflejos danzantes a su alrededor.
⎯¿Por qué me has traído aquí? ⎯preguntó Martha, con la voz apenas un susurro.
Él, con una expresión inusualmente serena en su rostro, maniobró el bote con cuidado hasta ponerlo firme. Se tomó un momento para asegurarse de que todo estaba en orden antes de volver su mirada hacia Martha. Sus ojos ya no mostraban ese brillo de arrogancia que tantas veces la había irritado. En su lugar, solo había sinceridad, una vulnerabilidad inusual que no solía permitir que nadie viera.
Sin decir nada, Carlos caminó hacia ella y se sentó a su lado en el asiento. A su alrededor, el agua brillaba con los últimos destellos del sol, y la brisa suave mecía sus cabellos. El silencio se alargó por unos segundos, y Martha, aunque estaba sorprendida de verlo tan cerca, trató de mantener la compostura. Sabía que si mostraba algún indicio de nerviosismo, él podría usarlo en su contra.
Sin previo aviso, Carlos levantó una mano y la posó suavemente en el rostro de Martha, acariciando su mejilla con la yema de sus dedos. Sus ojos se encontraron, y en ese instante, el mundo a su alrededor desapareció. Lentamente, se inclinó hacia ella, y antes de que pudiera reaccionar, la besó ligeramente en los labios, un contacto breve, pero lleno de una intensidad que no esperaba.
Martha, sin embargo, no estaba dispuesta a ceder tan fácilmente. Con rapidez, se hizo hacia atrás, liberándose de su toque y observándolo con una mirada desafiante.
⎯¿Me trajiste acá para follar? —preguntó, con ese tono firme y cortante que solía utilizar cuando quería mantenerlo a raya.
Carlos la miró, sorprendido por la crudeza de su pregunta, y luego, dejando escapar una pequeña risa, respondió con una sonrisa despreocupada:
⎯No, pero… no es mala idea. ⎯Hizo una pausa, y su sonrisa se tornó en una expresión de sorpresa genuina⎯. Espera, ¿lo has hecho ya?
La pregunta, tan directa y curiosa, hizo que Martha suspirara, casi frustrada.
⎯Como siempre, olvidas que fuera de tu mundo pequeño, los demás tenemos vidas. ⎯Sus palabras eran filosas, cargadas de una mezcla de ironía y desdén⎯. Y no te incumbe eso. ¿A eso me trajiste? No te hubieras molestado.
Carlos se quedó en silencio un momento, tratando de entender las palabras de Martha y lo que escondían. A pesar de su tono frío y de sus constantes intentos de alejarlo, él podía ver que debajo de esa coraza había algo más, algo que le intrigaba profundamente. A lo largo de los días que habían pasado juntos, ella se había convertido en un enigma que él deseaba desentrañar, una mezcla de fortaleza y vulnerabilidad que le resultaba irresistible.
⎯No, no te traje aquí para eso, Martha ⎯respondió, suavizando su tono, sin rastro de burla ni sarcasmo⎯. Te traje aquí porque quería pasar tiempo contigo, sin que nadie nos molestara. Solo tú y yo.
Martha lo miró con una expresión desconfiada, como si intentara leer entre líneas y asegurarse de que él no estaba jugando con ella.
⎯¿Y qué se supone que vamos a hacer aquí, Carlos? ⎯preguntó, con un tono escéptico, cruzándose de brazos en un gesto defensivo.
Él sonrió, esta vez sin arrogancia, sin esa actitud de “hijo de papá” que tantas veces había visto. Era una sonrisa sincera, casi… vulnerable.
⎯No lo sé. Pensé que podríamos hablar, quizás entendernos un poco mejor. Siempre estamos peleando, y… bueno, no quiero que sea así ⎯confesó, bajando la mirada al agua, como si no se atreviera a sostener su mirada por demasiado tiempo.
El ambiente entre ellos se tensó, pero no de la manera habitual. Esta vez, era una tensión cargada de emociones y palabras sin decir y de sentimientos que ambos habían estado intentando evitar. Martha sintió que el nudo en su garganta se hacía más grande. Había algo en la sinceridad de Carlos que la desarmaba, y no sabía cómo lidiar con eso.
Carlos sintió cómo las palabras de Martha se clavaban en él, directas y sin rodeos, como si fueran una bofetada invisible. Durante todo este tiempo, él había pensado que entre ellos había algo más, que esos momentos compartidos, esos roces accidentales y las miradas fugaces significaban algo. Pero su respuesta, tan cruda y sin matices, lo dejó desconcertado.
—¿Cómo? —replicó él, incapaz de procesar por completo lo que acababa de escuchar. Era raro en él, ese atisbo de vulnerabilidad, esa inseguridad que nunca había dejado asomar.
Martha lo miró fijamente, con una calma que él no supo si interpretarla como desprecio o simple indiferencia. Mantuvo su postura, el ceño ligeramente fruncido y los brazos cruzados en un gesto defensivo, como si cada parte de su cuerpo quisiera alejarse de él.
—Lo que escuchas, Carlos. No quiero hacer amistad contigo ni nada más. —Su voz no tembló, fue firme, tranquila, como si ya hubiese decidido esa respuesta mucho antes de que él preguntara.
Carlos se quedó mirándola intensamente, sus ojos llenos de una mezcla de deseo y desafío. La tensión en el aire era palpable, y ambos lo sabían. Cada palabra, cada susurro que compartían los acercaba un poco más a un límite que sabían, tarde o temprano, acabarían cruzando. Pero esta vez, Carlos no quería apresurarse. No quería que el momento se desvaneciera en un simple juego de provocaciones.
Martha lo observaba, con los brazos cruzados y una expresión entre escéptica y curiosa. No podía negar que había algo en él que la atraía, algo que iba más allá de las apariencias, más allá de los desplantes de arrogancia y el mundo superficial en el que se desenvolvía. Sin embargo, también sabía que ceder significaba abrir una puerta que, una vez abierta, sería difícil de cerrar.
Carlos sonrió, notando la duda en sus ojos, y decidió lanzarse.
⎯Y, ¿el beso? ⎯inquirió, provocador, inclinándose un poco hacia ella. Martha levantó una ceja, divertida y a la vez desafiante.
⎯¿El beso? ⎯repitió, como si la mera idea le resultara graciosa—. Solo fue eso, un beso. No te preocupes, Carlos. No le diré a nadie, ni me enamoraré de ti. Puedes estar tranquilo.
La manera en que pronunció esas palabras, como si le estuviera asegurando algo tan básico e insignificante, hizo que algo en él se removiera. No le gustaba esa ligereza, esa facilidad con la que ella desestimaba lo que había sucedido. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que su ego quedaba en entredicho, que Martha lo veía como una persona que podría olvidar fácilmente. Y eso no le gustaba.
⎯Es que… yo quiero otro ⎯confesó Carlos, en un arranque de honestidad, y sin pensarlo mucho, se inclinó para robarle otro beso, intentando atrapar en un instante lo que tanto deseaba.
Pero Martha, rápida y decidida, se apartó.
⎯No, no… no más, Carlos ⎯dijo ella, tajante, aunque había un brillo en sus ojos que delataba que tampoco le había sido tan fácil resistirse.
Él respiró hondo, reuniendo fuerzas para proponer algo que ni él mismo se había dado cuenta de cuánto deseaba hasta ese momento.
⎯Solo por el verano… ⎯se le escapó de los labios, casi como un ruego, casi como una súplica disfrazada de propuesta⎯. Solo por el verano… conozcámonos. Solo estamos tú y yo… podemos hacer muchas cosas. Yo puedo enseñarte algo…
Martha entrecerró los ojos, con una mezcla de interés y escepticismo.
⎯¿Tú?, ¿cómo a qué? ⎯preguntó, dándole a entender que necesitaba algo más convincente si quería que ella cediera.
Carlos sonrió, buscando en su mente algo que pudiera atraerla, algo que fuera lo suficientemente emocionante y diferente para que no pudiera resistirse.
⎯A navegar, por ejemplo ⎯propuso, con una chispa de emoción en la voz que no se había apagado⎯. Conozco lugares que nadie más conoce, escondidos en la isla, donde solo puedes llegar en bote. Te prometo que será una aventura… sin promesas, sin ataduras. Solo por el verano.
Martha lo miró con escepticismo, sus brazos cruzados y una expresión de desconfianza evidente en su rostro.
⎯¿En serio quieres esto?, ¿conmigo?, ¿tan urgido estás? Hace unos meses me decías que era un asco… ⎯su voz contenía un toque de resentimiento y amargura, y Carlos lo sintió como un puñal directo al orgullo.
Él se sintió apenado. De repente, todos esos comentarios hirientes, las burlas y los insultos que solía lanzarle junto a sus amigos se agolparon en su mente, haciéndole sentir un peso en el pecho que no había experimentado antes.
⎯Pero… ⎯intentó decir, buscando una respuesta, una justificación que suavizara el impacto de sus palabras.
⎯¿Pero qué? ⎯lo interrumpió Martha con dureza⎯. ¿Quieres algo “solo por el verano” conmigo, para después ir con tus amigos y presumir que te besaste con la hija de “la chacha”, ¿no? Se burlarán más de la situación, y después les dirás a todos que yo te rogué. Recuerdo que tu amiguito Rogelio hizo lo mismo con aquella chica…
⎯No, es diferente ⎯interrumpió Carlos, su voz quebrándose levemente.
Martha se quedó en silencio, mirándolo, esperando una explicación convincente que justificara por qué él insistía en acercarse a ella. Carlos sintió que el tiempo se ralentizaba mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas para expresar algo que ni él mismo lograba entender del todo.
⎯Martha… ⎯susurró finalmente, su tono cargado de sinceridad⎯. Esto es diferente. No quiero hacer nada que te lastime, no quiero burlarme ni presumir. No sé por qué, pero desde que estuvimos en la playa… desde que te besé, siento algo que nunca había sentido antes. No puedo dejar de pensar en ti.
Las palabras parecían sinceras, pero Martha no estaba dispuesta a ceder tan fácilmente. Había escuchado promesas y disculpas antes, y sabía que Carlos tenía una facilidad increíble para manipular a las personas.
⎯Seguro ⎯respondió ella con sarcasmo.
⎯Es verdad. ⎯Carlos volteó su cuerpo para estar frente a ella; quería que lo viera a los ojos.
Martha suspiró, dejando escapar un suspiro cargado de emociones contenidas. Su mirada se perdió en el horizonte, en la serenidad de la vista que el barandal le ofrecía, como si en el paisaje pudiera encontrar una respuesta a todo lo que Carlos le había dicho. Se puso de pie y, con cuidado, se recargó sobre el barandal, sintiendo la brisa suave en su rostro. Las palabras de Carlos aún resonaban en su mente. No puedo dejar de pensar en ti.
No quería reconocerlo, pero una parte de ella deseaba que esas palabras fuesen sinceras, que él realmente sintiera lo que decía. Sin embargo, sabía que Carlos era un experto en juegos, en engaños, en decir justo lo que la gente quería escuchar. No iba a caer en sus palabras tan fácilmente.
⎯¿No pensarás que voy a creerte de la noche a la mañana, Carlos? ⎯dijo, sin mirarlo, su voz firme, pero sus ojos perdidos en el paisaje⎯. Nuestro historial de promesas es nulo, por no decir, inexistente. Y, de pronto, un verano, decides que tú y yo haremos un trato, secreto, y buscas que confíe en ti.
Carlos, quien estaba sentado a unos pasos de distancia, la observó en silencio. Su expresión cambió, mostrando una seriedad poco usual en él. Se puso de pie lentamente, sin apartar la vista de ella. Caminó hacia Martha, aprovechando su posición vulnerable mientras se encontraba recargada en la baranda, con la mirada perdida en el horizonte. Se acercó hasta quedar a solo unos centímetros de ella, su cuerpo cerca del de ella, conteniéndola en ese pequeño espacio donde las palabras parecían perder sentido y la conexión entre ellos se volvía palpable.
Martha levantó la vista, y sus ojos se encontraron. La intensidad en la mirada de Carlos la desarmó por un instante, esa chispa que a veces parecía ocultar una sinceridad que nunca había visto en él. Una sinceridad que la confundía, que hacía tambalear todas sus defensas.
⎯Sí ⎯contestó él con firmeza, sin titubeos, con la seguridad de alguien que está dispuesto a todo⎯. Quiero que confíes en mí, Martha. Quiero que creas en mis palabras. No es un juego, no es una tonta apuesta.
Ella sintió su pecho comprimirse ante esas palabras, queriendo aferrarse a esa aparente verdad, pero su racionalidad era más fuerte, su desconfianza, una armadura que había construido con el tiempo.
⎯Es un juego… “solo por el verano” ⎯respondió con un deje de amargura, una mezcla de ironía y frustración en su voz.
Carlos sonrió ante su respuesta, pero no fue una sonrisa de burla, sino una sonrisa serena, casi melancólica, como si en su interior también estuviera luchando con sus propios sentimientos.
⎯Bueno… pongámoslo así: somos dos jóvenes que viven en la misma casa y, por un lapso de tiempo, vamos a conocernos mejor ⎯su tono se volvió suave, casi hipnótico⎯. Compartir… muchas cosas.
Sin decir nada más, Carlos levantó una mano y con delicadeza tocó el mentón de Martha, inclinando levemente su rostro hacia él. Martha sintió su piel arder bajo su toque, su respiración se aceleró ligeramente, y por un instante, olvidó dónde estaban y todo lo que había dicho. Él se acercó lentamente y le dio un beso, rápido, apenas un roce de sus labios, pero lo suficiente para dejar una huella en su corazón, como si ese pequeño gesto hubiera dicho más que cualquier palabra.
El contacto fue fugaz, pero el calor que dejó en sus labios fue abrumador. Martha parpadeó, sintiendo un remolino de emociones dentro de ella. Sabía que debería apartarse, que debería alejarse de él antes de que fuera demasiado tarde, antes de que el juego se convirtiera en algo más, en algo de lo que ella no podría salir sin lastimarse.
Carlos la miró, sus ojos buscando una respuesta en su mirada. Sus dedos aún tocaban suavemente su mentón, como si temiera romper el momento si la soltaba. Había algo en su mirada que le rogaba que creyera en él, que le diera una oportunidad, aunque fuera una pequeña.
⎯¿Entonces? ⎯susurró él, su voz apenas un murmullo entre el silencio que los rodeaba—. ¿Podemos intentar esto, Martha?
Martha bajó la vista, sin saber qué responder. Todo en su interior gritaba que se alejara, que no cayera en su juego. Pero, al mismo tiempo, algo dentro de ella deseaba arriesgarse, saber hasta dónde llegaría si le daba una oportunidad a ese momento. Se sentía dividida entre el miedo y la atracción, entre la razón y el deseo.
Finalmente, levantó la vista, encontrándose de nuevo con sus ojos. No dijo nada, pero tampoco se apartó. Era una respuesta ambigua, una rendición parcial que le daba a entender que, aunque no confiaba del todo en él, tampoco estaba dispuesta a detener lo que estaba empezando a sentir.
Carlos sostuvo su mirada, notando la firmeza y la desconfianza en los ojos de Martha. Sabía que las palabras no serían suficientes, que ella no se dejaría convencer solo con frases bien elaboradas o gestos encantadores. Martha era distinta, y él tenía claro que, si realmente quería ganarse su confianza, tendría que demostrarlo con algo más que palabras.
Su sonrisa se desvaneció, y su rostro adoptó una expresión seria, profunda. Dio un paso hacia ella, cerrando la distancia entre ambos, hasta quedar tan cerca que podía sentir el suave aliento de Martha rozar su piel.
⎯Todavía necesito una garantía de que esto no es algo cruel; no confío en ti ⎯replicó ella, con la voz firme pero cargada de una leve vulnerabilidad. Su mirada seguía fija en él, sin parpadear, evaluando cada una de sus reacciones.
Carlos la miró a los ojos, y en ese instante, toda su arrogancia, su máscara de autosuficiencia y su típica sonrisa confiada desaparecieron. En su lugar, apareció una expresión seria, casi vulnerable, como si, por primera vez, él estuviera dejando que alguien viera más allá de la fachada que siempre llevaba.
⎯Martha, sé que no tienes razones para confiar en mí. Entiendo que lo único que tengo en mi historial contigo son bromas y desplantes. Pero… contigo, todo ha sido diferente —dijo, en un susurro profundo y sincero, como si cada palabra costara ser pronunciada.
Martha lo miró, aún desconfiada, pero no podía evitar sentir que algo genuino se asomaba en su mirada. Algo que nunca había visto en él antes.
Carlos suspiró y bajó la vista por un instante, como si buscara las palabras adecuadas en el suelo bajo sus pies, antes de levantarla de nuevo para encontrarse con los ojos de ella.
⎯Jamás había sido tan real con alguien, ¿sabes? Siempre mantengo una barrera… con todos. Pero desde que comencé a convivir contigo, algo cambió. Me siento… no sé cómo describirlo, pero me siento diferente, y eso me asusta ⎯confesó, con una leve sonrisa nerviosa⎯. Me da miedo mostrarme así. Me da miedo que veas lo que hay detrás de todo esto.
Martha sintió un nudo en la garganta al escuchar sus palabras. Él estaba abriéndose de una manera que jamás hubiera esperado, y aunque su instinto le decía que se mantuviera a la defensiva, esa parte de ella que aún quería creer en él la empujaba a quedarse, a escuchar.
⎯¿Por qué a mí, Carlos? ¿Por qué conmigo? ⎯preguntó, tratando de mantener su tono neutral, aunque sus ojos reflejaban el impacto de sus palabras.
Carlos la miró con una mezcla de determinación y vulnerabilidad que la dejó sin aliento.
⎯Porque… contigo puedo ser yo mismo, Martha. Porque contigo… no siento la necesidad de aparentar, de jugar ese papel que siempre llevo puesto frente a todos. Y no sé cómo explicar esto, pero… quiero que me veas así, quiero que veas al verdadero Carlos, no a la versión que todos piensan que soy.
La sinceridad en sus ojos la desarmaba, pero aun así, Martha mantuvo la guardia. No quería ceder tan fácilmente.
⎯Todavía necesito una garantía de que esto no es algo cruel; de que esto no me explotará en el rostro cuando tus amigos regresen ⎯dijo, con un tono firme, aunque su voz traicionaba un rastro de inseguridad.
Carlos soltó un suspiro y dio un paso más hacia ella, cerrando la distancia entre ambos. Con delicadeza, tomó su mano y la sostuvo entre las suyas, sintiendo el calor de su piel y el temblor que él mismo experimentaba.
⎯Lo sé, y entiendo que no confíes en mí… pero quiero que sepas algo, algo que nunca he dicho en voz alta: yo también tengo miedo. Miedo de mostrarme así, miedo de que esta… esta conexión que siento contigo sea real, y miedo de no estar a la altura ⎯admitió, con una honestidad que lo hizo sentir vulnerable⎯. Pero, aun así, estoy aquí, prometiéndote que no te lastimaré.
Martha lo miró, atrapada entre la duda y el deseo de creerle. Carlos acercó su rostro al de ella, mirándola con una intensidad que casi la hizo olvidar sus miedos.
⎯Te lo prometo, Martha que no te lastimaré ⎯susurró, dejando que la sinceridad en sus palabras llenara el espacio entre ambos⎯. Porque tú jamás me lastimarías a mí. ¿Por qué habría de pagarte con la misma moneda?
Martha sintió su corazón latir con fuerza, como si cada palabra de Carlos rompiera un poco más de la coraza que ella había construido alrededor de sus sentimientos. El miedo seguía ahí, latente, pero también estaba la tentación de confiar en él, de darle esa oportunidad que tanto pedía.
Carlos apoyó su frente sobre la de ella. Martha cerró los ojos.
⎯Entonces, ¿qué dices? ¿Me das esa oportunidad?
Martha se quedó en silencio, respirando entrecortada, sintiendo el peso de sus palabras y el latido acelerado de su corazón. Sabía que con esa promesa, ambos estaban cruzando una línea, y aunque el miedo seguía ahí, había algo en la mirada de Carlos que le decía que, esta vez, podía confiar en él.
⎯Solo por el verano ⎯contestó ella.
⎯Solo por el verano…
Ese solo por el verano me da miedo 🥺 miedo a que de verdad ambos salgan lastimados…
Ambos tienen miedo 😔 pero la valentía de Carlos al admitir que se siente así cuando siempre ha tenido la máscara puesta es admirable