VALENTINA

Tuve que comprar una maleta más grande. La pequeña mochila con la que llegué, la misma que contenía mis tres vestidos “buenos” y mis únicos zapatos, ya no es suficiente. Ahora tengo tanta ropa que no cabe en ella. Ropa que jamás pensé tener, mucho menos usar. Jo y Tristán me han regalado prendas tan hermosas, tan elegantes, que todavía me cuesta creer que son mías.

Doblo cada una con cuidado, como si temiera arrugar un sueño. Ordeno los vestidos por tonos, los blazers por textura, y coloco los zapatos con precisión, aprovechando cada rincón para lograr cerrar la tapa. Después, acomodo el neceser con los productos de belleza y cuidado personal que Jo me envió, como solo ella sabe hacerlo: con estilo, detalle y cariño.

Entre ellos hay un set completo de maquillaje que no sé usar del todo, pero que me emociona descubrir, y una colección de jabones, cremas y aceites corporales con un aroma tan sutil y embriagador que desde que los abrí, huelo a gardenia y lavanda todo el día. En su nota, Jo me explicó que es parte de una nueva línea de cuidado personal que está por lanzar en colaboración con su prima Sila: la llamaron “Silvestre by Sila & Jo”, y el nombre no puede ser más acertado. Es un aroma silvestre, limpio, elegante… como si te envolviera el campo en primavera.

Me detengo un momento, con una blusa entre las manos. Respiro hondo. ¿Quién iba a decir que algún día tendría una maleta así? ¿Que alguna vez llegaría a un lugar donde las personas quisieran que me viera bonita, que me sintiera bien, que me sintiera… querida?

Y aquí estoy. Doblando ropa bonita, oliendo a flores, y armando una nueva vida. Con una maleta grande, sí. Pero con el corazón aún más lleno. 

Me iré a vivir con Tristán; está decidido. No regresaré a México. Me quedaré aquí, con él, construyendo una nueva vida. Eso también significa que debo contarle la verdad. Todo. El proyecto, el plan, lo que pasó y lo que Jon me pidió que aún no revelara. No puedo seguir posponiéndolo. Si esta relación va a ser real, si va a tener raíces, la verdad tiene que estar primero. Porque, en el fondo, yo no he hecho nada malo… y antes de que cualquier cosa se complique, lo justo es que él lo sepa.

Puedo imaginarlo: nuestra vida juntos. Una vida amada, segura, con trabajo, con libertad. Sobre todo, libertad. Ya no estaré encerrada en cuatro paredes. Ya no viviré sola todo el día, atrapada en el eco de mis pensamientos. Podré tener amigos, salir a ver el mundo, probar comidas nuevas, vestirme como yo quiera. Ser yo, sin miedo.

Quiero estudiar. Le diré a Tristán que quiero hacerlo. Quiero oficializarlo. Fui educada en casa, sí. Mi madre y mi padre me enseñaron a leer, a escribir… pero nunca he pisado una escuela. Nunca he tenido compañeros, ni exámenes, ni diplomas. Quiero estudiar la secundaria, la preparatoria, quiero una carrera. Quiero levantarme un día y sentir que lo logré. Que no me definió el encierro ni el miedo, sino la elección de seguir adelante.

Estoy tan absorta en mis pensamientos, tan emocionada por ese futuro que por fin empieza a construirse, que el tono de mi teléfono me toma por sorpresa. Vibra sobre la mesa, y al ver el nombre en la pantalla, mi mundo se congela.

Tito.

Mi corazón se cae a los pies. El cuerpo se me tensa. Las manos me sudan. Es como si todo el aire del cuarto se esfumara de golpe. Tito está llamando. Y, de pronto, ese futuro tan brillante… vuelve a temblar.

El teléfono sigue vibrando. El nombre, Tito, parpadea en la pantalla como una advertencia. Sé que si no contesto ahora, llamará otra vez. Y otra. Hasta que lo haga.

Tomo aire y deslizo el dedo por la pantalla. Activo el altavoz.

—¿Sí? —mi voz suena más firme de lo que me siento.

Del otro lado, silencio. Apenas un segundo, pero lo suficiente para que el miedo entre por la grieta. Y entonces, su voz.

—Valentinita. —Lo dice como si estuviéramos en una llamada cotidiana, como si no me hubiese amenazado nunca—. Qué gusto escucharte. Suenas distinta… más… suelta.

Trago saliva.

—¿Qué necesitas?

—Nada, corazón. Solo avisarte que el sábado te esperamos en el aeropuerto. Todo está listo. Tu vuelo, tus documentos, tu habitación, como siempre. Pensamos en cada detalle. Te extrañamos mucho.

Cada palabra me cae como un clavo helado en el estómago. Pero me obligo a mantener la calma.

—Entiendo… —digo en voz baja.

—Buen trabajo, por cierto. —Y su tono cambia. Se vuelve más oscuro, como si disfrutara cada palabra—. No esperaba menos de ti. Sabía que ibas a conseguirlo. Nunca dudé de tu lealtad.

Lealtad. La palabra me araña por dentro.

—Has sido tan útil, tan silenciosa, tan perfecta… —añade—. Y ahora todo va a cambiar. No te preocupes por nada. Confía en mí, como siempre has hecho. Lo único que tienes que hacer es subirte a ese avión.

Aprieto la mano contra la mesa para no temblar. Me niego a dejar que oiga miedo en mi voz.

—Viajaré —respondo con la voz más neutra que puedo—. El sábado.

—Eso me gusta. Siempre tan obediente. —Y entonces, un leve suspiro de su parte, como si estuviera satisfecho—. Nos vemos pronto, querida. Esta vez, será diferente.

Corta la llamada. Sin despedirse. Sin esperar respuesta.

La habitación queda en silencio, pero la presión en mi pecho no baja. Me quedo ahí, inmóvil, mirando el reflejo negro de la pantalla, como si aún pudiera salir su voz de ahí. Mis manos tiemblan. Mi respiración se vuelve irregular.

“Diferente.”

Esa palabra. La forma en la que la dijo. El tono. Todo me retumba en la cabeza. Porque sé exactamente lo que significa para él.

Y esta vez… no pienso obedecer.

Me dejo caer sobre la cama, aún con el celular en la mano. Podría soltarme a llorar. Gritar. Romper algo. Pero no lo hago. Porque ya no soy la misma. Porque esta nueva vida que apenas estoy empezando me ha enseñado una verdad más dura, pero más clara: regrese o no a México, Tito no va a dejarme ir.

No mientras sepa que estoy viva.

No mientras siga siendo un riesgo para él.

—Voy a morir —susurro.

La frase, tan simple y tan cierta, me cae como una piedra en el estómago. Por un instante, todo mi cuerpo se queda helado. Quieta. Asustada. Y luego, me obligo a moverme.

A actuar.

Tomo el teléfono otra vez. Ya no tiemblo. Mis dedos marcan el número casi por instinto. Sólo hay una persona que puede ayudarme a entender qué hacer. Que puede mirarme sin juicio y con claridad.

La línea suena una vez, dos…

—¿Jon? —mi voz suena más pequeña de lo que quiero—. Necesito verte. Es urgente.

Silencio. Un segundo. Y luego su respuesta, firme y sin dudar:

—Estoy en camino.

***

—Nuestro plan no funcionará —le digo a Jon, con firmeza.

Él me observa en silencio, con esos ojos afilados que siempre están un paso adelante, pero ahora parecen más cansados.

—¿Por qué? —pregunta.

—Tito… me va a matar. —Y lo digo con la certeza de quien ha vivido con ese hombre demasiado cerca.

—¿Cómo lo sabes?

—Hoy me llamó. Para asegurarse de que me suba al avión. Pero su tono fue distinto… frío. Como si ya no necesitara fingir. Tito nunca pensó dejarme libre, Jon. Me usó, me exprimió… y ahora va a deshacerse de mí. Vaya o no a México, él me va a encontrar. Y va a matarme.

Jon no reacciona de inmediato. Se queda quieto. Inmóvil. Como si ya lo supiera.

—Lo sé —murmura.

Siento que el aire me abandona.

—¿Lo sabías? —le espeto.

—Sí.

—¿Me ibas a poner como carnada, entonces?

—No, Valentina. Siempre fuiste carnada.

No sé qué me duele más: su honestidad o la certeza de que no tengo salida.

—Desde el principio fuiste la llave —continúa, con una voz más baja—. Pero no para robar un proyecto. Eso era lo de menos. Tito nunca quiso el proyecto. Ni le importaba la campaña contra tu “Tío”.

—¿Entonces qué? —pregunto. Siento que el suelo bajo mis pies comienza a temblar.

Jon da un paso más. Me mira con esa mezcla de tristeza y determinación que sólo se tiene cuando uno está a punto de romperle a alguien algo que no sabía que tenía.

—Tito tiene un interés especial en ese lugar, Valentina, porque ahí… están escondidas pruebas que lo incriminan. En los terrenos —me indica, y sin más detalles entiendo todo.

Me quedo en silencio. Aturdida.

—No quiere el proyecto para desarrollarlo. Quiere evitar que se haga —continúa Jon—. Si la Fundación sigue adelante, activará auditorías, estudios de impacto ambiental, excavaciones. Todo eso desenterraría lo que Tito dejó escondido. Si el primo de David logra llevarlo a cabo, Tito está acabado.

—¿Y por qué no lo hace él? ¿Por qué no vino?

—Porque tú eras perfecta —responde sin dudar—. No levantabas sospechas. Traías la cara de la libertad, del trauma, del “quiero empezar de nuevo”. Nadie sospecha de una mujer que estuvo diez años encerrada. Se aprovechó de tu historia, de tu inocencia… pero también de tu inteligencia. Sabía que podías hacer el trabajo sin saber lo que realmente hacías. Justo como tu madre.

Mis labios tiemblan.

—¿Entonces soy su cómplice? —susurro.

—Sí —responde Jon, sin adornos—. Pero no estás sola, Valentina. No te quiero asustar, pero tienes que entenderlo.

—¿Sola? —repito, confundida.

Jon lanza una mirada hacia el celular que está sobre la mesa, y en ese instante lo entiendo todo. Me adelanto, lo tomo entre mis manos.

—¿Qué sabe?

—Todo —responde. Su voz se quiebra apenas, pero no aparta la mirada.

—¿Hasta de ti?

—No. Uso un móvil encriptado, uno que no se puede rastrear —responde con calma, pero la tensión en su mandíbula lo delata—. Es por seguridad, por mi familia. Siempre.

Jon se pasa una mano por el cabello, visiblemente afectado.

—Valentina… sé que amas a David. Y te lo agradezco. Pero yo también lo amo. Es mi primo. Es mi sangre. Y lo estás poniendo en peligro.

—¿Ponerlo en peligro?

—En el momento en que no subas a ese avión, Tito sabrá que algo falló. Que algo estás planeando. Ya está paranoico, y puede reaccionar peor. Estoy rastreando movimientos. Puede que ya esté en camino.

—Pero… voy a morir si me voy —respondo, con voz temblorosa—. Necesito que me asegures que voy a estar bien.

—Ya no puedo asegurarlo —dice Jon, más bajo—. Es demasiado tarde, Valentina. Tito ya sabe que algo no cuadra. Él no confía en nadie. Ni siquiera en ti.

Hace una pausa. Su mirada se clava en la mía.   

—Sólo te pido una cosa —continúa—. Si todo explota… si las cosas se salen de control… no me obligues a escoger entre tú y mi familia. Porque te lo advierto: perderías. Y lo siento.

Asiento. No tengo fuerzas para discutir. Trato de tragarme las lágrimas, de mantenerme firme. Pero no puedo. Porque aunque me duela, lo entiendo. Yo también habría escogido a mi familia por encima de todo.

—Te prometo que tu familia no saldrá lastimada. Pero le tengo que decir a David todo. Él me va a creer. Él…

—La familia viaja mañana a Ibiza, para la boda de mis primas…

Y entonces lo entiendo todo. Mi tiempo se terminó. Hice lo que tenía que hacer, tomé las decisiones que creí correctas… y ahora, simplemente, se acabó el tiempo.

—Cuando pase lo que tenga que pasar… David me va a creer —le aseguro.

Jon no responde de inmediato. Me observa con una mezcla de respeto y resignación, y luego me rodea con los brazos en un abrazo que no esperaba.

—Eso espero —susurra—. Trataré de ayudarte lo más que pueda. Te lo prometo.

—Gracias, Jon. De verdad.

—Sé que no subirás a ese avión…

—No lo haré. Si estos son mis últimos días de vida… los voy a aprovechar en libertad. Ya pasé demasiado tiempo encerrada. De todas maneras, me espera una muerte horrible. Prefiero morir sabiendo que fui libre, aunque fuera por poco tiempo.

Jon suspira. Ya no dice nada. Sólo se queda ahí, conmigo, en el silencio compartido de quienes entienden que han llegado al límite de lo posible.

Yo, mientras tanto, respiro hondo y cierro los ojos. Siempre estuve condenada a morir. Lo supe desde el día en que me arrebataron la vida que me pertenecía. Pero a mí… Dios me concedió un poco más de tiempo. Tiempo para conocer a David Tristán, a su hermosa familia, a gente buena, limpia, valiente.

Y aunque tenga miedo… hoy sé que fui bendecida.

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