DANIEL 

-Más tarde-

⎯Llegamos, joven Daniel ⎯me avisa el chofer.

Vengo tan concentrado en mi iPad que he olvidado ver el camino. Mi mente está absorta en un documento que debía leer el fin de semana. La fiesta, sin embargo, fue suficiente distracción para que ni siquiera lo tocara, y ahora hago un esfuerzo sobrehumano para concentrarme y comprenderlo; aunque, para ser sincero, no sé si lo logre.

⎯Gracias ⎯contesto, guardando el iPad y sacando mi móvil para ver la hora. David aún no ha respondido mis mensajes; sospecho que mañana estará muy parlanchín en el ejercicio con Kristoff⎯. Vuelvo en unas horas.

⎯Claro que sí, joven Daniel ⎯responde el chofer con su habitual cortesía.

Hoy pasé la tarde en casa de mis padres. Estuve descansando un rato en mi antigua habitación, y hablé con ellos sobre la adopción de mi hermana. Este fin de semana viajarán fuera de Madrid para reunirse con una trabajadora social. Mi madre está tan emocionada que ya ha comenzado a comprar ropa de niña, aunque aún no conocen a la pequeña. Hoy me enseñó las bolsas llenas de tutús y faldas, pañaleros en tonos pastel y pequeños adornos para el cabello.

Me dio mucha ternura ver cómo mi padre la observaba, una suave sonrisa en su rostro. Es extraño… supongo que él solo quiere verla feliz, y verla así lo hace feliz a él también. A veces, me pregunto qué es lo que realmente lo hace feliz a él. Siempre ha sido el tipo de persona que encuentra su alegría en el bienestar de los demás, en el éxito de nuestra familia y en el amor de mi madre. Supongo que en algún momento nos lo dirá. 

Me bajo del auto y los nervios regresan a mí, tomando posesión de mi cuerpo como si fuera la primera vez que paso por esto. Me doy cuenta, con una claridad que me asusta un poco, que voy a cenar con alguien, y que esta cena prácticamente se siente como una cita. Es algo que me emociona y me inquieta a partes iguales, como si estuviera a punto de sumergirme en un territorio desconocido, uno que jamás exploré de verdad.

Mientras camino hacia el restaurante, un lugar que solía frecuentar con mis amigos antes de que “todo” pasara, me asalta un pensamiento que me detiene por un instante. Me doy cuenta de que, en realidad, nunca había tenido una cita antes. Al menos, no en el sentido pleno y honesto de la palabra. Nunca tuve la libertad de simplemente salir con alguien que me gustara sin el miedo de ser descubierto, sin la necesidad de ocultarme detrás de una fachada.

Con Raúl… nunca fue así. Jamás pudimos salir juntos a un restaurante y ser simplemente nosotros, en público, en una cita real. No podíamos darnos el lujo de compartir una cena bajo las luces tenues de un lugar como este, donde las miradas cómplices y las risas ligeras son parte del encanto de estar con alguien que te importa. Ni siquiera pudimos ir al cine o pasear como lo haría cualquier pareja normal. Siempre éramos “los mejores amigos,” el dúo inseparable, pero jamás más que eso a los ojos de los demás.

La única vez que intentamos tener una cita, la tensión de ser descubiertos nos desgastó tanto que terminó de la peor manera. Ni siquiera se puede considerar un recuerdo bonito. Más bien, es un recordatorio de lo que nunca pudimos ser, de lo que se quedó atrapado en el “qué hubiera pasado si…”.

Mientras avanzo hacia el restaurante, noto que esos viejos fantasmas aún me acompañan, a pesar de todo el tiempo que ha pasado. La situación con Raúl sucedió hace años, en una época en la que yo era más joven, inexperto y, por qué no decirlo, ingenuo. En aquel entonces, creía que el amor, en cualquiera de sus formas, debería poder vivirse sin miedo, pero pronto aprendí que no siempre es así. Aprendí, a golpes, que existen barreras y que a veces el mundo no está listo para aceptarnos como somos.

Los años me han dado algo de madurez y perspectiva, la capacidad de ver las cosas con un poco más de prudencia y serenidad. Pero aún así, cuando pienso en la posibilidad de estar en público con alguien de manera romántica, siento ese ligero temblor de nervios bajo la piel. Nunca supe lo que es ser libre en ese sentido, nunca experimenté el simple acto de que alguien te tome de la mano en medio de una multitud, o de recibir un beso robado en público, o cualquier muestra de cariño que para otros sería cotidiana. Siempre estuvo prohibido. Siempre fue algo que Raúl y yo tuvimos que esconder en la sombra.

No estoy diciendo que vaya a pasar algo así esta noche con Tazarte. No hay garantías de nada. Ni siquiera sé si él lo desea, si siente lo mismo. Pero… el solo hecho de pensarlo hace que algo en mi interior se mueva. Porque Tazarte no parece estar atado a esos temores que a mí me persiguen como sombras. Él parece más libre, más seguro de sí mismo. Camina con una confianza que me desarma y, aunque solo hemos compartido miradas y palabras, siento que él vive su verdad sin reservas.

Estoy seguro de que él no viene a esta cena con el mismo tipo de ansiedad que yo. No está preocupado, preguntándose si alguien lo verá o qué dirán los demás si descubren que es gay. No está cargando con el peso de un pasado que lo marcó de maneras que le cuesta superar. Yo, por otro lado, sigo luchando con esos traumas, esos recuerdos que me han enseñado a vivir con cautela, a evitar ciertos gestos, a mirar siempre a mi alrededor.

Suspiro, tratando de calmarme mientras me acerco al lugar de la cita. Me pregunto si algún día podré ser tan libre como él parece ser. ¿Podré algún día caminar de su mano, sin miedo, sin sentirme observado, sin temer al juicio de los demás?

⎯¡Ey, Daniel! ⎯escucho mi nombre y levanto la mirada. Gallardo, el dueño del restaurante, me ha visto desde lejos y, al parecer, se alegra sinceramente de verme. Su sonrisa es cálida y sus ojos reflejan una especie de nostalgia que, sin quererlo, me contagia.

Sonrío mientras me acerco a él, recordando los tiempos en que este lugar era mi segunda casa. Antes solía venir aquí dos veces a la semana. Casi puedo sentir como si el tiempo no hubiera pasado.

⎯Un gusto verte, Gallardo. ¿Cómo están Sandra y Teo? ⎯le pregunto, con la familiaridad de quien conoce a su familia como si fuera parte de la suya propia.

⎯Bien, bien, mi Teo ya está a punto de entrar a la secundaria ⎯me responde con una mezcla de orgullo y sorpresa, como si el tiempo hubiese pasado de repente⎯. Y Sandra, bueno, ya sabes, sigue aquí en la cocina. Si gustas, puedes entrar a saludarla. Sabes que aquí siempre eres bienvenido.

Sus palabras me hacen sonreír. Sin más, me acerco a él y lo abrazo. 

⎯Gracias, Gallardo. En serio, gracias ⎯le digo, sincero. 

Gallardo me observa con una sonrisa, recordando probablemente los tiempos difíciles que atravesó. Hace unos años, este restaurante estuvo a punto de desaparecer. La situación económica era complicada, y mantenerlo a flote se convirtió en una lucha diaria para él y su familia. Este lugar, que había sido una herencia familiar, una tradición que había pasado de generación en generación, parecía estar en peligro de ser solo un recuerdo.

Fue entonces cuando decidí intervenir, cuando supe que no podía dejar que un lugar tan especial, lleno de recuerdos y de historia, simplemente desapareciera. Moví algunos hilos, convencí a Cho para que invirtiera en el proyecto y logramos que el restaurante fuese declarado patrimonio de España. Ahora, Cho y Gallardo son socios, y el restaurante está más vivo que nunca.

⎯Dime que te quedas a cenar ⎯me dice Gallardo, con una mezcla de entusiasmo y hospitalidad en su voz.

⎯Sí. Invité a un amigo, así que por aquí estaré. Pasaré a saludar a Sandra en cuanto pueda ⎯respondo, sintiendo cómo una especie de tranquilidad se instala en mi pecho. Hay algo especial en volver a este lugar.

⎯¡Santino! ⎯Gallardo llama a su capitán de meseros, quien responde de inmediato⎯, la mejor mesa para el señor Ruiz de Con.

Le sonrío, agradecido. Después de darle unas palmadas en la espalda como gesto de aprecio, entro al restaurante y dejo que el ambiente me envuelva. Las notas de una guitarra española flotan en el aire, interpretadas por un músico al fondo que canta con una pasión desgarradora. 

El aroma de comida casera, ese inconfundible olor a guisos que llevan horas cocinándose a fuego lento, impregna cada rincón del restaurante. Puedo ver a varias familias sentadas, compartiendo risas, platos de comida humeante y miradas cómplices. Santino me guía hasta una mesa en el centro del lugar, algo que no esperaba. Por lo general, suelo escoger una mesa junto a la ventana o en algún rincón más apartado, donde puedo observar todo sin ser el centro de atención. Pero hoy me toca en medio, rodeado de conversaciones animadas y del murmullo de las copas brindando y los cubiertos chocando con los platos.

⎯Mi amigo se llama Tazarte. Si llega, indícale dónde estoy, aunque creo que desde la entrada podrá verme fácilmente ⎯le digo a Santino, quien asiente con una sonrisa amable.

Me acomodo en la mesa, sintiéndome extrañamente expuesto, pero al mismo tiempo… bien. Quizás esta sea una oportunidad para experimentar algo nuevo, para romper las barreras que he construido a lo largo de los años. Espero, mirando a mi alrededor, observando a las familias y parejas, y me encuentro sonriendo sin razón aparente. La música, el aroma, el ambiente… todo se siente familiar. 

Minutos después, la puerta del restaurante se abre, y ahí está Tazarte. En ese instante, todo parece suceder en cámara lenta. Lo primero que noto es su andar seguro, esa forma de moverse que parece decirle al mundo que él sabe exactamente quién es y hacia dónde va. Hay algo en su presencia que cautiva, algo magnético que hace que la gente a su alrededor lo mire sin siquiera darse cuenta.

Camina con la espalda recta y el mentón ligeramente en alto, no en un gesto arrogante, sino en uno de tranquila confianza. Cada paso que da parece tener un propósito, como si la energía misma del lugar se hubiese ajustado para adaptarse a su ritmo. Lleva una chaqueta ligera y una camisa de lino abierta en el cuello, lo suficientemente relajado como para que se note su autenticidad, pero elegante en su estilo, como alguien que sabe exactamente qué ponerse para cada ocasión sin esfuerzo alguno.

Mientras se acerca, el sonido de la guitarra española parece volverse más suave, casi imperceptible. Tazarte sonríe y esa sonrisa ilumina su rostro, irradiando una calidez que resulta contagiosa. Tiene una energía ligera, como si en su compañía todo fuera fácil y natural. No está preocupado por quién lo mira ni por cómo lo perciben. Es un hombre que se siente cómodo en su propia piel, que ha pasado por situaciones difíciles y ha aprendido a navegar entre ellas sin perder su esencia.

A medida que se acerca, sus ojos se encuentran con los míos, y en su mirada hay una chispa de emoción contenida, una especie de alegría serena que hace que mi corazón lata un poco más rápido. No necesito palabras para entender lo que transmite: seguridad, autenticidad y una genuina alegría por estar aquí, por estar conmigo.

Tazarte me dedica un pequeño gesto, una inclinación de la cabeza, y cuando finalmente llega a la mesa, me extiende la mano con un toque de familiaridad y calidez; nos saludamos. 

⎯¿Llevo mucho tiempo de retraso o justo a tiempo para la mejor parte? ⎯pregunta, su voz resonando como una mezcla perfecta de humor y sinceridad.

Río, y siento que todos mis nervios se desvanecen, como si él, simplemente con estar aquí, hubiera disipado cualquier sombra de inseguridad.

⎯Estás justo a tiempo, como siempre ⎯le respondo, sonriendo mientras le indico la silla frente a mí.

Él se sienta, se quita la chaqueta y la deja colgada en el respaldo de la silla. 

⎯Lo siento, la señorita de los bienes raíces me llamó. 

⎯¿Todavía no tienes casa? ⎯le pregunto, pidiéndole a la mesera que venga para pedirle algo de beber. 

⎯No. Al parecer, no hay pisos disponibles para mí. Supongo que mejor me das la suite del hotel Lafuente y la hago mi hogar. 

⎯¡Ja!, eso quisieras ⎯contesto con humor⎯. Ni siquiera yo tengo acceso a esa habitación. Los rumores dicen que está siempre reservada para el rey. 

Tazarte levanta la ceja y sonríe. 

⎯Me pregunto, ¿para qué quiere el rey dormir en un hotel si tiene un palacio en medio de Madrid y la Zarzuela? 

⎯Sí, ¿quién no querría quedarse en el Lafuente? ⎯le contesto, con un tono de orgullo en la voz⎯. Ya sabes lo que dice nuestro slogan. 

Tazarte me observa, expectante, como si quisiera escuchar de mis labios el famoso eslogan que siempre ha acompañado a nuestro hotel. Yo sonrío y hago una pausa dramática, como si estuviera contando un secreto, antes de recitarlo:

⎯”Lafuente: donde la realeza encuentra su descanso.”

Tazarte se ríe, y el sonido de su risa es contagioso, llenando el ambiente con una calidez inesperada.

⎯¿Tú has conocido al rey? ⎯pregunta, sus ojos brillando con un interés genuino.

⎯No, mis padres sí, mis abuelos… creo que mi tía Julie también. Pero nosotros, nada ⎯respondo, riendo un poco mientras recuerdo las historias familiares⎯. Aunque hubo un rumor una vez que David salía con una de las infantas.

Tazarte levanta las cejas, sorprendido y divertido.

⎯¡Vaya! Tu primo es todo un personaje. Se cuela en todos los niveles de la sociedad ⎯comenta con una sonrisa pícara⎯. Debo admitir que es demasiado guapo y bien parecido. Supongo que eso ayuda.

Me río, sacudiendo la cabeza.

⎯¿Estás diciendo que te atrae mi primo? ⎯pregunto, con una sonrisa traviesa, sabiendo que solo estoy bromeando.

Tazarte rueda los ojos con una expresión de diversión.

⎯Estoy diciendo que no estoy ciego y que sé reconocer cuando alguien es atractivo ⎯responde, cruzando los brazos y mirándome con un toque de desafío en sus ojos⎯. Pero no, no me atrae.

⎯¿Qué defecto le ves, entonces? ⎯inquiero, levantando una ceja, tratando de seguir la broma.

Tazarte se inclina hacia delante y, con una sonrisa segura, responde:

⎯Que es heterosexual.

No puedo evitarlo, suelto una carcajada tan fuerte que varios comensales del restaurante nos miran, sorprendidos por el estallido de risa que acabo de provocar.

En ese momento, la mesera se acerca a la mesa, y Tazarte la mira con esa elegancia natural suya.

⎯¿Un vino? ⎯me pregunta, con una sonrisa⎯. ¿No?

Sacudo la cabeza, recuperando el aliento de la risa.

⎯No puedo… mis medicamentos no me permiten alcohol ⎯le confieso, bajando un poco la voz.

Él asiente, con una sonrisa comprensiva en los labios, sin un atisbo de juicio.

⎯Entonces tráigame su mejor bebida sin alcohol ⎯le pide a la mesera, con una seriedad casi caballerosa.

Lo miro, un poco sorprendido por su gesto.

⎯Espera… tú puedes tomar vino ⎯le digo, recordándole que no tiene que abstenerse por mí.

Pero él simplemente niega con la cabeza, mirándome con esos ojos profundos y calmados.

⎯Hoy no. Esta noche, nos tomaremos algo especial, sin alcohol ⎯dice con una sonrisa sincera⎯. Creo que es mejor que todo lo disfrutemos. 

Le devuelvo la sonrisa, sintiendo cómo se va desvaneciendo cualquier nerviosismo que aún pudiera tener.

⎯Ahora, solo Daniel, ¿por qué elegiste este restaurante que parece el tiny desk de C. Tangana? ⎯pregunta, mirándome con esos ojos curiosos y brillantes.

Lo miro, un poco sorprendido.

⎯¿Te gusta C. Tangana? ⎯pregunto, bastante impresionado⎯. Es uno de mis cantantes favoritos.

Tazarte asiente, con una sonrisa pícara en los labios.

⎯Supongo que eso tenemos en común ⎯contesta, con un toque de complicidad en su tono.

Me río, sintiéndome más en confianza.

⎯Bueno, me gusta este lugar porque es tradicional ⎯digo, mirando alrededor y observando el ambiente acogedor del restaurante, las paredes adornadas con fotografías antiguas, el suave sonido de la guitarra española que llena el aire⎯. Y quería mostrarte que sé escoger buenos lugares y no solo un McDonald’s ⎯añado con una sonrisa.

Tazarte se inclina un poco hacia delante, apoyando los brazos en la mesa.

⎯Vaya, ¿así que este es tu sitio especial? ⎯pregunta con interés genuino⎯. No puedo decir que esperaba menos de ti, Daniel. 

Asiento, satisfecho de que lo note.

⎯Lo es. Conozco al dueño desde hace años, y sus hijos crecieron aquí, entre estas mesas y esta música. Es un espacio donde se respira historia, donde puedes sentir que cada plato, cada rincón, tiene una historia que contar ⎯respondo, sintiéndome emocionado de compartir este pequeño rincón de mi vida con él.

Tazarte me mira, y en sus ojos veo algo más, como si también estuviera descubriendo una nueva parte de mí. Este lugar no es lujoso ni pretencioso, pero tiene alma, y tal vez eso es lo que hace que esta cena sea más especial de lo que imaginé.

⎯Y, al parecer… ¿Solías cantar aquí? ⎯ pregunta. 

⎯¿Cómo? ⎯respondo, bastante sorprendido. 

Tazarte señala con una mirada una fotografía. Siento que el aire se congela por un instante. No recordaba que esa foto estuviera aquí, expuesta en el muro para que cualquiera pudiera verla. Es como si el pasado, que tanto me he esforzado en dejar atrás, decidiera materializarse de la forma inesperada, justo hoy en este lugar. 

⎯¿Estás bien? ⎯me pregunta Tazarte, con una mirada comprensiva, notando mi repentino cambio de expresión.

Trago saliva, desviando la mirada hacia la foto. Ahí estoy yo, con una sonrisa despreocupada, sosteniendo el micrófono, y a mi lado, Raúl, riéndose de algo que probablemente yo dije o canté. Es una imagen que me duele y me trae recuerdos agridulces, una mezcla de momentos felices y el dolor que vino después.

⎯No recordaba que esa foto seguía aquí ⎯murmuro, casi para mí mismo.

Tazarte me observa en silencio, esperando, dándome el espacio para continuar si así lo deseo. Es una de las cosas que me gustan de él; nunca me presiona, siempre sabe cuándo quedarse en calma y darme la libertad para abrirme.

⎯Solía venir aquí con mis amigos… y cantar algunas canciones ⎯digo, con una sonrisa nostálgica⎯. Fue en una época buena.

Tazarte asiente, sin apartar la mirada de mí.

⎯¿Y qué pasó después? ⎯pregunta en voz baja, con suavidad, como si temiera romper el delicado equilibrio de la conversación.

Suspiro, dejando que mis pensamientos se hundan en los recuerdos.

⎯Después… todo cambió. No solo dejé de cantar aquí; dejé de cantar en general. Dejé de… de ser yo. 

Tazarte me observa con una mezcla de empatía y ternura en sus ojos. Su mano descansa sobre la mesa, cerca de la mía, como si quisiera ofrecerme su apoyo sin invadir mi espacio.

⎯Quizás… es hora de recuperar eso que perdiste ⎯dice, en voz baja, con una seguridad que me desarma⎯. Tal vez esta cena no sea solo para redescubrir este lugar, sino también para que redescubras una parte de ti mismo.

Lo miro, sintiendo una mezcla de miedo y alivio. Tal vez tenga razón. Quizás sea momento de recuperar las piezas que dejé atrás, de enfrentar los fantasmas del pasado, y continuar. 

Me río nerviosamente, intentando aliviar la tensión.

 ⎯No me hagas cantar ahora, ¿eh? ⎯bromeo, medio en serio, medio en broma.

Tazarte sonríe, esa sonrisa suya que ilumina toda la habitación.

⎯Entonces, ¿cancelo al guitarrista? ⎯me pregunta. 

Comprendo que es una broma y me río bajito. 

⎯Sí, por favor. No quisiera hacer el ridículo. 

En ese momento nos traen una jarra con una mezcla de limón, hierbabuena y jengibre, con muchos hielos. Tazarte me sirve un vaso, luego se sirve uno él y levanta el vaso. 

⎯Brindemos ⎯me pide. 

⎯¿Por qué? ⎯pregunto, porque en realidad no siento que haya algo porqué brindar. 

⎯Porque es domingo, somos jóvenes y estamos aquí, ¿por qué más? ⎯me dice⎯. La vida es un instante, Daniel, no necesitas un momento especial para brindar. 

Tazarte me observa, con esa chispa en los ojos que parece retar al mundo entero. Levanta su vaso y me mira con intensidad, esperando a que haga lo mismo. Siento que sus palabras llevan algo más, como si fueran una invitación a soltarme, a dejar de pensar tanto y simplemente… vivir.

Levanto mi vaso, imitando su gesto, y sonrío, aunque todavía un poco incrédulo.

⎯Por el instante, entonces ⎯murmuro, sintiendo la frescura de la bebida que tengo en la mano. La mezcla de limón, hierbabuena y jengibre desprende un aroma refrescante que me llena los sentidos.

Tazarte asiente, satisfecho, y nuestros vasos se encuentran en un suave tintineo.

⎯Por el instante ⎯responde con su voz grave, mirando directamente a mis ojos.

Doy un sorbo y dejo que el frescor de la bebida invada mi boca. Por un momento, todo en el restaurante parece desvanecerse. El sonido del guitarrista tocando suavemente, las conversaciones bajas de las otras mesas, las risas lejanas… Todo se convierte en un murmullo de fondo, mientras me pierdo en la intensidad de la mirada de Tazarte.

Él no parece necesitar palabras. Con solo una mirada me transmite esa seguridad, esa valentía para vivir el momento, para no seguir escapando.

⎯¿Sabes? Tienes razón ⎯admito finalmente, dejando que una pequeña sonrisa se dibuje en mis labios⎯. A veces nos pasamos tanto tiempo esperando el momento perfecto, que nos olvidamos de disfrutar los imperfectos.

Tazarte inclina ligeramente la cabeza, sin apartar la mirada.

⎯Exactamente. Y créeme, los momentos más imperfectos suelen ser los que más significan. ⎯Se lleva el vaso a los labios y da otro sorbo, como si estuviera brindando nuevamente en silencio, en un brindis solo para él⎯. Hoy estamos aquí, ahora. Eso es lo único que realmente importa.

La simplicidad de sus palabras me desarma. Sin planearlo, sin pensar demasiado, me encuentro relajándome más, dejándome llevar por la energía que él proyecta. Por primera vez en mucho tiempo, me siento presente. Realmente aquí.

***

Mientras seguimos conversando, Tazarte, con esa sonrisa traviesa que ya se le ha vuelto característica, decide contarme una de sus tantas anécdotas de la escuela de música.

⎯A ver, esta te va a gustar ⎯comienza, apoyándose cómodamente en la silla mientras sus ojos se iluminan, claramente disfrutando el recordar⎯. Era mi segundo año en el conservatorio. En esa época, tenía un compañero llamado Julián, un tipo que era un prodigio con el violín, pero era… digamos… un desastre en todo lo demás. Siempre llegaba tarde, siempre olvidaba las partituras, y lo peor es que tenía una manía con dormir hasta el último segundo. Su despertador era el enemigo público número uno para él.

Sonrío, ya esperando algún giro gracioso en la historia.

⎯Bueno, un día teníamos un concierto importante, de esos donde vienen profesores, críticos y hasta los futuros mecenas, y todos sabíamos que era clave no arruinarlo. Nos íbamos a presentar en el auditorio principal, y para Julián, como siempre, el plan era “dormir diez minutos más”. Así que, sin decirle nada, todos sus compañeros nos pusimos de acuerdo para adelantar los relojes en el conservatorio. Adelantamos todos los relojes unos cuarenta minutos, y cuando Julián llegó corriendo, sudando, y con esa cara de susto… todos nos pusimos a fingir que ya habíamos terminado el ensayo general.

Me río mientras lo imagino, y Tazarte sonríe de satisfacción antes de continuar.

⎯El pobre pensó que se había perdido todo. Lo mejor de todo es que comenzó a pedir disculpas como loco y a hacer promesas de que jamás volvería a dormirse… Pero lo más gracioso fue que empezó a tocar solo, en el escenario, como para “redimirse” frente a los profesores que, por supuesto, no estaban ahí. Así que lo dejamos tocar solo, pensando que era la última vez que se iba a presentar en la vida. Estaba tan concentrado, tan metido en su música… y nosotros, claro, muertos de risa.

Me echo a reír con él, visualizando la escena. Tazarte continúa, con una risa en los labios.

⎯Al final, cuando le dijimos la verdad, se quedó tan impactado que no sabía si reír o matarnos a todos. A partir de ese día, nunca volvió a confiar en los relojes del conservatorio. Incluso, hubo una vez que llevó su propio reloj, como si de verdad creyera que alguien podría volver a hacerle la broma. Lo que no sabía es que un compañero suyo le adelantaba la alarma cuando no estaba mirando.

⎯¡Pobre Julián! ⎯comento entre risas⎯. Eso fue cruel.

⎯Pero efectivo, ¿eh? Porque desde entonces, no volvió a llegar tarde a un concierto. Bueno… al menos no mientras estaba en el conservatorio ⎯Tazarte se ríe, sacudiendo la cabeza con cariño, como si recordara a un viejo amigo al que no ha visto en años.

La historia me ha dejado riendo a carcajadas, sin importarme que la gente alrededor voltee a verme con curiosidad. Ha sido tanto el gusto de escuchar a Tazarte que ni siquiera me percato del tiempo. Para él, estas anécdotas parecen simplemente recuerdos de su vida, pero para mí, son ventanas hacia el mundo en el que vive, ese mundo apasionante de la música y las relaciones que ha formado en el camino.

Me doy cuenta de que Tazarte tiene un don para contar historias, para transportarme a esos momentos de su vida con una facilidad increíble. Es un excelente narrador, sabe dónde poner el énfasis y cómo mantener el suspenso, hasta el punto en que cada detalle de su relato parece cobrar vida frente a mis ojos.

⎯Deberías ser escritor; tienes potencial ⎯le comento con una sonrisa.

⎯¿Crees? ¿Tu padre querrá darme algunas clases? ⎯me pregunta, con una chispa de humor en sus ojos.

⎯Tal vez… ⎯respondo, manteniendo el tono ligero.

⎯¿Qué se siente? ⎯pregunta de pronto, y su tono cambia, volviéndose más curioso, más profundo.

⎯¿Qué cosa? ⎯le miro, intrigado.

⎯Crecer con un padre escritor, una madre prima ballerina y un genio del piano como Héctor ⎯dice, como si tratara de descifrar un enigma.

Suelto una risa ligera y trato de poner mis pensamientos en orden.

⎯Bueno… yo soy un genio de las matemáticas ⎯bromeo, encogiéndome de hombros⎯. Así que no la pasé tan mal. Fue… cultural ⎯digo, reflexionando mientras busco la mejor palabra.

⎯¿Cultural? ⎯repite, arqueando una ceja con curiosidad.

⎯Mi casa siempre estaba rodeada de libros, de música de concierto. Mi madre nos llevaba a la academia todas las tardes. Tenía una clase de ballet, pero no era lo mío; después me sentaba a hacer mi tarea mientras ella daba clases. En aquel entonces, mi padre era presidente de la fundación, así que solía llegar tarde a casa. A veces íbamos a comer con él a la fundación… era casi como vivir en un museo de arte viviente.

Tazarte me observa con una expresión suave y curiosa en su rostro, realmente interesado en cada palabra. Su atención me da la libertad de compartir estos detalles que rara vez revelo. Con él, siento que puedo mostrarle esas partes de mí que pocos conocen.

⎯Vaya, suena como algo sacado de una novela ⎯me dice, apoyando su barbilla en la mano mientras me observa atentamente⎯. ¿Te gustaba el ballet?

Río un poco, negando con la cabeza.

⎯No, en realidad no. Intenté un par de clases porque mi madre insistió, pero nunca fui bueno en ello. Sin embargo, siempre me encantó verla bailar; había una gracia y una fuerza en sus movimientos que me fascinaban. Y luego estaba Héctor, un genio en el piano. A veces me daba una mezcla de orgullo y… quizás un poco de celos verlo tocar, porque yo jamás tuve esa habilidad natural para la música. Era como si todos en mi familia estuvieran destinados a ser artistas, y yo… bueno, yo prefería los números y las fórmulas.

Tazarte sonríe y asiente, como si realmente comprendiera lo que trato de expresar.

⎯¿Y las matemáticas? ⎯pregunta, con un brillo divertido en los ojos⎯. ¿Alguna vez te sentiste como el “raro” de la familia por no dedicarte al arte?

Me encojo de hombros, intentando dar con las palabras adecuadas.

⎯Supongo que al principio, sí. Siempre sentí que había algo en mí que no encajaba en el molde de mi familia. Mis padres, mis hermanos… todos tenían una inclinación natural hacia el arte, y yo no. Pero luego me di cuenta de que las matemáticas también tienen una forma de arte. Tal vez no en el mismo sentido que un libro, un ballet o una sinfonía, pero… las matemáticas tienen su propia belleza. Hay algo increíble en la perfección de una fórmula bien planteada o en la simetría de una ecuación.

Tazarte se inclina un poco hacia mí, y en su mirada veo algo más que simple interés; hay admiración, una calidez que me hace sentir valorado de una manera que pocas veces experimento.

⎯Eso me parece fascinante ⎯dice, sus ojos fijos en los míos⎯. Porque, a pesar de esa diferencia, parece que tu familia te inculcó un profundo respeto por el arte, y eso se nota en cada cosa que dices. No sé, Daniel… creo que llevas el arte dentro, pero expresado en un lenguaje distinto. Y eso es tan poderoso como cualquier otra forma de creatividad.

Su comentario me toma por sorpresa y, de alguna forma, me conmueve. Nunca lo había pensado así, pero tal vez tiene razón. Quizás el amor por el arte y la creatividad siempre ha estado en mí, solo que en un idioma diferente al de mi familia.

⎯¿Crees que por eso me gusta tanto la música? ⎯pregunto, en un tono suave, casi inseguro.

Tazarte me sonríe, y su sonrisa ilumina la habitación.

⎯Creo que, en el fondo, eres tan artista como ellos. Solo que tus herramientas son distintas ⎯responde con sinceridad⎯. Tal vez por eso nos entendemos tan bien… hay algo en ti que conecta con el arte, aunque lo veas de otra manera. Y eso, Daniel, también es ser artista.

Río, y por un momento todas las inseguridades y expectativas se desvanecen.

⎯¿Sabes? ⎯digo después de un rato, con una sonrisa sincera⎯. Nunca había hablado tanto sobre mi familia con alguien fuera de ellos.

⎯Eso es un honor ⎯contesta Tazarte, con una sonrisa en los labios y una chispa en sus ojos⎯. Ahora que lo pienso, si sabes cantar…

⎯No, yo canto como en el karaoke, no como profesión ⎯respondo rápidamente, levantando las manos como si me defendiera. Él se ríe, con esa risa cálida y contagiosa que he empezado a apreciar tanto.

⎯Entonces, ¿eres el rey del karaoke? ⎯pregunta, aún divertido.

⎯Lo soy… aunque Moríns me gana. Ese hombre, para callarlo, hay que sedarlo ⎯contesto entre risas, recordando las interminables noches de karaoke en las que Moríns se convertía en el centro de atención, siempre desafinando pero disfrutándolo como nadie.

Tazarte se ríe con ganas, genuinamente divertido. Me doy cuenta de que no es solo una broma para él; parece que realmente está disfrutando de la conversación, de conocer esos pequeños detalles de mi vida que, hasta ahora, no compartía con nadie más. Me siento cómodo, relajado, como si fuera lo más natural del mundo abrirme de esta manera.

Justo en ese momento, el mesero se acerca, interrumpiendo el momento.

⎯¿Señor? ⎯me dice con una sonrisa amable, notando la complicidad en nuestra mesa⎯. ¿Ordenarán algo más? Estamos a punto de cerrar la cocina.

Parpadeo, confundido por un segundo, y luego miro mi reloj. Mis ojos se agrandan al ver la hora: casi medianoche. El tiempo se me ha pasado volando, y ni siquiera me había dado cuenta de lo tarde que era.

⎯¿Cómo? ⎯digo, incrédulo, mientras Tazarte sonríe, claramente divertido por mi reacción.

⎯No, no… estamos bien, gracias ⎯le respondo al mesero, esbozando una sonrisa de disculpa.

⎯De acuerdo. Avísenme si necesitan algo más ⎯dice el mesero antes de retirarse con una leve inclinación de cabeza.

Nos quedamos en silencio por un momento, ambos procesando el hecho de que hemos pasado horas hablando, riendo y compartiendo historias. Miro a Tazarte y noto cómo el reflejo tenue de las luces del restaurante ilumina su rostro de una manera que resalta su sonrisa y el brillo en sus ojos. Me doy cuenta de que no quiero que la noche termine, de que quiero quedarme aquí, en esta burbuja de tranquilidad y complicidad, un poco más.

⎯Supongo que deberíamos irnos… ⎯digo, aunque mi tono suena indeciso.

⎯Sí… supongo que sí ⎯responde Tazarte, pero tampoco parece muy convencido. Nos miramos por un instante, en ese tipo de silencio que no necesita palabras, donde todo se entiende sin decir nada.

Nos levantamos lentamente, ambos conscientes de que la noche ha sido más que solo una cena. Ha sido una conexión, un descubrimiento. Caminamos hacia la salida y, al llegar a la puerta, Tazarte se detiene y me mira.

⎯Daniel… gracias por esta noche. Ha sido… especial ⎯dice, sus palabras cargadas de sinceridad.

⎯Gracias a ti ⎯respondo, sintiendo un calor en el pecho que no había sentido en mucho tiempo⎯. De verdad, hacía años que no disfrutaba tanto una noche así.

Mientras estamos de pie afuera del restaurante, bajo la suave luz de las farolas de la calle, nos quedamos en silencio por un momento. No hay prisa por despedirnos, y la noche, con su calma y su frescura, parece envolverse alrededor de nosotros, como si también se negara a dar por terminada esta conexión.

Tazarte se inclina un poco hacia mí, su mirada fija en mis ojos, y siento que el tiempo se ralentiza. Su mano se levanta, y por un instante creo que va a tocar mi rostro, que va a borrar la distancia entre nosotros. Pero en lugar de eso, solo roza una hebra de cabello que se había caído en mi frente y la coloca de vuelta en su lugar, con un gesto suave y delicado que me hace contener la respiración.

⎯Deberíamos hacerlo de nuevo ⎯murmura, su voz baja y ronca, con una promesa implícita en cada palabra.

Asiento, incapaz de decir mucho más, atrapado en la intensidad de su mirada.

⎯Me encantaría ⎯respondo, sintiendo que mi voz apenas sale en un susurro.

La cercanía entre nosotros es electrizante, pero ninguno da el paso final. No hace falta. En vez de eso, Tazarte me sonríe con esa mezcla de calidez y picardía que lo caracteriza, y sé que está dejando el momento en el aire, una promesa sin palabras que ambos comprendemos.

⎯Buenas noches, Daniel ⎯dice, finalmente, retrocediendo un paso, aunque su mirada sigue anclada en la mía.

⎯Buenas noches, Tazarte.

Y así, nos alejamos, cada uno por su camino, pero con una sonrisa en el rostro y el recuerdo de esa conexión flotando en el aire. Es una despedida que no parece realmente un final, sino el comienzo de algo más, algo que ha quedado en suspenso, esperando el momento adecuado para desatarse.

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