AMIR 

Me encuentro sentado en la terraza del hotel, con una copa de whisky en la mano, observando el horizonte. El hotel es increíblemente aburrido; no entiendo cómo hay personas que lo consideran divertido. Tomo sin ganas, más por costumbre que por placer. Espero a que llegue la hora de la cena para después subir a mi habitación y quedarme dormido, como todas las noches. Sin embargo, mi tranquilidad se rompe cuando escucho el sonido de los tacones de mi madre acercándose.

Mi madre no necesita anunciarse; su presencia llena el espacio. Volteo a verla, y al notar su postura recta y su mirada firme, sé que viene a hablarme de algo importante. Supongo que será algo aburrido y, probablemente, molesto.

—Amir… —dice con ese tono firme que siempre usa cuando está a punto de dar una orden.

—Dios… —respondo, dejando la copa sobre la mesa con un leve golpe, ya anticipando lo que viene.

—Necesitamos hablar.

Giro mi cabeza hacia ella, sin interés alguno, esperando lo peor.

—¿De qué ahora? Espero que sea sobre la cena —contesto, intentando ser sarcástico.

—De Amira.

—¡Dios!, ¿otra vez? —pregunto, con evidente irritación—. Estoy de verdad harto de que la saquen a colación en cada conversación.

—Sí, otra vez —responde, su tono más afilado ahora—. No tienes otro remedio. Ya va a cumplir dos meses aquí, y ni siquiera has intentado acercarte a ella.

—Porque no deseo acercarme a ella. ¿No quedó claro? No me gusta. Es fea, delgada, débil… ¿Quién podría sentirse atraído por ella? ¡¿Por qué no me consiguieron una prometida mejor? —suelto con una mezcla de desprecio y frustración, tratando de poner fin a esta conversación.

La mirada de mi madre se endurece, y su voz se eleva con esa firmeza que siempre termina aplastándome.

—¡Ya te dije que ella nos conviene! Puede que no sea la más hermosa, pero es rica, muy rica, y su familia puede ayudarnos. ¡Sabes perfectamente que los hoteles no están bien! Esta alianza es lo que nos puede salvar. ¿O acaso prefieres que terminemos en la pobreza?

Sus palabras son un golpe directo. Suelo ignorar los dramas de mi madre, pero mencionar la situación de los hoteles me hace apretar la mandíbula. No tenía idea de que los hoteles estaban tan mal hasta que llegó Amira. Ahora, no quiero cargar con este peso, y mucho menos con alguien como Amira.

—No es mi culpa que papá haya tomado malas decisiones —respondo finalmente, levantándome de la silla con brusquedad—. No sé por qué tengo que ser yo quien pague los platos rotos.

—Porque es tu deber, Amir —me espeta ella, cerrando el espacio entre nosotros con pasos firmes—. Y porque no hay nadie más que pueda hacerlo. Amira es la clave para mantenernos a flote, y tú te vas a encargar de que se sienta bienvenida, aunque te cueste.

—¿Y si me niego? —pregunto, mirándola con desafío.

Ella sonríe, pero no es una sonrisa amable; es la sonrisa fría de alguien que ya ha ganado la partida.

—No te estás negando, Amir. Llévala al club, hazla sentir parte de esta familia. Y si tienes que fingir, hazlo bien. No es una petición, es una orden.

Me quedo en silencio, la mandíbula apretada. Sé que no tengo opción, no cuando ella lo pone de esa manera. Finalmente, dejo escapar un suspiro.

—Está bien. Pero no esperes que disfrute esto.

—La invitarás hoy en la cena y mañana la llevarás al club y la presentarás como tu prometida.

—¡¿Qué?! —exclamo, levantándome abruptamente de la silla, la copa de whisky aún en mi mano temblando ligeramente.

—Lo que escuchaste —responde mi madre, su voz afilada como un cuchillo—. Y no más reproches, Amir. Ya te di bastante tiempo para “pensar”. ¡Haz lo que te digo porque si los Lafuente se enteran de esto, estamos perdidos!

La ira me consume en un instante, la mezcla de frustración y resentimiento burbujea dentro de mí hasta explotar.

—¡Lo odio! —grito, lanzando la copa contra el suelo, donde se rompe en pedazos. El sonido del vidrio haciéndose añicos resuena en la terraza.

Mi madre no se inmuta. Su rostro sigue siendo una máscara de autoridad impenetrable. No hay sorpresa, ni rastro de empatía. Solo una frialdad calculadora que siempre me ha irritado.

—Haz lo que te digo, Amir —repite, con una calma que me enerva aún más—. Porque, te lo advierto, si no lo haces, no solo serás tú quien lo pierda todo. Será toda nuestra familia.

Sin esperar una respuesta, se da media vuelta y se marcha, dejándome con el estómago revuelto y los pedazos de cristal a mis pies. Esto no será fácil, pero, al parecer, no tengo elección.

***

Las cenas son el punto de reunión de mi familia. Durante el resto del día podemos estar por nuestra cuenta, pero la cena es sagrada; todos debemos estar presentes. Mi padre siempre aprovecha estos momentos para darnos avisos importantes, y aunque generalmente soy un espectador más, esta vez es diferente. Esta vez, soy yo quien tiene un anuncio que hacer, aunque nadie lo sabe aún.

La mesa está dispuesta como siempre, cada asiento ocupado según nuestra acostumbrada jerarquía familiar. Mi madre está en su lugar, al lado de mi padre, quien preside la mesa con su habitual aire de autoridad. Mi hermana, como siempre, está a mi lado y no deja de hablar de su boda, detallando por enésima vez las flores, los invitados, el menú. Deseo que esa boda pase de una vez; estoy harto de escucharla repetir lo mismo.

La excepción es mi medio hermano, Nadir, el hijo mayor de mi padre. Él rara vez nos honra con su presencia, y cuando lo hace, nunca se queda mucho tiempo. Pero esta vez es distinto. Ha prolongado su estancia debido a la boda de mi hermana. Su presencia es siempre silenciosa, pero innegablemente disruptiva. Es como si su calma inquebrantable escondiera algo que los demás no alcanzamos a comprender, algo que altera el delicado equilibrio de nuestra familia, como una sombra que siempre está ahí, pero que nadie quiere nombrar.

Después está Amira. Sentada al lado de Nadir, con la mirada fija en los platillos, como si cada conversación que la rodea fuera un ruido de fondo del que no puede escapar. No tiene gracia. No platica, no convive, simplemente escucha, como si fuese un fantasma en la habitación. No hay fuerza en su presencia, nada que capte la atención ni inspire interés. Parece estar cómoda en su anonimato, pero eso, lejos de hacerla interesante, solo me resulta irritante.

Me quedo viéndola, y ella no parece darse cuenta de mi mirada. Trato, aunque no sé por qué, de encontrarle algo de gracia, algo que me haga entender por qué estoy aquí, comprometido con ella. Pero no veo por dónde empezar. Es delgada, demasiado para mi gusto. Sus pechos son planos, su figura es ligera, casi insignificante. Tiene una voz suave, poco autoritaria, como si temiera ocupar espacio o imponer su presencia. Solo de verla, me invade el deseo de huir, de escapar de esta habitación, de esta familia, de esta situación absurda.

Mi mente, como siempre que se trata de ella, vuelve a comparar. ¿Por qué no me comprometieron con Fátima? Hasta su propio padre sabe lo valiosa que es, porque claramente la está reservando para alguien mejor. Fátima, la perfecta, la que siempre tiene algo inteligente o encantador que decir, la que llena cualquier lugar con su presencia. No puedo evitar pensar que este arreglo con Amira es una broma pesada, una subasta en la que mi padre, por una vez, fue el perdedor.

Y ahí está, mi padre, tan orgulloso de este acuerdo. Seguro que piensa que ha asegurado una alianza brillante con la familia Lafuente. Pero yo lo sé mejor. Él aceptó la opción menos valiosa, la menos prometedora. Fátima era la joya, y, en cambio, aquí estoy yo, atrapado con Amira, la sombra, el fantasma.

—La señorita Lafuente tiene un gran gusto en libros —habla Nadir mientras voltea a verla. Amira, sorprendida, sube la mirada y sonríe levemente.

—Tal vez ella podría hacer algo por la biblioteca. Los clientes necesitan algo que leer —continúa Nadir, con un tono tranquilo, como si estuviera probando el ambiente.

—Creo que la biblioteca debería desaparecer. Podríamos poner en ese espacio algo más. Tal vez un gimnasio —sugiere mi madre, siempre enfocada en lo práctico.

—O, ¿un salón de belleza? —agrega mi hermana, con entusiasmo—. Nuestras clientas querrán verse hermosas, ¿no crees? Nadir, ¿los hoteles de los Lafuente tienen salones de belleza? —pregunta, girándose hacia él con una sonrisa inquisitiva.

Amira voltea a ver a Nadir, intrigada.

—No sabía que conocía los hoteles de mi familia, joven Nadir —comenta con un tono alegre que, por un momento, suaviza la tensión de la mesa.

Nadir, con su acostumbrada calma, responde:

—Mi trabajo es conocer todo lo que sea competencia para mi familia y administrar mis hoteles.

—Vaya… —dice Amira, claramente sorprendida por la amplitud de su conocimiento.

—Y, ¿tienen o no tienen salón de belleza? —insiste mi hermana, impaciente por una respuesta.

Amira gira hacia ella, recuperando su compostura.

—Sí. Tienen salones de belleza, grandes jardines, y ahora, con David Canarias como aliado de mi padre, hemos añadido un centro de computación. Lo llama Centro de Negocios. Es un espacio muy innovador —dice con confianza, defendiendo con elegancia la visión de su familia.

—Hmmmm. Quitemos la biblioteca y pongamos un Centro de Negocios —ordena mi padre, sin siquiera considerar otra posibilidad.

—Podemos conservar la biblioteca, padre. Este hotel es conocido por… —intenta decir Nadir, pero su tono sereno no basta para detener la decisión.

—Centro de Negocios, Nadir —lo interrumpe mi padre con firmeza, cortando cualquier intento de debate—. No hay más discusión.

Veo cómo Nadir tensa la mandíbula, una reacción sutil pero inconfundible para quienes lo conocemos. Sin embargo, mantiene la calma, al menos en apariencia.

—Padre, es una gran inversión —responde con voz controlada, aunque sus palabras llevan un filo de resistencia—. Necesitamos contratar a alguien que instale todo lo que se requiere. Los ordenadores son caros y, además, el internet sigue siendo relativamente nuevo. Se necesita una línea telefónica estable y…

Mi padre da un golpe seco sobre la mesa. El ruido resuena como un trueno en la sala, haciéndonos saltar a todos menos a Nadir, quien permanece inmutable, pero con una mirada que parece endurecerse más.

—¿Te atreves a llevarme la contraria? —pregunta mi padre, con una ira contenida que amenaza con desbordarse.

—No —responde Nadir, pausadamente—. Solo quiero evitar que tomes una decisión precipitada. Antes de invertir en algo tan costoso y complejo, deberíamos…

—¡Eres mi hijo mayor, y tu responsabilidad es hacer lo que te digo! —lo interrumpe mi padre, levantando aún más la voz—. Así que… ¡hazlo!

El aire en la mesa se vuelve denso. Mi madre desvía la mirada hacia su plato, como si ignorar el enfrentamiento fuera su única defensa. Mi hermana juega con su tenedor, incómoda, mientras Amira, desde su lugar, observa a Nadir con una mezcla de desconcierto y curiosidad, como si intentara comprender quién es realmente este hombre que parece tan sereno, pero cuya relación con su padre es tan tensa.

Nadir suspira, un sonido pesado, como si llevara sobre sus hombros el peso de una responsabilidad que no pidió.

—Como desees… —responde finalmente, su tono tan neutral que casi duele escucharlo.

Sin más, toma su copa y bebe un sorbo, dejando claro que no piensa discutir más. Sin embargo, su mirada fija en el centro de la mesa habla por él: no está de acuerdo, pero tampoco tiene otra opción. El silencio que sigue al intercambio es tan incómodo que incluso mi padre parece notarlo, retomando su comida sin más comentarios.

Mi madre voltea hacia mí, dándome esa señal silenciosa que hemos practicado tantas veces. Es mi turno. La tensión de la mesa, las miradas expectantes y el peso de lo que tengo que decir se sienten como una carga aplastante. Me aclaro la garganta y, sin levantarme, empiezo a hablar.

—Quiero aprovechar esta cena para invitar oficialmente a Amira a pasar el día conmigo mañana. La llevaré al club para que pueda conocer un poco más de nuestro entorno —digo, mi voz esforzándose por sonar natural.

El silencio cae sobre la mesa como un velo. Mi madre asiente con satisfacción, mi hermana sonríe, interpretando esto como un gesto amable, y mi padre parece indiferente, asintiendo ligeramente mientras retoma su comida.

Sin embargo, Nadir no aparta la vista de mí. Aunque no dice nada, su mirada lo dice todo: está observando, analizando, quizá incluso cuestionando. Finalmente, rompe el silencio con una frase que parece más un enigma que un comentario.

—¿Llevarás a la señorita Lafuente al club? Vives en una ciudad con vistas hermosas, tradiciones y lugares emblemáticos, y ¿la llevarás a un club de blancos?

La tensión en la mesa, que nunca se fue del todo, aumenta con fuerza. Mi madre, siempre lista para intervenir, no deja pasar la oportunidad de corregirlo.

—El club es el lugar donde Amir tiene a sus conocidos, a sus amigos, Nadir. Si vinieras más seguido, lo sabrías —dice con un tono que intenta ser diplomático, pero que lleva un trasfondo de crítica.

Nadir voltea hacia ella con esa serenidad imperturbable que lo caracteriza, pero en sus ojos hay una chispa de desafío.

—No necesito venir más seguido para percatarme de que es una tontería —responde con calma, pero sus palabras caen como una piedra en el agua—. Quieren hacer sentir a la señorita Lafuente como si estuviese en su casa, pero no se la muestran. No la dejan salir, no la dejan hacer nada… y luego la llevan a un club.

Su comentario hace que me ría a carcajadas, un sonido que rompe el ambiente tenso y que, por un instante, parece desconcertar a todos.

—¿Qué es tan gracioso? —pregunta mi hermana, mirándome con irritación.

—Es gracioso —respondo, limpiándome una lágrima de risa— que Nadir esté alegando por la señorita Lafuente, cuando su deber como mi prometida es obedecer. Y si yo quiero llevarla al club, ella irá.

La risa desaparece en el acto cuando Nadir, con una expresión completamente seria, responde:

—Pues lástima por la señorita Lafuente, que tenga que obedecer a un inepto, bueno para nada, como tú.

El aire en la mesa se vuelve espeso. Mi madre lanza una mirada de advertencia, mientras mi padre deja el cubierto que sostenía con un golpe seco sobre el plato. Amira, en medio de todo, sigue en silencio, observando la escena con una expresión indescifrable. No interviene, pero su mirada parece absorber cada palabra, cada gesto.

—¡Basta, Nadir! —interrumpe mi madre con severidad, rompiendo el momento—. No le digas así a tu hermano.

Nadir la mira, tranquilo como siempre, pero en su rostro hay una pizca de desafío, como si no estuviera del todo arrepentido por lo que acaba de decir. La tensión persiste, latente, mientras el silencio cae nuevamente sobre la mesa. Nadie se atreve a decir más, pero es evidente que la batalla de esta familia aún está lejos de terminar.

—Solo estoy diciendo la verdad. No invento nada —agrega Nadir, sin siquiera bajar el tono, dejando claro que no tiene intención de retractarse.

Mi madre lo enfrenta con su típica firmeza.

—Tu hermano es tan valioso como tú, Nadir.

Él suelta una risa seca, cargada de incredulidad.

—¿Tan valioso como yo? No hace nada, no trabaja, no ve por su herencia, por su legado. Malgasta el dinero, lo apuesta y lo pierde… ¿y aún así es valioso?

El golpe cae como una bomba en la mesa. Mi padre, quien hasta ahora había permanecido en silencio, alza la mirada, con las cejas fruncidas, claramente sorprendido.

—¿Apuestas el dinero? —pregunta, su voz grave cortando el aire como un cuchillo.

En ese instante, Nadir parece darse cuenta de que ha cruzado una línea, pero no se muestra arrepentido. Sus ojos no se desvían, como si estuviera listo para asumir las consecuencias de su declaración.

—¡Contéstame, Amir! —exige mi padre, golpeando la mesa nuevamente.

Mis labios se aprietan en una línea tensa, mientras la mirada de todos en la mesa se clava en mí. Finalmente, dejo escapar un suspiro y trato de suavizar el golpe.

—Solo fue una pequeña cantidad —murmuro, sin levantar la mirada de mi plato.

—Hmmm —es lo único que expresa Nadir, un sonido que, a pesar de su neutralidad, rebosa de juicio.

—¿Qué tan pequeña? —insiste mi padre, su voz cargada de amenaza.

Antes de que pueda responder, mi madre interviene rápidamente, buscando desviar el tema.

—Pequeña —dice con firmeza, aunque todos saben que lo está cubriendo—. Pero se está perdiendo el motivo de esta plática.

Sus ojos se fijan en Nadir, como una advertencia para que no siga profundizando en el tema. Luego, se vuelve hacia mí.

—Amir invitará a Amira al club y la presentará como su prometida, te guste o no, Nadir. Es lo que debe hacerse, y no hay más discusión.

El silencio que sigue es ensordecedor. Nadir, sin apartar la mirada de mi madre, asiente lentamente, pero no parece convencido. Yo, por mi parte, siento un nudo en el estómago, deseando que esta noche termine de una vez. Mientras tanto, Amira, quien ha permanecido callada todo este tiempo, se muerde los labios nerviosa, observando la escena con una expresión que no logro descifrar del todo.

—Con permiso, se me quitó el hambre —expresa, Nadir, poniéndose de pie con calma, pero con una firmeza que no da espacio a dudas.

Todos en la mesa nos quedamos en silencio mientras lo vemos salir, su espalda erguida y su paso decidido, como si hubiera ganado una discusión que nadie más entendió. Mi padre, sin embargo, vuelve a su plato sin darle mayor importancia.

—¿Qué tiene que decir usted, señorita Amira? —pregunta mi padre, su tono cortante, como si buscara que ella también se alineara con su voluntad.

Amira, con una sonrisa que apenas disfraza su incomodidad, responde con una tranquilidad ensayada.

—Que será un placer ir al club —contesta, mirándome directamente, su voz con un tinte de desafío que no puedo ignorar—. Y presentarme como tu prometida.

—¡Perfecto! ¡Está acordado! —exclama mi madre con entusiasmo, cerrando la conversación antes de que alguien pueda objetar.

Después de eso, seguimos comiendo. O al menos, ellos lo hacen. Yo apenas puedo llevarme algo a la boca, atrapado en un remolino de pensamientos y frustraciones.

***
—¡Cómo se atreve a hablarme así! —le reclamo a mi madre, cerrando la puerta del despacho con un golpe seco.

La cena ha terminado, y todos se han retirado a sus habitaciones, pero yo no puedo dejarlo pasar. Mi madre, sentada con esa tranquilidad que siempre adopta cuando intenta calmarme, ni siquiera parece sorprendida por mi arrebato.

—Sabes que Nadir siempre ha sido así. Su madre era igual —responde, con una mezcla de desdén y resignación.

—¡No me importa! ¡Me puso en vergüenza delante de todos! —insisto, mi voz elevándose más de lo que pretendía.

Ella se pone de pie, acercándose para colocar una mano en mi hombro.

—No, hijo. No lo escuches. Es un hombre amargado —dice mientras me abraza, como si con eso pudiera disipar mi frustración.

Pero sus palabras no me calman. Me aparto ligeramente, señalándola con un dedo acusador.

—Y le dijo a papá sobre la apuesta. ¿Qué haré ahora? —pregunto, mi tono cargado de desesperación.

Mi madre, con esa calma calculadora que la caracteriza, se quita una de sus pulseras y me la entrega.

—Ten. Mañana en el club se la das a quien le debes, y con eso se arregla. Solo debemos aguantar, Amir. Cuando tengamos la inversión de los Lafuente, todo se solucionará.

Aprieto la pulsera entre mis dedos, mirando a mi madre con incredulidad.

—¡Dios! ¡Sabes que la inversión se hará cuando Amira y yo tengamos un hijo! ¿Cómo podré acostarme con una mujer así?

Ella suspira, como si mi protesta fuera una molestia menor.

—Es tu deber. Solo debes hacer un hijo y, después de asegurarte de la inversión, la ignoras. Haz lo que tengas que hacer, Amir.

Tomo un sorbo de whisky, intentando calmar el nudo en mi estómago, pero sus palabras solo lo aprietan más.

—¿Qué le pasa a Nadir? —pregunto, casi para mí mismo—. Defendiendo a Amira… ¿desde cuándo hace eso?

Mi madre se acerca de nuevo, rodeándome con sus brazos.

—Solo lo hace para llevarnos la contraria. No le des importancia. Respira, hijo. Amira no se irá a ningún lado, y Nadir se irá tan pronto termine la boda de tu hermana. Solo… aguanta.

Su abrazo es frío, pero sus palabras tienen un peso que me obliga a asentir. Sé que tiene razón, pero eso no lo hace más fácil. Mientras termino mi whisky, no puedo evitar pensar en la reacción de Nadir. Pocas veces lo he visto perder el control de esta manera, y mucho menos en una situación familiar. Pero hoy, lo hizo. Y lo más desconcertante de todo es que lo hizo por algo tan simple como Amira. Por un instante, una idea me atraviesa como un rayo: ¿y si tiene su propio plan con Amira? 

Suspiro profundamente, apurando el último sorbo de whisky. Tal vez estoy exagerando, tal vez Nadir simplemente no soporta que las cosas no se hagan a su manera. Pero aun así, no puedo ignorar el hecho de que hay algo en su comportamiento que no encaja. Mañana, cuando lleve a Amira al club, tendré que estar atento. Si Nadir está jugando su propio juego, no pienso quedarme de brazos cruzados.

3 Responses

  1. Este capítulo estuvo muy entretenido, fue como ver una novela 😂😂😂.
    Ese Nadir es duro y me encanta.
    Gracias Ana por volver a esta historia

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