AMIR
-Por la noche –
Después de un día entero de festejos, siento que por fin puedo respirar. La música, las risas, los brindis, los discursos… todo ha salido perfecto. No cabe duda que los festejos de esta familia son en verdad opulentos. Creo que lo único que espero de mi boda con Amira son los festejemos. Al menos me la pasaré bien antes de atarme a una mujer que no amo.
Subo las escaleras hacia mi habitación con una sonrisa satisfecha, todavía con el aroma del vino y con el perfume de la mujer que acabo de follarme en el baño. Me aflojo la corbata, dejo el saco caer en el sofá y me miro en el espejo: desarreglado, pero triunfante.
—Brillante noche —murmuro, complacido conmigo mismo.
Empiezo a desabrocharme la camisa cuando una voz detrás de mí corta el aire.
—Lo fue… para todos, menos para ti.
El corazón se me detiene. Reconozco esa voz al instante.
—¿Faris? —pregunto, girando lentamente.
Y ahí está. Sentado en una de las butacas, con la misma sonrisa insolente de siempre, jugando con su encendedor entre los dedos.
El reflejo del fuego ilumina su rostro con un brillo demoníaco.
—Pensé que estarías feliz de verme —dice, levantándose despacio.
El miedo se me cuela por la espalda como un escalofrío.
—¿Qué haces aquí? —pregunto, intentando mantener la voz firme.
—¿Cómo que qué hago aquí? —responde con una sonrisa torcida, mientras tres hombres salen del baño como sombras obedientes. El sonido de sus pasos sobre el mármol resuena en la habitación como un aviso.
Antes de que pueda reaccionar, me toman de los brazos con fuerza. El olor a tabaco y sudor me revuelve el estómago. Me arrastran hasta el sillón y me obligan a sentarme frente a Faris.
Él se acomoda frente a mí, cruza una pierna sobre la otra y me observa con una calma que da más miedo que cualquier golpe.
—Se te olvida que tú y yo todavía tenemos un trabajo que hacer.
—Yo ya hice mi parte —respondo, buscando aire entre las palabras—. Lo que me pediste, los nombres, las habitaciones… ya lo entregué.
Faris sonríe, lento, como un depredador que sabe que la presa está atrapada.
—No, no, Amir… tu trabajo termina cuando yo digo que termina. Vine porque necesito darte instrucciones.
Trago saliva.
—¿Instrucciones? ¿Qué tipo de instrucciones?
Faris se inclina hacia adelante. La brasa de su cigarro ilumina sus ojos con un reflejo anaranjado.
—Falta poco para la boda de tu hermana. Así que necesito que intercambiemos información sobre nuestro pequeño movimiento.
—¡Yo no acordé nada! —exclamo, tratando de soltarme, pero los hombres me sujetan con más fuerza.
—¿Se te olvida, Amir, lo que puedes perder? —dice en un tono casi paternal, pero en su voz hay veneno—. Así que vas a cooperar.
—¡No! —me niego, desesperado—. Mi hermano sabe lo de las joyas, lo de Amira… ¡Tú le dijiste!
Faris suelta una carcajada que me hiela la sangre.
—¿Y qué tiene que se haya enterado? —pregunta, mientras saca algo del bolsillo de su abrigo. Lo hace girar entre sus dedos, con una elegancia que me enferma—. Las joyas están muy lejos ya. Nadie las encontrará…
Hace una pausa y acerca el objeto a la luz. Es un anillo de oro. Reconozco su diseño al instante.
—Excepto por esta —susurra—. Me gustó, por eso me lo quedé. O tal vez lo hice para joderte.
Me levanto con un impulso, pero los hombres me empujan de nuevo al sillón.
Faris se pone de pie, se sacude el polvo imaginario del saco y se inclina hacia mí, tan cerca que puedo oler el humo de su cigarro.
—Escúchame bien, Amir —dice Faris, afilando cada palabra—. Me dirás ahora mismo los horarios de la boda de tu hermana y cuándo debemos entrar a las habitaciones. No lo haremos en todas, solo en algunas seleccionadas. Tú te encargarás de que nadie nos vea. Y por eso… necesitamos uniformes.
Me quedo mudo un segundo, como si no entendiera. Luego la realidad pega como un bofetón.
—¿Uniformes? ¿Del hotel? —balbuceo.
—Así es —responde él con fría naturalidad—. Para mañana nos darás diez uniformes para poder entrar sin sospechas. También abrirás la puerta del área de empleados y nos dejarás pasar a la hora que acordemos hoy.
Siento que el mundo se me vuelve más estrecho. Todo en la habitación gira alrededor de esa petición; cada movimiento, cada respiración queda reducido a una sola posibilidad: obedecer o perderlo todo.
—No… por favor —suplico, porque suplico es lo único que me queda.
Faris ladea la cabeza, divertido por mi súplica, y el gesto de los tres hombres detrás de él se endurece.
—Lo haremos. No hay duda. Cuidarás que nadie suba durante ese momento y cuando nos vayamos, puedes regresar a tu querida fiesta.
Me niego con la cabeza, aunque sé que la negación no sirve de nada.
—Las habitaciones… ¿me podrías decir…? —tartamudeo, intentando ganar tiempo.
Él me interrumpe con una sonrisa de depredador.
—No robaremos a tu prometida otra vez… ni a las del esposo de tu hermana. Pero los Lafuente… —hace una pausa, y su sonrisa se ensancha—, esos son los que más interés despiertan.
Un golpe seco estalla en mi mejilla; uno de los tipos, sin orden aparente, ha cumplido su trabajo. La bofetada me tambalea, una quemazón que se enciende bajo la piel y que me recuerda que no soy más que un peón.
Trago sangre.
—¡No! A ellos no —consigo decir con la voz rota.
Faris clava los ojos en mí, sin piedad.
—A ellos sí. Tú nos darás la hora en que sus habitaciones estén vacías. Nos facilitarás la ruta de acceso, te encargarás de vigilar que nadie suba.
La orden cae como una sentencia.
—Entendido —digo al fin, la palabra me salta amarga y mecánica.
Faris se levanta, acercándose lo suficiente como para que el humo de su cigarro me roce la cara.
—Tú nos entregaste información, Amir. Ahora nos darás acceso. Cumple y esto será solo un mal recuerdo. Falla, y te aseguro que lo que pasa en esta boda será solo el principio.
Su voz baja, venenosa. Con un gesto le dice a sus hombres que es hora de retirarse. Ellos me sueltan y me patean en el estómago sacándome el aire.
—Para que no pienses en tracionarnos —me dice, para después salir de la habitación.
Cerrada la puerta, el silencio me golpea con más fuerza que sus puños. Me quedo sentado, la mejilla ardiendo y sin aire. Me levanto como puedo y me siento sobre la cama.
La noche es larga. No duermo. Pienso en mi hermana durmiendo en otra habitación, en mi padre, en Amira, en Nadir. Me pregunto cuánto tardará hasta que todo esto se desmorone. Me arrepiento hasta de respirar. Pero sé también, con una claridad que hiela, que no tengo alternativa. Tengo que asegurar el paso, conseguir los uniformes y cuando lo haga, tendré la certeza de que he cruzado una línea de la que no hay regreso.
Tan cobarde y estúpido!!!