(La boda de las gemelas, la pueden leer en sus respectivas historias. Aquí sólo me centraré en los acontecimientos de Tristán y Valentina). 

TRISTÁN
Día de la boda

Llegó, por fin, el día de la boda más esperada por mi familia. Y fue hermoso. Ver a mis hermanas entrar en la iglesia, vestidas de blanco con aquellos trajes que parecían sacados de un sueño, me conmovió profundamente. No pude evitar emocionarme, especialmente durante los votos. Fueron los más largos —y, sin duda, los más sinceros— que he escuchado en mi vida.

Karl habló de lo que significa formar parte de los Canarias, de la responsabilidad y el orgullo que eso conlleva. Alegra compartió su visión del amor, tan intensa y transparente como ella misma. Lila, con lágrimas en los ojos, habló de encontrar a su alma gemela y de atreverse a escribir su propia historia, a su manera. Y Antonio… Antonio habló sobre lo que es sentirse verdaderamente acogido en una familia, sobre la calidez que transforma lo ajeno en hogar.

Después de la ceremonia, la celebración estalló en abrazos, risas y felicitaciones que no tardaron en llover. Todo era alegría, brindis, música. Pero yo… yo sólo tenía ojos para Valentina.

Estaba allí, con ese vestido color esmeralda que parecía hecho para ella. Desde la primera vez que la vi, su imagen se me quedó grabada: tan tímida, tan natural, tan deslumbrante, sin proponérselo.

Estuvo atenta toda la boda, observando con esa mirada suya que lo capta todo sin decir demasiado. Yo, al formar parte de la escolta de los novios, no pude estar a su lado durante la ceremonia, pero ahora que todo se ha calmado, que el bullicio cede paso al murmullo de las conversaciones y a la música de fondo, solo me queda entregarme a este momento: divertirme, disfrutar, y pensar —sí, pensar en nuestro futuro.

Quiero proponerle a Valentina que nos escapemos unos días, unas breves vacaciones antes de regresar a Madrid. Un paréntesis. Un espacio solo para nosotros. Antes de que el embarazo de Ana Carolina avance y ya no pueda apartarme de su lado. Antes de que empiece mi vida como padre y con ella, una nueva rutina llena de horarios, responsabilidades y noches sin dormir.

No se trata solo de descansar, se trata de estar con Valentina. Quiero asegurarme de que estemos bien, de que se sienta feliz a mi lado. Quiero verla reír sin prisa, descubrir nuevos paisajes con ella, mostrarle el mundo —y que lo disfrute, que lo respire, que lo haga suyo. Que sepa que en medio de todo lo que está por venir, ella sigue siendo mi elección constante.

—¿Qué tanto piensas? —escucho su voz suave, justo cuando la veo acercarse a mí entre las mesas decoradas con velas y flores.

Como fue una invitada de último momento, Valentina tuvo que sentarse en otra mesa. Los lugares ya estaban asignados, y no hubo forma de que estuviéramos juntos durante la cena. Ahora, por fin, se sienta a mi lado y, casi de inmediato, tomo su mano con disimulo, bajo el mantel.

Nadie sabe que Ana Carolina y yo hemos terminado. Nadie sospecha. Así que este pequeño gesto —su mano entrelazada con la mía, escondida del mundo— es todo lo que tengo por ahora. Todo lo que podemos permitirnos.

—Pienso en que… te haré el amor cuando todos estén muy distraídos —le murmuro, con la voz baja, cerca de su oído.

—David… —responde, apenada, bajando la mirada.

—Sabes que tengo una habitación en esta isla, por ser parte de la familia —le recuerdo—. Y Dante estará con Ana Caro esta noche. Yo… bueno, yo estaré libre.

Valentina se sonroja. Pero no aparta la mano. Su silencio, su rubor, su leve sonrisa… dicen más que cualquier palabra.

De pronto, las luces de la pista se apagan, y escucho a los invitados gritando emocionados como si fuese un concierto. Al parecer, los invitados especiales están por iniciar, y el primero es el favorito de Alegra.

Las primeras tonadas de Baile Inolvidable de Bad Bunny comienzan a sonar, suaves, nostálgicas, como un eco de algo que aún no vivimos, pero ya duele. El escenario improvisado se ilumina, y allí está: Bad Bunny en persona, con su micrófono dorado y sus gafas oscuras, levantando una ovación general.

—¡Guau! —dice Valentina, con los ojos abiertos de asombro, mientras ríe y me da un codazo suave en el brazo.

Mis hermanas, primos y primas se lanzan a la pista. Incluso mis tíos, Manuel y Ainhoa, se levantan con una gracia que no les conocía, moviéndose como si el tiempo no pesara. Me pongo de pie y le ofrezco la mano a Valentina.

—¿Bailamos?

—¡Ay no, Tristán! —dice, riendo y mordiéndose el labio. Mira a todos bailar, se encoge un poco sobre sí misma—. ¡No sé bailar salsa!

—Vamos… —le digo, insistente pero dulce, con esa mirada que le dice sin palabras: “confía en mí”.

Ella toma mi mano, vacilante, y la guío al centro de la pista. Nos abrimos paso entre los cuerpos en movimiento, hasta encontrar un rincón libre. La canción va entrando en su primer coro mientras le coloco suavemente una mano en la cintura. Su espalda se tensa un poco.

—Relájate —le susurro—. Solo escúchame.

Coloco su otra mano en la mía, entrelazo nuestros dedos, y comenzamos a marcar el paso básico. Uno-dos-tres… pausa… cinco-seis-siete… Siento su respiración intentando sincronizarse con la música.

—Muy bien… eso es —le digo, bajando el tono como si le hablara al oído y no al corazón.

Ella me sigue con torpeza al principio, sus pies dudan, pero sus ojos no se apartan de los míos. La canción avanza, y yo la llevo en giros suaves, guiándola con la yema de los dedos, como si su cuerpo fuera una extensión del ritmo que ya tengo tatuado en la piel. Cada paso que da es más fluido que el anterior.

Cuando Bad Bunny canta “fuiste tú mi baile inolvidable”, hago un leve giro hacia atrás y luego la atraigo hacia mí con decisión. Ella tropieza un poco y suelta una carcajada nerviosa, que se transforma en una sonrisa luminosa cuando logra girar con soltura.

—¡Lo estás haciendo perfecto! —le digo, con orgullo.

—No, tú me estás haciendo parecer buena —responde ella, y su risa es tan ligera que me dan ganas de detener el tiempo.

Sigo guiándola, marcando los pasos con suavidad. Cada vez que se equivoca, la giro o la acerco a mí para que no lo note nadie más. En un momento, la dejo dar un giro lento, tomándola solo por una mano, y cuando vuelve a mí, coloco su mano sobre mi pecho.

La canción llega al puente instrumental, y el ritmo baja un poco. Aprovecho para pegarla a mí. Su frente queda cerca de mi mandíbula, y su perfume se mezcla con la brisa marina que entra por las ventanas del salón. No hablamos. Solo respiramos al mismo compás.

—¿Sabes? —le murmuro—. Si este fuera el último baile de mi vida… no elegiría a nadie más.

Valentina me mira. No dice nada. Pero en su forma de asentir, en cómo aprieta un poco más mi mano, me dice todo.

Y mientras Baile Inolvidable llega a su último estribillo, nos dejamos llevar por ese vaivén íntimo, como si no hubiera nadie más en la pista, ni boda, ni invitados, ni secretos. Solo nosotros.

Y la música.

—¡Tristán! —escucho que alguien me dice al oído. Al voltear, veo a mi primo Daniel, que se acerca con urgencia contenida—. Creo que hay problemas. 

Frunzo el ceño y sigo su mirada. Mi padre avanza a paso firme hacia un hombre que no reconozco de inmediato. El extraño, sin embargo, dirige su mirada directamente hacia Valentina y, al instante, la señala con el dedo. Mi padre alza una mano con calma, en un gesto claro de advertencia.

—¿Qué pasa? —pregunto, desconcertado.

Miro a Valentina. Está paralizada. Sus ojos están fijos en el hombre, como si lo conociera demasiado bien. Su rostro ha perdido todo el color.

—¿Valentina? —repito, dando un paso hacia ella. El concierto privado continúa en el fondo, ajeno al caos que empieza a hervir en este rincón.

Mi padre sigue hablando con el desconocido, pero ahora los gestos son más agitados. Mi padre está tenso, claramente molesto. No espero más: comienzo a caminar hacia ellos.

—No —Valentina me toma del brazo con fuerza. Sus ojos, llenos de angustia, suplican más que su voz—. Por favor, Tristán… no.

Pero no le hago caso. Me libero con suavidad, sintiendo la presión de sus dedos soltarse como si dejara caer algo frágil. Camino hacia mi padre con paso firme, mientras el eco lejano de la música contrasta brutalmente con lo que estamos viviendo.

A medida que me acerco, escucho fragmentos de la conversación:

—Le pido que no haga un escándalo —dice mi padre con un tono firme, contenido—. Es la boda de mis hijas. No quiero que esto se arruine. Si desea hablar, podemos hacerlo en otro salón.

—Muy bien, David Canarias Ruiz de Con… —responde el hombre con una ironía cargada de veneno, como si escupiera cada sílaba con desprecio.

Estoy a punto de corregirlo —ése no es el nombre de mi padre—, pero él me lanza una mirada fugaz, tajante, como un cuchillo silencioso. Me está pidiendo algo muy raro en él: que me mantenga al margen.

—Papá…

—Ve con tus hermanas, Tristán —me ordena, sin perder la compostura. Pero hay algo en su tono que no me cuadra. Es tenso. Nervioso. No es el mismo hombre de siempre.

—Pero…

—Solo ve… —repite con firmeza. Luego gira la cabeza hacia Valentina, que se ha acercado con pasos temblorosos—. Acompáñame —le dice con seriedad.

Ella asiente en silencio, con los labios sellados y los ojos cristalinos.

—Si va Valentina, voy yo —digo, sin pensarlo.

Mi padre suspira, resignado.

—Como desees —acepta, aunque añade algo que me deja frío—. Pero te pido que guardes silencio.

¿Silencio? ¿Mi padre pidiéndome que me calle? Eso no es propio de él. Me lo grabo. Algo grave está ocurriendo.

Caminamos juntos por el pasillo lateral del salón. Justo antes de entrar a la sala contigua, Valentina me detiene. Me toma del brazo con suavidad, pero con una determinación que no le había visto hasta ahora. Me obliga a mirarla.

—¿Me amas? —me pregunta, de golpe.

—¿Cómo?

—¿Me amas, Tristán?

Me quedo en silencio un segundo, atrapado por la sinceridad cruda en su mirada. No hay drama en su voz, solo necesidad. Como si la respuesta pudiera sostenerla… o terminar de hundirla.

—Sí —le digo, sin rodeos—. Te amo.

Ella asiente una vez. Y con esa única afirmación, como si hubiera reunido el valor de una vida, me suelta el brazo y entra en el salón.

Las puertas se cierran con un sonido seco y pesado. El silencio que queda dentro del salón es denso, casi irrespirable. Solo estamos nosotros cuatro: mi padre, Valentina, ese hombre… y yo.

—Dígame, ¿en qué puedo servirle? —pregunta mi padre con esa elegancia imperturbable que lo ha acompañado toda la vida, pero yo lo conozco. Sé leerlo. Y en la línea de su mandíbula apretada, percibo una tensión contenida, un límite a punto de romperse.

—He venido desde lejos por mi sobrina, Valentina —responde el hombre con una voz áspera, como si cada palabra le costara, cargada de rencor, de algo podrido que lleva mucho tiempo fermentando en el pecho.

¿Su sobrina?

Siento que algo se me revuelve en el estómago. Miro a Valentina, busco su rostro, una reacción, una explicación. Pero ella no abre los ojos. Los mantiene cerrados con fuerza, como si al hacerlo pudiera contener el mundo entero dentro de sí, como si cerrar los ojos fuera su única defensa para no derrumbarse.

Entonces, de forma repentina, el hombre la toma del brazo con brusquedad y la jala hacia él como si fuera suya. Como si no fuera una mujer, sino un objeto.

—¡Le voy a pedir que la trate con respeto! —espeto, dando un paso al frente, sin pensar. La furia me brota desde las entrañas.

—¡Es mi sobrina y la trato como se me pega la gana! —grita, y sus ojos están tan inyectados de rabia que por un instante me cuesta creer que estemos en medio de una boda, en medio de gente, en medio de una familia que la ha amado—. ¡Sobre todo después de lo que hizo!

—Tío… —susurra Valentina. Su voz es tan pequeña que apenas la escucho. Es una súplica, un recordatorio, un eco infantil.

—¿Lo que hizo? —pregunto, mirándolo con incredulidad, sintiendo que cada palabra suya raspa contra algo dentro de mí.

El hombre se vuelve hacia mí, con una sonrisa torcida, húmeda de veneno.

—¿Qué, no les dijo que es una maldita infiltrada?

La palabra se estrella contra nosotros como un cristal que se rompe en mil pedazos. “Infiltrada”. La sala se vuelve fría, los murmullos se apagan. Puedo sentir las miradas acercándose, buscando comprender lo incomprensible.

La mano de ese hombre se cierra aún más sobre el brazo de Valentina. Ella intenta zafarse, pero él no la suelta. Mi padre da un paso al frente, su diplomacia al borde del colapso.

—¿Infiltrada? —repito, con voz ronca, sintiendo cómo el suelo empieza a tambalearse bajo mis pies.

El hombre ríe, una carcajada seca, sin alma.

—¿Por qué no les dices, Valentinita? —la escupe con desprecio—. ¿Pensaste que así ayudarías a Tito? ¿Que podías escaparte de mí para siempre?

Mi cuerpo reacciona antes que mi mente. Lo separo de ella de un empujón y la coloco detrás de mí. Miro a mi padre, que asiente apenas, entendiendo que esto se salió de protocolo.

—¿Qué está diciendo? —le pregunto a Valentina, sin siquiera voltear a verla aún. Mi voz no es dura, pero sí afilada. Como si ya supiera la respuesta.

Ella no dice nada. La siento temblar detrás de mí.

—Valentina —insisto, y ahora sí volteo. Está pálida, con los ojos vidriosos. Asustada… no, rota.

—No es como él lo dice —balbucea.

—¿Entonces cómo es? —pregunto. Mi tono es más fuerte de lo que quiero, pero ya no puedo sostener la calma. No cuando el mundo que construí con ella empieza a resquebrajarse ante mis ojos.

Ella traga saliva. Mira al suelo.

—Fui enviada por Tito —dice, apenas audible.

El silencio es brutal. El salón parece apagarse. Mis oídos zumban.

—¿Qué dijiste? —le susurro, como si necesitara confirmarlo.

—No sabía todo lo que planeaba… yo creí que era solo para recuperar un proyecto… pensé que era algo político, algo personal contra el tío que me tuvo encerrada… yo…

—¡¿Viniste a espiar a mi familia?! —es la primera vez que levanto la voz. Siento a mi padre moverse detrás de mí, como si quisiera intervenir. Pero nadie dice nada.

—No fue así. No exactamente. Me pidió que me acercara, que consiguiera acceso al proyecto… pero yo no sabía lo que significaba. ¡Te lo juro, David!

—¿Y cuándo pensabas decírmelo? ¿Después de la boda? ¿Después de que vivieras conmigo, con mi familia? ¿Después de jurarme amor eterno? —escupo la última frase, sintiendo que algo dentro de mí se desarma.

—Te iba a decir. Lo intenté tantas veces… pero tenía miedo. Miedo de que me odiaras. Miedo de perderte. Miedo de que no me creyeras.

—¿Y creíste que engañarnos era la forma de no perderme?

Valentina no responde. Solo llora. Silenciosa. No de la forma que dramatiza, sino como quien está dispuesta a ser lapidada por amor.

—Todo fue real para mí, David —dice al fin—. Lo que siento por ti… por tu familia. Yo no soy como ellos. Yo no soy como Tito.

—Pero viniste de su mano —le respondo, sin poder evitar que mi voz se quiebre.

—Me escapé de él. Lo traicioné, te lo juro.

—¿Y eso cómo lo sé? ¿Cómo sé que esto no es otra parte del plan?

—Porque ya no hay plan —me dice, firme—. Ya solo hay verdad. Y tú… tú eres la única persona a la que se la debía por completo.

Me quedo callado. El pecho me arde. No sé si por la rabia, por la tristeza, o por todo junto.

—¿Sabes qué es lo peor de todo esto? —le digo finalmente, sin mirarla—. Que aún así, te amo.

Ella ahoga un sollozo.

—Y eso me duele más que tu traición.

Y entonces, me alejo. No porque ya no la quiera. Sino porque si me quedo, me rompo por completo.

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