AMIR
—¡Flor imperial! ¡Tenemos un ganador! —escucho, y mis amigos rompen en aplausos.
—¡Eso, Amir! —grita uno de ellos, levantando su copa—. ¡Sabía que hoy era tu noche! Eres un maldito suertudo.
Y sí, en el juego tengo mucha suerte. Lo que no tengo es control. Me gusta el dinero, pero así como lo gano, lo pierdo. Mi adicción me arrastra siempre al mismo círculo: apuesto, gano, vuelvo a apostar… y lo pierdo todo. Sin embargo, la adrenalina que siento al deslizar las fichas sobre la mesa es algo que solo los que jugamos conocemos, un pulso en la sangre que se vuelve imposible de apagar.
—¿Otra ronda? —me preguntan, mientras el crupier acomoda las cartas con manos expertas.
Miro el reloj de pared y me doy cuenta de que he estado demasiado tiempo aquí. Ya debería regresar al hotel. Le prometí a mi madre que sería “el hijo perfecto” durante estos días, ahora que comienzan a llegar los invitados para la boda de mi hermana.
—No, no… me tengo que ir —respondo, forzando una sonrisa.
El grupo me abuchea en tono de broma; la mayoría está tan borracha que apenas distingue entre reproche y celebración. Me pongo de pie con el vaso de whisky en la mano y levanto la copa a modo de despedida.
—¡Suertudo! —me gritan, entre risas y aplausos.
Con las fichas apretadas entre mis dedos, camino hasta la caseta de cambio. El tintineo al dejarlas en el mostrador me produce una satisfacción breve, casi infantil. El cajero cuenta el montón y me entrega un fajo de billetes.
Es bastante dinero. Lo suficiente para no volver mañana, para comprarme algo solo para mí, para hacer algo con mi vida. Un respiro. Una posibilidad.
Pero me conozco demasiado bien. Sé que mañana regresaré, que apostaré otra vez, que perderé lo ganado. Y aún así, la sola idea me acelera el corazón. Porque lo que realmente me importa no es el dinero. Es la sensación de que, en esas cartas, en esas fichas, tengo el control del destino… aunque siempre termine perdiéndolo.
—Aquí está su dinero. Que tenga bonita noche.
—Gracias —pronuncio, tomando los billetes con una sonrisa de triunfo.
Camino hacia la entrada del club, todavía con la euforia de las apuestas vibrando en mi cuerpo. El murmullo de las fichas y el eco de las risas de mis amigos aún me persiguen. Afuera, el aire de la noche es más frío, cargado de humo de tabaco y el aroma salado del mar cercano.
—El auto, por favor —ordeno al valet con la seguridad de quien cree tener el mundo a sus pies.
El joven asiente y desaparece hacia el estacionamiento. Yo me ajusto el saco, palpo los billetes en el bolsillo interior y sonrío para mí mismo. La suerte está de mi lado.
Un auto negro se detiene frente a mí. El chofer abre la puerta trasera con demasiada prisa, pero no me detengo a pensar. Subo, convencido de que es el mío.
La puerta se cierra de golpe.
—¿Qué demonios…? —alcanzó a decir.
Entonces la veo. Una silueta en la penumbra, frente a mí. Olor a cuero y a pólvora. Los cristales polarizados impiden que entre la luz de la calle, y en ese instante sé que no es mi chofer quien conduce.
—Buenas noches, Amir. —La voz es grave, con un acento árabe marcado. Mis entrañas se congelan.
Mis ojos se acostumbran poco a poco a la oscuridad, y finalmente lo reconozco.
Faris Ben-Rahman.
—¿Te importa si vamos por un pequeño paseo? —pregunta, con esa sonrisa peligrosa que nunca anuncia nada bueno.
No hay respuesta posible. En realidad, no tengo opción. Asiento con la cabeza y el auto arranca con un rugido que me sacude las entrañas.
Intento disimular, meter los billetes en el bolsillo interior del saco, pero es inútil. Uno de los hombres de Faris, sentado a mi lado, se adelanta como un animal hambriento y me arranca el dinero de las manos.
—¡Ey! —reclamo con rabia.
El matón ríe mientras cuenta los billetes con parsimonia.
—Esto es nuestro. Comisión por hacernos esperar la última vez.
Aprieto la mandíbula. Mi estómago da un vuelco; entre el whisky y los giros del auto, comienzo a sentirme mareado. El mundo parece dar vueltas y mi cabeza late con furia.
—Amir, Amir, Amir… —Faris pronuncia mi nombre como si fuera una broma privada—. Eres demasiado fácil de encontrar, ¿sabes? Y eso me gusta. No tengo que perder mi tiempo buscándote.
Su voz me hiela la sangre. Trago saliva, intentando mantener la compostura.
—¿Qué quieres…? —pregunto, pero enseguida cambio la pregunta, buscando sonar menos débil—. ¿Qué necesitas?
Faris apoya un codo en el asiento, relajado, como si todo esto fuera un paseo de cortesía.
—Dinero.
—¿Dinero? —repito, incrédulo, casi con un resquicio de indignación—. ¡Pero si ya cumplí! ¡Te di las joyas de mi prometida!
La palabra se me escapa sin pensar, prometida. Siento un nudo en el pecho, un dolor extraño, incómodo. No sé qué duele más: si la traición de haberle robado las joyas a Amira, o el simple hecho de que suene tan mezquino al decirlo en voz alta.
Faris suelta una carcajada corta, sin humor.
—Las joyas fueron un buen comienzo. Pero no alcanza, Amir. —Su sonrisa se torna más oscura—. Tú me debes mucho más.
El silencio dentro del auto se vuelve insoportable. Miro por la ventana, pero la calle está perdida en sombras. Estoy atrapado, y lo sé.
—¿Cuánto más? —pregunto con la voz tensa.
—¡Mucho más! —responde Faris, divertido, como si hablara de una simple apuesta más.
—Puedo… apostar y… —empiezo a decir, buscando un escape, una rendija.
Faris levanta la mano, tajante.
—No. Ya vimos que lo tuyo con las apuestas es inconstante. Un día ganas, otro lo pierdes todo. Nosotros queremos irnos a lo seguro. —Su sonrisa se ensancha con malicia—. Nos darás el dinero de otra manera.
—¿De otra manera? —repito, incrédulo, la garganta seca.
Faris ríe. Esa risa grave, áspera, que me cala los huesos.
—La boda de tu hermana…
El golpe de las palabras me sacude como un latigazo.
—¡NO! —me niego de inmediato, el corazón martillando con furia.
Los hombres de los asientos traseros se carcajean, disfrutando mi reacción. Faris se inclina hacia mí; su aliento, mezcla de tabaco y menta, me golpea la cara y hace vibrar la rabia contenida en mi garganta.
—¿No? —pregunta con fingida incomprensión.
—No… es un gran día para mi hermana, para mis padres, no les podrías hacer eso. Las apuestas y los tratos van directamente conmigo. —Mi voz tiembla, intento imponer firmeza y solo consigo sonar cansado.
Faris suelta una carcajada profunda; los demás repiten el sonido como si fuera una sinfonía. Luego se inclina más, como quien ofrece un secreto.
—¡Ay, por favor, Amir! ¿Ahora te preocupas por ellos? ¿Después de todo lo que les has robado? ¿O qué, quieres que te recuerde todo lo que has hecho en su nombre?
La palabra me quema. Mi mente busca una salida. No debí abrir la boca, no debí hablar de las joyas, no debí dejar rastro, no debí confiar nunca en nadie. Pero ya es tarde: la trampa está tendida.
—¿De qué hablas? —pregunto, aunque sé que no debería darles más oportunidades.
—Pagarés, documentos y transferencias donde falsificaste la firma de tu papá… ¿recuerdas? —Faris enuncia las palabras lentamente, cada una como un golpe—. Tenemos los documentos originales y las copias. Y no solo eso: tenemos testigos que firmaron por debajo. Si decides no colaborar, podemos hacer que todo llegue a manos de tus padres… o a las de la policía.
—No, por favor… no —ruego, la voz me sale rota—. Mis padres… mi padre está enfermo. Si se entera de lo que hice puede que…
Faris me corta con una sonrisa helada.
—¿Muera? —replica, la palabra raspando el aire—. Mejor para ti, Amir. Si muere, te dará la pasta que necesitas para pagarme el resto.
El golpe de su frase me atraviesa. Se me encoje el estómago. Las luces de la calle pasan como sombras borrosas por la ventanilla; todo en el coche gira y yo siento que me deshago por dentro.
—Mi hermana… —toso, y saco la última carta que me queda, el as bajo la manga que me prometí no usar—. Ella está esperando esto con tanta ilusión. Si lo arruino jamás me lo perdonará y…
Mi voz se quiebra. Imagino a Luz arreglándose, el vestido, las flores, la sonrisa de mi madre. La imagen me empuja las lágrimas a los ojos, y las contengo con rabia.
Faris inclina la cabeza, como quien escucha un cuento triste y aburrido. Sus dedos tamborilean en el volante, impacientes.
—Por eso lo vamos a planear bien —dice, con una calma escalofriante—. No te preocupes. Nadie sabrá que fuiste tú quien lo arruinó. Seremos… cautelosos.
La palabra suena a promesa y a amenaza a la vez. Me esfuerzo por entender el alcance: “cautelosos” significa que habrá un plan, manos invisibles, pasos medidos. Pero también significa que me obligan a traicionar todo lo que soy.
El auto da otra vuelta en la esquina y mi estómago amenaza con traicionarme. La náusea sube en oleadas; aprieto las uñas contra la palma de la mano hasta que siento el ardor de la piel.
—Los invitados llegan a partir de mañana —dice Faris, sin prisa—. Por la noche nos dirás quiénes son los más ricos y en qué habitaciones se hospedan. Nosotros haremos el resto.
—No… —logro balbucear, la palabra se quiebra en mi garganta.
La risa de los hombres se apodera del coche por un instante, corta y feroz. Faris me mira como a un juguete que ha empezado a quejarse. Sus ojos se vuelven duros; por primera vez la sonrisa se rompe y aparece la ira verdadera, lenta, contenida.
—¿No? —repite, ahora con voz fría—. ¿Te crees con derecho a decir “no” cuando ya te di la oportunidad de pagar tu deuda con la buena voluntad?
Un golpe seco resuena en el interior del auto. Uno de sus hombres me empuja con desprecio contra el respaldo. Siento el mundo girar. Intento recomponerme, buscar una salida, cualquier cosa que suene a plan. Pero la presión en el pecho me sofoca.
—Escucha bien, Amir —escupe Faris, acercándose tanto que puedo oler su aliento—. Tú nos facilitas la boda. Nosotros tomamos lo nuestro. Nadie sufre un escándalo. Tú sigues con tu vida como si nada. ¿No quieres eso? ¿O prefieres destruir a tu familia y pasar el resto en la sombra?
La pregunta cuelga en el aire como una sentencia. Mi negativa se queda muda; las neuronas me tiemblan. Entonces Faris se incorpora, irritado por mi silencio. Sus manos se cierran en puños; el gesto anuncia que ha perdido la paciencia.
Con un movimiento seco abre la puerta del auto. La noche me golpea la cara. Antes de que pueda reaccionar, me toma por la solapa y me arrastra hacia afuera con violencia. Caigo sobre el pavimento frío; el viento me corta la piel donde la ropa no cubre. Me incorporo a trompicones, la cabeza latiéndome, el corazón en viaje acelerado.
Faris me sujeta por el cuello del abrigo y me lanza una última advertencia, su voz como acero: —Tienes la mañana. Hazlo o lo haremos por ti. —Un empujón más y se aleja, subiendo al auto con sus hombres, que ya ríen satisfechos—. Que te sirva de lección, Amir.
El coche se pierde en la oscuridad. Me quedo en la acera, con la ropa pegada de sudor frío, sin los billetes, sin certezas. La ciudad sigue su marcha alrededor como si nada hubiese pasado: luces, taxis, pasos ajenos. Pero para mí todo cambió en un instante. Solo vientre vacío y miedo que se pega a las costillas. Siento cómo la responsabilidad me aplasta; siento también algo más oscuro: la certeza de que no puedo volver atrás. Afuera, la noche sigue indiferente. Dentro, el plan se teje como una telaraña, y yo soy un insecto que ya no puede luchar.
qué tipo horrible! ese Amir es un inútil, lástima que no se de cuenta que necesita ayuda, por su hermano, por su papá…
Tan inútil Amir, solo trae caos
Hasta cierto punto puedo sentir pena por él, luego me acuerdo de como trata a Amira, de la poca culpa que siente por el robo de sus joyas y pienso que él se buscó estar en esa situación.
Que sujetos tan desagradables, está padre que esten haciendo sentir miserable a Amir, se lo merece