Lila 

Antonio y yo tuvimos apenas una pequeña noche de bodas en la habitación de un hotel. La verdadera luna de miel vendría después, cuando nos casáramos por la iglesia en agosto. Sin embargo, aquella noche fue hermosa, realmente especial. 

Para muchos, este matrimonio quizá no tenga mayor significado. Después de todo, Antonio y yo llevamos años juntos. Él es el padre de mi hija, compartimos un hermoso piso en París, trabaja en la empresa de mi familia y, en apariencia, nuestra vida ya estaba construida mucho antes de firmar un papel. Pero para nosotros, este enlace significa mucho más. Es el triunfo del amor tras una historia difícil, la reparación de heridas, la reafirmación de una elección que hicimos hace tiempo, pero que hoy sellamos con nuevas promesas.

Aquella noche en el hotel no fue grandiosa ni extravagante, pero fue nuestra. Un instante íntimo y sincero, donde el peso del pasado quedó atrás y el futuro se sintió más brillante que nunca.

Sin embargo, la inquietud de no poder concebir un segundo hijo comienza a pesarme cada vez más. No puedo evitar pensar que hay algo mal en mí. Hemos visitado doctores, varios, y todos coinciden en lo mismo: no hay ningún problema conmigo. Pero cada vez me cuesta más creerles. ¿Y si están mintiendo? ¿Y si hay algo que no quieren decirme?

También le pedí a mi padre que hablara con Antonio sobre el tema, que le sugiriera hacerse un estudio para asegurarnos de que todo estuviera bien de su lado. Antonio accedió sin problemas, y sus resultados fueron perfectos. Médicamente, no hay nada que nos impida tener más hijos.

Entonces, ¿por qué no sucede? ¿Por qué, si todo está bien, sigo sin quedar embarazada? La duda se ha convertido en una sombra persistente, en un pensamiento que me asalta en los momentos más inesperados. Quiero confiar en que el tiempo traerá respuestas, pero la incertidumbre pesa más cada día. 

—Creo que necesito una limpia —le comento a mi hermana. 

Ella está ocupada, organizando y limpiando los juguetes en el cuarto de juegos de su casa. Antonio y yo nos estamos quedando con ella mientras llega el día de la boda. Mis padres también se han instalado temporalmente allí, así que la casa está llena. 

—¿Cómo? —pregunta entre risas, sin dejar de acomodar. 

—¿Recuerdas ese programa que veíamos de niñas? El que poníamos a escondidas de papá y mamá… 

⎯Sombras y Sortilegios ⎯responde, imitando una voz aterradora. 

—Ese mismo. ¿Recuerdas el caso de la mujer que no podía tener hijos porque le habían hecho brujería? 

—¡Ay, vamos, Lils! —me dice con tono burlón. 

—Es que no le veo otra explicación. Lo hemos intentado todo, ¡todo! Las posiciones que me pasaron del Kamasutra… con luna llena, bajo la lluvia… comida afrodisiaca. 

—¡Dios! —se queja mi hermana, llevándose las manos a la cara—. No quiero saber cuándo ni cómo Antonio y tú tienen sexo. 

La ignoro.

—¿Cómo lo hicieron Karl y tú? —pregunto, insistente. 

Ella se echa a reír. 

—¿Hacer qué? 

—Tener gemelos y trillizos… ¿cómo? 

Alegra vuelve a reír con ganas. 

—Espera… ¿piensas que hicimos algo especial? —suelta una carcajada—. Mis hijos ni siquiera fueron planeados. ¿Quieres saber cómo pasó? Karl y yo estábamos tonteando en el sofá, una cosa llevó a la otra y terminamos teniendo sexo. Semanas después, Maël y Davide ya estaban en camino. Sin Kamasutra, sin comida afrodisiaca, sin lunas llenas.

—Entonces, definitivamente es algo paranormal… ¿y si los Karagiannis me pusieron una maldición?

Incluso al escucharme hablar, sé que estoy diciendo tonterías. Pero necesito desahogarme de alguna manera, darle voz a esta frustración que me carcome.

Mi hermana termina de acomodar las “bebés” de Alegrita y se acerca a mí.

—Hermana, lo que necesitas es relajarte…

—Lo dice la que se llevó toda mi fertilidad… —murmuro, sintiéndome un poco molesta.

—Si pudiera darte mi fertilidad, te la daría —responde con sinceridad—. ¿Crees que planeé tener cinco hijos? ¿Yo? ¿Karl? Apenas planeábamos tener uno. Pero en serio, necesitas relajarte. Sé que suena trillado, pero si sigues así, te vas a enfermar.

Suspiro. Me dejo caer en uno de los pequeños sofás de la habitación y ella se sienta a mi lado.

—Dios… A veces siento que todo me está saliendo mal por la forma en que Antonio y yo empezamos esto…

—No, no lo pongas en drama, Lils. Siempre has sido la dramática de la familia. Simplemente, ahora no es el momento para que llegue un bebé. Así como llegó mi momento de ser mamá, el tuyo llegará cuando tenga que ser. No sé cómo explicártelo… pero no pienses que todo esto es tu culpa. Además, recuerda que mamá tuvo problemas para concebir y nos tuvo a nosotras. Incluso David Tristán fue el “pilón”.

Sonrío al escuchar el sobrenombre que mi abuelo le puso a nuestro hermano cuando nació.

—Llegará… Sé que llegará. —Hace una pausa y luego sonríe—. ¿Qué te parece si te ayudo a relajarte? ¿Qué tal una despedida de soltera?

—No, Ale, gracias… Sé lo que eso significa —le respondo, recordando las fiestas y despedidas que suele frecuentar.

—Tranquila, eso quedó en el pasado. ¿Crees que me gusta despertarme con jaqueca para atender a cinco niños? —rueda los ojos—. No hablo de una fiesta salvaje, sino de una escapada para relajarnos. Antes de la boda grande. ¿Qué te parece un viaje a la playa?

—¿Ibiza?

—No. Puerto Vallarta. Iremos, Karl, Moríns, Sila, tú y yo. Puedo pedirle a papá las llaves de la casa de los abuelos. Pasaremos tiempo en la piscina, podremos visitar la casa de nuestra infancia, salir a divertirnos, relajarnos… ya sabes.

—¿Sólo nosotros? —pregunto, extrañada. Siempre viajamos en manada.

—Sí. Puedo pedirle a Daniel que cuide a los niños, convencer a David y, bueno…Jo me debe unos favores. Les diremos que vamos a Nueva York por trabajo, algo que los seis tengamos en común, pero en realidad nos escapamos un fin de semana. Regresaremos justo a tiempo para la fiesta sorpresa de David que está organizando Ana Carolina. ¿Qué te parece? 

La miro a los ojos.

—Antonio podrá conocer México, el lugar donde creciste… y además podemos ir al temazcal de la tía de Moríns. 

—¡Cierto!

—Nos puede hacer una limpia y todo eso que hace por “herencia familiar”. Y lo mejor de todo: haremos que Moríns participe. Si la limpieza no te relaja, las carcajadas que nos daremos seguro lo harán. Me río bajito, recordando aquella vez en Año Nuevo cuando obligamos a Moríns a hacer un ritual. Le pedimos que barriera la casa y sacase las malas vibras por la puerta… y luego lo hicimos bañarse en lentejas. Moríns no paraba de quejarse, diciendo que eran tonterías. Para colmo, como el ritual de las lentejas fue después de la barrida, tuvo que volver a barrer.

—Lo peor de todo es que ahora su hija hace esos rituales —añado, divertida—. ¿Te conté que la otra vez estaba haciendo un hechizo para el amor? Ella y Rocky estaban con el famoso ritual del azúcar y la miel. No sé para qué.

—La otra vez le confesó a Rocky que quiere que Valentina encuentre el amor. Ya sabes, es Fátima…

—Fátima… —susurro, comprendiéndolo todo.

—Entonces, ¿qué dices? ¿Nos vamos? —pregunta, con esa sonrisa suya que ya sé que significa que no aceptaré un no por respuesta—. Como una última despedida. Las tres hermanas, con nuestros esposos y Moríns. 

Sonrío.

—Vamos… Tal vez mi bebé salga patasalada —comento entre risas.

Mi hermana ríe conmigo.

—Vale. Le enviaré un mensaje a Sila, Moríns y Karl, y veré cómo acomodo mi agenda.

—¿Y cómo piensas convencer a David?

—Ya se me ocurrirá algo —responde con una sonrisa cómplice.

Ese fin de semana, volamos a Puerto Vallarta.

***

El vuelo a Puerto Vallarta fue sorprendentemente cómodo. Alegra, como siempre, se las ingenió para pedirle a nuestra tía Julie que nos prestara el avión de la empresa. En teoría, está prohibido para asuntos personales, pero ella suele hacer excepciones cuando se trata de nuestras vacaciones.

Al aterrizar, descendemos por la escalinata, sintiendo el calor húmedo del Pacífico envolviéndonos a pesar del cielo nublado.

—Nunca había llegado así a Puerto Vallarta —comenta Moríns mientras caminamos hacia la puerta del aeropuerto.

—¿En avión privado? —pregunta Karl con una sonrisa.

—No, con dolor en la espalda baja —responde, haciéndonos estallar en carcajadas.

—Dios, sí que hace calor aquí, y eso que está nublado —dice Antonio, pasándose una mano por la nuca antes de recogerse el cabello en una coleta improvisada.

—Puerto Vallarta es así, pero te prometo que con unas cervezas y un buen rato en la piscina, se te olvida —le contesto con una sonrisa antes de inclinarme para besarlo.

El aire denso del puerto nos envuelve mientras avanzamos entre el bullicio del aeropuerto. Hemos venido particularmente ligeros de equipaje, incluso Alegra, quien solía traer un conjunto de ropa para cada hora del día. Hoy, sin embargo, carga con una maleta tan pequeña que me sorprende. Supongo que la maternidad la ha hecho recapacitar sobre la ligereza de las cosas.

—Bueno, acordamos que nada de fotos, ¿vale? Ni Instagram ni en los grupos… —dice mi hermana, mirando a todos con seriedad—. Y si hay videollamada con los niños, en un lugar que parezca estándar. Algo que pueda haber tanto en Puerto Vallarta como en Nueva York.

—Relájate, hermana —interviene Sila, rodando los ojos—. Métete al baño y ya.

—Vale, pero sin fotos…

—Sin fotos —coreamos todos al unísono.

Apenas terminamos la frase cuando un flash nos deslumbra por un instante. Los seis nos giramos al mismo tiempo, percatándonos de que alguien nos acaba de tomar una foto.

—¡Bienvenidos a la Bella Vallarta! —exclama una voz conocida.

Cuando todos recobramos la conciencia tras la sorpresa, me doy cuenta de que se trata de Betty, la mamá de Moríns.

—¡Mamá! —exclama Moríns con entusiasmo antes de correr hacia ella y levantarla en un abrazo apretado.

Todos sonreímos ante la escena mientras él la llena de besos, sin importarle lo exagerado que parezca.

—¿Cómo está mi viejita? —pregunta con cariño.

—No seas grosero, Moríns —interviene Sila con una sonrisa mientras se acerca para saludar a su suegra.

—Antonio, Karl… —dice entonces, girándose hacia ellos—. Les presento a la mujer más bella de Vallarta: mi madre, Betty.

—Hola, señora. Soy Karl Johansson, el esposo de Alegra —se presenta mi cuñado con cortesía.

—¡Alegritaaaaaaa! —exclama Betty, extendiendo los brazos hacia él—. Tendrás malos ratos, pero no malos gustos —añade con una sonrisa cómplice antes de abrazarlo con entusiasmo—. Tan güero, tan guapo… Ahora entiendo por qué mis sobrinos nietos salieron así de rubios —le dice a su hijo, dándole un codazo divertido.

—Y él es Antonio de Marruecos, el sultán de París —bromea Moríns al presentar a mi esposo.

Betty se acerca a Antonio y lo abraza sin dudarlo. Algo que no le he mencionado a mi marido es que los Moríns no entienden el concepto de espacio personal y que doña Bettina es igual de efusiva que su hijo. Tampoco parece notar que Antonio es un poco más serio y reservado con quienes no conoce. Es cariñoso, sí, pero solo cuando tiene confianza.

—¿En serio eres sultán? —pregunta Betty con emoción—. ¡Uy, como en la novela turca que estoy viendo! ¿Has visto novelas turcas?

Antonio niega con una sonrisa tranquila.

—¡Pues te pareces a ese actor! Seguro Lilita sí las ve… —comenta Betty, girándose hacia mí.

Como siempre, toma mi rostro entre sus cálidas manos y me mira a los ojos con ese cariño tan suyo.

—Tan bella —susurra, con una ternura que me desarma.

—Señora Betty… —respondo conmovida mientras la abrazo.

Cada vez que la veo, recuerdo los años en los que convivimos con ella y las historias que nos contaba sobre su juventud. Pocos saben que Betty era tan hermosa que llegó a ser reina de belleza. Se casó joven, quedó viuda joven. Pero jamás perdió su sentido del humor, ese mismo que heredó Moríns. Quizá ambos usaron la risa como escudo contra el dolor.

Se separa de mí y nos observa con ese brillo travieso en los ojos.

—Bueno, ya, suban las maletas. Moríns, tú manejas. Esta camioneta que me regalaste es demasiado complicada. Es la primera vez que la saco y, sinceramente, pensé que iba a morir.

—¿La primera vez? ¡Mamá, pero si te la regalé hace un año! ¿Me estás diciendo que he pagado tenencias y seguro sin que la uses?

—La usa tu papá… pero yo, no. En fin. —Toma a Sila del brazo y cambia de tema con total naturalidad—. Cuéntame, ¿cómo están mis nietos?

Sila sonríe y ambas comienzan a conversar mientras se alejan un poco.

Antonio, en silencio, me ayuda a cargar las maletas. Lo noto reflexivo. Para él, este tipo de reuniones familiares tan efusivas y llenas de amor todavía son algo extraño. En su familia no se acostumbraban, por eso a veces parece que no encaja del todo en mi mundo. Pero sé que no es así. Antonio es tierno, cariñoso y tiene un sentido del humor más reservado, pero encantador. Es un hombre dedicado, un excelente padre y un compañero maravilloso.

Aprovecho un momento para acercarme y alejarlo un poco del grupo.

—Mi amor… —susurro, tomándolo de la mano—. Sé que vinimos aquí por la despedida y todo, pero… ¿crees que puedas hacer un esfuerzo por conectar un poco más con Moríns y Karl? Sé que no es fácil para ti, pero ellos son mis cuñados y…

Antonio sonríe, divertido.

—Tranquila. Me esforzaré en ser más Moríns y menos Antonio. Te prometo que, para el final de esta despedida, los tres seremos mejores amigos.

—¿Me lo prometes? —pregunto, mirándolo con ilusión.

—Te lo prometo… Me encanta tu familia.

Sonrío, sintiendo que, poco a poco, Antonio está encontrando su lugar entre nosotros.

—Te amo —le contesto y me pongo de puntas para darle un beso. 

—También te amo… —responde con una sonrisa—. Y sé que después de esta despedida haremos un bebé… un bebé pieslado. 

Me me río. 

Patasalada —le corrijo, entre risas. 

—Lo que sea, pero contigo —contesta, para después tomar mi mano y reunirnos con el resto. 




One Response

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *