AMIRA 

Despierto de golpe. El grito se ahoga en mi garganta antes de salir, pero el corazón me late tan fuerte que siento que va a romperme el pecho. Estoy sudando, temblando. Por un instante no sé dónde estoy. La oscuridad de la habitación parece más densa que nunca; las sombras se mueven en las paredes como si tuvieran vida propia.

Trato de recuperar el aliento. Me llevo una mano al pecho, luego volteo hacia el buró. Ahí está la pequeña bolsa de hierbas que Zafira me dio. Su olor, suave pero persistente, flota en el aire: lavanda, ruda, y algo más… algo metálico, como si el perfume de la tierra se mezclara con el miedo.

Extiendo la mano y la tomo. La tela es áspera, y siento un leve cosquilleo al contacto, como si vibrara.

—Zafira… —murmuro, apenas un hilo de voz—. Dijiste que me protegería.

Me dejo caer contra el respaldo de la cama, aún agitada. Entonces noto el calor.

El amuleto.

Está ardiendo contra mi piel. Lo sujeto con cuidado entre los dedos: no quema, pero late, como si tuviera su propio pulso. Lo escondo de nuevo bajo el cuello de mi camisón, asegurándome de que quede bien cubierto. Aida no lo ha visto, aún no. He sido cuidadosa. Demasiado.

Suspiro. 

Ayer estuve a un paso de ser descubierta. Sé que me arriesgué demasiado por los libros, pero tengo la corazonada de que contienen algo sumamente importante. No sé qué, ni por qué lo siento así, pero hay algo en ellos —en su peso, en su olor a  antiguo y tinta seca— que me llama, que parece esperarme.

Cierro los ojos e intento calmarme, pero la sensación de peligro no se disipa. Está cerca. La siento como una presencia que respira sobre mi nuca, vigilante, silenciosa.

Miro de nuevo la bolsa de hierbas. Zafira dijo que debía hacer té con ellas y rociarlas en la habitación. Quizás debería hacerlo ahora, antes del amanecer y  así deje de sentir que alguien, o algo, me observa incluso en mis sueños.

Me levanto despacio, los pies desnudos sobre el suelo frío, y camino hacia el escritorio. Tomo mi set de escritura, abro la caja de madera y saco una hoja en blanco.
La pluma tiembla entre mis dedos. Le escribiré a Fátima. Necesito contarle todo: los libros, Zafira, las pesadillas… y este miedo que no me deja dormir.

Pero apenas acerco la punta al papel, la imagen de Zafira vuelve a mi mente: su mirada fija, la manera en que me pidió un secreto a cambio de otro. Recuerdo mis palabras, el temblor en mi voz, y la confesión que me arrancó. La pluma cae sobre la mesa.

—Eres una tonta —murmuro, con rabia contenida—. ¿Y si Zafira usa tu secreto para destruirte? ¿Puedes confiar en alguien que vive de lo oculto?

El silencio me responde. Solo se escucha el rumor lejano del mar. Un escalofrío me recorre los brazos, y me abrazo a mí misma. No. No puedo seguir callando, pero tampoco puedo confiar del todo en ella. Necesito hablar con alguien que no me juzgue.

Miro el reloj.

Calculo la diferencia de horas con Nueva York. Allá debe de estar anocheciendo. Tal vez Fátima aun no esté dormida y le permitan hablar. 

Me miro en el espejo: el cabello despeinado, los ojos hundidos y mi rostro de desesperación. 
Tomo aire, me recojo el cabello y busco un vestido sencillo. Necesito sentirme fuerte para hablar con ella.

Me visto, me pongo un vestido color blanco y, mientras me abrocho los botones, repito en voz baja:

—Solo escuchar su voz. Nada más. —Aunque muy dentro sé que es un pedido de ayuda. 

Salgo de la habitación y el silencio del hotel me envuelve como una manta espesa. Solo se escucha el murmullo distante. Ruidos indistintos que se escuchan dentro de las habitaciones. Las fiestas de la boda han agotado a todos; los invitados se acuestan al amanecer y no despiertan hasta el mediodía. El aire huele a flores y a perfume viejo.

Si soy honesta, muero porque las festividades terminen. Estoy cansada de las sonrisas falsas, de los brindis interminables, de fingir que pertenezco a un mundo que no me reconoce.
Lo único que me consuela es saber que mis padres vendrán para la boda. Tal vez logre verlos un instante antes de que me dejen otra vez en esta jaula dorada.

Bajo las escaleras despacio, cuidando que los tacones no hagan ruido sobre el mármol. Las lámparas siguen encendidas, proyectando sombras largas sobre las paredes. En la recepción, Laila, la recepcionista del turno nocturno, levanta la vista de sus papeles y me saluda con una sonrisa amable.

—Señorita Lafuente —dice, en voz baja, para no romper la calma del vestíbulo.

—Hola, Laila. Quisiera hacer una llamada internacional —respondo.

Escribo el número en un pedazo de papel y se lo entrego—. Estaré en la terraza tomando un té. Avísame cuando logren enlazarla.

—Por supuesto, señorita Lafuente.

Asiento y le sonrío con educación. No quiero parecer ansiosa, aunque por dentro siento el corazón apretado. 

Camino hacia la terraza, cruzando el comedor vacío. El suelo aún conserva el brillo del evento de anoche. Un mesero, de rostro amable y ojeras profundas, se acerca al verme.

—¿Desea algo, señorita?

—Un té, por favor. Solo té.

—Le recuerdo que la cocina está abierta, por si desea ordenar algo más.

—Gracias, no. Solo el té.

El joven asiente y se retira. Me quedo sola. Frente a mí, el jardín del hotel parece un cuadro detenido en el tiempo: las flores cerradas por la noche, las fuentes inmóviles, el murmullo del mar mezclándose con el canto de algún ave tempranera.

Cierro los ojos y respiro profundo. Todo esto se siente demasiado grande, demasiado ajeno.
Los secretos, los libros, el amuleto… y Nadir.

Pienso en él y el corazón se me encoge. Estos días apenas lo he visto. Siempre ocupado, siempre distante. Solo las notas que me deja en la biblioteca me recuerdan que sigue aquí, que en medio de toda esta farsa alguien me ve de verdad.

Pero a veces me pregunto cuánto durará eso.

¿Qué pasará cuando la boda termine y el silencio vuelva a ocupar el hotel?

¿Seguiré atrapada en este compromiso con Amir, fingiendo una vida que no quiero, mientras mi corazón pertenece a otro?

El pensamiento me abruma. Todo se complica: la vida, el amor, la conciencia… todo se enreda hasta doler.

—¿Señorita? —la voz del mesero me saca de mis pensamientos.

Abro los ojos. El té humea frente a mí, desprendiendo un aroma dulce y terroso.

—Gracias —respondo.

Él inclina la cabeza y se aleja. Sé que no volverá hasta que lo llame. En este hotel, el silencio de los poderosos también se respeta.

Tomo un sorbo del té y miro hacia el horizonte. El sol comienza a asomar, tiñendo de oro la superficie del mar. La luz se refleja en las copas de cristal abandonadas sobre las mesas, como si aún quedaran rastros de la fiesta.

Para distraer mi mente, saco el libro que siempre llevo conmigo y empiezo a leer. Las palabras me ayudan a no pensar, a olvidar por unos minutos el peso de los secretos.

El tiempo pasa sin que lo note. El cielo se vuelve claro, y cuando alzo la vista, el jardín ya está despierto. Los primeros empleados cruzan el camino de piedra, preparando todo para el desayuno.

—Señorita Lafuente —me llama Laila desde la puerta—, su llamada está lista.

Cierro el libro con cuidado y me pongo de pie. El corazón late rápido. Sé que no son horas para que mi hermana conteste, pero si la llamada fue enlazada, significa que alguien, del otro lado del mundo, sí levantó el auricular.

Camino deprisa por el vestíbulo silencioso hasta las cabinas telefónicas. El pasillo está en penumbra; solo una lámpara encendida tiñe de ámbar el suelo. Entro en la cabina número 2, cierro la puerta y descuelgo el teléfono.

—Good night? —digo, dudando más que preguntando.

—¡Amira! —responde una voz familiar, cálida, con ese acento que me transporta de golpe a Madrid.

Es Fátima.

Suspiro aliviada. Por un instante, el miedo y la tensión se disuelven.

—Fátima…

—¿Qué pasa? —pregunta enseguida—. La recepcionista dijo que querías hablar conmigo y como no son horas, supe que era urgente.

—No… no es tan urgente —miento, aunque la voz me tiembla—. Solo quería escuchar tu voz. Aunque…

—¿Aunque qué?

Trago saliva. Las palabras se me enredan.
—Fátima… están pasando cosas raras aquí.

—¿Raras cómo? —pregunta con ese tono que mezcla preocupación y curiosidad.

—Pues… —me quedo en silencio unos segundos, mirando mi reflejo distorsionado en el cristal de la cabina. Me siento ridícula. ¿Cómo explicarle lo de las pesadillas, lo del libro, lo del amuleto caliente en mi pecho?

—¿Amira?

—Cosas… fuera de este mundo —digo al fin, con un hilo de voz.

—¿Fuera de este mundo? —repite ella, incrédula.

El silencio me aplasta. Siento que su respiración se detiene al otro lado de la línea. Sé lo que está pensando: que estoy exagerando, o peor aún, que me estoy volviendo loca. Así que desvío el tema.

—Fátima… ¿tú sabías que antes de mí, Amir estuvo comprometido?

—¿Qué? —exclama, sorprendida.

—Sí. Me enteré por casualidad. Al parecer, ella rompió el compromiso. ¿Crees que podrías averiguar quién era? Qué fue lo que pasó…

—¿Y por qué no se lo preguntas a su hermano? —me dice con obviedad.

—No quiero… —respondo, mirando hacia la puerta, temiendo que alguien me escuche—. Prefiero que tú lo hagas. ¿Puedes?

Fátima suspira, pero su tono se suaviza.

—Haré lo posible, hermana. Aunque me inquietas. ¿Eso es lo raro de lo que hablabas?

—No, no… es que…

Y antes de poder decir más, un chasquido seco atraviesa la línea. El zumbido del teléfono se apaga.

—¿Fátima? —pregunto, apretando el auricular contra mi oído.

Nada. Solo estática.

Cuelgo despacio, mirando el aparato como si pudiera devolverme la conexión perdida.

—Mierda… —murmuro.

El sonido de la puerta de la cabina se abre de golpe y el corazón se me detiene. Me giro con un sobresalto, el auricular aún en la mano.
Nadir está ahí.

Su presencia llena el pequeño espacio como una sombra cálida. No lleva chaqueta, solo la camisa blanca arremangada, y el rostro tenso, los ojos oscuros fijos en mí.

—¿Qué haces aquí? —susurro, intentando recuperar el aire.

No contesta. Da un paso hacia adelante y cierra la puerta tras de sí. El golpe seco del cristal resuena como un sello de confidencia.
El espacio es demasiado pequeño. Su perfume, su respiración, el leve roce de su hombro cuando se inclina… todo me desarma.

—Te busqué en la biblioteca —dice, al fin, en voz baja—. No dejaste nota.

—Tenía que hacer una llamada… —respondo, sin atreverme a mirarlo.

—¿A quién?

—A mi hermana.

Asiente, pero no parece convencido.
Da otro paso. Ahora puedo sentir el calor de su cuerpo, el leve roce de su aliento en mi cuello.

—No deberías estar aquí, Nadir —le digo, sin mucha fuerza.

—Y, sin embargo, lo estoy. —Su tono es sereno, pero hay algo roto detrás de esas palabras—. Te he extrañado, Amira.

Levanto la vista. Su mirada me atrapa, y de pronto el aire parece desaparecer.

—Nadir… —murmuro, queriendo poner distancia, pero sus manos ya están sobre mi cintura.

Me sostiene con firmeza, con un temblor contenido.

—No sabes lo que es verte todos los días y no poder tocarte. Fingir que no me importas, que no te busco en cada rincón de este hotel.

Mi respiración se acelera. Trato de apartarme, pero su cercanía me paraliza.

—Nos pueden ver… —susurro.

—Entonces que vean. —Su voz es un hilo de fuego—. No me importa.

Y antes de que pueda protestar, me besa.

Un beso lento al principio, lleno de miedo, que se transforma en un reclamo contenido. Su mano asciende por mi espalda, su cuerpo presiona el mío contra la pared de cristal. El auricular cae al suelo con un golpe sordo.

Por un instante, el mundo se detiene. No hay voces, ni mar, ni pasado. Solo el sonido entrecortado de nuestra respiración y el temblor que nos delata.

Cuando se separa, apenas unos centímetros, su frente queda apoyada en la mía. Sus ojos, oscuros y encendidos, me buscan como si pudiera encontrar en mí algo que lo salve.

—Los mensajes no son suficientes —susurra—. Necesitaba verte.

Trago saliva; mi voz apenas logra salir.

—Y ahora que me ves… ¿qué vas a hacer?

Nadir sonríe, pero luego se sonroja. Esa reacción inesperada me desconcierta. En este instante desearía poder leer su mente, saber qué está pensando, qué lo contiene. Me muerdo el labio, nerviosa.

—No hagas eso… —susurra, su tono grave y suave al mismo tiempo, una súplica disfrazada de deseo—. Te lo pido.

La forma en la que lo dice, tan serena y tan intensa, hace que mi piel se erice. El espacio entre nosotros se acorta, el aire se vuelve más denso, y por un instante siento que todo está a punto de estallar.

Pero justo entonces, la puerta se entreabre de golpe. El aire se corta.
Yo reacciono empujándolo suavemente para que se aleje, mientras Nadir, con una calma impresionante, toma el teléfono del gancho y se lo lleva al oído.

—Definitivamente le pediré al especialista en líneas que revise esto —dice, con absoluta naturalidad, como si realmente estuviera hablando de una falla técnica.

La puerta termina de abrirse y Aida aparece en el marco, impecable, con el cabello recogido y una expresión de hielo. Sus ojos pasan de Nadir a mí, y el silencio que se forma es tan afilado que podría cortar el aire.

—¿Qué está pasando aquí? —pregunta, su voz firme, casi melodiosa, pero cargada de sospecha.

Siento cómo me tiembla el cuerpo. Nadir lo percibe al instante. Sin dudar, da un paso al frente y habla por mí:

—La señorita Lafuente estaba en una llamada y la línea se cortó —explica con serenidad profesional—. Como Laila no pudo solucionarlo, me llamó para que lo revisara. Justo iba pasando cuando sucedió.

Aida nos observa unos segundos que se sienten eternos. Su mirada se posa en mí, inquisitiva, y luego en Nadir, tratando de detectar cualquier grieta en su voz.
Finalmente, sonríe, pero no es una sonrisa amable.

—Qué dedicación la tuya, Nadir. Siempre tan… servicial. —Luego se vuelve hacia mí—. Y usted, señorita Lafuente, debería recordar que las llamadas personales no son apropiadas a estas horas. No querrá dar de qué hablar antes de la boda, ¿verdad?

—No, señora —respondo con un hilo de voz.

—Bien —concluye, tajante—. Espero que no vuelva a repetirse.

Da media vuelta y sale, dejando tras de sí el aroma intenso de su perfume y el eco de sus tacones alejándose por el pasillo.

Solo cuando el sonido desaparece, me atrevo a respirar.
Nadir cuelga el teléfono despacio y me mira. En su rostro se mezcla el alivio con una chispa de peligro.

—Eso estuvo cerca —dice, casi en un susurro.

Asiento, sin fuerzas para responder. Mis manos aún tiemblan.

—Nos pudo haber visto —murmuro.

Nadir guarda silencio unos segundos, observando la puerta cerrada. Luego se pasa una mano por el cabello, intentando recuperar la calma.

—Creo que tendremos que seguir con las notas en la biblioteca —dice finalmente, con voz baja.

Mi rostro cambia sin que pueda evitarlo. La decepción me atraviesa como un golpe.
Nadir lo nota enseguida.

—¿Qué pasa? —pregunta, acercándose un paso.

Suspiro, intentando controlar la emoción que amenaza con quebrarme.

—Eso… —digo, buscando las palabras—. ¿Hay algo más, Nadir? ¿Algo más que las notas en la biblioteca? —mi tono suena más firme de lo que esperaba—. ¿Hay algo más que estos besos robados? ¿Estos encuentros a escondidas? Dímelo.

Él me mira con una intensidad que me deja sin aire, pero su silencio pesa más que cualquier respuesta.

—Yo te amo. Estoy enamorado de ti —dice por fin.

Sonrío, pero algo en mí se encoge. La palabra amor flota en el aire, cálida y cruel a la vez.

—Pero… ¿y qué más? —pregunto, con un nudo en la garganta—. ¿Qué pasará con nosotros? ¿Será esto pasajero? ¿Qué es lo que estamos haciendo, Nadir? —mi voz se quiebra un poco—. Recuerda mi estatus, recuerda quién soy. Yo…

Él da un paso hacia mí, pero no dice nada. Solo me mira. Sus ojos comunican lo mismo que temo: la imposibilidad. La impotencia. El muro que nos separa.

—Eso pensé —susurro, con una sonrisa amarga.

Tomo aire, y sin darle oportunidad de hablar, abro la puerta de la cabina. El pasillo está vacío, pero el aire afuera se siente más frío.

—No puedes decirme que me amas y dejarlo ahí, Nadir —añado sin mirarlo—. Eso no basta. No para mí.

Y sin esperar su respuesta, salgo, dejando atrás el eco de mis pasos y a Nadir, inmóvil, con las palabras atrapadas entre los labios. Cuando cierro la puerta, oigo su respiración entrecortada, el sonido de su frustración contenida… pero no me detengo.

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