NADIR 

Cierro la puerta de la habitación con un golpe contenido, pero lo suficientemente fuerte como para descargar parte de mi frustración. Camino hacia la ventana, miro las luces del jardín y trato de tranquilizarme, pero mi mente está atrapada en la cena. No puedo ignorar lo que pasó. He perdido el control frente a todos, algo que rara vez me ocurre, y lo peor es que sé exactamente por qué.

—¿Qué te pasa? —murmuro en voz baja, apretándome los puños.

He lidiado con Amir, con su irresponsabilidad y carácter débil, durante años. Siempre ha sido un peso muerto, alguien que ignoro más que enfrento. Pero hoy… hoy exploté. Y sé que no fue por él. Fue por ella. Amira.

Su nombre resuena en mi mente, y con él, la imagen de su rostro tranquilo, sus ojos buscando algo en un lugar donde claramente no encaja. Niego con la cabeza, intentando ahuyentar ese pensamiento.

“Es la prometida de Amir, maldita sea. Esto no debería importarme.” Pero importa. Y no puedo evitarlo.

“Esto tiene que parar.” Pero incluso mientras digo eso, sé que no puedo controlar cómo me hace sentir. Me estoy muriendo de celos.

Solo de pensar que mañana Amir la llevará al club, que la ignorará como siempre, que la hará sentir invisible frente a sus amigos, quiero gritar. Es tan predecible: hará una broma torpe, hablará de cosas que no le importan, y dejará que Amira pase el día en un rincón, sintiéndose insignificante. Eso es lo que más me irrita, la indiferencia de mi hermano hacia alguien como ella. No es que Amir no vea su valor; es que ni siquiera se ha molestado en buscarlo.

Mi frustración crece con cada pensamiento. Siento un nudo en el estómago al imaginarla sola, tratando de encajar en un entorno que no tiene nada que ver con ella. Quiero protegerla, asegurarme de que no se sienta abandonada. Pero no puedo. No debo. Porque todo esto es un desastre, un desastre que solo empeorará si dejo que mis sentimientos sigan creciendo.

“Esto no debería importarme.” Me repito la frase como un mantra, pero las imágenes no desaparecen. Amira, sentada sola, con la misma mirada que tenía anoche durante la cena. Ese aire de tristeza mezclado con una fuerza silenciosa que nadie más parece notar.

Miro el reloj. Es tarde. Necesito descansar, pero sé que no podré. Mañana será un día largo, y aunque debería mantenerme al margen, algo me dice que no podré. “Esto no puede seguir así,” pienso. Pero en el fondo, sé que ya estoy demasiado involucrado.

***

A la mañana siguiente, bajo al comedor temprano, como lo hago todos los días. Voy un poco nervioso, aunque no se me nota; mi carácter siempre ha sido así. Sé que me encontraré con Amira. La veré de lejos, como siempre lo hago. Con su cabello rizado, siempre bien arreglado, su cuerpo delgado y esa cintura que me encanta. Con esa sonrisa que enamora y sus ojos… esa mirada tan honesta y llena de misterios que me pone a temblar.

No sé cómo me enamoré de ella. Fue a primera vista, desde que la vi en la playa. Supe que quería conocerla. Sin embargo, me arrepiento. No sabía que era la prometida de Amir. “Es como tirar perlas a los cerdos,” pienso con frustración.

Entro al comedor y, para mi sorpresa, Amira no está. En su lugar, está mi padre, sentado con una taza de café. Al verme, alza la mirada y me indica que me siente. El ambiente se siente pesado incluso antes de que pronuncie una palabra.

—Siéntate, Nadir —dice, señalando la silla frente a él.

Dudo un momento, pero finalmente obedezco. Apenas me siento, su voz corta el silencio con la precisión de un bisturí.

—Hijo, confieso que estoy preocupado por ti.

—¿Por mí? —pregunto, dejando escapar un tono cargado de sarcasmo.

—Te veo… desconcentrado.

Una risa seca escapa de mis labios, tan breve que apenas rompe el aire entre nosotros.

—¿Te preocupa que esté desconcentrado y no que tu hijo haya apostado tu dinero y lo haya perdido? —replico, cruzando los brazos y mirándolo directamente a los ojos.

Mi padre se tensa, pero no pierde su compostura. Es el tipo de hombre que prefiere ignorar las grietas en su armadura, como si no existieran.

—Eso yo lo hablaré con Amir. No es de tu incumbencia.

—Lo es —respondo, sin titubear—. Porque de por sí los números son malos, papá, y no podemos permitirnos gastar más dinero. Por fortuna, la boda de tu hija la está pagando el otro socio, porque sus gastos son excesivos. ¿Cómo harías para pagar dos bodas?

Mi padre me lanza una mirada dura, pero no responde de inmediato. Finalmente, suelta las palabras con un tono que intenta sonar sereno, pero que apenas logra disimular su irritación.

—Ya veré. Las alianzas son importantes, y lo sabes. Por eso necesito que seas más amable con Amir y con tu madrastra. Que se estén peleando da mala imagen a la familia.

Suelto una risa seca, cargada de incredulidad.

—¿Mala imagen? —repito, mi tono subiendo un poco—. Y el casarte con tu amante semanas después de perder a tu esposa, ¿no la dio?

Su rostro se endurece, pero no se inmuta. Se queda quieto, con la mirada fija en mí.

—Ese comentario está fuera de lugar —dice con frialdad—. Estoy cansado de que siempre lo saques a flote.

—Simplemente te lo recuerdo. Porque, al parecer, la mala imagen la tienen todos menos tú.

El silencio entre nosotros es tenso, como si el aire mismo estuviera a punto de estallar. Mi padre finalmente suspira, dejando la taza de café sobre la mesa con cuidado, como si el acto en sí le ayudara a calmarse.

—Lo hice por ti. Necesitabas una madre.

—No necesitaba una madre —respondo, mirándolo directamente a los ojos, mi tono firme pero cargado de una ira contenida—. Necesitaba a mi padre. Ella solo te ha hecho mal. Ellos han succionado tu dinero como si les perteneciera. Y ahora quieres casar a Amir con la señorita Lafuente, como si tu elección de segundo matrimonio hubiera sido una gran estrategia… ¡Era una prostituta!

El golpe que mi padre da sobre la mesa hace que la taza de café tiemble y casi se vuelque. Su rostro, normalmente inmutable, está rojo de furia.

—¡Basta! —gruñe, su voz resonando en la sala como un trueno—. Amir, tú, Amira, todos tienen un deber. Eres mi hijo mayor, Nadir. El heredero de estos hoteles. No importa cómo te sientas respecto a mí o a tu madrastra, tú también lo tienes.

El silencio que sigue es aún más pesado. Mi pecho sube y baja rápidamente, mi rabia apenas contenida, mientras él me mira con esa mirada autoritaria que siempre ha usado para intentar controlarme. Pero esta vez, no siento que haya ganado. Yo tampoco he perdido, pero la distancia entre nosotros parece haberse ensanchado aún más.

Finalmente, me pongo de pie, alisándome la camisa para recuperar algo de dignidad. Miro a mi padre, y por primera vez en mucho tiempo, dejo que mis palabras lleven el peso de lo que siento.

—A veces me pregunto si vale la pena todo lo que hago por ti y por mi herencia —digo, mi voz firme, pero con un tinte de amargura que no intento ocultar.

Él frunce el ceño, claramente sorprendido por mi declaración, pero no interrumpe. Aprovecho el momento.

—Ayer comprobé de nuevo que mis esfuerzos, posiblemente, puedan ser en vano. Trabajo para mantener esto a flote, para proteger lo que queda del legado de mi madre. Pero cada día me doy cuenta de que no importa cuánto haga, siempre habrá alguien dispuesto a destruirlo, incluso desde dentro.

El aire en la habitación es pesado, como si mis palabras hubieran desplazado cualquier intento de defensa que pudiera tener. Mi padre, con su mirada severa, parece estar evaluando qué decir. Pero yo no estoy interesado en escuchar una réplica.

—Haré lo que sea necesario para mantener los hoteles, porque creo en lo que significan, en lo que fueron para mi madre. Pero no confundas mi lealtad con una devoción hacia ti o hacia esta familia rota.

Me doy la vuelta sin esperar respuesta, dejando que el eco de mis pasos y mis palabras llenen el espacio que dejo atrás. Mis esfuerzos tal vez sean en vano, pero al menos, aún me quedan mis principios.

***

Mi madre fue quien trajo la verdadera riqueza a la familia de mi padre. Ella, según me contaron, se enamoró perdidamente de él cuando no era más que un hombre con ambiciones y sueños vacíos. Se casaron, y gracias a ella, su nombre comenzó a significar algo. Mi madre no solo era hermosa, sino también astuta y visionaria. Fue ella quien construyó los cimientos de los hoteles que ahora llevamos como bandera familiar.

Cuando murió, mi padre heredó todo, pero no por mérito propio, sino bajo la condición de que yo, como su hijo mayor, sería el siguiente en recibir esa herencia. Ella lo dejó claro en su testamento: la verdadera riqueza de los Khalil venía de ella, y debía seguir bajo su linaje directo. Sin embargo, desde el día en que mi madre cerró los ojos, mi madrastra ha estado buscando la manera de asegurarse un pedazo de ese legado. Porque, prácticamente, no tienen nada más que lo que mi madre construyó.

Mi padre, ciego por su debilidad y sus vicios, no tardó en caer en sus redes. No puedo culpar únicamente a mi madrastra por eso; él ya había empezado a traicionarla mucho antes de su muerte. Mientras mi madre estaba postrada en una cama, luchando contra la enfermedad que lentamente la consumía, mi padre buscaba consuelo en los brazos de una mujer que no era más que una prostituta. La misma mujer que, apenas semanas después de enterrar a mi madre, lo engatusó hasta el punto de hacerlo olvidar cualquier respeto que pudiera haber tenido por su primera esposa. Se casó con ella, consolidando una unión que no era más que una afrenta al legado de mi madre.

Desde entonces, mi madrastra ha intentado insertarse en este mundo que no le pertenece, manipulando a mi padre para obtener beneficios que nunca fueron pensados para ella. Pero lo que más me duele, lo que no puedo perdonarle a mi padre, es que todo esto sucediera mientras mi madre aún estaba viva. Murió creyendo que su esposo la amaba, ignorando que, en secreto, él ya había abierto la puerta a alguien más, alguien que ahora intenta reclamar lo que mi madre construyó con tanto esfuerzo.

Es por eso que no puedo simplemente “ser amable” con ellos, como mi padre exige. No puedo cerrar los ojos y fingir que esta familia no está manchada por la traición y la avaricia. Todo lo que hago, lo hago porque es mi deber proteger lo que queda del legado de mi madre. Pero cada día me pregunto cuánto más puedo soportar antes de que esto me consuma por completo.

Después de la discusión con mi padre, decidí retirarme a mi habitación. Pedí servicio al cuarto, pero cuando llegó la comida, no me supo bien; cada bocado era amargo. Dejé el plato a un lado, sin ganas de seguir intentando comer, y pensé en distraerme. Tal vez leer, tal vez hacer algo que me ayudara a despejar la mente. Pero no me fue posible.

Mi mente estaba atrapada en un único pensamiento: Amira.

No podía dejar de imaginarla en el club, sentada en un rincón mientras Amir la ignoraba. Estoy seguro de que no quería ir, pero se sintió obligada. Conociendo a mi hermano, probablemente ni siquiera esté a su lado. Me imagino a Amira intentando encajar, tratando de cumplir con su deber como prometida. Pero sé que debe estar pasándola mal, sintiéndose sola, invisible.

Respiro profundamente, intentando apartar esas imágenes de mi cabeza. Pero no puedo. Me levanto de la cama y camino por la habitación, mirando por la ventana, intentando buscar algo que me tranquilice. El reloj marca casi las tres de la tarde. Lleva horas en ese lugar. La idea de que pueda estar ahí, aislada, sin nadie que la valore, me consume.

No puedo quedarme aquí. El silencio de la habitación me resulta insoportable. Cada segundo que pasa siento que me estoy volviendo loco.

Tomo mi chaqueta y salgo sin pensarlo más. No tengo un plan claro, pero sé que no puedo quedarme quieto mientras Amira está en el club, sola, con Amir comportándose como el irresponsable que siempre ha sido. “Solo voy a asegurarme de que está bien,” me digo a mí mismo; una vez más tratando de convencerme. 

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