AMIR
A pesar de todo lo que sucedió anoche, logré dormir. Me impresiona lo rápido que puedo conciliar el sueño a pesar de todo lo que pasa a mi alrededor; supongo que debe ser un don… o tal vez una maldición. La calma que obtengo al cerrar los ojos no es verdadera calma, es más bien una anestesia, un respiro que no me corresponde.
Porque en el fondo lo sé: un día las pagaré todas. Cada apuesta perdida, cada mentira que he dicho a mis padres, cada trampa en la que me he metido solo. El sueño es indulgente conmigo, pero la realidad no lo será.
Despierto con un sabor amargo en la boca y la resaca de la noche anterior aún pesando en mis sienes. El recuerdo de Faris y de sus hombres me golpea como una bofetada. Pude haber terminado peor, mucho peor. Pero aquí estoy, estirándome en la cama como si no pasara nada, como si la vida me diera otra oportunidad que no merezco.
Observo el techo, fijo la mirada en las molduras antiguas del cuarto y me río por lo bajo. Sí, puedo dormir como un niño, pero la vigilia me recuerda lo que soy: un hombre que debe más de lo que posee, que juega con fuego y que, tarde o temprano, terminará quemándose.
Respiro hondo. El murmullo del hotel me anuncia que el día ya comenzó, que los preparativos de la boda están en marcha. Una boda que debería ser alegría para mi hermana y que, sin embargo, amenaza con convertirse en el escenario de mi ruina.
El sonido de la llave entrando en el picaporte me indica que mi tiempo de gracia se ha terminado.
Trago saliva. El corazón me golpea con insistencia antigua, esa misma que me recuerda que ya no puedo huir de las cosas que hice. Por un instante me pregunto si podré fingir otra vez, si mi máscara seguirá pegada cuando abra la puerta.
Me tiro de un salto de la cama y, sin pensar, busco algo que me cubra. Un albornoz grueso cuelga del respaldo de la silla; me lo echo encima con torpeza, la tela pegándose a la piel húmeda por el sudor frío. Paso una mano por el pelo, intento ordenar la resaca y la vergüenza en un gesto que no disimula nada.
Mi madre entra en la habitación como siempre ha entrado: sin pedir permiso, con la calma de quien cree conocerlo todo. A ella apenas le puedo ocultar lo que pasa en mi mente; fuera de eso, lo sabe todo. Se detiene en el umbral y, sin moverse, observa el desorden como si leyera las pruebas de una culpa.
—¿Estás enfermo? —pregunta, la voz medida, más reproche que preocupación—. ¿Qué haces todavía en la cama?
—He pasado la noche mal —miento con voz rasposa—. No pude dormir.
Ella frunce el ceño, desaprobadora.
—No es momento para debilidades, Amir. Hoy llegan los invitados; quiero que estés presente. Tu hermana necesita que el apellido brille. —Hace una pausa, la frase es cuchillo envuelto en seda—. Además, verás a los Banús y a los Haddad. Me debes comportamiento. ¿Lo entiendes?
Asiento, mientras dentro de mí todo se desmorona. ¿Comportamiento? ¿Cómo comportarme cuando quien me exige ese comportamiento es la misma que me está obligando a venderlo?
—Sí, mamá. Estaré listo en una hora —contesto, lo más neutro que puedo.
Ella me observa un instante más, como si pesara mi respuesta en una balanza invisible. Luego, con un tono que mezcla cansancio y suficiencia, añade:
—Quiero que te comportes como un verdadero Khalil. Como un hombre de nuestro apellido. Así que, en cuanto termines de arreglarte, buscarás a Amira y bajarán juntos a recibir a los invitados. ¿Entiendes?
Frunzo el ceño, incapaz de contener mi frustración.
—¿Es en serio?
—Quieras o no, es tu prometida. Y dentro de unos meses serán ustedes quienes se casen. No me hagas enojar y haz lo que te pido. Al menos por este tiempo, hasta que se vayan los invitados, finge. Creas o no, Amira es una mujer respetada. No queremos que las personas piensen que nosotros no lo hacemos.
Sus palabras me caen como cadenas. No se trata solo de aparentar; es su forma de recordarme, una vez más, que no soy dueño de mi vida.
—Sí… madre —respondo, tragándome la rabia.
Ella asiente apenas, satisfecha, como si acabara de dar una orden a un sirviente.
—Bien. Te traeré algo para que desayunes aquí. Y, por favor, controla esa… presencia. No quiero escándalos hoy.
Se da media vuelta antes de que pueda replicar y se aleja por el pasillo con paso firme. Oigo sus tacones hasta que la puerta principal se cierra y el murmullo del hotel vuelve a colmar el silencio.
Cuando la cerradura hace clic, me quedo apoyado en el marco un instante más. El albornoz me aprieta como una armadura inservible. Respiro. Necesito moverme: calcular, llamar a alguien, pensar en cómo convertir su orden en una coartada para lo que me exigen. No puedo fallar. No hoy.
Cierro la puerta con cuidado y me enfrento al espejo: la cara pálida de siempre, la mirada más dura. Me afeito con manos que tiemblan, me visto con la disciplina de quien aprende a disimular la culpa, respirando cada vez un poco más firme. Afuera, la casa se despierta para la fiesta; adentro, la cuenta regresiva ya comenzó.
***
Bajo las escaleras y el recibidor está vuelto un caos. Mesas con flores blancas, moños recién atados, criadas que corren con bandejas humeantes; el aire huele a café, a perfume caro y a nervios. Pasé por la puerta de la habitación de Amira pero, después de tocar varias veces, me percaté de que “mi prometida” no se encontraba ahí. Decidí bajar directo al recibidor y buscarla entre la multitud.
Me detuve un instante y observé la escena con los ojos de quien conoce el precio de cada detalle: la boda de mi hermana había devuelto la vida al hotel; cada rincón brillaba, cada habitación había sido retapizada, habían gastado una fortuna en arreglos y en apariencias. Todo ese esfuerzo tenía un objetivo claro: recuperar el nombre de la casa Khalil. Y yo… yo estaba a punto de arruinarlo. La sensación me atravesó como un frío: tenía que conseguir lo que me pidieron, tenía que salvar mi pellejo otra vez. Si fallaba, no sólo me hundiría yo, sino el futuro por el que mi hermana tanto suspiraba.
—¡Ah! —exclamo en cuanto la vi bajar las escaleras—. ¡Ahí estás!
Ella llega como una aparición: impecable y sorprendentemente arreglada, con un vestido color verde esmeralda que hace estallar el tono de sus ojos. Por un segundo, a pesar de las órdenes de mi madre, la presión y la resaca, me quedé sin palabras.
Amira me regala una sonrisa ligera, esa sonrisa que finge felicidad como si nada la pesara. Me acerco y, por protocolo y por vergüenza propia, estiro la mano para ayudarla a bajar.
Ella toma mi brazo con educación; no lo rechaza —nadie lo haría frente a los invitados— y juntos nos quedamos al pie de la escalera observando cómo empiezan a entrar las primeras caras conocidas: políticos, empresarios, familias con apellidos que pesan. El recibidor se va llenando de murmullos, cigarrillos escondidos, saludos medidos.
En ese instante Hakim se acerca con la compostura rígida de siempre y, con discreción, inclina la cabeza. —Señor Amir, le llegó esta nota.
La tomo sin pensar demasiado. Mi madre está a algunos pasos, ocupada con una anfitriona que llega, mi hermana ríe con alguien de la lista de invitados; el mundo entero sigue su función y yo recibo un pedazo de papel que cae directo en mi pecho.
—Gracias —digo en voz automática.
Abro el pliegue y mi cuerpo se congela. Las letras recortadas en tinta negra parecen saltar y reírse de mí:
Tic, tac…
La frase es una campanada en mi cabeza. Mis dedos tiemblan, siento el papel húmedo por el sudor que no controlo. Miro hacia el recibidor; todos actúan como si nada, como si la vida fuera solo protocolo y canapés. Mi madre levanta la vista en mi dirección, y en su mirada hay una exigencia tácita: concentra, hijo.
Aprieto el papel contra la palma, lo doblo y lo escondo en el bolsillo interior de la chaqueta con la naturalidad de quien esconde una moneda. Mi sonrisa vuelve a su sitio, perfecta, cortés.
—¿Qué pasa? —me pregunta Amira, al notar mi nerviosismo.
—Nada… es una tontería —contesto, forzando una calma que no siento.
Desde la entrada, Alí Al-Mansur nos saluda con una seguridad que parece heredada junto con su apellido. El hijo de uno de los empresarios más exitosos de Marruecos, caminando con la frente en alto, el gesto exacto de quien sabe que el futuro le pertenece. Y como si no fuera suficiente, de su brazo viene su prometida: una extranjera hermosa, impecable, con ese aire cosmopolita que hipnotiza a todos los presentes.
Lo envidio. Lo envidio con cada fibra de mi ser. No carga notas amenazantes en el bolsillo. No carga deudas imposibles. Solo carga expectativas nobles, dinero limpio, un porvenir sin manchas.
Piensa algo… piensa algo… me repito, sintiendo cómo el sudor frío recorre mi espalda.
Vuelvo a ver a Amira. Ella sonríe con naturalidad, recibiendo los saludos como si hubiese nacido para esto. Su apellido resuena en cada boca con nobleza, con respeto: “Señorita Lafuente…” La rodean atenciones, reverencias, miradas de aprobación. Y, por un instante, percibo lo que nunca había querido ver: ella no necesita mi apellido; es mi familia la que necesita el suyo.
Entonces, se me ocurre algo.
—Amira —pronuncio su nombre, y ella voltea a verme. Sus ojos se clavan en los míos con una seguridad que no había percibido antes—. Estaba pensando que dentro de unas semanas nosotros prepararemos nuestra boda. Y… ¿no crees que sería honorífico de nuestra parte dar un regalo a nuestros próximos invitados?
—¿De qué hablas? —pregunta sin entenderme. Su tono, tan franco, me hace sentir como un idiota.
—Quiero decir, que ellos serán los invitados a nuestra boda y creo que sería algo bueno de nuestra parte dejarles un detalle a los más importantes. Mi hermana lo hizo y mira que le dieron buenos regalos —intento sonar convincente, aunque por dentro solo busco cómo disfrazar mis intenciones.
Amira arquea una ceja, tratando de descifrarme. Quiero pensar que ahora fui más claro.
—¿Quieres que les dejemos un regalo de nuestra parte? ¿Cómo qué? —pregunta, genuinamente curiosa.
—Bueno… —me inclino un poco hacia ella, bajando la voz como si compartiera una gran idea—. Pensaba en algo exclusivo. Un recuerdo que lleve nuestro sello. Por ejemplo, pequeñas cajas de madera tallada, hechas a mano por artesanos locales, con nuestras iniciales grabadas en dorado. Dentro podrían llevar una selección de especias de la región o un frasco pequeño de azafrán, que aquí vale como oro. Algo refinado, simbólico, que represente hospitalidad y prestigio.
Mientras hablo, la observo de reojo: necesito que crea en la idea. Necesito que ella, con su apellido y esa sonrisa respetada por todos, legitime el plan. Porque detrás de ese “detalle honorífico” está la oportunidad de manipular la lista de invitados, decidir a quién entregar personalmente el obsequio… y de paso obtener la información que Faris quiere.
Amira asiente despacio, aún dubitativa, como si pesara la propuesta.
—Es… interesante. Muy distinto. —Una sonrisa ligera cruza sus labios—. Nunca me imaginé que pensarías en algo así.
—A veces se me ocurren cosas buenas… —respondo, intentando sonar ligero, casi casual.
Amira suspira y su mirada se pierde un segundo en el vestíbulo, donde siguen entrando invitados con pasos seguros y sonrisas ensayadas. Aprovecho ese instante para soltar lo que realmente me quema en la lengua.
—¿Crees que puedas conseguir la lista de invitados de la boda y sus habitaciones? —pregunto, como quien no quiere darle mayor importancia.
Ella parpadea, confundida.
—¿Sus habitaciones? —repite, como si la palabra le sonara fuera de lugar.
—Sí —digo rápido, apretando la sonrisa—. Estaba pensando que fuese una sorpresa. Que entren a su habitación y vean el regalo. Yo hablaré con mi madre para organizarlo, pero… podrías conseguir la lista, ¿no?
El silencio entre nosotros pesa unos segundos. En los ojos de Amira veo un destello de duda, como si intentara leerme, como si mi repentina “generosidad” no terminara de encajar con el hombre que conoce. No me cree. O tal vez quiere creerme.
Sonríe, aunque la sonrisa es frágil, como pintada sobre el cristal más fino.
—Veré qué puedo hacer —responde.
—Bien… —murmuro, intentando sonar satisfecho, aunque en realidad la ansiedad me corroe por dentro.
De pronto, sin pensarlo demasiado —quizás por la tensión, quizás por ese miedo de que me descubra y me deje expuesto— me acerco a ella y la tomo de la mano. Su cuerpo da un pequeño salto, como si un hilo invisible se hubiese tensado entre nosotros.
Sus dedos son suaves, cálidos, y siento cómo se crispan bajo mi agarre. Ella me mira sorprendida, con los labios entreabiertos, como si esperara una explicación inmediata.
—Amir… —susurra, con cautela, casi con reproche—. ¿Qué haces?
El corazón me martillea en el pecho. Podría soltarla. Debería soltarla. Pero la aprieto un poco más, como si ese contacto fuese mi única ancla en medio del caos.
—Solo quiero que… que estemos bien —improviso, con voz baja, demasiado baja para que alguien más la escuche—. Que nos vean unidos. Que crean en lo que somos… aunque todavía no lo seamos del todo.
Amira me observa fijamente, como si tratara de descubrir qué hay detrás de mis palabras. En su mirada hay un brillo ambiguo: duda, compasión… y un rastro de incomodidad.
—¿Qué hacen en la escalera? —la voz de mi hermano corta el aire como un cuchillo.
La suelto de golpe, como si su mano me quemara, como si hubiese sido sorprendido en algo prohibido. Amira da un paso atrás, bajando la mirada, y yo intento recomponerme con una sonrisa forzada.
Nadir se presenta ante nosotros con ese porte y esa seguridad que sé que a mí me faltan y que, evidentemente, siempre termino cubriendo con agresividad y con arrogancia. Está impecable: el traje perfectamente alineado, la postura erguida, los ojos oscuros que nunca necesitan alzar la voz para imponerse.
—Nada —digo con rapidez, más defensivo de lo que debería sonar—. Estábamos esperando a los invitados.
—En la escalera —responde Nadir, arqueando una ceja. Su mirada viaja de mí a Amira, y noto cómo sus ojos se detienen en ella con un destello que me enciende las tripas. No dice nada más, pero ese silencio me carcome, como si en él hubiese un juicio que no puedo soportar.
—No veo cuál es el problema —añado, tratando de sonar seguro, aunque mi tono suena más como un reto.
—No hay problema —replica él al fin, con calma, y esa calma es peor que un grito. Da un paso más cerca y se inclina ligeramente hacia Amira—. Los invitados ya están llegando. La buscan en el vestíbulo, señorita Lafuente.
Ella asiente, agradecida por la salida, y se desliza hacia abajo, dejando entre nosotros un vacío incómodo.
Yo la sigo con la mirada unos segundos más, hasta que desaparece entre el bullicio del recibidor. El silencio entre Nadir y yo se vuelve insoportable.
—Deja de hacer shows, Amir —me dice, apenas audible, sin quitarme los ojos de encima—. No estamos aquí para tus caprichos.
Aprieto los puños, deseando soltarle todo lo que pienso, pero me muerdo la lengua. Este no es el lugar. No ahora.
Nadir da media vuelta con la misma calma con la que entró, y me deja solo, tragándome la rabia y el peso de la nota en mi bolsillo: tic, tac… tic, tac.
Ay nose Amir a veces me da la sensación que es solo un tonto atrapado en esa familia, pero después lo veo como un tonto qué cree que merece todo sin sacrificio
Lo peor es que no siente culpa. Por otro lado, tengo la triste sensación que, de haber tenido otra madre, pudo haber sido bueno. Pero el mismo tomó las decisiones que hoy lo persiguen.
Amir que bajo es lo que estás haciendo. Ahora los ojos de Aida verán como culpable a Amira.
Uyyy como que esto huele a celos