Ana Carolina Santander era parte de una de las dinastías más grandes de Europa. Sus raíces eran españolas, pero el imperio de su familia se había expandido por Italia, algunas partes de Francia, y gracias a su tía Ana Eva Santander, también a Estados Unidos, aunque su familia lo negara públicamente.

Era la menor de sus hermanas, la más bonita e inteligente, y desde pequeña había tenido un sueño que chocaba con las tradiciones familiares: ser una gran psicóloga. Había crecido rodeada de lujo, en la comodidad de una vida privilegiada donde nunca le faltó nada. Sin embargo, a diferencia de sus hermanas, a Carolina se le había instruido en los negocios familiares desde muy joven, y, para la fortuna —o desgracia— de su padre, ella era la única que realmente comprendía el mundo del vino y la administración que requería.

Sus hermanas, en cambio, estaban casadas con alianzas estratégicas que se suponía ayudarían a la familia a crecer. Los Santander siempre habían sido conocidos por sus matrimonios bien posicionados, pero la realidad era diferente. Los esposos de sus hermanas no aportaban tanto como se presumía, y en lugar de impulsar el negocio, requerían una preparación ardua y costosa para entender no solo el mundo de los negocios, sino también el del vino. Este proceso ralentizaba los planes que el patriarca de los Santander tenía en mente, y la situación financiera comenzaba a ser complicada.

A pesar del prestigio de su apellido, los Santander estaban atravesando una mala racha. Sus últimos lanzamientos de vinos no habían sido bien recibidos en el mercado, y la competencia crecía, incluso dentro de la misma familia, con la aparición de Xes Santander Blanco, el vino del hijo “bastardo” de Ana Eva Santander.

En medio de esta crisis, los Santander pensaron que el inicio del fin estaba cerca. Fue entonces cuando los Canarias regresaron a España. Sus hijos fueron inscritos en la misma escuela de élite donde los Santander educaban a sus hijas, y ahí fue donde Ana Carolina conoció a David Tristán.

Lo que comenzó como una amistad sencilla entre dos adolescentes pronto se convirtió en algo más. Ana Carolina se enamoró de Tristán desde el primer momento que lo vio jugando fútbol en la escuela. En ese entonces, ella no sabía que él era un Canarias, ni él que ella era una Santander. Pero lo que los unió fue algo más profundo que sus apellidos: tenían una conexión genuina.

Con el tiempo, su relación evolucionó. Cuando David Tristán se le declaró, los Santander sintieron que Ana Carolina había ganado la lotería: había traído al elemento más valioso a la familia. Pero para Carolina, Tristán era mucho más que un nombre o una alianza estratégica. Lo que la enamoró de él no fue solo su físico atractivo ni su carisma, sino su humanidad, su humildad, y su capacidad para soñar más allá del legado que lo precedía.

David Tristán fue una influencia decisiva en la vida de Carolina. Le enseñó a cuestionar las tradiciones, a soñar en grande, y a elegir su propio camino. Gracias a él, tuvo la fuerza para enfrentarse a su familia y decirles que no estudiaría algo relacionado con el negocio familiar, sino que seguiría su sueño de convertirse en psicóloga. Fue su valentía y espíritu libre lo que la inspiró a tomar esa decisión.

Pero, irónicamente, las mismas enseñanzas que Tristán le inculcó ahora la atormentaban. En el presente, mientras sus padres esperaban ansiosos que se comprometiera y uniera formalmente las dos dinastías, Ana Carolina se encontraba atrapada entre lo que quería y lo que creía que debía hacer: casarse con David Tristán o admitir que estaba enamorada de Dante Carabali.

Dante Carabali había aparecido en su vida casi por accidente. Fue a finales del año pasado, durante el evento anual de los Santander celebrado en Italia, cuando lo vio por primera vez. Él no estaba ahí como un invitado de honor, sino como parte del equipo de trabajo de uno de los tíos de Ana Carolina. Era el arquitecto encargado de diseñar las plantaciones de los nuevos terrenos de su tío, y su talento lo había convertido en la estrella inesperada del evento.

No era el hombre que uno esperaría ver entre la élite europea: Dante Carabali era hijo de migrantes, tercera generación, con raíces africanas que se manifestaban en su piel morena, su cabello rizado y su barba perfectamente cuidada. Su cuerpo, fuerte y trabajado, no era fruto de horas en el gimnasio, sino de años de esfuerzo físico en las obras de construcción, diseñando y dando forma a sus proyectos. Había estudiado Arquitectura de Paisaje en una universidad pública, trabajando y estudiando al mismo tiempo. Su vida había estado marcada por el esfuerzo, sin lujos ni privilegios; vivía en un pequeño piso en Italia que compartía con dos amigos.

Para los Santander, Dante no era nadie. No llevaba un apellido importante, ni tenía cuentas bancarias repletas de ceros. No podía garantizarle a Ana Carolina la vida llena de comodidades y prestigio a la que estaba acostumbrada, y en su familia, eso lo convertía en invisible.

Aun así, Dante Carabali poseía algo que los hombres del círculo de Ana Carolina nunca podrían ofrecerle: sencillez, pasión, y una visión del mundo que iba más allá de los negocios y el estatus. Él hablaba del vino como un arte, del paisaje como una poesía visual que debía ser respetada y moldeada con cuidado. Su manera de ver la vida, de sentirla y de disfrutarla, conquistó poco a poco el corazón de Ana Carolina.

La convivencia los había acercado, más de lo que ella se había permitido imaginar. Fue en el verano, durante una visita a Italia para ver a su tío, cuando ambos finalmente admitieron lo que sentían. Dante fue directo, como siempre lo era: le confesó que le gustaba, que la admiraba y que sentía algo por ella. Ana Carolina, en cambio, necesitó tiempo. Tiempo para entender que lo que sentía por David Tristán era cariño y gratitud, pero ya no era amor.

Esa revelación la llenó de culpa. Le dolía en el alma pensar en Tristán, el hombre que había sido su compañero durante tantos años, el mismo que le había enseñado a decidir por sí misma. Él merecía la verdad, pero ¿cómo se la diría? ¿Cómo enfrentaría a sus padres, quienes habían presionado a David durante meses para que le pidiera matrimonio?

—No puedo empezar algo contigo sin cerrar lo que tengo aquí —le confesó Ana Carolina a Dante aquella tarde en Italia—. No sería justo para él… ni para ti.

Dante, con su mirada honesta y profunda, asintió.

—Te esperaré. Pero solo si me eliges a mí porque realmente quieres hacerlo, no por huir de otra vida.

Esa frase se quedó grabada en la mente de Ana Carolina. Volvió a Madrid con una carga en el corazón y una claridad dolorosa en la mente: no podía seguir con David solo porque era lo que se esperaba de ella.

Sin embargo, sabía bien lo que implicaría oponerse al destino trazado por sus padres. Lo veía cada día en los comentarios de su madre sobre su prima Ana Eva Santander, quien había desafiado las tradiciones: se había divorciado, se había casado con otro hombre y había tenido un hijo fuera del matrimonio pactado. A Ana Eva la habían alejado, prácticamente desterrado de la familia.

—Es un ejemplo de lo que no se debe hacer —le había dicho su madre una y otra vez, cada vez que el tema salía en las comidas familiares.

Ana Carolina sentía un nudo en el estómago cada vez que imaginaba que ese podría ser su futuro si seguía los dictados de su corazón. Podría perder su herencia, su lugar en la familia, pero lo peor sería la vergüenza pública, la deshonra. Y lo más doloroso: su pareja no sería aceptada. Dante tendría que cargar con el desprecio de su familia y del círculo al que pertenecía.

—¿Vale la pena todo esto? —se preguntaba a sí misma cada noche, mirando el techo de su habitación en completa oscuridad.

Por un lado, tenía la estabilidad que le ofrecía David Tristán, un hombre que seguía siendo importante para ella, un aliado, un amigo, y el favorito de sus padres. Por otro, tenía a Dante Carabali, el hombre que le había devuelto la pasión, la libertad y la posibilidad de soñar con un futuro diferente, aunque incierto.

El tiempo se agotaba, lo sentía. Sabía que pronto llegaría el momento en el que David Tristán se arrodillaría con un anillo, cumpliendo así el sueño de sus padres. Pero ¿qué pasaría con su corazón? ¿Qué pasaría con su libertad y con el amor que comenzaba a sentir por Dante?

La presión comenzaba a asfixiarla, y Ana Carolina no tenía respuestas. Solo sabía que tenía que tomar una decisión, aunque cualquiera de las dos pareciera destinada a romperle el alma.

Cuando Ana Carolina regresó de Italia, lo hizo con la firme intención de hablar con Tristán. Se lo debía. Sería honesta, le contaría lo que estaba pasando y se enfrentaría a las consecuencias. Sin embargo, sus padres le arrebataron cualquier oportunidad de hacerlo con una noticia que la dejó sin palabras: ella había sido elegida como la siguiente heredera para manejar la parte del legado familiar en La Rioja.

—Eres la indicada —le había dicho su padre aquella noche, con un orgullo que no veía en él desde hacía años—. Inteligente, preparada y con visión. Además, estarás con David, y nadie más en esta familia tiene algo tan valioso como eso.

Ana Carolina no pudo protestar. El peso de las palabras de su padre le cayó encima como una losa. Los Santander siempre habían operado bajo reglas estrictas: cada miembro tomaba una parte del negocio y lo mantenía vivo a su manera. Eso los mantenía unidos en apariencia, pero también generaba rivalidades y disputas silenciosas que desgastaban los lazos familiares. Ahora, ella era la elegida.

—Pero papá, mi consultorio está en Madrid. Mis pacientes me necesitan —intentó objetar Ana Carolina, con la voz apenas audible.

—Encontrarás la forma de manejarlo a distancia —respondió él, sin darle mayor importancia—. Lo importante es que tendrás a David contigo. 

El corazón de Ana Carolina se detuvo un instante. ¿Cómo podían decidir también por David? La noticia la tomó desprevenida y, más aún, la obligaba a imaginar un futuro que no deseaba. Mudarse a La Rioja significaba abandonar todo lo que había construido con esfuerzo: sus pacientes, su consultorio, su independencia. Pero lo más irónico era que David tampoco pertenecía allí. Él tenía su vida en Madrid, sus responsabilidades en la fundación, y aunque a ambos les convenía quedarse, la presión de sus padres hacía que decir “no” fuera imposible.

Una parte de ella rogó internamente porque David pusiera un alto. Que él le dijera que no, que todo entre ellos debía terminar, que no quería involucrarse en aquel proyecto. Si David hubiera rechazado la idea, ella habría sentido alivio; incluso se habría aferrado a ese argumento para confesarle lo que había estado guardando: su corazón ya no le pertenecía.

Pero David Tristán, como siempre, reaccionó con la comprensión y calma que tanto lo caracterizaban.

Ana Carolina sintió un nudo en la garganta. La sinceridad de David solo hacía todo más difícil. ¿Cómo podía él ser tan generoso cuando ella ya no podía corresponderle? Además, Tristán le dio aquella noche de bienvenida que borró cualquier pensamiento lógico de su mente.

Durante los días siguientes, Ana Carolina intentó distanciarse de él. Usó la indiferencia como su escudo más fuerte: frialdad en sus palabras, distancia en sus gestos, incluso miradas evasivas cuando compartían tiempo juntos. Quería que David notara el cambio, que reaccionara, que la confrontara. Pero Tristán no lo hizo.

Su paciencia la desarmaba, su serenidad la hacía sentir como la peor persona del mundo. No importaba cuántas barreras intentara levantar, David siempre encontraba la forma de mantenerse cerca de ella, sin siquiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo en su interior.

Los días se volvieron pesados y su carga más difícil de llevar cuando Dante le comentó que estaría en La Rioja ese fin de semana. La sola idea de verlo la llenó de una emoción inesperada, como un rayo de sol en medio de una tormenta. Por primera vez en semanas, sintió que tenía una salida, un respiro, algo que era solo suyo y de nadie más. Sin pensarlo mucho, canceló su participación en la boda de Lila Canarias, la hermana de David. Encontró la excusa perfecta y decidió pasar el fin de semana con Dante, lejos de Madrid, lejos de la presión familiar y de todo lo que David representaba.

Pero la vida, como siempre, tenía otros planes. Sus padres comenzaron a sospechar. No era común que Ana Carolina rechazara un evento familiar, y mucho menos uno tan importante como la boda de las hermanas de David. La confrontaron en el despacho de su padre, rodeándola con miradas inquisitivas y reproches implícitos.

—¿Por qué has cancelado tu asistencia? —preguntó su madre, con ese tono gélido que Ana Carolina conocía tan bien.

—Tengo otros compromisos —respondió ella, intentando mantener la compostura.

—¿Compromisos más importantes que la boda de tus futuras cuñadas? —intervino su padre, con un gesto severo.

La conversación no tardó en volverse una orden. Le prohibieron viajar a La Rioja, con excusas envueltas en una obligación disfrazada de amor y deber: “Eres indispensable para la familia, Caro. Tienes que estar presente. Tienes que representar a los Santander como corresponde.”

Ana Carolina no tuvo opción. Cedió ante la presión, como tantas otras veces. Pero esta vez, algo había cambiado. Dentro de ella ardía una chispa de frustración y desilusión que no podía ignorar.

Llegó el día de la boda. El Hotel Lafuente había sido transformado en un espacio digno de un cuento de hadas: luces colgantes iluminaban el jardín, mesas decoradas con flores blancas y copas de cristal relucían bajo el atardecer, y los invitados, impecablemente vestidos, llenaban cada rincón.

Ana Carolina entró al salón con una sonrisa ensayada, perfecta para la ocasión. Los flashes de las cámaras y las miradas de los invitados no la intimidaron. Sabía su papel, lo había aprendido bien. Pero, mientras avanzaba por el salón, el murmullo del ambiente comenzó a desvanecerse en su mente. Algo la llamó, un presentimiento extraño que no pudo ignorar.

Con pasos firmes, cruzó hacia el jardín. Y ahí fue cuando lo vio.

Los vio.

David y una joven de cabello negro y vestido colorido bailaban a solas, alejados de todos, viéndose frente a frente como dos personas enamoradas. La música llegaba hasta ellos suavemente, pero parecía que no necesitaban más que la presencia del otro. Ana Carolina se quedó inmóvil. Observó cómo David sonreía, cómo inclinaba ligeramente la cabeza hacia ella, cómo sus ojos brillaban con una calidez que le era ajena. Esa no era la mirada con la que él solía verla.

Ana Carolina nunca lo había visto así. David parecía otro, alguien completamente diferente. Estaba relajado, feliz… incluso embelesado.

El aire abandonó sus pulmones. Por un segundo, sintió que el impulso de marcharse corriendo o armar un escándalo le quemaba en el pecho. Podría gritar, señalar a David frente a todos y convertirlo en el villano, en el hombre que la había traicionado. Sería la salida perfecta. Nadie la juzgaría, al contrario: todos la consolarían y ella quedaría como la víctima que había sido abandonada.

Pero no lo hizo.

Ella no era así.

Ellos no eran así.

Respiró profundamente, tratando de calmar el temblor de sus manos. Y en ese instante, una verdad que llevaba demasiado tiempo negando la golpeó con fuerza: su historia con David había terminado hacía mucho tiempo. No era culpa de esa mujer, ni siquiera de David. La realidad era que ambos habían cambiado, que lo suyo había sido un amor juvenil que se transformó en cariño y costumbre. Ya no quedaba ni rastro de la pasión que alguna vez los unió.

Y aunque su corazón todavía se resistía, Ana Carolina entendió que David merecía ser feliz. Si ella podía devolverle esa luz a David, entonces, ¿por qué oponerse?

Días después, lo confirmó.

Las miradas entre Tristán y Valentina no mentían. Ella conocía bien a David y podía leerlo sin necesidad de palabras. La forma en que la miraba, la manera en que Valentina bajaba la cabeza y sonreía como si no pudiera evitarlo. Todo aquello le resultaba familiar porque, alguna vez, había sido ella quien ocupó ese lugar.

Pero lo más revelador fue darse cuenta de que ella también miraba a alguien de la misma forma: Dante.

Ana Carolina, a pesar de sus dudas y su confusión, quería lo mejor para Tristán. No quería cargar con la culpa de abandonarlo o lastimarlo. Así que hizo lo que pudo, lo que creyó correcto. De manera sutil, animó el acercamiento entre él y Valentina en más de una ocasión. 

Podría parecer un plan tonto, incluso egoísta, una manera de liberarse de su culpa. Pero en el fondo, Ana Carolina solo quería asegurarse de que David quedara en buenas manos. Ella lo conocía demasiado bien: necesitaba a alguien que lo amara de verdad, que lo desafiara y lo hiciera feliz. Y aunque le doliera admitirlo, parecía que Valentina podía ser esa persona.

Sin embargo, mientras intentaba ayudar a David a encontrar su camino, el suyo seguía siendo un laberinto lleno de paredes imposibles. Las presiones de sus padres aumentaban con cada día que pasaba. Le recordaban que el tiempo se acababa, que La Rioja la esperaba, que el futuro de los Santander dependía de ella y de su unión con David Tristán.

Y entonces todo se aceleró.

Dante apareció en Madrid. La noticia de su llegada la tomó por sorpresa. Lo había dejado en Italia con la promesa de una respuesta, de que resolvería todo antes de regresar. Pero él no estaba dispuesto a esperar más. Era el comienzo del final.

Consultorio de Ana Carolina – Dos semanas antes del concierto de inauguración

Ana Carolina cierra la puerta con rapidez y respira profundamente, intentando ordenar el caos que se ha desatado en su interior. Al girarse, se encuentra con la presencia de Dante, de pie, mirándola con la misma intensidad con la que siempre lo hace.

—¿Qué haces aquí? —pregunta ella, con un tono más nervioso que firme.

Dante no responde con palabras. En cambio, acorta la distancia entre ellos, toma su rostro con suavidad entre sus manos y la besa. Es un beso desesperado, cargado de amor y de frustración, uno que busca reafirmar su presencia en su vida.

—Tenía que verte… —susurra él al separarse apenas unos centímetros, con su frente pegada a la de ella.

Ana Carolina cierra los ojos. La culpa le pesa como nunca antes, pero también lo hace el amor que siente por él. Apoya su frente contra la de Dante y murmura:

—No puedes estar aquí… Te lo pido, Dante, no hagas esto más difícil.

Dante da un paso atrás, exhalando un suspiro que deja entrever su incomodidad y su propio sufrimiento.

—No has hablado con tu novio —dice él, con calma, aunque sus palabras cargan reproche.

Ana Carolina baja la mirada, sintiendo cómo cada palabra la golpea.

—He tratado, pero no puedo… No, no me atrevo —admite, irritada consigo misma.

—¿Cómo que no te atreves? —Dante la observa con incredulidad—. Dijiste que le dirías al regresar de Italia.

—¡Las cosas son complicadas para mí! —responde Ana Carolina, subiendo la voz. Se aleja de él y comienza a caminar por el consultorio, evitando su mirada—. No sabes lo que conlleva. No solo es mi familia, sino porque lo quiero. Tristán es el mejor hombre que he conocido y no quiero herirlo. Ya lo hiero pensándote a ti cuando estoy con él… soy una infiel.

El peso de esa última confesión queda suspendido en el aire. Dante aprieta los puños y se pasa una mano por el rostro, luego por su cabello rizado. Está celoso, no puede evitarlo. Habían acordado que no habría encuentros íntimos entre ellos hasta que ella terminara las cosas con David Tristán. Pero, al mismo tiempo, ¿qué esperaba? Ana Carolina estaba atrapada entre dos mundos, y él lo sabía.

Dante no dice nada. En lugar de eso, camina hacia ella y se arrodilla frente al sofá donde se ha dejado caer. Con suavidad, le toma las manos y las aleja de su rostro.

—No pasa nada —le dice con un tono comprensivo y lleno de ternura.

Ana Carolina lo mira, y por un momento sus ojos se llenan de lágrimas.

—Es demasiado… —su voz se quiebra—. Siento que voy a perderlo todo, siento que…

De repente, su respiración se vuelve rápida, entrecortada. Sus manos comienzan a temblar, y Dante reconoce los síntomas al instante.

—Ana Carolina, respira… —dice él con urgencia, abrazándola y hablándole suavemente al oído—. Tranquila, respira conmigo. Todo está bien. Estoy aquí.

Ana Carolina se aferra a él como si fuese su único ancla en ese momento. Tarda unos segundos, pero poco a poco recupera el control de su respiración.

—Si crees que no valgo la pena, no lo hagas —le dice Dante con un tono bajo, aunque su voz tiembla ligeramente—. Si no estás segura, si no quieres arriesgar todo por mí, no lo hagas.

—No digas eso —replica ella de inmediato, mirándolo a los ojos—. Estoy enamorada de ti, Dante. Lo sabes…

Dante sostiene su mirada con firmeza, y en ese instante no existen dudas en él.

—Entonces, ¿qué es lo que te detiene?

Ana Carolina se queda en silencio. Sus pensamientos vuelven a David Tristán, al hombre que ha estado en su vida desde que tenía 12 años, su compañero, su amigo, el hombre que ha estado para ella en las buenas y en las malas. Pero, al mismo tiempo, recuerda la mirada de David cuando ve a Valentina, esa chispa que ella no le había visto en años. Por un momento, la idea le cruza por la mente: tal vez él también está pasando por lo mismo.

—La boda de su hermana es a principios del próximo mes —murmura finalmente—. Terminaré con él después de la boda, te lo prometo.

Dante asiente, aunque en su interior el dolor y la incertidumbre lo carcomen. No quiere presionarla, pero cada día que pasa siente que la pierde un poco más.

—¿Me amas? —pregunta Ana Carolina, con un hilo de voz.

Dante toma su rostro entre las manos y le responde sin dudar:

—Te amo… Y prometo que seré un hombre digno de ti.

Ana Carolina cierra los ojos, dejando que sus palabras se graben en su corazón. Dante era todo lo que su alma anhelaba, pero también era el camino más difícil. En algún momento tendría que elegir, y sabía que no podía postergarlo por mucho más tiempo. El tiempo, una vez más, corría en su contra.

4 Responses

  1. No me esperaba este giro, pero…
    ¡ME ENCANTA!!
    QUE FELICIDAD, espero que esto les ayude a los cuatro a ser felices sin tener la presión de hacerle daño al otro. Y que el amor sea más fuerte que la necesidad de cumplir con una obligación

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