TRISTÁN
Meses después

Valentina desapareció por varios meses. Lo único que supe de ella fue lo que Jon logró contarme en confidencia. En resumen, estaba viva, estaba bien. Había llegado a México, había sido liberada, y lo más importante: su testimonio fue clave para la captura de Tito. Lo extraditaron a Estados Unidos, lejos de su vida, lejos de todo lo que alguna vez la dañó.

Me alegré. Fue una de las alegrías más sinceras que he sentido, porque aunque ya no estaba conmigo, saber que al fin era libre me llenaba de paz. Sin embargo, su partida coincidió con un suceso que remeció por completo a mi familia.

Mi primo Héctor tuvo un accidente gravísimo. Cayó en coma. La noticia fue como una grieta que se abrió bajo nuestros pies. Toda la familia se volcó en ayudar, pero sobre todo en cuidar a Lucía y Manuela, sus pequeñas hermanas, mientras mis tíos hacían turnos infinitos en el hospital.

Por mi parte, volví a la casa de Alegra, algo que mis sobrinos agradecieron porque, oficialmente, soy el tío divertido. Me ayudó a conectarme con mi familia, a volver a convivir con mi primo Daniel, quién estaba de guardián oficial de sus hermanas. Apoyado ahora de Tazarte, quién ha demostrado ser una pareja excepcional. Dante y Ana Carolina seguían viviendo en la casa de huéspedes de mi tía Julie, pero yo sabía que eso no podía durar. Había que buscar un hogar para todos. Dante se negaba, pero tampoco tenía dinero para alquilar nada, así que le dije que no lo hacía por él… lo hacía por mi hijo.

Sí. Seré padre de un niño: Michele. O como ya lo llamamos con cariño, Miguelito. Su llegada fue como un rayo de luz en medio de la neblina. Organizamos una pequeña revelación de género, íntima, familiar. Queríamos celebrar ese momento, sin olvidar lo que vivíamos con Héctor, pero sin dejar que el acontecimiento nos robara toda la esperanza. Lo mismo hicimos con el nacimiento de la hija de Sabina. Por unas horas, nos permitimos ser felices. Por unas horas, Héctor sonrió en nuestras memorias.

Ana Carolina lloró mucho el día de la revelación. Dijo que eran lágrimas de alegría, y le creí… pero también sé que llora por dentro. Extraña a su familia. Sus hermanas le han dado la espalda, como amar a alguien fuera un crimen. Como si ella no mereciera amar.

Afortunadamente, un miembro de los Santander decidió acercarse a ella: Xes. Al principio, Caro estaba llena de dudas. Pero como Xes visita con frecuencia a Jo en la casa de mis tíos ⎯una regla impuesta por mi tío Robert⎯, comenzaron a cruzar palabras, a compartir pláticas superficiales, ideas hasta que se volvieron más íntimos y comenzaron a llamarse primos. Ahora hablan de negocios, de construir algo propio. Para Caro, ha sido un consuelo inmenso saber que, al menos uno de los Santander, no la juzga… la respalda.

Yo los observo desde la distancia. A veces me cuesta creer lo mucho que ha cambiado todo. Pero luego pienso en Valentina… y en que, tal vez, aún me espera un reencuentro con ella. Un reencuentro donde los dos estemos completos.

***

Tuve noticias de Valentina a principios de noviembre. Fue un mensaje. Uno solo. Pero bastó para que mi corazón diera un brinco de felicidad.

Un número desconocido de México apareció en la pantalla, y el texto decía:

“Hola. Ya sé cuál es mi música favorita.”

No había nombre, pero no lo necesitaba. Supe que era ella. Lo sentí. Como si su voz me hablara directo al pecho.

Respondí de inmediato, tratando de que los dedos no me temblaran por la emoción:

“¿Cuál?”

“Residente.”

Sonreí. Ese mensaje fue el inicio de nuestro nuevo lenguaje. A partir de ahí, no perdimos el contacto.

Desde la distancia, Valentina y yo comenzamos a acompañarnos. Primero fueron mensajes esporádicos, luego diarios, hasta que un día accedió a una videollamada. Desde entonces, es un ritual. Mi día no empieza ni termina sin ella.

Cada mañana, antes del caos, y cada noche, antes de dormir, tengo una cita con Valentina.

Hablamos de todo. Del clima, de nuestras rutinas, de las cosas que nos duelen y de las que nos hacen reír. Ella me mostró el pequeño departamento donde vive en la Ciudad de México ⎯un sitio modesto, pero lleno de luz⎯. Y yo le comparto las novedades de mi vida: mi trabajo, mi familia, los avances del cuarto del bebé, la casa que he comprado después de vender el piso. 

A veces se ríe. A veces guarda silencio, como si el alma le pesara más de la cuenta. Pero está. Y yo también.

Estamos, aunque no podamos tocarnos.

Estamos, aunque el océano nos separe.

Y mientras tanto, nos reconstruimos juntos.

Valentina ha comenzado a estudiar. Terminó la primaria en un examen de conocimientos y ahora estudia la secundaria. Se ha concentrado mucho en su salud, mental y física, y también en la búsqueda de la verdad. No ha regresado a dónde su familia fue asesinada, pero ha averiguado más sobre ellos. Encontró que su abuela falleció hace unos años, pero que tenía la esperanza que estuviera viva, por eso le dejó todo lo que poseía; una casa en una tierra en San Cristóbal de las Casas. Todavía no ha regresado, dice que no está preparada.

⎯Todavía Tengo que ser testigo del juicio de Tito ⎯me dice, mientras ve a la cámara con esos hermosos ojos lilas⎯. Me da miedo porque, no sé qué pasará. Al parecer, mi madre estaba metida en cosas densas y ahora comprendo muchas cosas. 

⎯¿Cuándo viajarás? ⎯pregunto, preocupado. 

⎯El fin de semana. El juicio dura ocho semanas, pero yo sólo estaré dos. También estará el tío ahí. Tengo que enfrentarme a ellos y me aterra. 

⎯Me gustaría estar ahí, contigo. Te confieso que en verdad me pesa no estar a tu lado. Al menos apoyándote. 

⎯Lo haces desde la distancia, aunque por esas dos semanas no podré hablar contigo ⎯me advierte.

Sonrío. 

⎯¿El abogado te está defendiendo bien? ⎯le pregunto con preocupación, intentando que no se me note el nudo en la garganta. No dejo de pensar que tal vez no le estén ayudando como debería, que algo se les escape, que la dejen sola en el momento más difícil.

Valentina me mira desde la pantalla, con esa calma que ha ido aprendiendo a cultivar con el tiempo. Acaricia con suavidad la taza de café entre sus manos y me responde con voz tranquila:

⎯Sí. Es abogado defensor de víctimas de violaciones de derechos humanos, así que en verdad está preparado. Sabe lo que hace, no te preocupes. Todo está bajo control.

Hace una pausa breve, luego añade con una media sonrisa:

⎯No gastes tu energía conmigo.

⎯¿Cómo no voy a preocuparme? ⎯le respondo, sin pensarlo, con el corazón por delante⎯. Si te amo…

Ella parpadea lentamente. No se lo esperaba, aunque lo ha escuchado antes. Aun así, cada vez que lo digo, parece que algo se le remueve por dentro. No responde de inmediato, pero su mirada lo dice todo.

Desde que retomamos el contacto, poco a poco he ido abriéndome con ella. Le he contado lo que siento, con palabras sinceras, sin adornos. Porque mis sentimientos no han muerto, al contrario: han crecido, se han transformado, se han vuelto más profundos con la distancia. Y aunque ella también me corresponde, lo sé, a veces ambos evitamos decirlo con todas sus letras. Tal vez porque el amor, cuando se ha vivido en medio del dolor, duele más.

Nos cuesta aceptar que estamos tan enamorados porque aún estamos rotos. Porque hay heridas que siguen abiertas, decisiones que duelen, caminos que todavía no se cruzan del todo. Pero incluso así, con todo lo que nos falta, lo que sentimos sigue ahí. Presente. Fuerte. Real.

Y yo, cada vez que la veo sonreír, cada vez que aparece en la pantalla con su cabello suelto y esa luz que solo ella tiene, me convenzo de que, aunque el momento no sea perfecto, ella sigue siendo mi destino.

⎯Yo también te amo ⎯responde Valentina, con esa dulzura suya que me desarma⎯. Pero lo digo por tu hijo, Tristán. Concentra tu energía en él. Ya casi llega, y te necesita entero.

Suspiro. Intento liberar el nudo de nerviosismo que tengo en el pecho. Miguel está a semanas de nacer, y siento que mi vida está por dar un giro definitivo. Ya nos hemos instalado en la nueva casa, y ahora solo somos tres ⎯Ana Caro, Dante y yo⎯ esperando la llegada del pequeño. Es como si todo estuviera en pausa… esperando ese primer llanto que marcará el inicio de algo nuevo.

⎯Me gustaría que estuvieras aquí ⎯le confieso en voz baja, sin mirarla directamente a los ojos. Me duele admitirlo.

⎯Estaré… porque tú me contarás todo ⎯responde con una risita suave, como si intentara aligerar el peso de mi deseo.

⎯Lo sé, pero… físicamente. Aquí. A mi lado ⎯aclaro. Y en ese instante, la pantalla me parece insuficiente. Quiero abrazarla, sentir que sigue siendo real.

Ella baja la mirada por un momento, como si meditara algo muy íntimo, y luego vuelve a alzarla con decisión.

⎯Te juro que pronto nos volveremos a ver.

⎯¿Es una promesa? ⎯pregunto, casi con la voz de un niño necesitado de certezas.

⎯Es un juramento ⎯responde ella, con una sonrisa ladeada que tanto me gusta⎯. Sí. Te juro que volveremos a vernos. ¿Está bien?

⎯Está bien ⎯respondo, sintiendo que en ese simple acuerdo, en ese “te juro”, se guarda toda la esperanza del mundo.

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