NADIR

Trabajar con mi padre es como dirigir un barco con dos timones. De puertas afuera, él posa como el hombre que lo controla todo; de puertas adentro, apenas sostiene el pulso. Lo rodean asesores mediocres y, peor aún, las voces de la familia de Aida, susurrándole qué firmar, a quién escuchar, a quién despedir. Cada indicación que doy llega filtrada por esos pasillos, y cuando regresa a mí ya no es decisión: es obediencia disfrazada.

A veces me pregunto por qué me nombró gerente si, al primer desacuerdo, me desautoriza frente a todos. Los reportes son claros: ocupación a la baja, márgenes erosionados, clientes tradicionales migrando a la competencia. Se lo muestro con cifras, no con opiniones. Él asiente, carraspea, promete “revisarlo” y al día siguiente hace lo contrario. Entonces, cuando lo veo mirar al vacío, con esa calma impostada y los ojos vidriosos, pienso que no es solo terquedad: hay algo —o alguien— tirando de los hilos. Y sé que es Aida. Estoy seguro. 

—Tienes que entender, papá. La salvación son los hoteles de España. Tienes que ir allá y verlos por ti mismo. —Me inclino hacia adelante, intentando que mis palabras atraviesen ese muro de orgullo que lo rodea—. Este hotel es antiguo y no está acondicionado a los estándares actuales.

Mi padre arquea una ceja, como si mis argumentos fueran los caprichos de un niño.

—¿Y qué sugieres? ¿Que lo derrumbemos?

—No —respondo con firmeza, aunque por dentro hiervo de frustración—. Como patrimonio cultural puede servir mejor que como resort. Se necesita una inyección de dinero bastante fuerte para que pueda resurgir, y ese dinero ya no vendrá de aquí.

Camino hacia la ventana y señalo la fachada agrietada, las jardineras descuidadas, los muros que una vez brillaron con mármol pulido y ahora apenas sostienen el peso de los años.

—Míralo, papá. Ya no es el hotel de antaño. La gente no viene buscando nostalgia, viene buscando lujo, comodidad, experiencias únicas. España nos ofrece eso: hoteles modernos, ubicados en ciudades con movimiento, en playas que son destino mundial. Allí está la oportunidad.

Mi padre no dice nada. Se limita a encender un cigarro y aspirar con calma, como si cada bocanada lo mantuviera en control de la conversación. Pero yo conozco ese silencio: no es reflexión, es resistencia.

—Este hotel es uno de los mejores —responde finalmente, con voz seca.

—Era uno de los mejores. Murió hace mucho. Lo sabrías si vieras los otros hoteles. Los de Madrid tienen que salvarse. Podremos recuperar el prestigio. —Hago una pausa, sabiendo que estoy a punto de cruzar una línea, pero no me detengo—. No necesitarías hacer una alianza con los Lafuente.

Mi padre alza la mirada y me clava los ojos. Un destello peligroso se enciende en su pupila.

—¿Qué tiene que ver ese comentario? —pregunta, su tono cargado de advertencia.

—Nada. —Me encojo de hombros, aunque mi voz me traiciona—. Solo que siento que en esta alianza ellos pierden más…

—Ocúpate de lo tuyo, Nadir, y deja mis alianzas en paz. —Da una calada profunda al cigarro y suelta el humo como si escupiera mi insolencia—. Este hotel es de la familia y tenemos que hacer lo posible porque sobreviva. Tú, como gerente, haz lo que te corresponde. Y como hijo… piensa en una estrategia para levantarlo.

El veneno me sube a la garganta.

—¿Y tus asesores? ¿De qué sirve que les pagues un salario si al final no te sirven de nada? —escupo, incapaz de contenerme.

El golpe llega de inmediato.

—¡Cállate! —me grita con furia, golpeando la mesa con la palma abierta—. ¡Lárgate!

Me doy la vuelta de inmediato, con el pulso acelerado, y camino hacia la puerta. Cada paso me pesa como plomo, pero no pienso darle el gusto de verme débil.

—Nadir.

Su voz me detiene. Giro lentamente y lo encaro. Él sigue sentado, la brasa del cigarro iluminando su rostro cansado.

—Compórtate. La boda de tu hermana está cerca. Los invitados comienzan a llegar mañana y no quiero escándalos.

Lo miro fijamente. El aire está impregnado de humo, de orgullo y de algo más: miedo disfrazado de autoridad.

—No te preocupes, papá. Seré buen hijo —respondo, con una dureza que sé que le cala.

Cierro la puerta detrás de mí con un golpe seco. Afuera, el pasillo me recibe con un silencio sofocante. Y mientras camino, con la rabia todavía quemándome por dentro, pienso que un buen hijo… quizá es lo último que pueda ser.

Comienzo a bajar las escaleras y, cuando estoy por llegar al nivel donde se encuentra mi habitación, mi hermana sale de la suya y se topa conmigo. Se estrella contra mi pecho, obligándola a dar un paso atrás.

—Nadir… —me saluda, sonriendo con ese aire ligero que siempre lleva.

—Me tengo que ir… —respondo, con la voz seca.

—¿Vas para abajo? Voy contigo. Hace mucho que no platicamos.

Es porque en realidad no tenemos nada que platicar, pienso, aunque no lo digo. Mi hermana, ajena a mi incomodidad, entrelaza su brazo con el mío como cuando éramos niños, obligándome a mantener el paso.

—Parece que hoy todos están apurados y enojados. No sé si sea mal agüero antes de los festejos de la boda.

—¿Enojados? —repito, más por inercia que por interés.

—Sí, mamá está furiosa con Amira.

El nombre me congela la sangre, aunque me esfuerzo por mantener la compostura.

—¿Por qué está enojada con Amira? —pregunto, con voz controlada.

—Porque anda por ahí, saliendo sola, sin que nadie la detenga. Mamá dice que parece querer escapar y arruinarlo todo… la familia, la boda. Cree que está haciendo cosas sospechosas.

—¿Sospechosas? —repito, buscando que me dé más detalles.

—Sí. ¿Tú no sabes nada?

Mi respiración se tensa. Claro que sabe. O al menos sospecha.

—¿Por qué debería saberlo? —respondo, incómodo, tratando de sonar indiferente.

Mis sentimientos hacia Amira se me clavan como un cuchillo en la garganta. Mi hermana quiere tantear, descubrir qué sé, qué siento, y yo apenas logro mantener la máscara.

—Pues eres el gerente… sabes todo lo que pasa en el hotel.

Suspiro, fingiendo fastidio.

—No, no sé nada. ¿No debería el bienestar de la señorita Lafuente ser asunto de Amir?

Ella se ríe con ironía.

—¡Ay, por favor! Sabes que Amir solo piensa en sí mismo. En fin. No te preocupes. Mamá ya le ordenó a Hakim que la siga y le reporte dónde va y qué hace.

Se detiene de golpe. Baja la voz, como si se hubiera traicionado a sí misma.

—Creo que no debí decir eso… era un secreto. Bueno, confío en que no se lo dirás a nadie. Te quiero, hermano.

Me da un beso fugaz en la mejilla y se marcha ligera, dejándome clavado en el filo de la escalera.

Me quedo quieto, con la mente ardiendo. ¿Me lo habrá dicho para provocarme? ¿O fue un desliz inocente, un comentario tonto que soltó sin medir el peso de las palabras? 

Quiero subir corriendo a su habitación. Golpear la puerta, tomarla de las manos y advertirle de todo. Pero me detengo en seco. ¿Y si eso es justo lo que espera Aida? Mi hermana es altamente manipulable por ella… podría haberme soltado esa información solo para tenderme una trampa.

El corazón me late tan fuerte que siento que me va a reventar el pecho. Nunca me había sentido así. Nunca había querido tanto proteger a alguien… ni arriesgarme por alguien. Y es que, por primera vez, me interesa de verdad una mujer.

Amira. Desde la primera vez que la vi me pegó fuerte. No fue solo atracción, fue un flechazo, directo a la mente y al corazón. Y, sin embargo, mi indiscreción la ha puesto en peligro. Aida sospecha, y ahora su reputación corre peligro. La alianza también. La maldita alianza.

Aprieto los puños. Respiro profundo, intentando recobrar el control. Hoy Amira salió sola, con Omar. Hakim no podrá reportar nada más que un paseo rutinario. Eso me da tiempo. Pero no mucho.

Tengo que advertirle. Tengo que ser cuidadoso, discreto. Porque, por primera vez, no quiero ser el hijo obediente que baja la cabeza ante su padre y su madrastra.

Hoy quiero ser otra cosa.

Quiero ser el hombre que Amira necesite.

4 Responses

  1. Pues ya sabemos que la hermana, discreta no es.
    Nadir, tienes que calcular bien todos tus movimientos sino Aida puede confirmar sus sospechas!!

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