TRISTÁN
El concierto de inauguración fue un éxito. La Casa de la Música ha sido inaugurada, y la fundación ha cumplido con un proyecto más; uno muy especial. Los aplausos, las palabras, las miradas emocionadas… todo salió perfecto. Pero Valentina y yo no nos quedamos hasta el final. El deseo de estar juntos, de escapar del bullicio y quedarnos con lo esencial —nosotros—, fue más fuerte.
Así que nos escabullimos por las puertas laterales, como dos amantes huyendo del mundo. Minutos después, ya estábamos en mi piso, respirando al mismo ritmo, riendo en susurros, con las manos entrelazadas como si nada más importara.
—¿Es en serio lo que dijiste? —me pregunta Valentina, mientras entramos a mi piso entre besos entrecortados.
No respondo de inmediato. Me gusta ese momento en el que sus labios rozan los míos con timidez, ese primer contacto que siempre parece pedir permiso, como si aún dudara que puede entregarse por completo. Pero luego, se rinde, y sus besos se transforman. Se vuelven más profundos, más seguros, más hambrientos. Y yo… me pierdo.
La acerco con fuerza, cerrando la puerta tras nosotros con un golpe seco que resuena en el silencio del lugar. Valentina se ríe, una risa suave que me eriza la piel. La tomo por la cintura y la alzo con facilidad, como si su cuerpo estuviera hecho para encajar entre mis brazos. Sus piernas se enredan alrededor de mi cadera sin pensarlo. Nos besamos como si no existiera el mundo más allá del pasillo, como si no existieran los titulares, los compromisos ni las dudas.
—¿Cuál de todas las cosas dije? —susurro contra su boca, provocándola.
—Lo del discurso… lo de que era la mujer más hermosa que habías visto —responde, con la voz entrecortada.
Camino con ella en brazos hacia el sofá, sin dejar de besarla. La recuesto con cuidado, como si fuera un secreto que quiero descubrir con calma. Me detengo solo un instante para mirarla. Su vestido aún brilla con los destellos de la noche, pero ella… ella brilla más.
—Claro que era en serio —respondo al fin, acariciando su mejilla con el dorso de los dedos—. Eres hermosa, Valentina. Eres todo lo que no sabía que necesitaba hasta que llegaste a mi vida.
Ella traga saliva, emocionada, con los ojos húmedos pero llenos de luz. Entonces baja la mirada y sonríe con esa mezcla de dulzura y miedo que tanto me desarma. Le quito lentamente los guantes de tul, uno por uno, besando sus muñecas con delicadeza, como si con cada beso pudiera recordarle que merece todo esto… y más.
—Tus manos —le susurro—. ¿Sabes cuántas veces he querido tomarlas cuando no podía? ¿Cuántas veces he soñado con tocarlas como ahora?
Valentina me mira, conmovida por mis palabras. Pero no aparta la vista. Quiere seguir escuchando todo lo que no le he dicho.
—Tienes los ojos más hermosos que he visto. Llenos de vida, de historia… Llenos de fuego. Ese fuego que a veces escondes, pero que yo sí veo, Valentina. Yo lo veo arder. Aquí —le digo, llevando su mano a mi pecho—. Aquí lo siento.
Ella se estremece. Y yo también. Porque hay algo que va más allá del deseo. Es la certeza de haber encontrado a alguien que, aunque rota, y con un pasado bastante fuerte, está hecha para mí.
Me acerco más, acariciando su rostro con la yema de los dedos, como si fuera de cristal, pero sabiendo que, en realidad, es de acero. Dulce, sí. Fuerte, más.
—Te juro que nunca pensé que alguien podría mirarme como tú lo haces —le susurro, con la voz apenas trémula, rendido ante esa mirada suya que no sabe mentir—. No sé cómo explicarlo. Es como si no creyeras que soy real, como si me vieras como a alguien salido de un cuento o de una fantasía.
—Es que lo eres —responde entre risas suaves, pero su tono lleva verdad. No bromea.
—Pero, a la vez, me ves como a una persona normal. A alguien que no te impresiona por su apellido, ni por lo que tiene. Solo me ves a mí. Sin adornos. Sin peso.
Valentina entreabre los labios, como si estuviera a punto de responder, pero no lo hace. No dice nada. Se queda ahí, observándome con esa intensidad que me quema, que me desnuda, que me salva. Su silencio no es ausencia. Es presencia total. Me mira con esos ojos lilas llenos de asombro, como si no entendiera cómo llegó a este momento… pero lo atesora. Y yo lo entiendo. Porque a mí me pasa lo mismo.
Paso el pulgar por su mejilla, sintiendo el leve temblor de su piel bajo mi tacto. Es tan hermosa. No solo por fuera. Es hermosa por dentro, por su historia, por la fuerza que no presume, por el miedo que carga y aún así enfrenta.
—No sabes lo que haces en mí, Valentina. Cada vez que me miras así, me das un nuevo motivo para creer que soy más que mis errores, más que mi historia, más que lo que todos esperan de mí.
Ella parpadea, y noto el brillo contenido en sus ojos, esa humedad delicada que aparece cuando algo te desborda y no sabes si reír, llorar o ambas cosas al mismo tiempo.
—Y tú… —susurra al fin—. Tú me haces sentir como si tuviera permiso de existir entera. Como si lo roto en mí también mereciera ser amado.
La miro en silencio, conmovido y sonrío porque no puedo hablar de inmediato. Algo se aprieta en mi garganta, un nudo que nace del pecho y sube hasta los labios, impidiéndome articular palabra. Entonces, noto cómo el dije de picaflor que le regalé brilla bajo la luz de la luna, suspendido con elegancia sobre su clavícula. Lo tomo entre mis dedos, lo observo, y por un instante me pierdo en mis pensamientos. En lo que he sentido desde que ella llegó a mi vida.
—¿Dije algo malo? —pregunta con un hilo de voz, buscándome con esos ojos color lila que siempre logran atravesarme, sin permiso y sin aviso.
Niego con la cabeza, aún sin poder hablar.
—¿Entonces? ¿Todo bien? —insiste, mientras juega con la cruz de plata que ahora cuelga de mi cuello. La misma que se ha vuelto mi amuleto.
—Quiero casarme contigo —murmuro de pronto, dejándome llevar por esa certeza que me arde en el alma desde hace días.
Ella se queda inmóvil. Me observa como si sus oídos se hubieran equivocado, como si no pudiera creer lo que acabo de decir.
—¿Cómo? —susurra, con una sonrisa nerviosa en los labios, esa mezcla perfecta de sorpresa, alegría y miedo.
Acaricio su cabello con ternura, bajando la voz. Mis palabras salen como un secreto sagrado, uno que guardé por mucho tiempo sin saber que lo llevaba dentro.
—Sé que es muy pronto, que apenas estamos empezando… pero quiero casarme contigo. Quiero amarte el resto de mi vida. Tener una familia a tu lado. Construir una casa, formar un hogar contigo. Quiero hacer de tu risa mi música, y de tus manos, mi destino. Quiero darte el mundo, Valentina. El mundo entero… o al menos, el mío. Porque ya es tuyo.
Ella no responde enseguida. Me mira como si intentara grabar cada palabra en su piel. Y en sus ojos veo algo que jamás imaginé merecer: paz y esperanza. Luz.
—Estoy perdidamente enamorado de ti, Valentina de la Torre —le digo con firmeza, acariciando su mejilla, como si su nombre fuera una oración que necesito repetir para que el mundo siga girando—, y quiero que permanezcamos enamorados el resto de nuestras vidas.
Valentina se muerde el labio, como si contuviera la emoción para no desbordarse. Luego, toma mi rostro entre sus manos con delicadeza, y me besa. Un roce suave, leve, cargado de significado. De aceptación. De promesa.
—¿Acaso me estás pidiendo matrimonio? —pregunta entre risas, con la voz temblorosa.
—Pues… sí —respondo, sin dudar—. No sería de inmediato, claro. Primero necesito arreglar lo de Ana Caro, asumir lo que implica mi bebé y poner en orden otras cosas… pero sí, Valentina. Nos casaremos. Un día. Si tú también lo quieres.
Mis manos comienzan a deslizarse lentamente por su cuello, bajando con delicadeza hasta el centro de su pecho, donde el picaflor reposa. Su piel se eriza con mi tacto. Ella cierra los ojos un segundo, como si memorizara este momento con todos los sentidos.
—Te amo —murmura, casi en un suspiro, antes de volver a besarme.
Y en ese instante, lo sé: ella también está diciendo que sí. No con una respuesta concreta, no con palabras formales, sino con el lenguaje que siempre hemos entendido mejor: el de los silencios compartidos, el de las miradas que no necesitan traducción.
Nuestros labios vuelven a encontrarse, y esta vez el beso se convierte en promesa. No de perfección, ni de certezas absolutas, sino de entrega, de compañía, de querer intentarlo a pesar de todo.
Nos vamos despojando de la ropa con la misma calma con la que uno se quita el miedo. Cuando por fin estamos piel con piel, ella toma mis manos y las besa. Primero los dedos, luego las palmas, después las muñecas. Sus labios suaves se deslizan por mis brazos, como si en cada caricia quisiera agradecerme por haber esperado, por haber visto más allá de las cicatrices.
—¿Dónde se fue mi tímida Valentina? —pregunto, con una sonrisa, mientras ella se acomoda frente a mí, con esa seguridad nueva que ha ido floreciendo en su mirada.
Ella se sienta a horcajadas sobre mí y acaricia mi rostro con ambas manos. Sus ojos lilas me envuelven.
—Sigue aquí… —responde con voz serena—. Sólo que ya no tiene miedo de ser quien es.
Sus palabras me conmueven, me hacen sonreír, me llegan al alma. Me mira con firmeza, con ternura, con una mezcla de fuego y calma que me desarma por completo. Y entonces, sin más, nos rendimos el uno al otro. No con urgencia, sino con reverencia. Como si este momento fuera sagrado.
Valentina me besa, lento, con la dulzura de quien ha aprendido a amar de a poco. Sus labios saben a amor, a entrega, a hogar. Me rodea con su cuerpo, pero también con su ilusión, con su nueva paz y su seguridad reconstruida. Yo la sostengo por la cintura, y cuando nuestros cuerpos se encuentran, no hay prisa. Sólo un lenguaje que acabamos de inventar juntos.
Nos movemos con ritmo pausado, como si el tiempo se hubiese detenido para mirarnos. Con cada roce nos comunicamos; es una conversación silenciosa que sólo nosotros entendemos. Cada gemido es una muestra de su nueva libertad. Ella cierra los ojos, y en su respiración entrecortada siento su deseo, esa pasión redescubierta que ahora descarga en mi cuerpo. La mujer que llegó hace meses: silenciosa, temerosa, tímida. Hoy me acaricia sin miedo, como si me conociera de toda la vida.
—Eres mi caos, Valentina… —le susurro, mientras beso su cuello—. Pero un caos que le da sentido a todo. El único desorden que me dio paz.
Ella apoya su frente en la mía, y sonríe. Sus caderas siguen en un vaivén que me vuelve loco, que me provoca y me excita. No hay rastro de la mujer asustada que conocí. Solo esta versión suya, valiente, sexy, atrevida, viva. Y yo, que pensé que venía a protegerla, descubro que ha sido ella quien vino a enseñarme a amar.
En el clímax, no gritamos. Nos quedamos en silencio, abrazados, como si quisiéramos memorizar este momento, como muchos otros momentos juntos más. Entonces lo recuerdo.
Valentina se irá.
Después de esta noche, ella hará sus maletas y regresará a México.
Le pedí matrimonio, sí. Le hablé de un futuro, de un hogar, de una vida juntos.
Pero aun así, se irá… y no sé cuándo regresará. No porque no quiera saberlo, sino porque ella no me lo ha dicho. Y eso me pesa más de lo que estoy dispuesto a admitir en voz alta.
Mientras la tengo entre mis brazos, mientras su piel tibia se funde con la mía y sus latidos parecen acompasarse con los míos, el miedo aparece.
No el miedo de perderla, no.
El miedo de no poder retenerla.
El miedo de que este sea el último beso, la última noche, el último “nosotros”.
Acaricio su rostro, con los ojos cerrados y la frente apoyada en la suya, y entonces, con voz baja, apenas un susurro que solo ella puede oír, le digo:
—Quédate…
Ella parpadea, confundida al principio.
—No te vayas más —continúo, con el corazón en la garganta—. Quédate conmigo y te prometo que estaré a tu lado. Que no voy a soltarte, pase lo que pase, te vas a despertar y voy a estar ahí.
Valentina no dice nada por un instante. Me mira como si estuviera sopesando el peso de mis palabras. Pero yo lo sé. Sé que si da un paso, solo uno, el resto lo haré yo.

Ana Martínez
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Ana Martínez
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Tristan es lo maximo!