-Actualidad / 13 años después –
“Solo por el verano.”
Esa frase retumbaba en la mente de Carlos, como un eco imposible de acallar. Salió de la exposición con una mezcla de incredulidad y dolor, una punzada profunda que le atravesaba el pecho. Allí estaba, con el corazón hecho pedazos, porque Martha —ahora conocida como María— no lo había reconocido. La mujer que había sido el amor de su vida, su confidente, su “para siempre” había pasado a su lado como si él fuera un extraño más, una sombra perdida entre las luces tenues de la galería.
Junto a él, Isabella dormía plácidamente, ignorante de la tormenta que se desataba en su interior. Su respiración suave y constante llenaba la habitación de un aire de calma que Carlos no podía absorber. Isabella, su prometida, la mujer que estaba a punto de convertirse en su esposa, descansaba sin imaginar el caos que lo consumía. Ella era todo lo que un hombre podría desear: hermosa, inteligente, leal… pero en este momento, su presencia no bastaba para llenar el vacío que Martha, su primer amor, había dejado tras esa breve y desoladora reunión.
“¿Cómo pudo olvidarme?” se pregunta una y otra vez, con la amargura haciendo eco en su mente. Después de todo lo que habían vivido juntos, ¿era realmente posible que para ella no significara nada?
Carlos se levanta de la cama con cuidado, intentando no despertar a Isabella. Sus pasos son sigilosos mientras se dirige hacia el salón, donde aún flotan las memorias de esa noche, los olores del vino y la madera, las imágenes de las pinturas, los recuerdos de Martha, de María, de ese pasado que ya no puede tocar.
Apoya las manos en la barandilla de la ventana y mira hacia la ciudad en calma. Solo por el verano, repite en silencio, recordando el acuerdo al que habían llegado hace tanto tiempo, cuando ambos eran jóvenes y la vida parecía tener caminos infinitos. Solo por el verano, porque entonces no creían necesitar nada más, solo esos días de luz y libertad en los que podían ser ellos mismos sin promesas ni compromisos.
El peso de los recuerdos lo envuelve, arrastrándolo de vuelta a ese verano donde todo parecía posible, donde él había encontrado una versión de sí mismo que jamás había conocido. Los días junto a Martha eran una mezcla de risas y besos robados, momentos de pura felicidad donde ambos se recostaban sobre la arena, bañados por la luz del sol y el sonido del mar. En esos días, Carlos se sentía completo, un hombre transformado por el amor y la aventura, alguien que no temía mirar hacia el futuro. Y, sobre todo, alguien profundamente enamorado.
Martha, con su belleza serena y su inteligencia fascinante, se había convertido en el centro de su universo. Le había enseñado a soñar, a imaginar una vida juntos fuera de esa isla que a veces parecía tan pequeña. Se prometieron que un día saldrían de allí, que harían una vida en una gran ciudad donde podrían ser libres. Hablaban de noches llenas de música y baile, de desayunos con vista a un parque, de un apartamento que compartirían en una ciudad donde nadie los conociera. Tantos planes, tantas esperanzas construidas juntos… planes que parecían sólidos, casi tan reales como sus promesas de amor eterno.
Pero toda esa fantasía se derrumbó el día que Martha no apareció en el lugar acordado. La noche había caído, y él había esperado, convencido de que cualquier minuto ella aparecería. Pero la isla estaba en silencio, y los minutos se convirtieron en horas, las horas en angustia, y finalmente en desesperación. Al día siguiente, su rostro apareció en un póster de desaparecida, y el mundo de Carlos se vino abajo.
El recuerdo de Jenny, la madre de Martha, llorando en la estación de policía, le devuelve una sensación de rabia contenida. La imagen de Jenny, con los ojos enrojecidos y las manos temblorosas mientras pedía respuestas, se había quedado grabada en su memoria. Los policías, con su indiferencia cansada, apenas se molestaban en escucharla. “Las desapariciones son comunes en verano,” le decían, como si aquello fuera normal, “se fue con algún extranjero. Luego vienen a reportarlas y aparecen al fin del verano”. Pero Jenny no lo aceptaba, y tampoco él. Ella había recorrido todos los rincones de la isla, buscando pistas, esperando encontrar algo, cualquier cosa que les devolviera a Martha.
Sin embargo, todo esfuerzo fue en vano. La desesperación de Jenny se transformó en resignación, y Carlos quedó con un vacío que decidió llenar con indiferencia y tristeza.
Ahora, la había encontrado, estaba viva. Era la esposa de un empresario millonario que la trataba como reina. ¿Cómo había podido abandonar así? Carlos aprieta los puños, sintiendo cómo la ira le sube a la garganta. La mujer que una vez fue su mundo, que había llenado sus días con amor y promesas, reaparece, como si nada, en un lugar y con un nombre que no tenían nada que ver con su pasado.
Había pasado de la sorpresa al enojo en menos de dos segundos.
⎯Y, ¿ahora me pides que trabaje para tu marido?, ¿cómo puedes? ⎯murmuró.
Máximo Castro era un empresario de renombre, alguien con tanto poder e influencia que cualquier proyecto para él era visto como un gran honor y una oportunidad inigualable en el mundo profesional. Hasta hacía poco, Carlos habría sentido esa misma emoción al pensar en un contrato tan importante. Pero ahora, después de reencontrarse con Martha, el honor de trabajar para Castro parecía más una tortura, una prueba de resistencia emocional que lo enfrentaba con el pasado que nunca logró superar.
Suspiró, mirándose en el reflejo de la ventana. Sabía que en pocas horas tendría que ir a la mansión de los Castro para desayunar con ellos. Una reunión para revisar detalles del proyecto que Máximo quería realizar, una oportunidad para entender sus expectativas y para que María, pudiera explicarle en detalle lo que deseaba. Pero él sabía que esa reunión iba a ser mucho más que eso. Sería una confrontación emocional, una batalla entre lo que alguna vez fue y lo que ahora existía frente a él, entre el amor pasado y la fría formalidad presente.
***
El reloj marcaba las nueve de la mañana, y el tiempo parecía acelerarse. Decidió darse un último vistazo en el espejo de la habitación. Su reflejo le mostraba un rostro serio, pero detrás de esa apariencia profesional había un hombre inseguro, herido y confundido. ¿Cómo enfrentaría a Martha? ¿Cómo resistiría las horas de esa reunión sin dejar que las emociones lo traicionaran? Cada pregunta parecía abrir una grieta más en su control, y cada grieta lo acercaba a ese punto de quiebre que intentaba evitar.
Cuando el reloj marcó las diez, Carlos tomó sus cosas y salió de la habitación. Su prometida se había ido al gimnasio, así que simplemente caminó hacia la recepción del hotel. Un automóvil esperaba por él.
⎯Buenos días ⎯saludó al chofer.
⎯Buenos días, señor Montenegro ⎯contestó el chofer.
Carlos se acomodó en el asiento trasero del auto, observando el paisaje pasar por la ventana. El silencio dentro del auto era tan denso que parecía amplificar cada pensamiento que cruzaba por su mente. La última vez que había estado en un auto conducido por un chofer había sido cuando todavía vivía bajo las expectativas y reglas estrictas de su padre.
Recordaba perfectamente el día en que le dijo a su padre que no quería seguir con la tradición familiar y convertirse en doctor, sino que quería ser arquitecto. La decepción en su rostro, el silencio sepulcral que había seguido a su declaración y, finalmente, la decisión de quitarle “ciertos privilegios”, como él lo había llamado, entre ellos el chofer, para “enseñarle a ganarse las cosas”.
Sin embargo, hoy estaba ahí, en el asiento trasero de un auto de lujo, siendo llevado como si aún fuera parte de esa vida que intentaba dejar atrás. Le resultaba irónico y, al mismo tiempo, incómodo. No le gustaba recordar esos días. Eran una mezcla de expectativas impuestas y sueños reprimidos. Pero ahora, su razón para estar en ese asiento era completamente distinta. No era su padre quien lo había enviado en este auto, sino su trabajo… y su reencuentro con Martha.
⎯Lo llevaré a la casa del señor Máximo ⎯dijo el chofer en tono profesional, rompiendo el hilo de sus pensamientos.
Carlos asintió con un leve “gracias”, sin decir nada más. Sin embargo, su mente empezó a girar en torno a esa frase. “La casa del señor Máximo”, pensó. ¿Dónde quedaba “la señora” en todo eso? ¿Era simplemente una figura decorativa en la vida de un hombre tan poderoso? ¿O acaso Martha, o mejor dicho, María, había encontrado en ese hombre algo que él, Carlos, no pudo darle?
La casa de Máximo estaba cada vez más cerca, y con cada kilómetro que avanzaban, Carlos sentía que el aire se volvía más pesado. Las memorias de aquel verano, los sentimientos que creía enterrados y la desilusión que lo había consumido en su juventud regresaban con fuerza, como si el pasado le estuviera reclamando su falta de cierre.
El paisaje comenzó a cambiar a medida que se acercaban a la residencia de los Castro. Las construcciones simples de la ciudad se transformaron en mansiones imponentes y bien cuidadas, con amplios jardines y entradas majestuosas. La casa de Máximo no era la excepción. En cuanto el auto giró por el camino de entrada, Carlos pudo ver la fachada elegante y moderna que dominaba el terreno, una muestra perfecta del poder y el buen gusto de los Castro.
El chofer detuvo el auto suavemente frente a la puerta principal y bajó para abrirle la puerta a Carlos. Al bajar del auto, sintió el sol de la mañana golpear su rostro y un aire fresco que no logró disipar la incomodidad en su pecho. Observó la entrada de la casa, intentando prepararse mentalmente para lo que estaba a punto de enfrentar.
⎯¿Necesita algo más, señor Montenegro? ⎯preguntó el chofer, en ese mismo tono cortés y neutral.
Carlos negó con la cabeza, ofreciéndole una sonrisa breve y cordial.
⎯No, gracias. Estoy bien ⎯respondió.
El chofer hizo una ligera inclinación de cabeza y se alejó, dejándolo solo frente a la puerta imponente de la mansión. Carlos se tomó un momento para respirar profundamente, cerrar los ojos y reunir la calma que sabía necesitaría en esta reunión.
Justo cuando estaba a punto de tocar la puerta, esta se abrió suavemente, revelando a uno de los empleados de la casa, quien lo recibió con una ligera reverencia.
⎯Señor Montenegro, bienvenido. La señora María lo espera en el salón ⎯informó el empleado, su voz apenas un susurro de formalidad.
Carlos sintió una punzada en el pecho al escuchar ese nombre. “La señora María.” Esa no era la Martha que él conoció, que él amó. Era una versión distinta, alguien que él ya no entendía, alguien que pertenecía a otro mundo y a otro hombre. Pero a pesar de ello, el simple hecho de escuchar su nombre, aunque fuera en esa nueva identidad, lo llenaba de emoción.
⎯Gracias ⎯respondió, manteniendo su rostro impasible mientras seguía al empleado por los pasillos de la casa.
A medida que avanzaban, Carlos no pudo evitar admirar la elegancia del lugar. Cada rincón estaba decorado con un estilo refinado, piezas de arte cuidadosamente seleccionadas, y una atención al detalle que solo alguien con un sentido estético agudo podría reconocer. Era evidente que Máximo Castro no escatimaba en lujos. Sin embargo, por más impresionante que fuera el lugar, Carlos se sentía atrapado en una especie de irrealidad, como si todo lo que lo rodeaba fuera solo un escenario montado para hacerle sentir que Martha realmente pertenecía a ese mundo.
Finalmente, llegaron al salón. Ahí estaba ella, sentada junto a una gran ventana que dejaba entrar la luz del sol, bañándola en un resplandor que la hacía ver aún más intocable, más lejana. María —Martha— levantó la vista al verlo entrar, y por un instante, sus ojos se encontraron. Fue solo un segundo, pero para Carlos, ese breve intercambio fue suficiente para sentir que, tal vez, en algún rincón de su ser, ella aún lo recordaba.
Sin embargo, su expresión era controlada, formal, y al instante siguiente, su mirada se volvió fría y profesional, como si él no fuera más que un arquitecto contratado para un trabajo.
⎯Carlos, buenos días. Gracias por venir ⎯saludó Martha, con una voz suave, pero distante.
Carlos asintió, respondiendo con un “buenos días” que intentó que sonara igual de frío. Pero en su interior, las emociones se arremolinaban, haciéndolo consciente de lo difícil que sería mantener esa fachada durante toda la reunión.
⎯¿Se le ofrece algo más, señora? ⎯preguntó el empleado.
⎯No gracias, Julio. Le pido que no me interrumpan y me avisen cuando llegue el señor.
⎯Sí, claro. ⎯Julio cerró la puerta y Martha se quedó en silencio. Sus ojos se posaron sobre Carlos, lo hacían con una intensidad tan grande que él, aunque cerrara los suyos podría seguir sintiéndola.
Carlos intentó mantenerse firme, contener el temblor en sus manos y el torrente de emociones que lo sacudía. La mujer que tenía frente a él, con las lágrimas deslizando por sus mejillas, era un recuerdo vivo y palpable de todo lo que había perdido, de los años que había pasado preguntándose qué había ocurrido. Todo el enojo, toda la rabia y la frustración que había albergado durante años parecían disiparse en la bruma de ese instante, como si el simple hecho de verla llorar borrara cada resentimiento que llevaba dentro.
Martha —o María, como se hacía llamar ahora— alzó su mano temblorosa, y al rozar su piel, el mundo de Carlos se detuvo. El roce era como un susurro del pasado, una conexión que aún vivía, enterrada en lo más profundo de sus recuerdos y de su alma. Sintió que cada célula de su cuerpo respondía a ese toque, como si su piel reconociera el amor que alguna vez compartieron.
⎯Eres… tú ⎯murmuró Martha, su voz apenas un hilo. Sus palabras flotaron en el aire, llenas de incredulidad y dolor, como si todavía no pudiera aceptar que aquel joven se encontraba frente a ella, tan cerca y tan ajeno al mismo tiempo.
Carlos sintió un nudo en la garganta, pero no era capaz de hablar. La miró a los ojos, buscando respuestas, tratando de entender cómo era posible que ella hubiera estado tan lejos, que se hubiera convertido en una sombra de lo que fue, en una persona que ya no podía reconocer del todo.
⎯Martha… ⎯susurró él, sin saber si ese nombre le pertenecía aún.
⎯Sí, soy yo ⎯repitió ella, asintiendo con la cabeza, su voz rota y temblorosa⎯. Tengo años que no escucho ese nombre. Me lo arrebataron… me quitaron todo lo que era, todo lo que soñábamos. Me convertí en alguien que ni siquiera reconozco al mirarme al espejo.
La intensidad del momento era abrumadora. Carlos sintió que el suelo se movía bajo sus pies, como si el peso de los años y las preguntas sin respuesta amenazaran con aplastarlo. Las palabras de Martha le llegaban como un eco de todo lo que alguna vez compartieron, de ese amor que ambos creyeron eterno y que el tiempo, el dolor y las circunstancias se habían encargado de destruir.
Los recuerdos invadieron a Martha de golpe. Las imágenes regresaron con una intensidad devastadora: la camioneta, el forcejeo, sus gritos de auxilio que se ahogaban en el vacío, la oscuridad que la envolvía. Aquella mañana había amanecido entre los brazos de Carlos, y esa misma noche se encontró sola en una bodega fría y sombría.
⎯Martha… ⎯la voz de Carlos rompió el silencio, preocupado, intentando asimilar lo que estaba sucediendo.
Martha, aún con lágrimas en los ojos, se giró rápidamente para secárselas, tratando de mantener el control. No había tiempo para dejarse llevar por las emociones.
⎯No tenemos mucho tiempo ⎯dijo con voz firme, aunque el temblor en sus manos la delataba⎯. Max llegará en dos horas, y no debe saber que nos conocemos.
Carlos la miró, confundido, intentando comprender lo que estaba insinuando.
⎯¿Cómo? ⎯preguntó, su voz reflejando el desconcierto.
⎯Si lo sabe, jamás me volverás a ver… ⎯susurró Martha, con una frialdad que ocultaba el miedo en sus palabras. Caminó hacia un cajón, lo abrió y sacó una cigarrera de plata. Con elegancia encendió un cigarro y le dio una larga bocanada, permitiendo que el humo le proporcionara una efímera calma⎯. Supongo que quieres respuestas.
Carlos asintió, su mirada cargada de dolor y una determinación feroz.
⎯Las quiero… ⎯dijo con firmeza.
Martha soltó una risa amarga y, tras exhalar el humo, lo miró con seriedad.
⎯No te va a gustar lo que escucharás ⎯advirtió⎯. Pero tengo que decírtelo. Tú necesitas respuestas y yo también…
⎯¿Qué respuestas necesitarías? ⎯preguntó Carlos, sin comprender nada.
Martha suspiró.
⎯¿Por qué alguien haría algo tan cruel como lo que me hizo a mí? ⎯Ella suspiró⎯¿Listo para un viaje al pasado? ⎯le pregunto. Carlos asintió con la cabeza.
Después de 13 años sin respuestas, al fin las encontraría.
Wooo!! No me esperaba esto.
Tantas historias tan buenas que cada una me tiene en ascuas y emocionada por leer más.
Todas tan excelentes y dignas de esperar por un nuevo capítulo.
Gracias Ana, esperaré los siguientes capítulos, por fa no tardes 😃🙏
Dios mío, que giro!!! Ya quiero leer lo que sigue!!!
Wow… Esto no lo esperaba