NADIR
—¿Cómo puede ser que hayan hecho un robo así en el hotel? —pregunto, bastante molesto, al notar que la habitación de Amira está completamente desordenada—. ¿Que no tienen seguridad?
Mi voz resuena con autoridad, pero en mi interior, la rabia se arremolina con una intensidad que hace tiempo no sentía. El hotel, mi hotel, no puede permitirse algo así. No en mi turno, no mientras yo esté a cargo.
Me pongo en mi papel de Gerente General, analizando todo lo que hay a mi alrededor. La cerradura de la puerta no parece forzada. Hay ropa tirada por todas partes, cajones abiertos, rastros de que alguien buscó con prisa. Miro hacia la ventana. Cerrada. El acceso no fue por ahí. Esto fue planeado. Alguien sabía lo que estaba buscando.
Miro a Amira. Se muerde los labios con fuerza, su postura rígida. Quiere llorar, pero no lo hace. Me doy cuenta de que yo también estoy apretando los puños. Tengo tantas ganas de abrazarla y decirle que todo estará bien, pero no puedo. No aquí, no ahora.
El gerente en turno, un hombre que claramente no está acostumbrado a crisis de esta magnitud, se revuelve en su lugar.
—No lo sé, señor Khalil… —admite, su voz temblorosa—. Nunca había pasado algo así.
—Eran las joyas de mi abuela… —Amira rompe el silencio. Su voz es apenas un susurro, cargado de tristeza contenida—. Mi madre me las dio a mí, y las iba a usar el día de mi…
Se detiene antes de terminar la frase. Sé lo que iba a decir. El día de su boda. El simbolismo de esas joyas es lo que más la está destrozando.
—Llegaremos al fondo de este asunto —le aseguro con un tono más suave, mirándola por un instante antes de volverme al gerente—. Llama a la policía para que tome pruebas y…
—¿Y hacer un escándalo en el hotel? —La voz de Aida corta la tensión como una daga.
Me volteo y la encuentro en el umbral de la puerta. Su figura imponente está enmarcada por la luz del pasillo, y su expresión es una mezcla de indignación fingida y oportunismo calculado.
—¿Eso es lo que deseas? —repite, cruzando los brazos.
La forma en la que enfatiza la palabra “escándalo” me deja claro cuál es su prioridad. No es Amira. No es el robo. Es la reputación. Su imagen.
Amira baja la mirada, como si se sintiera responsable por haber causado esta situación. Eso me enfurece aún más.
—No es un escándalo, Aida. Es un robo. Un crimen. Algo que podría haber pasado con cualquier huésped y que debe ser investigado.
—Bueno, bueno, bueno… primero, vamos a analizar la situación. —Aida avanza con su andar elegante y depredador hasta situarse frente a Amira. Su mirada es afilada, evaluadora, como si estuviera a punto de dictar sentencia—. ¿Las joyas dónde estaban?
Amira, que hasta ahora se ha mantenido en silencio, eleva la barbilla y responde con calma:
—Pues en mi joyero…
Aida deja escapar un suspiro teatral, llevándose una mano al pecho, como si acabara de recibir la peor noticia del mundo.
—¿En tu joyero? ¿A la vista? ¿Encima del tocador? —su tono es de incredulidad fingida—. ¡Ay, por Dios! Por ahí ya empezamos mal.
Frunzo el ceño. Sé a dónde quiere llegar.
—¿Cómo? —Amira la mira, claramente desconcertada.
—Cualquier persona se siente tentada a tomarlas. Es bien sabido que las joyas van en las cajas fuertes, Amira —Aida la mira como si estuviera hablándole a una niña que acaba de cometer una travesura—. Dejarlas a la vista es… bueno, una irresponsabilidad.
La incredulidad en el rostro de Amira se convierte en furia.
—¿Espere? ¿Está insinuando que fue mi culpa? —su voz ya no es dulce ni contenida. Es firme, directa, y por primera vez la veo encarar a Aida con una determinación que me fascina.
—¿Está diciendo que la culpable de todo esto fui yo?
—Precisamente —Aida sonríe con esa arrogancia que tanto la caracteriza—. Al menos, en parte.
Siento cómo mis músculos se tensan.
—¡Eso es ridículo! —Amira da un paso al frente, con los ojos brillantes de indignación—. Me robaron. No fui yo quien tomó las joyas, no fui yo quien entró aquí a desordenar todo. ¡Y usted me dice que la culpa es mía!
—Oh, no me malinterpretes, querida —Aida ladea la cabeza con un aire condescendiente—. Pero las cosas como son.¿O crees que el hotel puede cargar con la culpa de la imprudencia de un huésped?
—Aida… —le advierto.
Pero ella sigue.
—Si algo así hubiera pasado con un invitado cualquiera, lo primero que haríamos es recordarle nuestras políticas de seguridad. El hotel no puede proteger pertenencias que no sean guardadas en las cajas de seguridad.
Aprieto la mandíbula. Por supuesto. Está intentando proteger la reputación del hotel, incluso a costa de culpar a Amira. Asqueroso.
Amira ríe con incredulidad.
—Vaya, qué conveniente —su voz es cortante—. Entonces, ¿qué sigue? ¿Decir que el hotel no tiene ninguna responsabilidad y que debo dar las gracias porque no se llevaron algo más?
—Amira —intervengo, pero ella ya no me escucha.
—No me venga con que es mi culpa —su mirada es pura rabia—. Lo que me está diciendo es que si alguien entra a mi habitación, revuelve mis cosas y se lleva algo, la culpa no es del ladrón, sino mía por no haber escondido bien mis pertenencias?
—No lo diría con esas palabras, pero…
—Pero es lo que está insinuando —Amira la interrumpe, sin dejarse intimidar.
Siento un extraño orgullo al verla así. Ella es más fuerte de lo que cree.
—Qué fácil es culpar a la víctima. —Amira cruza los brazos—. Qué conveniente para el hotel, para usted, para todos… menos para mí.
Aida suspira con falsa paciencia.
—Mira, querida, yo solo intento ayudarte. Sé que esto es un momento difícil para ti. Pero créeme, lo último que quieres es un escándalo.
—Lo último que quiero es que alguien se salga con la suya.
Aida aprieta los labios.
—No te preocupes, investigaremos. Discretamente.
Y ahí está otra vez. El control. La manipulación. Todo para que el nombre de los Khalil no se vea ensuciado.
Miro a Amira. Su expresión está tensa, pero su postura sigue firme.
—Vamos a encontrar a quien hizo esto —le aseguro, y mis palabras no son una promesa vacía.
Aida me mira de reojo, sabiendo que, aunque he cedido en el asunto de la policía, no pienso dejar esto así.
—No es necesario llamar a la policía…
—¿Quién va a entrevistar a los empleados, a los huéspedes…? —pregunto con firmeza.
—¿Huéspedes? ¿Empleados? ¡Ja! Tardarían todo el verano en hacerlo. ¿Sabes cuántas personas hay aquí? No es necesario. —Aida voltea a ver al gerente, con la expresión de quien ya tiene la solución en mente—. ¿Quién descubrió la habitación?
—La señorita Lafuente —responde el gerente con seriedad.
—Y, ¿quién además de la señorita Lafuente entra a esta habitación? —insiste Aida, clavando la mirada en Amira como si quisiera hacerla confesar algo.
—La mucama asignada especialmente a mi habitación. Asignada por usted, Yasmin —responde Amira, con un tono tenso, pero firme.
—Bien… despide a Yasmin —ordena Aida, con la misma frialdad con la que daría una indicación trivial.
—¿Cómo? —preguntamos Amira y yo al mismo tiempo.
—Ella tiene acceso a las joyas de Amira. Ella las robó. Despide a Yasmin —repite, sin pestañear.
La rapidez de su conclusión me deja perplejo. ¿Así de fácil? ¿Sin pruebas?
—¿Y si no fue ella? —increpa Amira, indignada—. No tenemos pruebas.
—Las pruebas son circunstanciales, querida —responde Aida con una sonrisa cínica—. Es la única persona que entra y sale de esta habitación sin supervisión. ¿Quién más podría haberlo hecho?
Miro a Amira y sé que está pensando lo mismo que yo. Esto es injusto. ¿Cómo puede decidir el destino de una persona solo porque “es lo más lógico”?
—Esto es absurdo —intervengo—. No podemos despedir a alguien sin pruebas, solo porque fue la última en entrar.
—Oh, claro que sí podemos —Aida se cruza de brazos y me observa con burla—. Y lo haremos.
—Esto es un error —insiste Amira—. Yo conozco a Yasmin, es una buena mujer. No haría algo así.
Aida suspira con exageración, como si estuviera cansada de escuchar a un par de niños ingenuos.
—Qué tierno —se burla—. Pero esto no es un cuento de hadas, Amira. Aquí no se trata de lo que creemos o de lo que nos parece justo. Aquí se trata de tomar decisiones rápidas y eficientes.
—¿Eficientes? —pregunto con incredulidad—. ¿Eficiente es acusar sin pruebas y arruinar la vida de alguien solo porque es lo más conveniente?
—Exacto —Aida sonríe, con una tranquilidad que me exaspera—. Y como no quieres que la policía se involucre, te sugiero que hagas lo mismo.
Amira se queda en silencio, pero su mirada brilla con rabia contenida. No quiere ceder, pero sabe que está atrapada.
El gerente, incómodo, carraspea.
—Señora Khalil… con todo respeto… ¿no cree que sería prudente investigar un poco más antes de tomar una decisión tan drástica?
Aida lo fulmina con la mirada.
—¿Quieres mantener tu trabajo? —pregunta con una dulzura venenosa.
El hombre baja la cabeza y asiente.
—Entonces despide a Yasmín. Ahora.
Veo a Amira cerrar los puños. Sé que quiere protestar, pero sé que también sabe que esta conversación no nos llevará a ningún lado.
—Voy a hablar con Yasmín antes de que la corran —dice Amira, con la voz tensa pero controlada.
—Haz lo que quieras —se encoge de hombros Aida—. Pero que sepa que en una hora estará fuera de aquí.
Aida está a punto de salir por la puerta, pero antes de hacerlo, voltea a ver a Amira.
—Y, Amira, querida. La próxima vez, cuida mejor tus joyas. Aunque, pensándolo bien, la joya que más debe importarte es la que llevas en el dedo.
Aida sale de la habitación con la cabeza en alto, satisfecha con la escena que acaba de orquestar. La puerta se cierra tras ella y el aire parece quedarse más pesado en la habitación. El nivel de manipulación que sucedió aquí me tiene impactado.
Amira y yo nos quedamos quietos en medio del desastre. La habitación, revuelta como si un huracán hubiese pasado por ella, parece reflejar lo que ambos sentimos en este momento: rabia, impotencia y la certeza de que esto no es lo que parece.
—¿Qué hago, señor Khalil? —pregunta el gerente en voz baja, con la mirada fija en mí—. ¿Despido a Yasmín?
Suspiro, intentando calmar la furia que bulle dentro de mí.
—Si no lo hacemos, Aida le hará la vida imposible.
—No, yo no quiero culparla —interviene Amira, con ese tono firme que he aprendido a admirar en ella—. Yo puedo pasar este robo por alto y no habría necesidad de que se vaya.
Claro que lo haría. Amira es así. Siempre dispuesta a sacrificarse por los demás, aunque eso signifique perder lo que es suyo.
—No —respondo con voz grave—. Si hacemos eso, le daríamos gusto a Aida, y esto no se puede quedar así.
Miro al gerente, con la decisión ya tomada.
—Yo la despediré. Hablaré con ella y haré lo justo. Muchas gracias por tus servicios.
El gerente asiente y sale de la habitación, dejándonos solos en medio del caos.
Amira respira hondo, apretando los puños.
—Yasmín no fue. Estoy segura de esto.
—Lo sé —afirmo, sin dudarlo.
—Tengo que hablar con ella. Esto no se puede quedar así…
Sin esperar una respuesta, Amira sale de la habitación con paso firme. No la dejo ir sola. Algo no me cuadra. Algo aquí no está bien.
Y voy a descubrir qué es.
***
Despedir a Yasmín no fue fácil, a pesar de estar consciente de que ella no había hecho nada. Me aseguré de que le pagaran una buena liquidación y un poco de dinero extra. Le di una excelente carta de recomendación para su siguiente trabajo. Incluso, Amira le prometió que podría encontrarle trabajo en los hoteles de su familia.
—El socio de mi papá, David Canarias, es un buen hombre. Sé que me hará caso —me comenta, mientras salimos del cuarto de empleados, donde se encontraba Yasmín—. Le haré una llamada mañana por la mañana.
—No, yo se la hago. Sabes cómo es este mundo, los tratos entre hombres surgen con mayor facilidad.
Amira asiente, después lanza un suspiro fuerte, como si quisiera aliviar la tensión.
—No puedo creer lo que sucedió y mucho menos que Aida me haya echado la culpa.
—Pero, ¿sabes que no tuviste la culpa, cierto? —le pregunto.
Amira niega con la cabeza.
—En mi casa estoy acostumbrada a dejar mis pertenencias a la vista. Tal vez…
—No… —le pido, sabiendo que pronto comenzará a decir que parte de la responsabilidad es de ella—. Esta debería ser tu casa. Deberías poder dejar las cosas a la vista.
—Debería… —murmura.
Volteo a ambos lados, para percatarme de que no viene nadie. La tomo de la mano y la llevo hacia una de las esquinas, junto a la escalera que lleva al nivel de los empleados. La pego con discreción a la pared.
—Me gustó cómo enfrentaste a Aida.
Amira me mira con los ojos bien abiertos, sorprendida por mi movimiento repentino. Siento su respiración agitada, y sé que estoy caminando por una línea peligrosa. Pero no puedo evitarlo. No después de verla tan vulnerable y, al mismo tiempo, tan fuerte.
—¿Te gustó? —pregunta en un susurro.
Asiento, sin apartar la mirada de sus labios.
—Sí… Lo que hiciste. La forma en la que le respondiste. Aida está acostumbrada a que todos se dobleguen ante ella, pero tú… tú no lo hiciste.
—No podía permitirme hacerlo —responde, con firmeza.
—Eso lo sé. Pero aun así… Lo hiciste de una manera elegante. Sin perder la compostura.
Amira baja la mirada, y noto cómo se muerde el labio con suavidad. Dios… me está costando controlarme.
—Tú también lo hiciste bien —dice—. No permitiste que Aida se saliera con la suya tan fácilmente.
—Lo que Aida hizo fue manipulación en su máxima expresión. Ella sabía que culpar a Jazmín distraería la atención del verdadero problema.
—¿Crees que haya sido ella?
—No lo sé. Pero no confío en nadie en esta casa.
Amira asiente. Por un momento, el silencio nos envuelve. Solo el sonido lejano de la vajilla en el comedor y las voces de los empleados llenan el espacio. Su cercanía me hace perder la cabeza.
—Amira…
—Nadir…
Susurramos nuestros nombres al mismo tiempo, y ambos sonreímos por la coincidencia. Mi mano sigue sobre la suya, y el calor de su piel hace que mi pulso se acelere.
—Hoy… en el jardín —comienza a decir, pero se detiene.
—¿Qué pasa?
—No lo sé. Solo… siento que todo esto es peligroso.
—Lo es.
—Y aun así, aquí estamos.
Sonrío, sin apartar mi mirada de la suya.
—Aquí estamos —repito, inclinándome ligeramente hacia ella—. Desafiando a los que nos mantienen prisioneros en la jaula.
Su respiración se entrecorta, pero no se aparta. Cierro los ojos por un segundo, buscando fuerza para hacer lo correcto. Para controlarme.
Y lo hago.
Solo me permito dejar un beso sobre su frente y luego en su mejilla, rozando su piel con la delicadeza de quien sabe que se está metiendo en un territorio prohibido.
—Muero por besarte en los labios —le confieso—. Pero sé que debo esperar.
Ella suspira. No me aparta, pero tampoco me incita a continuar. Sus ojos me dicen que también está luchando contra sus propios deseos.
—Gracias —susurra, como si entendiera el esfuerzo que me cuesta alejarme.
Y con un último roce de nuestras manos, doy un paso atrás, permitiendo que el momento se disuelva.
Por ahora.

Ana Maros
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Con cariño, Ana.
Tsunami de suspiros por Nadir, cuántas situaciones difíciles que van a pasar los dos ❤️❤️❤️❤️
😠😠😠 No me cabe la menor duda de que Aida es una bruja! Claramente sabe quién es el autor del robo y lo está encubriendo. Es una mala persona, mira que despedir a un inocente solo porque mantener la buena reputación del hotel y no denunciar el hecho con la policía me parece indignante.
Pero ya caerás! Ya caerás!
Ahhhhh mas dulce Amira ❤️❤️❤️❤️
Que vieja para más sangrona. Nadir como siempre haciendo lo correcto dentro d lo que puede
La maldad en su máxima expresión esa mujer, ambiciosa y agresiva.