DANIEL

Tenía mucho tiempo que no salía de la ciudad a un fin de semana en el campo. Antes, solíamos irnos todos a Ibiza y pasarlo en la playa. Desde mi “evento,” eso disminuyó. Incluso, terminé limitando la convivencia con mi familia al grado que dejé de ir.

Hoy, al parecer, es momento de redimirme. David irá, Héctor irá, Jo y Jon irán, y Tazarte lo hará. Será un viaje diferente.

Mis padres también harán un viaje similar con mis tíos, solo que a otra parte del país. Irán a una casa hogar a conocer a la que posiblemente será mi hermana.

Mi madre se encuentra nerviosa. Ayer lo mencionó mientras hacía las maletas. Le preguntó a mi padre si no la consideraba muy vieja para ser madre de una niña pequeña. Como siempre, él le contestó con humor y ternura. Le dijo que, en la juventud como en la vejez, nunca se está preparado para ser padre; ambos se rieron.

Así que ahora, ellos van en camino hacia su destino, y yo al mío. Debo confesar que me siento diferente, con un “algo” nuevo en mí. No sé cuánto tiempo vaya a durar, pero espero que sea por mucho y que se quede; ojalá fuera para siempre.

Al parecer, por ahora, mi único problema es Bart. Desde que le dije que me besé con Sebastián, me dejó de hablar. Le he enviado mensajes, marcado y no hay respuesta. Supongo que averiguaré qué sucede a mi regreso.

Reviso con precisión mi maleta, asegurándome de que no falte nada. La emoción de salir por un fin de semana al campo, lejos de la rutina y de la presión del día a día, me llena de una mezcla de anticipación y tranquilidad. Sin embargo, mientras doblo cuidadosamente una camisa, el timbre de mi puerta suena.

Al abrir, me encuentro con Héctor de pie, sosteniendo una maleta en una mano y luciendo una expresión algo apagada.

—¿Puedo dejar mi móvil aquí? —me pregunta, sin siquiera un saludo.

Levanto una ceja y cruzo los brazos, fingiendo indignación.

—Un “buenos días” no hace daño, ¿sabes?

—Lo siento. Buenos días, ¿puedo dejar mi móvil aquí? —repite, esta vez con un tono más formal y una ligera sonrisa de disculpa.

Antes de que pueda decir algo más, noto cómo la pantalla del móvil que sostiene se enciende. El nombre “Angélica” aparece en la pantalla, iluminando el dispositivo. Héctor suspira, lo apaga rápidamente y lo coloca sobre la barra de la cocina.

—Solo quiero paz —dice, su voz cargada de frustración y algo más que no logro identificar de inmediato.

Me apoyo contra la barra, observándolo.

—¿No crees que es más fácil terminar la relación que dejar el móvil aquí y darlo por perdido? Digo, parece más barato y menos complicado.

Héctor se ríe sin humor, negando con la cabeza mientras se pasa una mano por el cabello.

—Créeme, lo he intentado. Simplemente no puedo. Me tiene atrapado.

Hay algo en su tono que me desarma. Lo dice con melancolía, casi resignado, como si estuviera aceptando una realidad de la que no puede escapar. Y sí, lo entiendo. Más de lo que quisiera admitir. Por un instante, mi mente viaja a Raúl, a todas esas veces en las que quise terminar todo, pero no podía. Siempre había algo, alguna excusa, alguna palabra suya que me convencía de quedarme.

—Bueno, disfrutemos este fin de semana y relajémonos —le propongo, intentando cambiar el tono de la conversación.

Héctor sonríe, pero hay algo en sus ojos que todavía parece cansado. Sin embargo, para mi sorpresa, se acerca y me da un abrazo. No es un gesto común entre nosotros, al menos no últimamente, pero lo recibo con gratitud.

—Me alegra tener a mi hermano de regreso —confiesa, su voz quebrándose un poco—. Te juro que pensé que te perdería.

Por un momento, no sé qué decir. Simplemente lo abrazo con más fuerza, como si con ese gesto pudiera asegurarle que nunca lo dejaré.

—Jamás me perderás —le digo finalmente, con sinceridad—. Menos ahora que seremos hermanos de nuevo. Y no te salvas de cambiar pañales.

Héctor se ríe, pero el sonido está cargado de emoción.

—Lo sé —responde, pero cuando su voz se apaga, siento algo diferente. Me aparto ligeramente y noto que tiene los ojos llenos de lágrimas.

—¿Todo bien? —pregunto, preocupado.

Él asiente rápidamente, secándose los ojos con la manga de su camisa.

—Sí, solo me agarró el sentimiento, supongo.

Desarrollo del capítulo

l timbre suena una vez más, y al abrir la puerta veo a Jon, con esa altura imponente, en el umbral de la puerta. Todos en mi familia somos altos. David mide 1.95, yo 1.90, Héctor 1.96, pero Jon… él es tan alto que hace ver a mi hermano chaparro. En la familia bromeamos que Jon se llevó la altura que le hace falta a Jo. Ella mide 1.60, pero esa estatura le juega a su favor en el patinaje sobre hielo.

—Hello, hello —saluda con su característico acento británico.

—Pensé que nos esperarían abajo —comento, notando que Jon parece más animado de lo normal.

—Jo quería asegurarse de que no te arrepientas —responde, mientras entra y echa un vistazo alrededor de mi sala, como si estuviera buscando algo.

Suspiro, sabiendo que con Jo nunca hay movimientos sin una agenda oculta.

—¿Por qué habría de arrepentirme?

Jon no responde de inmediato. En lugar de eso, camina hacia mi maleta y la levanta sin esfuerzo, cargándola como si fuera una pluma.

—Es mejor hablar abajo —dice finalmente, comenzando a caminar hacia la puerta.

—¿Por qué? —pregunto, cruzando los brazos mientras lo sigo por el pasillo.

Él no responde, y eso me pone un poco nervioso. Jon no es del tipo de personas que evita las respuestas, a menos que sea algo realmente incómodo. Camino detrás de él, asegurándome de cerrar la puerta de mi departamento, y seguimos en silencio hasta el recibidor.

Cuando llegamos al vestíbulo, todo cobra sentido. Ahí, de pie junto a Jo, está Sebastián, luciendo tan impecable como siempre, con ese aire de confianza que parece atraer todas las miradas hacia él. Lleva una maleta pequeña y un abrigo elegante que no parece ser adecuado para un fin de semana en el campo, pero claramente eso no lo preocupa. Mi respiración se detiene por un segundo, y la incomodidad se instala en mi pecho.

—¿Qué sucede? —pregunto, aunque ya tengo una idea de que esto no será nada bueno.

Jon se cruza de brazos, mirando hacia Jo como si quisiera culparla de todo, pero antes de que pueda decir algo, es ella quien rompe el silencio.

—Al parecer… la casa donde nos hospedaremos es de él —dice Jo, con un tono despreocupado que no coincide con la situación.

Miro a Sebastián, quien me lanza una sonrisa que podría derretir hasta el hielo más frío.

—¡Sorpresa! —dice, abriendo los brazos con un gesto teatral—. ¿No es maravilloso? Pensé que podría unirme al viaje, y bueno, ¿qué mejor manera que ofrecer mi casa para que todos estemos cómodos?

La palabra “maravilloso” queda resonando en mi mente mientras trato de procesar lo que acaba de decir. Esto no estaba en mis planes, y ciertamente no en los de Tazarte.

—¿Esto es una broma? —pregunto, mirando primero a Jo y luego a Jon, quien simplemente levanta las manos en señal de que él no tuvo nada que ver.

—No, no lo es —responde Sebastián, con esa sonrisa suya que nunca desaparece—. Karl mencionó que iban a ir al campo, y pensé, ¿por qué no? Mi casa es espaciosa, tranquila y perfecta para un fin de semana relajado.

—Relajado, claro… —murmuro, con una sonrisa tranquila. 

Jo da un paso hacia mí y me susurra al oído:

—Es mejor no discutirlo ahora. Ya estamos aquí, y no queremos que las cosas se pongan incómodas… más de lo que ya están.

Jo no está tan de acuerdo con la idea. Incluso puedo decir que está molesta. Sin embargo, Sebastián sonríe, como si esto hubiese salido tal y como él lo planeó. Su porte y confianza parecen inquebrantables, lo cual, si soy sincero, comienza a irritarme un poco.

—¿Sabes que no solo iremos nosotros? —le comento, intentando ubicarlo de una vez—. Irán como once niños con nosotros.

Sebastián mantiene su sonrisa perfecta, como si nada de lo que le dijera pudiera arruinar su día.

—¡Niños! Me encantan los niños… son el futuro —responde con entusiasmo.

Antes de que pueda procesar lo que acaba de decir, Jo interviene.

—¡Vaya, lo que hay que decir para fo…!

—Mejor nos vamos —interrumpe Jon rápidamente, colocando una mano en el hombro de Jo para calmarla. Aunque su tono es ligero, la tensión en su rostro es evidente. Sabe perfectamente que esta situación puede explotar en cualquier momento.

Jon toma el control de la logística como siempre. Es el tipo de persona que sabe cómo poner orden en el caos.

—David llevará su auto, Héctor irá con ellos, Tazarte se irá con Daniel y Sebastián —indica Jon con un tono firme, dejando claro que esa será la distribución.

Todos comienzan a moverse, recogiendo maletas y dirigiéndose hacia los autos. Yo observo a Héctor, quien parece tan incómodo como yo. Se acerca y me susurra al oído:

—¿Disfrutemos y relajémonos? No lo creo.

Me río un poco, porque sé que tiene toda la razón. La mezcla de personalidades en este viaje promete ser todo menos relajante.

Cuando llegamos a la última parada antes del destino final, puedo ver que hay otra persona que se ha unido al viaje: Valentina de la Torre. Su llegada no me sorprendió demasiado; últimamente ella ha comenzado a convivir más con la familia. 

Gracias a su presencia, mi hermano Héctor pudo pasarse a nuestro auto, y ahora éramos cuatro en lugar de tres. El viaje a la casa de campo, sin embargo, fue incómodo, no hay otra palabra para describirlo. Héctor y Tazarte se instalaron en la parte de atrás y comenzaron a hablar sobre música, conciertos e instrumentos. Aunque la conversación no estaba dirigida a mí, debo confesar que escuchar a Tazarte hablar de su profesión fue sorprendentemente entretenido. Incluso inspirador.

La manera en que mueve las manos, con esos largos dedos que parecen diseñados para la música, para explicar las melodías, es… hipnotizante. Mis ojos apenas podían apartarse de él desde el asiento del copiloto. Cada movimiento suyo parecía cargado de pasión y precisión.

Sebastián, mientras tanto, estaba concentrado en el camino. La radio reproducía un audiolibro en holandés, algo que honestamente no entendía, pero que no evitó que Sebastián comenzara a hablar sobre fotografía. Su manera de explicar era elocuente, convincente, incluso fascinante. Ya había escuchado a Alegra hablar sobre el tema, pero juro que nunca de esa manera. Fue una conversación que, sorprendentemente, disfruté, aunque también sentí que estaba siendo evaluado constantemente bajo su mirada aguda.

Cuando Héctor finalmente se quedó dormido, el resto del viaje fue en silencio. Había tanto que decir, tantas palabras que flotaban en el aire entre nosotros tres, pero no era el momento. La tensión entre Tazarte y Sebastián era evidente, y yo me sentía atrapado en medio de esa energía cargada que no sabía cómo disipar. Por fin, llegamos.

Lo primero que hago es bajarme del auto y respirar profundamente el aire puro del campo. Lo logré. Pensé que no podría sobrevivir en este viaje, pero aquí estoy. Los niños salen corriendo del otro auto y se dirigen directamente a los juegos que hay en el enorme patio. Jo y Jon bajan también, seguidos de los demás adultos, y pronto todos estamos reunidos frente a la casa.

—Muy bien, son cinco habitaciones —anuncia Jon, tomando el liderazgo natural del grupo—. La más grande será para los niños, como acordamos. Ahora, la repartición: Jo y Valentina compartirán una.

Jo no dice nada, pero la expresión de Valentina parece mostrar cierto alivio ante la decisión. Jon continúa.

—La habitación más cercana a los niños será para quienes se encarguen de cuidarlos.

—¡El tío David! —gritan al unísono los niños, señalando con entusiasmo hacia David, quien sonríe con una mezcla de resignación y ternura.

—Y el tío Jon —añade Mena, con seguridad—. Porque está entrenado en 27 formas de combate, siendo su mirada la más mortal.

Todos soltamos una carcajada, pero Jo no pierde la oportunidad de darle un golpe amistoso en el abdomen a su hermano Jon, como si le reprochara haber compartido esa información con los niños.

—Sorry, se me salió —dice Jon, encogiéndose de hombros con una sonrisa.

—Eso deja a Tazarte, Héctor, Daniel y Sebastián sin pareja —añade Jo, mirando al grupo restante con una expresión traviesa que ya me pone en alerta.

De inmediato, Tazarte, Sebastián y yo nos miramos entre nosotros. La incomodidad sigue presente, como si nos hubiésemos llevado el ambiente tenso del auto hasta aquí.

—¿Qué hacemos? ¿Un piedra, papel o tijera para decidir? —pregunta Tazarte, rompiendo un poco la tensión con su tono ligero y relajado. Su humor siempre tiene esa capacidad de aligerar el ambiente.

Jo sonríe con esa expresión que conozco demasiado bien, la que significa que tiene algo bajo la manga.

—Daniel con Héctor y Tazarte con Sebastián —declara, como si fuera la decisión más obvia del mundo.

Mi estómago se hunde al escuchar eso. Sebastián sonríe con ese aire confiado que no abandona ni por un segundo, mientras que Tazarte le lanza una mirada que parece contener un millón de pensamientos. Héctor, por su parte, parece indiferente, como si ya se esperara algo así.

—¿Crees que son las parejas adecuadas? —le digo a Jo, intentando sonar despreocupado—. Tazarte podría dormir con Héctor y yo en el sofá —sugiero. 

—No, ya está decidido, y lo que yo decido en este viaje es lo que se hace —responde con un guiño. Por mucho que la adore, a veces puede ser una tirana adorable.

—Será un fin de semana… interesante —murmura Héctor, mientras recoge su maleta.

Yo suspiro, recogiendo la mía. Sí, definitivamente esto será algo… interesante.

***

TAZARTE 

Sebastián y yo en la misma habitación, ¡qué alegría! Realmente no sé cuál será el gran plan de Jo con todo esto, pero creo que no me agrada cómo está resultando. A cada minuto que pasa siento que mi paciencia está siendo puesta a prueba. Mientras todos se van a sus respectivas habitaciones, Sebastián me guía hacia la nuestra. Parece que ambos estamos caminando hacia el corredor de la muerte, porque cada paso que damos está cargado de incomodidad y tensión. No es que busque ser su mejor amigo, ni mucho menos, pero creo que podríamos al menos fingir llevarnos bien para evitar este ambiente hostil.

Sebastián abre la puerta, revelando una habitación sorprendentemente grande. Hay dos camas matrimoniales perfectamente hechas, con sábanas blancas impecables, y una enorme ventana que ofrece una vista increíble de las montañas. Por un segundo, esa vista me hace olvidar la incomodidad… pero solo por un segundo.

—Listo. Escoge la cama que desees —comenta Sebastián con un tono despreocupado mientras deja su maleta junto a la entrada.

Observo la habitación, luego lo miro a él. Hay algo en nuestras personalidades que simplemente no conecta. Tal vez sea su arrogancia, o su insistencia en mostrar superioridad, o tal vez sea esa sonrisa suya que parece gritar: “todo esto está bajo mi control”. Sea lo que sea, estoy seguro de que no será una experiencia placentera.

—Sabes, puedo dormir en el sofá —digo finalmente, cruzándome de brazos y señalando el pequeño sofá que está junto a la ventana—. No es necesario que hagamos esto.

Sebastián se gira hacia mí, y su sonrisa se torna más burlona.

—¿Qué? ¿Tienes miedo? —me pregunta en forma de reto.

Frunzo el ceño, aunque no puedo evitar devolverle una sonrisa sarcástica.

—¿Miedo? ¿Por qué debería tener miedo? ¿Eres sonámbulo? —respondo, dejando escapar un tono de humor mientras dejo mi maleta sobre una de las camas.

Él suelta una risa corta, pero no tiene ni pizca de humor.

—Ja, ja, ja —dice con sarcasmo—. No, no soy sonámbulo. Me refería a que tengas miedo de que esto no resulte para ti.

Levanto una ceja, claramente confundido.

—¿Para mí? —repito, con un ligero tono de burla mientras me acomodo en la cama que parece más lejana a la suya—. ¿Qué significa eso?

Sebastián suspira y cruza los brazos, como si estuviera por revelarme un gran secreto que solo él comprende.

—Daniel está en mi territorio. En mi casa, en mis tierras; aquí conmigo —dice con un tono que mezcla confianza y desafío.

No puedo evitar reír un poco. Su declaración me parece tan teatral, tan innecesaria.

—Hmmm —respondo, fingiendo interés mientras empiezo a desempacar mi maleta—. ¿Y eso qué significa exactamente? ¿Crees que el hecho de estar aquí te da alguna ventaja? Porque si es así, estás muy equivocado.

Sebastián da un paso hacia mí, lo suficiente para que note la intensidad en su mirada. Por un momento, el aire en la habitación se vuelve pesado.

—Significa que estoy jugando en mi cancha, Tazarte. Y cuando juego en mi cancha, siempre gano.

Levanto la vista, tratando de descifrar si está hablando en serio o simplemente intentando intimidarme.

—¿De verdad crees que esto es un juego? —pregunto, dejando mi ropa a un lado y enfrentándolo directamente—. ¿Crees que Daniel es un trofeo que puedes ganar? Porque si es así, no tienes ni idea de lo que estás haciendo.

Sebastián sonríe, pero esta vez es una sonrisa fría, calculadora.

—Daniel es más que un trofeo, Tazarte. Lo sé. Y por eso sé que lo que siente por mí no es algo que puedas competir fácilmente. Así que… buena suerte.

Lo miro fijamente, tratando de mantener la calma. Sé que está tratando de provocarme, de sacarme de mis casillas, y no voy a darle el gusto. Decido no responder, porque sé que cualquier palabra que diga solo alimentará su ego. En lugar de eso, tomo mi almohada, la sacudo y la aviento sobre la cama. Esta rebota y cae al suelo.

—Pues será tu territorio, pero la partida no ha empezado. Puede que alguien te gane en tu propia casa —digo, lanzándole una mirada desafiante.

Sebastián se agacha, recoge la almohada del suelo y me mira con una ceja levantada, como si estuviera considerando mis palabras. Luego da un paso hacia mí con una sonrisa retadora.

—Cuidado, no vaya a ser que salgas lastimado en la partida —dice, y sin previo aviso, me lanza la almohada al pecho.

La almohada me golpea directamente, y no puedo evitar soltar una carcajada incrédula.

—¿De verdad? ¿Así quieres jugar? —respondo, levantando la almohada con un gesto teatral.

—¿Qué? ¿Te asusta un poco de competencia? —Sebastián da un paso atrás, con los brazos cruzados, esperándome.

No lo pienso dos veces. Lanzo la almohada con todas mis fuerzas, pero él la esquiva justo a tiempo, dejándome viendo cómo rebota contra la pared.

—Tienes que hacerlo mejor que eso, maestro de la orquesta —dice, mientras toma otra almohada de su cama y me la lanza.

Esta vez, la recibo con ambas manos y, sin pensarlo, corro hacia él con la almohada levantada. Sebastián trata de esquivar, pero no es lo suficientemente rápido, y la almohada lo golpea en el hombro.

Él toma otra y, con toda la intención del mundo, se lanza sobre mí. Me avienta la almohada al rostro, pero yo me agacho y sale disparada por la ventana para caer sobre la terraza de abajo.

—¡Por qué tenías que venir! —me reclama, mientras toma otra almohada.

Lo que parecía una simple pelea de almohadas ahora pasa a un grado más personal. Su mirada está cargada de frustración, y el golpe que me lanza con la siguiente almohada lleva un poco más de fuerza. La detengo en el aire y se la devuelvo.

—¡Vine porque Daniel me invitó! —respondo, poniéndome de pie en la cama para tener la ventaja de altura.

—¡Pues debiste decir que no! —Sebastián lanza otra almohada, pero esta vez esquivo el golpe con un salto.

—¡Ah, claro! ¿Y tú por qué viniste? ¿Porque eres el dueño? —le grito, mientras tomo dos almohadas de golpe y las lanzo hacia él. 

—¡Por qué quería hacer sentir a Daniel como en su casa —contesta, mientras recoge las almohadas del suelo y contraataca. Una de ellas me golpea directamente en el estómago, haciéndome tambalear.

—¡Uy, señor hospitalidad! Pues muchas gracias por aburrirnos con tu audiolibro en holandés… —me burlo, con una sonrisa socarrona.

—¡Lo mismo digo de tu música aburrida! —me responde Sebastián, sin quedarse atrás.

—¡Música de culto, le dicen! —le grito, lanzándole una cobija directamente a la cara. La guerra de almohadas ha evolucionado. Las almohadas se acabaron, así que ahora estamos usando cualquier cosa que tengamos a la mano. Las cobijas vuelan por la habitación como si fueran proyectiles improvisados.

Sebastián esquiva mi cobija y toma otra del borde de su cama, enrollándola en un bulto y lanzándomela con fuerza. Me agacho justo a tiempo para evitar el golpe, pero termino tropezando con la esquina de mi cama y cayendo de rodillas. Él ríe triunfante.

—¡Admite tu derrota, maestro de la orquesta! —grita, agitando otra cobija como si fuera un arma.

—¡Jamás! —respondo, lanzándome hacia él con toda la energía que me queda. Logro golpearlo con mi propia cobija en el hombro, pero en el proceso ambos tropezamos y caemos al suelo.

Sebastián se lanza sobre mí, con toda alevosía. Los gritos debeiron ser , porque de pronto, la puerta se abre de golpe. Jon, con su imponente figura, entra a la habitación con una expresión de completa exasperación.

—¡Qué demonios pasa aquí! —grita Jon, observando el caos que hemos causado: almohadas esparcidas por toda la habitación, cobijas desordenadas, y nosotros dos en el suelo, mirándonos como si fuéramos dos niños atrapados haciendo travesuras.

Antes de que ninguno de los dos pueda reaccionar, Jon da un paso al frente con esa presencia imponente suya. En un movimiento firme, toma a Sebastián de los brazos y lo levanta del suelo como si no pesara nada.

—¿Es en serio? ¿Son dos adultos o dos críos de cinco años? —pregunta, con su tono característico que podría hacer retroceder a cualquiera.

—¡Él inició! —decimos Sebastián y yo al mismo tiempo, señalándonos mutuamente.

Jon nos mira, incrédulo, y por un momento creo que va a echarnos de la casa. Pero luego suspira, como si estuviera reconsiderando la idea.

—En serio, muchachos, ¿esto es lo que van a hacer? Hay niños allá afuera que parecen tener más autocontrol que ustedes dos. —Nos lanza una mirada de reproche, pero no puede evitar rodar los ojos con resignación—. Y para que quede claro, si vuelvo a escuchar un solo ruido proveniente de esta habitación, los dos dormirán afuera en la terraza. ¿Entendido?

Ambos asentimos, aún en el suelo, sin atrevernos a discutir más. Cuando Jon finalmente sale de la habitación, cerrando la puerta con fuerza, el silencio se instala nuevamente.

Es entonces cuando me percato de lo que estoy haciendo, de cómo Sebastián logra sacar lo peor de mí en todos los niveles. No debería estar aquí, no debería haberme dejado arrastrar a este tipo de situación. Suspiro, sintiendo el peso de mi propia impulsividad.

—Lo siento —murmuro, mientras me pongo de pie y comienzo a recoger las almohadas del suelo. Pero mi mirada no puede evitar desviarse hacia la de Daniel, que ahora está asomado en el pasillo, claramente curioso por todo el alboroto.

Sebastián me observa mientras me inclino para recoger una cobija caída. Sé que debería apartar la mirada, concentrarme en calmarme y arreglar el desastre, pero su presencia es una constante distracción.

—Yo… —trato de decir algo, cualquier cosa que justifique mi comportamiento, pero las palabras se quedan atoradas en mi garganta. Daniel me está mirando, sus ojos llenos de curiosidad y algo más, algo que no puedo descifrar. Siento que todo lo que pasó aquí podría haber sido visto desde el corredor, y eso me hace sentir una mezcla de vergüenza y frustración.

Sebastián, por su parte, solo sonríe. Esa sonrisa suya, arrogante y tranquila, como si hubiera ganado algo en esta absurda batalla de almohadas.

—¿Algo que quieras decir? —pregunta, con un tono que me hace querer lanzar la almohada que tengo en las manos directamente a su cara. Pero en lugar de eso, respiro profundamente y trato de recuperar la compostura.

—No, nada —respondo finalmente, desviando la mirada hacia Daniel, que ahora parece más intrigado que nunca.

—Por cierto —añade Sebastián, con una sonrisa que no puedo evitar encontrar irritante—, me debes una almohada. ¿Crees que podrías ir a buscarla allá afuera?

Lo miro, entrecerrando los ojos, sabiendo que está disfrutando cada segundo de esto.

—Tal vez la use para dormir en la terraza —le digo, antes de pasar junto a Daniel, sin mirarlo directamente, y salir de la habitación.

Mientras camino por el pasillo, puedo escuchar cómo Sebastián se justifica, probablemente inventando alguna excusa para salvar su orgullo. Pero lo que realmente me importa es el sonido de los pasos de Daniel siguiéndome. Por alguna razón, ese simple gesto hace que el nudo en mi pecho se afloje un poco, como si su presencia tuviera el poder de calmar el caos que Sebastián ha desatado en mi interior.

—Taz —llama mi nombre, su voz suave, casi como un susurro. Me detengo y volteo, enfrentándome a su mirada. Hay algo en sus ojos, una mezcla de preocupación y curiosidad que hace que todo mi enojo pierda fuerza.

—¿Está todo bien? —pregunta, su tono genuino, como si realmente le importara.

Suspiro, sabiendo que no puedo ocultarle la verdad, no a él.

—No —admito, dejando escapar una sonrisa cansada—. Lo siento, Daniel. Ese hombre saca lo peor de mí. Creo que lo mejor sería irme. No quiero arruinar nada ni alterar el ambiente.

Daniel me observa en silencio por un momento, como si estuviera evaluando mis palabras. Luego, suspira, cruzando los brazos.

—No, quédate —dice finalmente, su tono decidido. Su respuesta me toma por sorpresa, pero no digo nada—. Al inicio no supe por qué te invité, pero hace rato lo entendí.

Levanto una ceja, tratando de leer su expresión. Mis emociones están tan revueltas que solo puedo recurrir al sarcasmo para aliviar la tensión que siento.

—¿Para verme hacer el ridículo? —pregunto, dejando escapar una sonrisa forzada.

Daniel niega con la cabeza, su respuesta firme.

—No —dice con seriedad—. Porque quería conocerte fuera de tu ambiente. Quería saber quién eres cuando no estás frente a una orquesta, cuando no estás en control de todo.

Su confesión me desarma, pero antes de que pueda decir algo, continúa.

—Y… —vacila un momento, como si estuviera eligiendo cuidadosamente sus palabras—, hoy, por primera vez, me di cuenta de que no siempre estás bajo control. Que también puedes perderlo. Y eso… —hace una pausa, y sus labios se curvan en una sonrisa casi imperceptible—, me gusta.

Sus palabras me golpean con más fuerza de la que esperaba. Por un momento, no sé qué decir. Estoy acostumbrado a mantener el control, a proyectar una imagen de seguridad, pero aquí está Daniel, diciendo que aprecia mi caos, que lo encuentra… atractivo.

—¿Te gusta? —repito, incrédulo, pero con una pequeña chispa de esperanza en mi voz.

—Sí —responde con sinceridad, acercándose un poco más—. Porque eso significa que eres humano, Taz. Y, para ser honesto, me gusta saber que puedo ser yo mismo contigo. Incluso si eso significa que ninguno de los dos está en completo control.

Sus palabras son como un bálsamo para mi ego herido. Y aunque una parte de mí quiere seguir luchando contra lo que siento, otra parte, más grande, simplemente quiere dejarse llevar. Daniel está aquí, mirándome con esos ojos llenos de honestidad, y de pronto, el caos de Sebastián y todo lo demás parece insignificante.

—Entonces… ¿todavía tengo una oportunidad de redimirme este fin de semana? —pregunto, intentando aliviar la tensión con un poco de humor.

Daniel sonríe, una sonrisa genuina que ilumina el pasillo.

—Creo que sí —responde y me sonríe—. Tampoco creas que vas a dormir en la terraza.

Suelto un suspiro y, sin pensarlo mucho, dejo escapar:

—Creo que prefiero mil veces dormir en la terraza que con Sebastián. No te preocupes, ya me las apañaré.

Daniel sonríe, pero justo cuando parece que va a decir algo, doy un paso hacia él, reduciendo la distancia entre nosotros. Puedo notar cómo su postura cambia ligeramente, como si se pusiera nervioso con mi cercanía.

—Si me preguntas… yo hubiera escogido compartir el cuarto contigo —digo con sinceridad, manteniendo mi mirada fija en la suya.

Por un instante, el tiempo parece detenerse. Daniel me mira con una mezcla de sorpresa y, si no estoy imaginándolo, algo más que no puedo descifrar del todo. Su rostro comienza a teñirse de un leve rubor, que se intensifica rápidamente hasta cubrirle las mejillas.

—¿Conmigo? —pregunta, su voz más baja de lo habitual.

Asiento, esbozando una ligera sonrisa.

—Sí. Me parece que contigo sería mucho más tranquilo. Y… bueno, creo que también mucho más interesante.

Daniel aparta la mirada por un segundo, como si intentara procesar lo que acabo de decir. Juega con los anillos en sus dedos, un gesto que delata su nerviosismo.

—Taz… —comienza, pero su voz se quiebra un poco. Carraspea y vuelve a intentarlo—. Tazarte…

—¡A la piscina! —gritan los niños a todo pulmón, interrumpiendo el momento con un entusiasmo desbordante. En cuestión de segundos, una estampida de pequeños pies corre por el corredor, sacándonos de nuestra burbuja.

Daniel sonríe, claramente aliviado por la interrupción. Su postura se relaja, y la intensidad del momento se disuelve en el bullicio de los niños.

—Tal vez, yo también necesito ir a la piscina —comento, tratando de aliviar la atmósfera con un toque de humor.

Daniel se detiene por un breve instante, como si considerara mis palabras. Sin embargo, no responde. Simplemente, se da la vuelta y comienza a caminar hacia su habitación. 

Lo observo alejarse, sus pasos firmes pero relajados, y una pequeña sonrisa se forma en mis labios.

***
Mientras el sol acaricia mi rostro, me recuesto una vez más sobre la tumbona, disfrutando del calor y el sonido de los niños riendo y chapoteando en la piscina. Jo, como siempre, se sienta a mi lado, con su característica postura inquisitiva y sus ojos penetrantes clavados en mí, como si intentara desentrañar los secretos de mi alma.

—¿Te sientes mejor después de tu espectáculo infantil? —me pregunta, con una mezcla de sarcasmo y reproche en su tono.

No puedo evitar sonreír. Sé que se refiere a la pelea de almohadas con Sebastián, ese momento que, aunque caótico, fue tan liberador como ridículo.

—En mi defensa, no fue mi culpa —contesto, sin abrir los ojos, dejando que el sol siga haciendo su trabajo.

—¿Ponerte a pelear a almohadazos con Sebastián? —replica, cruzándose de brazos—. Eso lo hacía con mis primos cuando tenía diez años.

Abro un ojo y la miro con diversión.

—¿No te has puesto a pensar que tal vez Sebastián es el infantil aquí? Yo simplemente me defendí.

Jo sacude la cabeza con exasperación, como si mi respuesta confirmara todo lo que pensaba.

—Tazarte… esto es en serio. Dijiste que Daniel te gustaba y ahora actúas como si no te importara.

Su tono es más severo esta vez, y siento una punzada de culpa. Me levanto de la tumbona y me siento, enfrentándola directamente. Sus ojos azules me observan con intensidad, como si esperara algo más de mí, algo que no estoy seguro de poder darle.

—Me gusta, Jo, no dudes de eso. Me gusta mucho —admito, con un tono más serio—. Pero Sebastián saca lo peor en mí, y él lo sabe. Por eso me provoca. Quiere mostrar esa parte de mí que no es agradable. Pero eso no significa que mi interés por Daniel no sea genuino. Aunque también sé que el interés de Sebastián es genuino.

Jo levanta una ceja, claramente sorprendida por mi confesión. Pero antes de que pueda decir algo, la adelanto.

—Y ahora, dime, ¿por qué me pusiste en la misma habitación con él si dijiste que ibas a ayudarme? —la acuso.

Ella sonríe, como si hubiera estado esperando esa pregunta.

—Porque así puedes conocer a tu enemigo —responde, con un brillo travieso en los ojos.

—Es una estrategia terrible —respondo, cruzándome de brazos—. Así que me ayudarás, pero ahora yo haré mis estrategias. Tú solo observa.

Jo se ríe y asiente con la cabeza, como si aceptara el reto.

—Bien, ¿y qué harás? —pregunta, genuinamente interesada.

—Esperar —respondo, con calma.

—¿Qué? —pregunta, incrédula.

—Dejaré que las cosas se den. Dejaré que todo fluya.

—¿Cómo que dejarás que todo fluya? —insiste, con un tono que roza la desesperación.

—Sí. Dejaré que pase lo que tenga que pasar. Daniel elegirá.

Jo me mira como si acabara de decir la mayor locura que ha escuchado en su vida.

—Dios… ¡¿Por qué?! —exclama, llevándose las manos a la cabeza.

—Porque el amor se da, Jo, no se fuerza —le explico, mirando hacia el agua de la piscina, donde Daniel ríe con algunos niños—. Quiero que Daniel venga a mí libre, que me elija porque realmente lo siente, no porque lo presioné ni porque lo alejé de Sebastián.

Jo me observa en silencio por unos segundos, y luego sonríe, aunque claramente frustrada.

—Siempre tienes que ser tan correcto, tan noble. Es como si no pudieras hacer trampa ni un poquito.

—El amor no es un juego, Jo. Y si lo fuera, no lo ganaría haciendo trampa.

Ella rueda los ojos y se levanta de la tumbona.

—De acuerdo, señor amor libre y sin trampas. Pero no te sorprendas si Sebastián decide jugar sucio. Porque créeme, lo hará.

La observo mientras se aleja, con esa energía vibrante que siempre la acompaña, y no puedo evitar sonreír. Sé que tiene razón. Sé que Sebastián no jugará limpio, pero eso no cambia mi decisión. Prefiero perder con dignidad que ganar a costa de algo que no sea real.

Mis ojos se desvían hacia Daniel una vez más. Está ayudando a uno de los niños a salir de la piscina, su sonrisa iluminando todo a su alrededor. Suspiro. Este fin de semana será una prueba para todos, pero estoy dispuesto a enfrentarlo, porque si algo he aprendido, es que vale la pena arriesgarse por lo que realmente importa.

4 Responses

  1. Tan correcto Tazarte, es verdad las cosas forzadas no terminan bien. Y ese sebastian me choca jajaja saca lo peor de todos jajajaja.

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